Una vez en el metro, examiné la tarjeta de visita de mi nuevo conocido; parecía elegante y de buen gusto, o así me lo parecía a mí. Rediger disponía de un número de teléfono personal, dos números de teléfono profesionales, dos números de fax (uno personal, otro profesional), tres direcciones de Internet con atribuciones mal definidas, dos números de móvil (uno francés, otro inglés) y un identificador de Skype; era un hombre que se dotaba de los medios para que se pusieran en contacto con él. Decididamente, después de Lacoue, empezaba a moverme en las altas esferas, era casi inquietante.
Disponía de una dirección, también, en el 5 de la rue des Arènes, y era la única información que iba a necesitar de momento. Creía recordar que la rue des Arènes era una callejuela encantadora que daba al square des Arènes de Lutèce, igualmente uno de los rincones más deliciosos de París. Allí había carnicerías y queserías recomendadas por Petitrenaud y Pudlowski, sin olvidar los productos italianos. Todo eso era muy tranquilizador.
En la parada de Place Monge, tuve la mala ocurrencia de tomar la salida Arènes de Lutèce. En el aspecto topográfico estaba perfectamente justificado, porque desembocaba directamente en la rue des Arènes; pero había olvidado que esa salida no tenía ascensor, y que el metro de Place Monge se halla a cincuenta metros por debajo del nivel de la calle, y salí agotado y sin resuello de esa curiosa boca de metro excavada en los muros que rodean el parque, con sus gruesas columnatas y su tipografía de inspiración cubista, y una apariencia de conjunto neobabilónica que era del todo incongruente en París y lo sería, igualmente, en cualquier otro lugar de Europa.
Al llegar al número 5 de la rue des Arènes me di cuenta de que Rediger no solo vivía en una calle encantadora del distrito V, sino que vivía en una mansión en una calle encantadora del distrito V, y más aún vivía en una mansión histórica. El número 5 correspondía al inverosímil edificio neogótico, flanqueado por una torre cuadrada que evoca un torreón de esquina, donde Jean Paulhan vivió desde 1940 hasta su muerte en 1968. A título personal nunca había soportado a Jean Paulhan, ni su vertiente eminencia gris ni sus obras, pero era obligado reconocer que fue uno de los personajes más poderosos de la edición francesa de posguerra; y que vivió en una casa muy bonita. Mi admiración ante los recursos financieros puestos a disposición de la nueva universidad por Arabia Saudí no dejaba de crecer.
Llamé y me recibió un mayordomo cuyo traje blanco crema, con una chaqueta de cuello Mao, evocaba un poco la vestimenta del difunto dictador Gadafi. Me presenté, se inclinó ligeramente, en efecto me esperaban. Me pidió que aguardara en un pequeño vestíbulo iluminado por vitrales mientras él iba a avisar al profesor Rediger.
Llevaba esperando dos o tres minutos cuando se abrió una puerta a la izquierda y una muchacha de unos quince años, vestida con vaqueros de cintura baja y una camiseta Hello Kitty, entró en la habitación; su largo cabello negro flotaba libremente sobre sus hombros. Al verme profirió un grito, trató torpemente de ocultar su rostro con las manos y se volvió sobre sus pasos corriendo. En el mismo instante Rediger apareció en el rellano superior y bajó la escalera a mi encuentro. Había asistido al incidente e hizo un gesto de resignación al tenderme la mano.
—Es Aïcha, mi nueva esposa. Se sentirá muy avergonzada, porque usted no debería haberla visto sin velo.
—Lo lamento mucho.
—No, no se disculpe, es culpa de ella; tendría que haber preguntado si había algún invitado antes de pasar por el vestíbulo. Aún no se ha acostumbrado a la casa, todo llegará.
—Sí, parece muy joven.
—Acaba de cumplir quince años.
