Estaba en la flor de la edad, ninguna enfermedad letal me amenazaba directamente, los problemas de salud que me asaltaban regularmente eran dolorosos pero a fin de cuentas menores; no sería hasta treinta años más tarde, o incluso cuarenta, cuando llegaría a esa zona oscura en la que las enfermedades se vuelven todas más o menos mortales, cuando las expectativas de vida, como se dice, se ven comprometidas casi cada vez. No tenía amigos, era cierto, pero ¿acaso alguna vez los había tenido? Y, pensándolo bien, ¿de qué servían los amigos? A partir de cierto nivel de degradación física —y eso iría mucho más rápido, en unos diez años, o probablemente menos, la degradación se haría visible y me calificarían de aún joven—, directa y realmente solo puede tener sentido una relación de tipo conyugal (los cuerpos, de alguna manera, se mezclan; se produce, en cierta medida, un nuevo organismo; por lo menos, si creemos a Platón). Y, en el terreno de las relaciones conyugales, a todas luces no estaba muy bien situado. Los correos electrónicos de Myriam, al filo de las semanas, se habían hecho más raros y más breves. Desde hacía poco había renunciado al encabezamiento «Amor mío» para reemplazarlo por el más neutro de «François». En mi opinión era cuestión de semanas que me anunciara, como todas las que la precedieron, que había conocido a alguien. El encuentro ya había tenido lugar, de eso estaba seguro, no sé muy bien por qué pero algo en la elección de las palabras que empleaba, en la disminución constante del número de rostros sonrientes y corazoncitos esparcidos por sus correos electrónicos, me daba una absoluta certeza de ello; simplemente, aún no había reunido el valor para confesármelo. Se apartaba de mí, eso era todo, estaba rehaciendo su vida en Israel, ¿y qué otra cosa podía esperar yo? Era una chica guapa, inteligente y simpática, muy deseable: sí, ¿qué otra cosa podía esperar yo? En todo caso, seguía manifestando el mismo entusiasmo por Israel. «Es duro pero sabemos por qué estamos aquí», me escribió; evidentemente yo no podía decir lo mismo.

El fin de mi carrera universitaria —me llevó varias semanas tomar realmente conciencia de ello— me había privado de todo contacto con las alumnas; ¿y qué podía hacerse? ¿Tenía por eso que inscribirme en Meetic, como habían hecho muchos otros antes que yo? Era un hombre cultivado, de buen nivel; estaba en la flor de la edad, como he dicho; y si después de unas semanas de un diálogo trabajoso a lo largo del cual algunos momentos de entusiasmo respecto a cualquier cosa —pongamos por ejemplo los últimos cuartetos de Beethoven— lograran provisionalmente disimular un hastío creciente y global, hacer resplandecer la esperanza de momentos mágicos o de una complicidad hecha de admiración y carcajadas, si después de esas semanas me decidía a quedar con una de mis numerosas homólogas femeninas, ¿qué podría suceder? Disfunción eréctil por un lado, sequedad vaginal por el otro; sería mejor evitar eso.

Solo había recurrido muy ocasionalmente a webs de escorts, por lo general en los meses de verano, para garantizar en cierta forma la conjunción entre dos alumnas; por lo general había quedado satisfecho. Una rápida exploración en Internet me permitió constatar que el nuevo régimen islámico no había perturbado en absoluto el funcionamiento de esas páginas. Vacilé unas semanas, examinando numerosos perfiles, imprimiendo algunos para releerlos (las webs de escorts eran un poco como las guías gastronómicas en las que la descripción, de notable lirismo, de los platos del menú deja entrever delicias muy superiores a las que finalmente cabe disfrutar). Luego me decidí por Nadiamorita; a tenor de las circunstancias políticas globales, elegir una musulmana me excitaba bastante.

