La temperatura también había subido en París, pero algo menos, una lluvia fina y fría se abatía sobre la ciudad; el tráfico era muy denso en la rue de Tolbiac, que me pareció inhabitualmente larga, me dio la sensación de no haber atravesado nunca una calle tan larga, monótona, aburrida e interminable. No esperaba nada en concreto de mi regreso, solo problemas variados. Sin embargo, para mi sorpresa, había una carta en mi buzón: una que no era un anuncio, ni una factura, ni una solicitud de información administrativa. Eché un vistazo asqueado a mi salón, incapaz de escapar a la evidencia de que no sentía ningún placer particular ante la idea de regresar a mi casa, a ese apartamento en el que nadie se amaba, y que a nadie le gustaba. Me serví una buena copa de calvados antes de abrir la carta.

Estaba firmada por Bastien Lacoue, que aparentemente unos años atrás —no me enteré de la noticia en su momento— había sucedido a Hugues Pradier al frente de las ediciones de la Pléiade. Comentaba en primer lugar que, por una inexplicable omisión, Huysmans aún no había entrado en el catálogo de las ediciones de la Pléiade, a pesar de que era evidente que formaba parte del corpus de los clásicos de la literatura francesa; en eso no podía más que estar de acuerdo. Proseguía afirmando su convicción de que si había que confiar a alguien la edición de las obras de Huysmans en la Pléiade solo podía ser a mí, en virtud de la excelencia universalmente reconocida de mis trabajos.

No era una propuesta que se pudiera rechazar. Evidentemente uno puede rechazarla, pero eso significa renunciar a cualquier forma de ambición intelectual o social, a cualquier forma de ambición simple y llanamente. ¿Estaba verdaderamente dispuesto a ello? Necesitaba una segunda copa de calvados para reflexionar acerca de la cuestión. Pensándolo mejor, incluso me pareció prudente bajar a comprar otra botella.

Obtuve fácilmente una cita con Bastien Lacoue, dos días más tarde. Su despacho era exactamente como lo había imaginado, voluntariamente anticuado, en una tercera planta a la que se subía por una empinada escalera de madera, con vistas a unos jardines interiores descuidados. Era un intelectual de tipo corriente, con gafitas ovaladas sin montura, bastante jovial, con aspecto de estar satisfecho consigo mismo, con el mundo y con la posición que en el mismo ocupaba.

Había tenido tiempo de preparar un poco la entrevista y sugerí una ordenación de las obras de Huysmans en dos volúmenes: el primero reuniría las obras de Le drageoir à épices hasta La retraite de Monsieur Bougran (consideraba 1888 la fecha de escritura más probable) y el segundo estaría consagrado al ciclo Durtal, de Allá lejos a L’oblat, añadiendo por descontado Les foules de Lourdes. Esta ordenación simple, lógica e incluso evidente no presentaría dificultades. La cuestión de las notas era, como siempre, más espinosa. Algunas ediciones pretendidamente sesudas habían considerado conveniente consagrar notas informativas a los innumerables escritores, músicos y pintores citados por Huysmans. Eso me parecía del todo inútil, aunque las notas se relegaran al final del volumen. Aparte de que sobrecargarían enormemente la obra, nunca se podría determinar si se decía demasiado —o no lo suficiente— acerca de Lactance, Angèle de Foligno o Grünewald; aquellas personas que quisieran saber más solo tenían que documentarse por sí mismas, y eso era todo. Y en cuanto a las relaciones de Huysmans con los escritores de su tiempo —Zola, Maupassant, Barbey d’Aurevilly, Gourmont o Bloy—, en mi opinión correspondía explicitarlas en el prólogo. En eso también Lacoue se mostró de acuerdo con mi opinión.

Por el contrario, las palabras difíciles y los neologismos empleados por Huysmans justificaban ampliamente recurrir a un aparato de notas que imaginaba a pie de página para no ralentizar en exceso la lectura. Asintió con entusiasmo.

—¡Ya ha llevado a cabo un trabajo considerable al respecto en su Vértigos de los neologismos! —espetó con alegría.

Alcé la mano derecha con un gesto que expresaba reservas, afirmando que, muy al contrario, en la obra que había tenido la bondad de citar solo había logrado tratar superficialmente el tema; ahí se abordaba como mucho una cuarta parte del corpus lingüístico huysmansiano. Alzó a su vez el brazo izquierdo, en un gesto conciliador: naturalmente, en ningún caso pretendía subestimar el trabajo considerable que iba a llevarme la elaboración de esa edición; de momento ni siquiera se había fijado una fecha de entrega, así que podía estar tranquilo al respecto.

—Sí, usted trabaja para la eternidad…

—Siempre es un poco pretencioso afirmarlo; pero sí, esa es nuestra ambición, en todo caso.

Hubo un breve momento de silencio después de esa declaración, hecha con la pizca de unción necesaria: todo iba bien, me pareció, coincidíamos en los valores comunes, esos volúmenes de la Pléiade iban a ser una balsa de aceite.

—Robert Rediger lamenta mucho su marcha de la Sorbona después del… cambio de régimen, como se diría —prosiguió con una voz más doliente—. Lo sé porque se trata de un amigo. Un amigo personal —añadió con una punta de desafío—. Algunos docentes, de muy buen nivel, se han quedado. Otros, también de muy buen nivel, se han marchado. Cada una de esas partidas, como la suya, ha sido para él una herida personal —concluyó con cierta brusquedad, como si los deberes de la cortesía y los de la amistad se enfrentaran, dentro de él, en una lucha difícil.

No tenía nada que responder a eso, y acabó dándose cuenta de ello después de un silencio de alrededor de un minuto.

—¡Bueno, estoy muy contento de que haya aceptado mi pequeño proyecto! —exclamó frotándose las manos, como si se tratara de una broma amable que acabáramos de gastarle al mundo erudito—. Sepa que me parece absolutamente anormal y lamentable que un hombre como usted…, un hombre de su nivel, quiero decir, se encuentre de golpe sin docencia, sin publicaciones, ¡sin nada!

Después de esas últimas palabras, consciente de que su tono tal vez había sido demasiado dramático, se levantó imperceptiblemente de su asiento; yo también me levanté, con más vivacidad.

Sin duda para dar más lustre al pacto que acabábamos de sellar, Lacoue no solo me acompañó hasta la puerta, sino que bajó conmigo las tres plantas («¡Cuidado, estos peldaños son de aúpa!»), luego a través de los pasillos («¡Es un laberinto!», espetó con humor; en realidad no era para tanto, había solo dos pasillos que se cruzaban en ángulo recto, y se llegaba directamente al vestíbulo), hasta la salida de la editorial Gallimard, en la rue Gaston-Gallimard. El aire era de nuevo más frío y más seco, y me di cuenta entonces de que en ningún momento habíamos abordado el tema de la remuneración. Como si acabara de leerme el pensamiento, acercó una mano a mi hombro —sin llegar a tocarlo—, diciendo:

—Dentro de unos días le haré llegar una propuesta de contrato. —Y, sin tomar aliento, añadió—: El próximo sábado habrá una pequeña recepción para celebrar la reapertura de la Sorbona. Haré que le manden una invitación. Sé que a Robert le hará mucha ilusión si puede asistir.

Esta vez me palmeó francamente el hombro y me estrechó la mano. Había pronunciado las últimas frases con una especie de ligero entusiasmo, como si de improviso hubiera pensado en ello, pero en ese momento tuve la sensación de que esas últimas frases eran, en realidad, lo que explicaba y justificaba todo lo demás.