Seguí a Rediger a la primera planta hasta un gran salón biblioteca, las paredes eran muy altas, la altura del techo debía de ser de unos cinco metros. Una de las paredes estaba enteramente cubierta de libros y vi a primera vista que había muchísimas ediciones antiguas, sobre todo del siglo XIX. Dos sólidas escaleras metálicas, montadas sobre raíles, permitían acceder a los estantes más altos. Enfrente, unas macetas de plantas verdes colgaban de un enrejado de madera oscura dispuesto sobre toda la altura de la pared. Había hiedras, helechos y viña virgen cuyo follaje caía en cascada del techo al suelo, serpenteando alrededor de cuadros, unos que reproducían versículos del Corán y otros que contenían fotos de gran formato, tiradas sobre papel mate, que representaban cúmulos estelares galácticos, supernovas y nebulosas espirales. En el rincón, una gran mesa de trabajo estilo Directorio colocada en diagonal daba de frente a toda la habitación. Rediger me condujo a la esquina opuesta, donde unos sillones de tapicería desgastada de rayas rojas y verdes rodeaban una ancha mesa baja con bandeja de cobre.
—Efectivamente tengo té, si le apetece —dijo invitándome a sentarme—. También tengo aguardiente, whisky, oporto, lo que guste. Y un excelente Meursault.
—Tomemos el Meursault —respondí, un poco intrigado de todas formas, me parecía que el islam condenaba el consumo de alcohol, por lo menos por lo que yo sabía, en el fondo era una religión que conocía poco.
Desapareció, probablemente para pedir que nos trajeran la bebida. Mi sillón se hallaba frente a una alta ventana antigua, de cristales separados por una celosía de plomo, que daba a las arenas. Era una vista excepcional, creo que era la primera vez que tenía una panorámica tan completa del conjunto de las gradas. Sin embargo, al cabo de unos minutos, me acerqué a la biblioteca; también era impresionante.
Dos estantes de abajo estaban llenos de ejemplares en formato 21 × 29,7. Se trataba de tesis defendidas en diversas universidades europeas; leí los títulos de algunas antes de dar con una tesis de filosofía, defendida en la Universidad Católica de Lovaina la Nueva, firmada por Robert Rediger y titulada Guénon, lector de Nietzsche. Estaba sacándola del estante cuando Rediger reapareció en la habitación; me sobresalté, como si me hubieran pillado en falta, esbocé el gesto de dejarla de nuevo. Se aproximó, sonriendo:
—No se preocupe, no hay ningún secreto. Y además, para alguien como usted, la curiosidad en relación con el contenido de una biblioteca es casi un deber profesional…
Acercándose más aún, vio el título del ejemplar.
—Ah, ha encontrado mi tesis… —Meneó la cabeza—. Obtuve el doctorado, pero no era una buena tesis. Muy inferior a la suya, en cualquier caso. Digamos que forcé un poco los textos, como se dice. Guénon, pensándolo bien, no estaba tan influido por Nietzsche; su rechazo del mundo moderno es igualmente fuerte, pero procede de fuentes radicalmente diferentes. La verdad es que a buen seguro hoy no la escribiría de la misma manera. También tengo la suya… —prosiguió tomando otro ejemplar de la estantería—. Ya sabe que se conservan cinco ejemplares en los archivos de la universidad. A la vista del número de investigadores que se presentan cada año para consultarlas, me dije que me podía apropiar de uno.
Apenas lograba escucharle, estaba al límite del colapso. Hacía casi veinte años que no había estado en presencia de Joris-Karl Huysmans, o la salida del túnel; el grosor del volumen era increíble, abrumador: tenía, lo recordé en un destello, setecientas ochenta y ocho páginas. Le había dedicado nada menos que siete años de mi vida.
Con mi tesis aún en la mano, volvió hacia los sillones.
—Es realmente un trabajo importante… —insistió—. Me hizo pensar mucho en el joven Nietzsche, el de El nacimiento de la tragedia.
