Poco después recibí el Dictionnaire d’argot moderne de Rigaud, publicado por Ollendorff en 1881, que había encargado mucho tiempo atrás, y que me permitió aclarar algunas dudas. Como sospechaba, el claquedent no era una invención de Huysmans, sino que designaba un lupanar; y el clapier,[5] más generalmente, un lugar de prostitución. Casi todas las relaciones sexuales de Huysmans tuvieron lugar con prostitutas y su correspondencia con Arij Prins era muy detallada acerca de los burdeles europeos. Revisando esa correspondencia, tuve de repente la sensación de que debía ir a Bruselas. No tenía para ello una razón evidente. Por supuesto, Huysmans fue publicado en Bruselas, pero, a decir verdad, casi todos los autores importantes de la segunda mitad del siglo XIX tuvieron que recurrir en algún momento a un editor belga para evitar la censura, Huysmans igual que los demás, y mientras redactaba mi tesis ese viaje no me pareció indispensable; fui allí unos años más tarde, sobre todo por Baudelaire; lo que más me impresionó fue la suciedad y la tristeza de la ciudad, así como el odio palpable, más aún que en París o en Londres, entre las comunidades: en Bruselas uno se sentía, más que en cualquier otra capital europea, al borde de la guerra civil.

Ahora, el Partido Musulmán de Bélgica acababa de llegar al poder. En general, se consideraba un acontecimiento importante, desde el punto de vista del equilibrio político europeo. Naturalmente, ya había partidos musulmanes nacionales que formaban parte de coaliciones de gobierno en Inglaterra, Holanda y Alemania; pero Bélgica era el segundo país, después de Francia, donde el partido musulmán contaba con una posición mayoritaria. El tremendo fracaso de la derecha europea tenía en el caso de Bélgica una explicación simple: mientras los partidos nacionalistas flamenco y valón, con diferencia las primeras formaciones políticas en sus respectivas regiones, nunca habían logrado entenderse y ni siquiera habían entablado un verdadero diálogo, los partidos musulmanes flamenco y valón, sobre la base de una religión común, habían llegado fácilmente a un acuerdo de gobierno.

La victoria del Partido Musulmán de Bélgica fue saludada inmediatamente con un caluroso mensaje de Mohammed Ben Abbes: la biografía de su secretario general, Raymond Stouvenens, presentaba además algunos puntos en común con la de Rediger: había pertenecido al movimiento identitario, en el que fue un cuadro importante sin llegar a comprometerse nunca con las facciones abiertamente neofascistas antes de convertirse al islam.

