Desde siempre me gustaba la place Saint-Georges, sus fachadas deliciosamente Belle Époque, y me detuve unos instantes ante el busto de Gavarni antes de tomar la rue Notre-Dame-de-Lorette y luego la rue Chaptal. En el número 16 se abría un corto paseo adoquinado, bordeado de árboles, que conducía al museo.

La temperatura era agradable y las puertas de doble hoja estaban abiertas de par en par al jardín, tomé una copa de champán y deambulé entre los tilos y enseguida vi a Alice, profesora de la Universidad de Lyon III, especialista en Nerval, su vestido de tela ligera con un estampado de flores de vivos colores era sin duda lo que se llama un vestido de cóctel, a decir verdad se me escapaban un poco las diferencias entre el vestido de cóctel y el vestido de noche, pero estaba seguro de que en cualquier circunstancia Alice luciría el vestido apropiado y en general el comportamiento apropiado, su compañía ofrecía descanso, así que no dudé en saludarla aunque estuviera conversando con un tipo joven de rostro anguloso, de piel muy blanca, vestido con un blazer azul sobre una camiseta del Paris Saint-Germain, calzado con zapatillas deportivas de un rojo muy vivo, y el conjunto era curiosamente bastante elegante; se me presentó con el nombre de Godefroy Lempereur.

—Soy uno de sus nuevos colegas… —dijo volviéndose hacia mí, observé que tomaba un whisky solo—, acaban de nombrarme en París III.

—Sí, he tenido noticias de su nombramiento, es usted especialista en Bloy, ¿verdad?

—François siempre ha detestado a Bloy —intervino Alice con desenfado—, pero como especialista en Huysmans tiene otra opinión, evidentemente.

Lempereur se volvió hacia mí sonriéndome con un fervor sorprendente, y dijo a toda prisa:

—Le conozco, claro… Admiro su trabajo sobre Huysmans. —Y luego hubo un instante de silencio, buscando las palabras, sin dejar de mirarme con intensidad, su mirada era tan intensa que me dije que debía de ir maquillado, por lo menos había realzado sus pestañas con rímel, y en ese momento tuve la impresión de que iba a decirme cosas importantes.

Alice nos contemplaba con esa mirada a la vez afectuosa y ligeramente burlona de las mujeres que siguen una conversación entre hombres, esa cosa curiosa que siempre parece oscilar entre la pederastia y el duelo. Un golpe de viento bastante fuerte agitó, sobre nosotros, el follaje de los tilos. En ese momento oí muy lejano, muy vago, un ruido sordo que parecía una explosión.

—Es curioso —dijo finalmente Lempereur—, cómo nos mantenemos apegados a los autores a los que nos dedicamos al principio de nuestra vida. Podría parecer que al cabo de uno o dos siglos, las pasiones se extinguen y como universitarios accedemos a una especie de objetividad literaria, etcétera. Pues para nada. Huysmans, Zola, Barbey, Bloy, todas esas personas se conocieron, tuvieron relaciones de amistad o de odio, se aliaron, se enfadaron, la historia de sus relaciones es la de la literatura francesa; y nosotros, a más de un siglo de distancia, reproducimos esas mismas relaciones, mantenemos nuestra fidelidad al que fue nuestro campeón, seguimos dispuestos a amarnos, enfadarnos y pelear por él a golpe de artículo.

—Lleva razón, pero eso es bueno y prueba por lo menos que la literatura es un asunto serio.

—Nadie se enfadó nunca con el pobre Nerval… —intervino Alice, pero Lempereur ni siquiera la oyó, creo, seguía mirándome con intensidad, ensimismado en su discurso.

—Usted siempre ha sido una persona muy seria —prosiguió—, he leído todos sus artículos en el Journal. No es ese mi caso. Estaba fascinado por Bloy cuando tenía veinte años, fascinado por su intransigencia, su violencia, su virtuosismo en el desprecio y en el insulto; pero era también, y mucho, un fenómeno de moda. Bloy era el arma absoluta contra el siglo XX con su mediocridad, su idiotez militante, su humanitarismo repelente; contra Sartre, contra Camus, contra todos los payasos del compromiso; también contra todos los formalistas nauseabundos, el nouveau roman y todas esas absurdidades sin consecuencia. Bueno, ahora tengo veinticinco años y siguen sin gustarme Sartre, ni Camus, ni nada que se parezca al nouveau roman; pero el virtuosismo de Bloy se me ha vuelto pesado, y tengo que reconocer que la dimensión espiritual y sagrada en la que se regodea ya no me evoca casi nada. Ahora me gusta más releer a Maupassant o a Flaubert, o incluso a Zola, por lo menos algunas páginas. Y también, por supuesto, al muy curioso Huysmans…

Tenía un estilo intelectual de derechas bastante seductor, me dije, eso le conferiría cierta singularidad en la facultad. Se puede dejar hablar a la gente mucho rato, siempre les interesa su propio discurso, pero de vez en cuando hay que relanzar la conversación, un mínimo. Miré de reojo a Alice sin hacerme ilusiones, sabía que ese periodo no le interesaba para nada, era extremadamente Frühromantik. Estuve por preguntarle a Lempereur: «¿Es usted católico o facha, o una mezcla de los dos?», pero cambié de opinión, decididamente había perdido el contacto con los intelectuales de derechas, ya no sabía cómo actuar. A lo lejos, se oyó de repente una especie de petardeo prolongado.