—Exagera…
—No lo creo. El nacimiento de la tragedia es, al fin y cabo, una especie de tesis; y en los dos casos hay esa increíble prodigalidad, esa profusión de ideas proyectadas sin la menor preparación en las páginas que, a decir verdad, hacen que el texto sea casi ilegible: lo más sorprendente, dicho sea de paso, es que usted mantuviera ese ritmo durante casi ochocientas páginas. A partir de las Consideraciones intempestivas Nietzsche se calmó, comprendió que no es posible infligir al lector una cantidad exagerada de ideas, que hay que contemporizar, dejarle recuperar el aliento. También usted, en Vértigos de los neologismos, tuvo la misma evolución, y eso lo convierte en un libro más accesible. La diferencia es que, después, Nietzsche continuó.
—Yo no soy Nietzsche…
—No, no es Nietzsche. Pero es usted algo, algo interesante. Y perdone que sea brutal, es usted algo que quiero. Será mejor poner las cartas sobre la mesa, puesto que ya lo habrá entendido: deseo persuadirle para que retome su puesto docente en la Universidad de París-Sorbona, que presido.
En ese momento se abrió la puerta, lo que me evitó tener que responder, y apareció una mujer de unos cuarenta años, regordeta y de aspecto bonachón, con una bandeja en la que había dispuestos unos pequeños hojaldres y una cubitera conteniendo la prometida botella de Meursault.
—Es Malika, mi primera esposa —dijo, cuando ella hubo salido—, parece que hoy está predestinado a conocer a mis esposas. Me casé con ella cuando aún estábamos en Bélgica. Sí, soy de origen belga… Y sigo siendo belga, además, nunca me he naturalizado, aunque ya llevo veinte años en Francia.
Los hojaldres eran deliciosos, especiados pero no excesivamente, reconocí el sabor a coriandro. Y el vino era sublime.
—¡Considero que no se habla suficiente del Meursault! —exclamé con entusiasmo—. El Meursault es una síntesis, es como muchos vinos en uno, ¿no le parece?
Me apetecía hablar de cualquier cosa salvo de mi futuro universitario, pero no me hacía ilusiones, iba a volver sobre el tema.
Y volvió sobre él, después de un tiempo de silencio decente.
—Me alegra que haya aceptado supervisar la edición de la Pléiade. Es evidente, es legítimo y me alegra. Cuando me lo explicó Lacoue, ¿qué podía responderle? Que era una elección normal, una elección legítima; y que, además, era la mejor elección. Le hablaré con franqueza: aparte de Gignac, la verdad es que hasta ahora no he logrado conseguir la colaboración de profesores realmente respetados, de auténtico peso internacional; bueno, no es dramático, la universidad acaba de abrir; pero el hecho es que en nuestra conversación soy yo quien le solicita, no tengo gran cosa que ofrecerle. Bueno, sí, en el aspecto financiero tengo mucho que ofrecerle, ya lo sabe, y al fin y al cabo eso también cuenta. Pero en el terreno intelectual, ese puesto en la Sorbona es menos prestigioso que la supervisión de una edición de la Pléiade; soy consciente de ello. Dicho esto, puedo comprometerme, comprometerme a título personal, a que su verdadero trabajo no se vea perturbado. Solo tendría que dar unas clases fáciles, clases en el aula de primer y segundo curso. Se le evitaría la asistencia a los doctorandos, que sé por propia experiencia que es una tarea fatigosa. No habrá ningún problema en el aspecto estatutario.
Calló. Tuve claramente la sensación de que había agotado una primera provisión de argumentos. Bebió un primer sorbo de Meursault, me serví una segunda copa. Nunca me había ocurrido, creo, sentirme deseable hasta ese punto. El mecanismo de la gloria es lento, quizá mi tesis era tan genial como pretendía, a decir verdad apenas la recordaba, las piruetas intelectuales que había llevado a cabo en mi primera juventud me parecían muy lejanas, pero el hecho era en todo caso que gozaba de una especie de aura, cuando ya no aspiraba más que a leer un poco, acostándome a las cuatro de la tarde con un cartón de cigarrillos y una botella de alcohol fuerte, pero también tenía que reconocer que a ese ritmo iba a morir, a morir rápidamente, desgraciado y solo, y ¿me apetecía morir rápidamente, desgraciado y solo? En definitiva, no mucho.