El servicio de restauración del Thalys ofrecía ahora un menú tradicional y un menú halal. Era la primera transformación visible y también la única: las calles seguían igual de sucias y el hotel Métropole, a pesar de que el bar estuviera cerrado, había conservado buena parte de su antiguo esplendor. Salí de allí hacia las siete de la tarde, hacía aún más frío que en París, las aceras estaban cubiertas de nieve negruzca. Fue en un restaurante de la rue de la Montagne-aux-Herbes-Potagères donde, mientras dudaba entre un waterzooi de pollo y una anguila en salsa verde, tuve de repente la certeza de que comprendía totalmente a Huysmans, mejor de lo que se había comprendido él mismo, y que ahora podía redactar mi prólogo, tenía que regresar al hotel para tomar notas, salí del restaurante sin haber pedido la cena. El servicio de habitaciones ofrecía un waterzooi de pollo, y así resolví definitivamente la cuestión. Hubiera sido un error conceder demasiada importancia a los «excesos» y a las «parrandas» complacientemente evocados por Huysmans, aquello era sobre todo un tic naturalista, un tópico de la época, ligado también a la necesidad de escandalizar, de contrariar a los burgueses, formaba parte en definitiva de un plan de carrera; y la oposición que establecía entre los apetitos carnales y los rigores de la vida monástica tampoco era pertinente. La castidad no era un problema, nunca lo había sido, ni para Huysmans ni para nadie, y así me lo confirmó mi breve estancia en Ligugé. Si se somete al hombre a estímulos eróticos (además extremadamente estandarizados, los escotes y las minifaldas siempre funcionan, tetas y culo, como dicen gráficamente los españoles), sentirá deseos sexuales; si se suprimen dichos estímulos, dejará de sentir esos deseos y al cabo de unos meses, a veces después solo de unas semanas, perderá hasta el recuerdo de la sexualidad, en realidad eso nunca les había planteado el menor problema a los monjes e incluso yo mismo, desde que el nuevo régimen islámico había hecho evolucionar la vestimenta femenina hacia una mayor decencia, sentía poco a poco que mis impulsos se calmaban y a veces pasaba días enteros sin pensar en ello. La cuestión era quizá ligeramente diferente para las mujeres, dado que el impulso erótico femenino es más difuso y en consecuencia más difícil de dominar, pero a fin de cuentas no tenía tiempo de entrar en detalles ajenos a la cuestión, tomaba notas con frenesí, en cuanto acabé el waterzooi pedí un surtido de quesos, no solo el sexo nunca tuvo para Huysmans la importancia que le atribuía, sino que tampoco la tuvo la muerte, las angustias existenciales no eran lo suyo, lo que tanto le impresionó en la célebre crucifixión de Grünewald no era la representación de la agonía de Cristo sino puramente su sufrimiento físico, y en eso Huysmans también era exactamente como los demás hombres, su propia muerte suele serles bastante indiferente, su única preocupación real, su verdadero quebradero de cabeza, es evitar en la medida de lo posible el sufrimiento físico. Incluso en el terreno de la crítica artística, las posiciones expresadas por Huysmans eran engañosas. Tomó partido fervientemente a favor de los impresionistas cuando se enfrentaron con el academicismo de su época y escribió páginas admirativas sobre pintores como Gustave Moreau u Odilon Redon; pero él mismo, es sus propias novelas, no se apegaba tanto al impresionismo o al simbolismo como a una tradición pictórica mucho más antigua, la de los maestros flamencos. Las visiones oníricas de En rada, que en efecto hubieran podido recordar algunas extravagancias de la pintura simbolista, no estaban muy logradas, en todo caso dejaban un recuerdo menos vivo que sus descripciones entusiastas, intimistas, de las comidas en casa de los Carhaix en Allá lejos. Me di cuenta entonces de que había olvidado Allá lejos en París y tenía que regresar, me conecté a Internet, el primer Thalys salía a las cinco, a las siete de la mañana estaba en casa y localicé los párrafos donde describía la cocina de «mamá Carhaix», como él la llamaba, el único verdadero tema de Huysmans era en verdad la felicidad burguesa, una felicidad burguesa dolorosamente inaccesible para el soltero, y que ni siquiera era la de la alta burguesía, la cocina celebrada en Allá lejos era más bien lo que podría llamarse una honrada cocina casera, y era aún menos la de la aristocracia, siempre manifestó desprecio hacia los «bobos blasonados» fustigados en L’oblat. A sus ojos, lo que realmente representaba la felicidad era una alegre comida entre artistas y entre amigos, un cocido con su salsa de rábano picante, acompañado de un vino «honrado», y después un aguardiente de ciruela y tabaco, junto a la chimenea, mientras las ráfagas de viento invernal batían las torres de Saint-Sulpice. La vida le había negado a Huysmans esos sencillos placeres, y solo alguien tan insensible y brutal como Bloy podía sorprenderse al verle llorar a la muerte en 1895 de Anna Meunier, su única relación femenina duradera, la única mujer con la que, brevemente, pudo «formar una familia», hasta que la enfermedad nerviosa de Anna, incurable en esa época, la obligó a internarse en Sainte-Anne.

Durante el día salí a comprar cinco cartones de cigarrillos, luego encontré la tarjeta del restaurador libanés, y dos semanas más tarde mi prólogo estaba acabado. Una borrasca procedente de las Azores acababa de abordar Francia, había algo ligeramente húmedo y primaveral en el aire, como una vaga bonanza. El año anterior sin ir más lejos, en esas condiciones meteorológicas, ya hubieran aparecido las primeras faldas cortas. Después de la avenue de Choisy continué por la avenue des Gobelins y luego tomé la rue Monge. En un bar próximo al Instituto del Mundo Árabe, releí mis cuarenta páginas. Había que revisar algunos detalles de puntuación pero, de todas formas, no cabía duda alguna: era lo mejor que había hecho: y era, también, el mejor texto jamás escrito sobre Huysmans.

Regresé andando despacio, como un viejecito, tomando conciencia progresivamente de que, esta vez, era verdaderamente el fin de mi vida intelectual; y que era también el fin de mi larga, muy larga relación con Joris-Karl Huysmans.