—¿Qué debe de ser eso? —preguntó Alice—. Parecen disparos… —añadió titubeando. Callamos en el acto y me di cuenta de que en el jardín se habían interrumpido todas las conversaciones, de nuevo se oía el rumor del viento entre las hojas, y unos pasos discretos sobre la gravilla, varios invitados abandonaban la sala donde se celebraba el cóctel y avanzaban despacio entre los árboles, al acecho. Dos profesores de la Universidad de Montpellier pasaron cerca de mí, habían encendido sus smartphones y los sostenían de una manera extraña, con la pantalla orientada horizontalmente, como una varita de mago.

—No pasa nada… —suspiró uno de los dos, angustiado—, siguen hablando del G20.

Qué ilusos eran si imaginaban que las cadenas de noticias iban a cubrir el evento, me dije, no dirían nada de lo de hoy como no habían dicho nada acerca de lo del día anterior en Montfermeil, el silencio informativo era total.

—Es la primera vez que estalla en París —observó Lempereur en tono neutro. En ese instante se oyó de nuevo ruido de disparos, esta vez muy claros, y que parecían próximos, y luego una explosión mucho más fuerte. Todos los invitados se volvieron en el acto en esa dirección. Una columna de humo se elevaba en el cielo sobre los edificios; debía de proceder más o menos de la place de Clichy.

—Bueno, creo que nuestro guateque se va a acabar antes de tiempo… —dijo Alice con desenfado. En efecto, muchos invitados trataban de telefonear; y algunos empezaban a dirigirse hacia la salida, pero lentamente, deteniéndose de vez en cuando, como para demostrar que aún eran dueños de sí mismos, que no cedían a un movimiento de pánico.

—Podemos proseguir la conversación en mi casa, si quieren —propuso Lempereur—. Vivo en la rue du Cardinal Mercier, a dos pasos de aquí.

—Doy clase mañana en Lyon y tengo que tomar el TGV a las seis —dijo Alice—, creo que me iré a casa.

—¿Estás segura?

—Sí, es curioso, no tengo ningún miedo.

La miré, preguntándome si no debería insistir, pero curiosamente yo tampoco tenía miedo, estaba convencido sin gran razón de que los enfrentamientos se detendrían en el boulevard de Clichy.

El Twingo de Alice estaba aparcado en la esquina de la rue Blanche.

—No sé si lo que haces es muy prudente —dije después de darle unos besos—, llámame de todas formas en cuanto hayas llegado.

Asintió antes de arrancar.

—Es una mujer extraordinaria… —dijo Lempereur.

Asentí, mientras me decía que en el fondo no sabía gran cosa acerca de Alice. Junto con las distinciones honoríficas y las evoluciones de las carreras, los chismorreos sexuales eran casi nuestro único tema de conversación entre colegas; y, acerca de ella, nunca había oído el menor rumor. Era inteligente, elegante, guapa —¿qué edad podía tener?, más o menos como yo, entre cuarenta y cuarenta y cinco años— y a todas luces estaba sola. Era de todas formas demasiado temprano para retirarse, me dije antes de recordar que la víspera contemplaba la misma perspectiva.

—¡Extraordinaria! —insistí tratando de alejar la idea de mi mente.

Los disparos habían cesado. Al tomar la rue Ballu, desierta a esa hora, nos encontramos exactamente en la época de nuestros escritores preferidos, hice observar a Lempereur; casi todos los edificios, muy bien conservados, eran del Segundo Imperio o de principios de la Tercera República.

—Es cierto, incluso los martes de Mallarmé tenían lugar cerca de aquí, en la rue de Rome… —respondió—. Y usted, ¿dónde vive?

—En la avenue de Choisy. En los años setenta, más bien. Una época menos notable en el terreno literario, evidentemente.

—¿Es lo que llaman Chinatown?

—Exactamente. Estoy en pleno Chinatown.

—Podría resultar una elección inteligente —dijo pensativamente después de una larga reflexión.

En el mismo instante, llegamos a la esquina de la rue de Clichy. Me detuve, sobrecogido. Un centenar de metros al norte, la place de Clichy estaba completamente invadida por las llamas; se distinguían carcasas de coches y la de un autobús, carbonizados; la estatua del mariscal Moncey, imponente y negra, se recortaba en medio del incendio. No se veía a nadie. El silencio se había adueñado del escenario, únicamente perturbado por el aullido insistente de una sirena.

—¿Conoce la carrera del mariscal Moncey?

—En absoluto.

—Fue soldado de Napoleón. Destacó en la defensa de la barrera de Clichy contra los invasores rusos en 1814. Si los enfrentamientos étnicos se extendieran a París intramuros —prosiguió Lempereur en el mismo tono—, la comunidad china quedaría al margen. Chinatown podría convertirse en uno de los únicos barrios de París perfectamente seguros.

—¿Cree que es posible?

Se encogió de hombros sin responder. En ese momento vi estupefacto a dos agentes antidisturbios con la metralleta en bandolera, vestidos con monos de kevlar, que bajaban con toda tranquilidad por la rue de Clichy en dirección a la estación de Saint-Lazare. Charlaban animadamente y ni siquiera nos miraron.

—Están… —estaba tan asombrado que me costaba hablar—, hacen como si no pasara nada en absoluto.

—Sí… —Lempereur se detuvo y se frotó pensativamente el mentón—. Ya ve, en estos momentos es muy difícil decir qué es posible y qué no lo es. Si viene alguien pretendiendo lo contrario, será un imbécil o un mentiroso; en mi opinión, nadie puede pretender saber qué ocurrirá las próximas semanas. Bueno… —prosiguió después de una nueva reflexión—, ya estamos muy cerca de mi casa. Espero que su amiga no sufra ningún contratiempo…