Apuré la copa y me serví una tercera. Por el ventanal veía el sol poniéndose sobre las arenas; el silencio se volvía un poco embarazoso. De acuerdo, quería jugar con las cartas sobre la mesa, y en el fondo yo también.
—Hay una condición, sin embargo… —dije prudentemente—. Una condición que no es anodina…
Asintió lentamente con la cabeza.
—¿Cree…? ¿Cree que soy una persona que podría convertirse al islam?
Agachó la cabeza, como si se abismara en intensas reflexiones personales; luego, alzando la mirada hacia mí, respondió:
—Sí.
Acto seguido me dedicó de nuevo su sonrisa luminosa, cándida. Era la segunda vez que me la ofrecía y la impresión no fue tan fuerte pero, de todas formas, su sonrisa seguía siendo terriblemente eficaz. En todo caso, ahora él tenía la palabra. Engullí uno tras otro dos hojaldres, ya tibios. El sol desapareció detrás de las gradas, la noche invadió las arenas; era sorprendente pensar que allí, unos dos mil años atrás, tuvieron lugar realmente combates de gladiadores y de bestias salvajes.
—No es católico, cosa que hubiera podido suponer un obstáculo… —prosiguió lentamente.
No, en efecto; eso no podía decirse.
—Y tampoco creo que sea realmente ateo. Los verdaderos ateos, en el fondo, escasean.
—¿Eso cree? A mí me daba la impresión, en cambio, de que el ateísmo estaba universalmente extendido por el mundo occidental.
—En mi opinión, es superficial. Los únicos verdaderos ateos a los que he conocido eran rebeldes; no se contentaban constatando fríamente la no existencia de Dios, rechazaban esa existencia, a la manera de Bakunin: «Y aunque Dios existiera, habría que deshacerse de él…», eran ateos a la manera de Kirilov, rechazaban a Dios porque querían colocar al hombre en su lugar, eran humanistas, tenían una idea muy elevada de la libertad humana, de la dignidad humana. ¿Supongo que tampoco se reconoce en ese retrato?
No, en eso tampoco, en efecto; solo oír la palabra humanismo ya sentía unas ligeras ganas de vomitar, pero también podía ser cosa de los hojaldres, de los que había abusado; tomé otra copa de Meursault para digerirlos.
—Lo que ocurre —prosiguió— es que la mayoría de la gente vive la vida sin preocuparse de esas cosas, que les parecen demasiado filosóficas; solo piensan en ello cuando se ven confrontados a un drama, como una enfermedad grave o la muerte de un allegado. Y eso es lo que ocurre en Occidente, porque en el resto del mundo los seres humanos mueren y matan en nombre de esas cuestiones, llevan a cabo guerras sangrientas, y eso desde los orígenes de la humanidad: los hombres se matan por cuestiones metafísicas y no por puntos de crecimiento ni por el reparto de los territorios de caza. Pero, incluso en Occidente, en realidad el ateísmo no tiene ninguna base sólida. Cuando hablo de Dios a la gente, suelo comenzar prestándoles un libro de astronomía…
—Es verdad que sus fotos son muy bonitas.