De hecho Nadia, de origen tunecino, había escapado completamente al movimiento de reislamización que había afectado masivamente a los jóvenes de su generación. Hija de un radiólogo, vivía desde su infancia en los barrios altos y nunca se había planteado llevar velo. Estudiaba máster 2 de letras modernas, hubiera podido ser una de mis antiguas alumnas; pero no era así, había cursado todos sus estudios en París-Diderot. Sexualmente, ejercía su oficio con mucha profesionalidad, pero encadenaba las posiciones de manera bastante mecánica, se la notaba ausente y solo se animó un poco al sodomizarla; tenía un culito muy estrecho, pero no sé por qué razón yo no experimentaba ningún placer, me sentía capaz de darle por el culo, sin fatiga y sin alegría, durante horas enteras. En el momento en que comenzó a proferir leves gemidos me di cuenta de que ella empezaba a tener miedo de sentir placer, y quizá sentimientos a continuación; se volvió apresuradamente para rematarme en su boca.

Antes de marcharme hablamos aún unos minutos, sentados en el sofá cama de La Maison du Convertible, esperando que pasara la hora por la que había pagado. Era inteligente, pero bastante convencional y sobre cualquier tema, de la elección de Mohammed Ben Abbes a la deuda del Tercer Mundo, pensaba exactamente lo que está convenido pensar. Su estudio estaba decorado con gusto, impecablemente ordenado; estaba seguro de que se comportaba de manera razonable, que lejos de gastarse todas sus ganancias en ropa de lujo ahorraba con esmero la mayor parte de las mismas. En efecto, me confirmó que después de cuatro años de trabajo —empezó cuando tenía dieciocho años— había ganado lo suficiente para comprar el estudio en el que ejercía. Tenía intención de continuar hasta acabar los estudios y luego contemplaba hacer carrera en el mundo audiovisual.

Unos días más tarde me cité con Babeth la Guarra, que tenía unos comentarios ditirámbicos en la web y se presentaba como «caliente y sin tabúes». De hecho, me recibió en su bonito apartamento de sala y dormitorio, un poco vetusto, vestida únicamente con un sujetador con los senos desnudos y un tanga abierto. Tenía el cabello largo y rubio y un rostro cándido, casi angelical. También le gustaba la sodomía pero no dudaba en manifestarlo. Al cabo de una hora aún no me había corrido y me dijo que era muy resistente; lo cierto era que, esta vez tampoco, y aunque mi erección no había desfallecido, en ningún momento había sentido el menor placer. Me pidió que me corriera en sus senos; obedecí. Extendiendo el semen sobre su pecho, me contó que le gustaba mucho estar cubierta de esperma; participaba regularmente en gang bangs, por lo general en clubs de intercambios, a veces en lugares públicos como aparcamientos. Aunque solo pedía una participación mínima —cincuenta euros por persona—, esas veladas eran muy lucrativas para ella, puesto que a veces invitaba a cuarenta o cincuenta hombres, que utilizaban por turnos sus tres orificios antes de correrse sobre ella. Me prometió informarme la próxima vez que organizara un gang bang; le di las gracias. No me interesaba realmente, pero me caía simpática.

En resumidas cuentas, esas dos escorts eran buenas. Sin embargo, no lo suficiente como para que me apeteciera volver a verlas, ni para iniciar con ellas relaciones continuadas: ni para darme ganas de vivir. ¿Debía entonces morir? Me pareció una decisión prematura.

Fue mi padre quien murió, unas semanas más tarde. Lo supe por una llamada de Sylvia, su pareja. No habíamos tenido, se lamentó por teléfono, «muchas ocasiones de hablar». Era verdaderamente un eufemismo: la verdad era que nunca había hablado con ella, solo conocía su existencia por una alusión indirecta que me hizo mi padre durante nuestra última conversación, dos años atrás.

Vino a buscarme a la estación de Briançon; mi viaje había sido muy desagradable. El TGV hasta Grenoble aún funcionaba, la SNCF mantenía un nivel de servicio mínimo en los TGV; pero los TER estaban verdaderamente abandonados y el que iba a Briançon sufrió varias averías y llegó finalmente con un retraso de una hora y cuarenta minutos; los retretes estaban embozados, un charco de agua mezclada con mierda había invadido la plataforma y amenazaba con extenderse a los compartimentos.

Sylvia conducía un Mitsubishi Pajero Instyle, y para mi gran estupefacción los asientos delanteros estaban cubiertos con fundas de imitación de leopardo. El Mitsubishi Pajero, averigüé a mi regreso comprando un número especial de L’Auto-Journal, es «uno de los todoterrenos más eficaces en un medio hostil». En su acabado Instyle está equipado con asientos de cuero, techo deslizante eléctrico, cámara de visión trasera y un equipo de audio Rockford Acoustic de 860 vatios con veintidós altavoces. Todo eso era muy sorprendente; a lo largo de toda su vida —en fin, durante toda la parte de su vida que yo conocía— mi padre se había mantenido, casi hasta la ostentación, en los límites de un buen gusto burgués perfectamente convencional y su vestimenta —trajes de tres piezas grises de rayas finas, o eventualmente azul oscuro, corbatas inglesas de marca— correspondía exactamente a la función que ejercía: director financiero de una gran empresa. Cabello rubio ligeramente ondulado, ojos azules, guapo de cara: hubiera podido interpretar perfectamente un papel en una de esas películas de Hollywood producidas de vez en cuando sobre esos temas a la vez abstrusos y supuestamente cruciales que giran en torno al universo financiero, las subprimes y Wall Street. No lo había visto desde hacía diez años y desconocía su evolución, pero de ninguna manera me esperaba esa transformación en una especie de pendenciero de barrio.

Sylvia rondaba la cincuentena, veinticinco años menos que él aproximadamente; de no haber estado yo allí probablemente hubiera cobrado íntegramente la herencia y mi existencia la obligaba a concederme la parte que me correspondía, el 50 % por lo menos, puesto que era hijo único. En tales condiciones era difícil esperar que tuviera unos sentimientos muy calurosos hacia mí; sin embargo, se comportaba razonablemente bien, me dirigía la palabra sin excesiva incomodidad. Había llamado varias veces para advertirla del creciente retraso de mi tren, y la notaria pudo aplazar la cita a las seis de la tarde.

La lectura del testamento de mi padre no deparó ninguna sorpresa: su patrimonio se repartía a partes iguales entre nosotros dos; no había ningún legado complementario. Pero la notaria había hecho bien su trabajo y había empezado a valorar la herencia.

Cobraba una buena pensión de Unilever, y tenía poco dinero en efectivo: dos mil euros en su cuenta corriente y unos diez mil euros en una cuenta de ahorro en acciones suscrita tiempo atrás, probablemente olvidada. Su bien principal era la casa donde vivían Sylvia y él: un agente inmobiliario de Briançon la había visitado y la había tasado en cuatrocientos diez mil euros. Su todoterreno Mitsubishi, casi nuevo, estaba estimado en cuarenta y cinco mil euros en el mercado de segunda mano. Lo que más me sorprendió fue la existencia de una colección de escopetas de valor, que la notaria había clasificado por orden de tasación: las más caras eran una Verney-Carron «Platines» y una Chapuis «Oural Elite». El conjunto representaba un montante de ochenta y siete mil euros, mucho más que el todoterreno.

—¿Coleccionaba armas? —pregunté a Sylvia.

—No eran armas de colección; iba mucho a cazar, se había convertido en su gran pasión.

Un antiguo director financiero de Unilever que se había comprado tardíamente un todoterreno de aventura y había recuperado su instinto de cazador y recolector: era sorprendente, pero al fin y al cabo posible. La notaria ya había acabado; iba a ser una herencia enormemente fácil. La extrema rapidez del proceso no me impidió, sin embargo, debido a mi retraso inicial, perder el tren de vuelta, y era el último del día. Eso colocaba a Sylvia en una posición delicada, como nos dimos cuenta los dos, sin duda casi en el mismo momento, al subir al coche. Disipé de inmediato el azoramiento afirmando que para mí lo mejor, y con diferencia, sería encontrar una habitación de hotel cerca de la estación de Briançon. Mi tren a París salía muy temprano a la mañana siguiente y no podía perderlo de ninguna manera, tenía unas citas muy importantes en la capital, afirmé. Mentía doblemente: no solo no tenía citas al día siguiente, no más que cualquier otro día, sino que el primer tren del día salía un poco antes de mediodía, así que con suerte podía esperar llegar a París a eso de las seis de la tarde. Tranquilizada por el hecho de que pronto iba a desaparecer de su vida, me invitó casi con entusiasmo a tomar una copa en «casa de ellos», como se obstinaba en decir. No solo ya no era la «casa de ellos», puesto que mi padre había muerto, sino que pronto ya no sería «su casa»: a la vista de los importes que me habían comunicado, no tendría otra elección que poner la casa en venta para liquidarme mi parte de la herencia.