—Sí, el universo es muy bello; y, sobre todo, su gigantismo es asombroso. Cientos de miles de galaxias, compuestas cada una de cientos de miles de estrellas, algunas de las cuales se hallan a millones de años luz, cientos de miles de millones de kilómetros. Y, a la escala del millón de años luz, empieza a constituirse un orden: los amasijos galácticos se distribuyen hasta formar un gráfico laberíntico. Exponga esos hechos científicos a cien personas elegidas al azar por la calle: ¿cuántas tendrán el valor de sostener que todo eso se ha creado por casualidad? Más aún puesto que el universo es relativamente joven, quince mil millones de años como mucho. Es el célebre argumento del mono mecanógrafo: ¿cuánto tiempo le llevaría a un chimpancé, tecleando al azar el teclado de una máquina, para reescribir la obra de Shakespeare? ¿Cuánto tiempo necesitaría un azar ciego para reconstruir el universo? ¡Seguro que más de quince millones de años…! Y no solo es el punto de vista del ciudadano de a pie, también es el de los grandes científicos; seguramente no ha habido mente más brillante en la historia de la humanidad que la de Isaac Newton: ¡piense en ese extraordinario esfuerzo intelectual, inusitado, que consistió en unir en una misma ley la caída de los cuerpos terrestres y el movimiento de los planetas! Y Newton creía en Dios, era firmemente creyente, hasta el punto de que consagró los últimos años de su vida a estudios de exégesis bíblica, el único texto sagrado que le era realmente accesible. Einstein tampoco era ateo, aunque la naturaleza exacta de su creencia sea más difícil de definir; pero cuando le objeta a Bohr que «Dios no juega a los dados» no está bromeando, le parece inconcebible que las leyes del universo estén gobernadas por el azar. El argumento del «Dios relojero», que Voltaire juzgaba irrefutable, sigue siendo tan sólido como en el siglo XVIII, incluso ha ganado en pertinencia a medida que la ciencia teje vínculos cada vez más estrechos entre la astrofísica y la mecánica de partículas. ¿No es en el fondo un poco ridículo ver a esa criatura enclenque, que vive en un planeta anónimo de un brazo periférico de una galaxia ordinaria, alzarse sobre sus patitas para proclamar: «Dios no existe»? Discúlpeme, soy demasiado prolijo…
—No, no tiene por qué disculparse, me interesa mucho… —dije con sinceridad, aunque la verdad era que empezaba a estar un poco borracho, vi de reojo que la botella de Meursault estaba vacía—. Es cierto —proseguí— que mi ateísmo no tiene unas bases muy sólidas; sería muy presuntuoso por mi parte afirmarlo.
—Presuntuoso, sí, esa es la palabra; en la base del humanismo ateo hay un orgullo y una arrogancia inverosímiles. E incluso la idea cristiana de la encarnación delata, en el fondo, una pretensión un poco cómica. Dios se hizo hombre… ¿Por qué Dios no se encarnaría en habitante de Sirio o de la galaxia de Andrómeda?
—¿Cree en la vida extraterrestre? —le interrumpí sorprendido.
—No lo sé, no suelo pensar en ello, pero es una pura cuestión de aritmética: teniendo en cuenta las miríadas de estrellas que pueblan el universo, de los múltiples planetas que gravitan alrededor de cada una de ellas, sería muy sorprendente que la vida se hubiera manifestado únicamente en la Tierra. Pero poco importa, a lo que me refiero es a que el universo lleva a todas luces la señal de un diseño inteligente, que con toda evidencia es la realización de un proyecto concebido por una gigantesca inteligencia. Y esa idea simple iba, tarde o temprano, a imponerse de nuevo, eso lo supe de muy joven. Todo el debate intelectual del siglo XX se resumió en la oposición entre el comunismo (digamos, la variante hard del humanismo) y la democracia liberal, su variante blanda; era sin duda muy reductor. Creo que a los quince años supe que el retorno de lo religioso, del que se empezaba a hablar entonces, sería ineluctable. Mi familia era bastante católica (aunque ya empezaba a quedarme un poco lejos, los católicos fueron sobre todo mis abuelos), así que con toda naturalidad me orienté en primer lugar hacia el catolicismo. Y, desde mi primer año en la universidad, simpaticé con el movimiento identitario.
Debí de hacer un gesto visible de sorpresa, porque se interrumpió y me miró esbozando una media sonrisa. En ese instante, llamaron a la puerta. Respondió en árabe, y Malika hizo su aparición, llevando una nueva bandeja con una cafetera, dos tazas y un plato de baklavas de pistachos y de briouats. También había una botella de boukha y dos vasitos.
Rediger sirvió el café antes de proseguir. Era amargo, muy fuerte y me sentó muy bien, recobré inmediatamente toda mi lucidez.
—Nunca he ocultado mi militancia juvenil… —prosiguió—. Y a mis nuevos amigos musulmanes nunca se les ha ocurrido reprochármela; les parece muy normal que, en mi búsqueda de una manera de salir del humanismo ateo, me volviera en primer lugar a mi tradición de origen. Por otra parte, no éramos ni racistas, ni fascistas, o sí, para ser honesto, algunos identitarios no estaban muy lejos de ello; pero en todo caso, yo nunca lo fui. Los fascismos siempre me han parecido una tentativa espectral, de pesadilla y falsa de devolver a la vida a naciones muertas; sin la cristiandad, las naciones europeas no eran más que cuerpos sin alma, unos zombis. La cuestión era la siguiente: ¿podía revivir la cristiandad? Lo creí, lo creí unos años, con crecientes dudas, cada vez estaba más influido por el pensamiento de Toynbee, por su idea de que las civilizaciones no mueren asesinadas, sino que se suicidan. Y luego todo se desmoronó, en un día: exactamente, el 30 de marzo de 2013; recuerdo que era el fin de semana de Pascua. En esa época vivía en Bruselas, y de vez en cuando iba a tomar una copa al bar del Métropole. Siempre me ha gustado el estilo Art Nouveau: hay cosas magníficas en Praga o en Viena, también hay algunos edificios interesantes en París o en Londres, pero para mí, con razón o sin ella, la cumbre de la decoración Art Nouveau era el Hotel Métropole de Bruselas, y en particular su bar. La mañana del 30 de marzo pasé por delante por casualidad y vi un cartel que indicaba que el bar del Métropole cerraría definitivamente sus puertas esa misma noche. Me quedé estupefacto: me dirigí a los camareros. Lo confirmaron; desconocían las razones exactas del cierre. Pensar que hasta entonces se podían pedir bocadillos y cervezas, chocolates vieneses y pasteles de crema en esa obra maestra absoluta del arte decorativo, que uno podía vivir su vida cotidiana rodeado de belleza, y que todo eso iba a desaparecer, de golpe, ¡en pleno corazón de la capital de Europa…! Sí, en ese momento lo comprendí: Europa ya se había suicidado. Como lector de Huysmans, le fastidiaría como a mí su inveterado pesimismo, sus repetidas imprecaciones contra las mediocridades de su tiempo. ¡Y eso que vivía en una época en la que las naciones europeas en su apogeo, al frente de inmensos imperios coloniales, dominaban el mundo…! En una época extraordinariamente brillante desde el punto de vista tecnológico (el ferrocarril, la iluminación eléctrica, el teléfono, el fonógrafo, las construcciones metálicas de Eiffel) y también desde el punto de vista artístico: ahí habría que citar demasiados nombres, tanto en la literatura como en la pintura, la música…
A todas luces, llevaba razón; e incluso desde el punto de vista más limitado del «arte de vivir», la degradación era considerable. Al aceptar un baklava que me tendía Rediger, recordé un libro que había leído unos años antes, consagrado a la historia de los burdeles. En la iconografía de la obra figuraba la reproducción del folleto de un burdel parisino de la Belle Époque. Me llevé una verdadera impresión al constatar que algunas de las especialidades sexuales propuestas por Mademoiselle Hortense no me evocaban absolutamente nada; no se me ocurría qué podían ser el «viaje a tierra amarilla» o el «jaboncillo imperial ruso». El recuerdo de ciertas prácticas sexuales había desaparecido, en un siglo, de la memoria de los hombres, al igual que desaparecen ciertas habilidades artesanales como las de los fabricantes de zuecos o los campaneros. ¿Cómo, en efecto, no adherirse a la idea de la decadencia de Europa?