Situado en los contrafuertes del valle de Freissinières, su chalet era enorme; el aparcamiento, en el sótano, tenía capacidad para una decena de coches. Al recorrer el pasillo que conducía al salón me detuve ante los trofeos de caza disecados que debían de ser gamuzas, muflones, o mamíferos de ese tipo; había también un jabalí, más fácil de reconocer.

—Quítese el abrigo, si quiere… —me dijo Sylvia—. Eso de la caza era muy majo, ¿sabe? También fue un descubrimiento para mí. Ellos iban a cazar todo el domingo, y luego cenábamos con los otros cazadores y sus mujeres, una decena de parejas; por lo general, tomábamos el aperitivo aquí, y a menudo íbamos a un pequeño restaurante del pueblo de al lado, que reservábamos para nosotros solos para la ocasión.

Así que mi padre había disfrutado de un final de vida majo; eso también era una sorpresa. Durante toda mi juventud, nunca conocí a ninguno de sus compañeros de trabajo y creo que él tampoco veía a ninguno de ellos fuera del ámbito del trabajo. ¿Tenían amigos mis padres? Tal vez, pero no lograba recordarlo. Vivíamos en Maisons-Laffitte en una casa grande, no tan grande como aquella, pero sí grande. No recordaba que nadie hubiera venido nunca a cenar a casa, a pasar el fin de semana o esas cosas que suelen hacerse cuando se es amigo. Tampoco creía, y era más inquietante, que mi padre hubiera tenido lo que se llaman amantes, de eso evidentemente no podía estar seguro, no tenía ninguna prueba; pero no conseguía en absoluto asociar la idea de una amante con el recuerdo que conservaba de él. En resumidas cuentas era un hombre que había vivido dos vidas, claramente separadas, y sin el menor punto de contacto.

El salón era muy amplio y debía de ocupar la totalidad de la planta; cerca de la cocina americana instalada a la derecha de la entrada había una gran mesa rústica. El resto del espacio estaba ocupado por mesas bajas y profundos sofás de cuero blanco; en la pared había más trofeos de caza, y en un armero la colección de escopetas de mi padre: eran objetos bellos, con incrustaciones de metal finamente trabajadas que brillaban con un suave resplandor. El suelo estaba cubierto de pieles de animales diversos, esencialmente corderos, imagino; parecía que estuviéramos en una película porno alemana de los años setenta, una de esas que transcurren en un refugio de caza del Tirol. Me dirigí hacia el ventanal que abarcaba toda la pared del fondo y daba a un paisaje de montañas.

—Enfrente se ve el pico de la Meije —intervino Sylvia—. Y, más al norte, está la Barre des Écrins. ¿Le apetece tomar algo?

Nunca había visto un mueble bar tan bien surtido, había decenas de aguardientes de frutas y algunos licores cuya existencia ni siquiera sospechaba, pero me contenté con un Martini. Sylvia encendió una lamparita de mesa. El anochecer daba un brillo azulado a la nieve que cubría el macizo de los Écrins, y el ambiente se volvió un poco triste. Dejando incluso a un lado la cuestión de la herencia, no me imaginaba que a ella pudiera apetecerle quedarse sola en esa casa. Aún trabajaba, no sé qué empleo tenía en Briançon, me lo había dicho de camino a la notaría, pero lo había olvidado. A todas luces, aunque se instalara en un buen apartamento en el centro de Briançon, su vida iba a ser mucho menos divertida. Me senté un poco a regañadientes en el sofá y acepté un segundo Martini, pero ya había decidido que sería el último, que justo después le pediría que me acompañara al hotel. Nunca llegaría a entender a las mujeres, eso se me aparecía con creciente evidencia. Se trataba de una mujer normal, e incluso de una normalidad casi exagerada; sin embargo, había logrado encontrarle algo a mi padre; algo que ni mi madre ni yo habíamos descubierto. Y no podía creer que fuera únicamente, ni siquiera principalmente, una cuestión de dinero; ella tenía un salario alto, se veía por su ropa, su peinado, su manera de hablar. Había sido la primera que había sabido encontrar algo que amar en aquel hombre de edad avanzada, ordinario.