—Esa Europa que era la cumbre de la civilización humana se ha suicidado, en el espacio de unas décadas —retomó Rediger con tristeza: no había encendido las luces, la habitación solo estaba iluminada por la lámpara sobre su mesa—. Hubo en toda Europa movimientos anarquistas y nihilistas, llamamientos a la violencia y negación de toda ley moral. Y luego, unos años más tarde, todo acabó con esa locura injustificable de la Primera Guerra Mundial. Freud no se equivocó, tampoco Thomas Mann: si Francia y Alemania, las dos naciones más avanzadas, las más civilizadas del mundo, pudieron lanzarse a esa insensata carnicería, significa que Europa estaba muerta. Así que pasé esa última velada en el Métropole, hasta que cerraron. Regresé a mi casa a pie, atravesando media Bruselas, pasando por el barrio de las instituciones europeas, esa fortaleza lúgubre rodeada de tugurios. Al día siguiente fui a ver a un imam en Zaventem. Y dos días después, el lunes de Pascua, en presencia de una decena de testigos, pronuncié la fórmula ritual de conversión al islam.
No estaba seguro de compartir su punto de vista acerca del papel decisivo de la Primera Guerra Mundial; por supuesto, fue una carnicería inexcusable, pero la guerra de 1870 ya fue bastante absurda, en todo caso tal como la describe Huysmans, y desacreditó seriamente cualquier forma de patriotismo; las naciones en conjunto no eran más que un despropósito mortífero, y todos los seres humanos un poco conscientes probablemente se dieron cuenta de eso a partir de 1871; de ahí procedían a mi entender el nihilismo, el anarquismo y demás porquerías. No estaba muy al corriente respecto a las civilizaciones más antiguas. Había anochecido en el square des Arènes de Lutèce, los últimos turistas ya habían abandonado el lugar; unas pocas farolas derramaban una débil claridad sobre las gradas. Justo antes de la caída de su imperio, seguro que los romanos tuvieron la sensación de ser una civilización eterna; ¿se suicidaron ellos también? Roma fue una civilización brutal, extremadamente competente en el aspecto militar, y también una civilización cruel, en la que los entretenimientos propuestos a las masas eran combates a muerte entre hombres, o entre hombres y bestias salvajes. ¿Hubo entre los romanos un deseo de desaparecer, una fisura secreta? Rediger debía de haber leído a Gibbon y a otros autores del mismo tipo, de los que yo conocía como mucho el nombre, así que no me sentía en condiciones de mantener la conversación.
—Decididamente hablo demasiado… —dijo esbozando un gesto de apuro. Me sirvió un vaso de boukha, me tendió de nuevo la bandeja de dulces; eran excelentes, el contraste con el amargor del aguardiente de higos era delicioso.
—Es tarde, será mejor que me marche —dije titubeando; de hecho, no me apetecía mucho marcharme.
—¡Espere! —Se levantó, se dirigió a su mesa de trabajo, justo detrás había varios estantes de diccionarios y obras de consulta.
Volvió con un librito escrito por él, publicado en una colección de bolsillo, ilustrado y titulado Diez preguntas sobre el islam.
—Le he infligido tres horas de proselitismo religioso cuando ya he escrito un libro sobre la cuestión, se está convirtiendo en una segunda naturaleza… ¿Pero quizá ha oído hablar de él?
—Sí, se ha vendido muy bien, ¿verdad?
—Tres millones de ejemplares —se disculpó—. Parece que he desarrollado un inesperado don para la divulgación. Evidentemente, es muy esquemático… —se disculpó de nuevo—, pero al menos podrá leerlo deprisa.
Tenía 128 páginas, y bastante iconografía, esencialmente reproducciones de arte islámico; en efecto, no iba a llevarme mucho tiempo. Guardé el volumen en mi mochila.
Sirvió otros dos vasos de boukha. Fuera, había aparecido la luna, iluminando de lleno las gradas de las arenas, su luz era ahora más fuerte que la de las farolas; observé que las reproducciones fotográficas de los versículos del Corán y de las galaxias colgadas en medio de la pared vegetal estaban iluminadas con lamparillas individuales.
—Tiene una casa muy bonita…
—Me costó años conseguirla, no fue fácil, se lo aseguro… —Se repantigó en su asiento, y en esta ocasión me pareció, por vez primera desde mi llegada, que se abandonaba de verdad: lo que ahora iba a decirme era importante para él, no cabía duda alguna—. Evidentemente lo que me interesa no es Paulhan, ¿a quién puede interesarle Paulhan? Pero a mí me hace feliz a cada instante vivir en la casa donde Dominique Aubry escribió Historia de O, en todo caso donde vivía el amante por cuyo amor escribió ese libro. Es un libro fascinante, ¿no le parece?
Era de la misma opinión. Historia de O en principio lo tenía todo para no gustarme, las fantasías expuestas me asqueaban y el conjunto era de un kitsch pomposo: el apartamento en la isla Saint-Louis, el palacete del faubourg Saint-Germain, Sir Stephen, todo eso era una pura mierda. No obstante, el libro estaba habitado por una pasión y un aliento que prevalecían.
—Es la sumisión —dijo en voz queda Rediger—. La idea asombrosa y simple, jamás expresada hasta entonces con esa fuerza, de que la cumbre de la felicidad humana reside en la sumisión más absoluta. Es una idea que no me atrevería a exponer ante mis correligionarios, que quizá la juzgarían blasfema, pero para mí hay una relación entre la absoluta sumisión de la mujer al hombre, tal como la describe Historia de O, y la sumisión del hombre a Dios, tal como la entiende el islam. Mire —prosiguió—, el islam acepta el mundo, y lo acepta en su integralidad, acepta el mundo tal cual, para hablar como Nietzsche. El punto de vista del budismo es que el mundo es dukkha: inadecuación, sufrimiento. El cristianismo por su parte manifiesta serias reservas: ¿acaso no se califica a Satán de «príncipe del mundo»? Para el islam, en cambio, la creación divina es perfecta, es una obra maestra absoluta. ¿Qué es en el fondo el Corán sino un inmenso poema místico de alabanza? De alabanza al Creador y de sumisión a sus leyes. No suelo aconsejar a la gente que desea acercarse al islam comenzar por la lectura del Corán, a menos por descontado que deseen hacer el esfuerzo de aprender árabe y sumergirse en el texto original. Les recomiendo en cambio leer los suras, y repetirlos, sentir su respiración y su aliento. El islam es la única religión que ha prohibido cualquier traducción para el uso litúrgico, porque el Corán está enteramente compuesto de ritmos, de rimas, de estribillos, de asonancias. Reposa sobre la idea básica de la poesía, la idea de una unión de la sonoridad y del sentido que permite decir el mundo.
Hizo un nuevo gesto de excusa, creo que en parte fingía que su propio proselitismo le azoraba, pero a la vez debía de ser muy consciente de que ese discurso ya se lo había hecho a numerosos docentes a los que deseaba convencer; supongo que la observación sobre la negativa de la traducción del Corán, por ejemplo, dio en el blanco con Gignac, los especialistas de la literatura medieval ven a menudo mal la transposición del objeto de su devoción al francés contemporáneo; pero al fin y al cabo, explotados o no, sus argumentos tenían mucha fuerza. Y no podía evitar pensar en su modo de vida: una esposa de cuarenta años para la cocina, una de quince años para otras cosas…, sin duda tenía una o dos esposas de edad intermedia, pero no me imaginaba preguntándoselo. Me puse en pie decididamente esta vez para despedirme, le agradecí esa tarde apasionante, que se había alargado hasta el anochecer. Me dijo que también él había pasado muy buen rato, y hubo una especie de duelo de cortesías en el umbral de la puerta; pero los dos éramos sinceros.