Ese breve rapto de entusiasmo se produjo en un momento en que, de forma generalizada, Francia recuperaba un optimismo que no había conocido desde el final de la edad de oro del capitalismo, medio siglo antes. Los primeros pasos del gobierno de unión nacional formado por Mohammed Ben Abbes eran saludados unánimemente como un éxito, nunca un presidente de la república recién elegido había gozado de tal «estado de gracia», los comentaristas eran unánimes al respecto. Recordaba a menudo lo que me había dicho Tanneur acerca de las ambiciones internacionales del nuevo presidente y seguí con interés una información de la que casi no se había hablado: el relanzamiento de las negociaciones sobre la próxima adhesión de Marruecos a la Unión Europea; en lo relativo a Turquía, ya se había fijado un calendario. Así que la reconstrucción del imperio romano estaba en marcha y, en el plano interior, Ben Abbes desarrollaba un recorrido impecable. La consecuencia más inmediata de su elección era que la delincuencia había disminuido, y en proporciones enormes: en los barrios más duros, se había reducido ni más ni menos a una décima parte. Otro éxito inmediato era el paro, cuyas curvas estaban en caída libre. Se debía sin duda a la salida masiva de las mujeres del mercado de trabajo, ligada a la considerable revalorización de las ayudas familiares, la primera medida presentada, simbólicamente, por el nuevo gobierno. El hecho de que el pago de las mismas estuviera condicionado al cese de toda actividad profesional hizo rechinar un poco los dientes entre la izquierda, al principio, pero a la vista de las cifras del paro el rechinar de dientes cesó rápidamente. El déficit presupuestario ni siquiera aumentaría: el incremento de los subsidios familiares estaba compensado por completo por la drástica disminución del presupuesto de Educación, que anteriormente era de lejos el presupuesto más importante del Estado. En el nuevo sistema, la escolarización obligatoria acababa al final de la primaria, es decir, más o menos, a los doce años de edad; se restablecía el certificado de estudios primarios y se consideraba la culminación normal de la formación escolar. Además, se alentaba la formación profesional del artesanado; la financiación de la enseñanza secundaria y superior, por su parte, pasaba a ser enteramente privada. Todas esas reformas tenían como objetivo «devolver su justo lugar y toda su dignidad a la familia, célula de base de nuestra sociedad», declararon el nuevo presidente de la república y su primer ministro en una extraña alocución común en la que Ben Abbes adoptó unos acentos casi místicos mientras François Bayrou, con el rostro aureolado con una amplia sonrisa beatífica, desempeñaba el papel de «Juan Salchicha», el Hanswurst de las antiguas pantomimas alemanas, que repite de forma exagerada —y un poco grotesca— lo que acaba de decir el personaje principal. A todas luces, las escuelas musulmanas no tenían nada que temer, pues, en todo lo relativo a la enseñanza, la generosidad de las petromonarquías era ilimitada desde siempre. De manera más sorprendente, algunos centros católicos y judíos habían logrado al parecer salir adelante recurriendo a la colaboración de diversos empresarios; en todo caso, anunciaban que habían cerrado las negociaciones y que abrirían con normalidad al inicio del curso.

La implosión brutal del sistema de oposición binario entre centroizquierda y centroderecha que estructuraba la vida política francesa desde tiempos inmemoriales había sumido en un primer momento al conjunto de los medios de comunicación en un estado de estupor que los confinaba en la afasia. Se había podido ver al desventurado Christophe Barbier, con su inconfundible bufanda a media asta, arrastrándose miserablemente de un plató de televisión a otro, incapaz de comentar una mutación histórica que no había visto venir, que a decir verdad nadie había visto venir. Sin embargo, poco a poco, a medida que iban pasando las semanas, empezaron a formarse núcleos de oposición. Primero, entre los laicos de izquierdas. Bajo el impulso de personalidades tan improbables como Jean-Luc Mélenchon y Michel Onfray, hubo concentraciones de protesta; el Frente de Izquierdas seguía existiendo, por lo menos sobre el papel, y ya podía preverse que Mohammed Ben Abbes tendría un oponente presentable en 2027, además, por descontado, de la candidata del Frente Nacional. A la inversa, algunas formaciones como la Unión de Estudiantes Salafistas hicieron oír su voz, denunciando la persistencia de comportamientos inmorales y reclamando una aplicación real de la sharia. Así, poco a poco, se crearon los elementos de un debate político. Sería un debate de un nuevo tipo, muy diferente de los que Francia había conocido a lo largo de las últimas décadas, más parecido al que existía en la mayoría de los países árabes; pero, al fin y al cabo, sería una especie de debate. Y la existencia de un debate político aunque sea artificial es necesaria para el funcionamiento armonioso de los medios de comunicación, quizá incluso para la existencia en el seno de la población de una sensación por lo menos formal de democracia.

Más allá de esa agitación superficial, Francia evolucionaba rápidamente, y evolucionaba a fondo. Pronto fue evidente que Mohammed Ben Abbes, incluso independientemente del islam, tenía ideas; durante una rueda de prensa, se declaró influido por el distributismo, lo que dejó estupefactos a todos sus oyentes. La verdad era que ya lo había declarado, en varias ocasiones, durante la campaña presidencial; pero dada la tendencia natural de los periodistas a ignorar las noticias que no comprenden, la declaración no fue recogida ni difundida. Esta vez, se trataba de un presidente de la república en ejercicio, así que era indispensable que actualizaran su documentación. El gran público supo así durante las semanas siguientes que el distributismo era una filosofía económica aparecida en Inglaterra a principios del siglo XX bajo los auspicios de los pensadores Gilbert Keith Chesterton e Hilaire Belloc. Pretendía ser una «tercera vía» tan alejada del capitalismo como del comunismo, asimilada a un capitalismo de Estado. Su idea de base era la supresión de la separación entre el capital y el trabajo. La forma normal de la economía era así la empresa familiar; cuando era necesario, para ciertas producciones, reunirse en entidades más vastas, debía hacerse lo necesario para que todos los trabajadores fueran accionistas de su empresa y corresponsables de su gestión.

El distributismo, precisaría más tarde Ben Abbes, era perfectamente compatible con las enseñanzas del islam. No era una precisión superflua, pues Chesterton y Belloc habían sido conocidos en vida sobre todo por su virulenta actividad como polemistas católicos. A pesar del aparente anticapitalismo de la doctrina, pronto se vio que en el fondo las autoridades de Bruselas no tendrían mucho que temer de esa orientación. Las principales medidas prácticas adoptadas por el nuevo gobierno fueron en efecto, por un lado, la supresión total de las ayudas de Estado a los grandes grupos industriales —medidas que Bruselas ya combatía desde hacía mucho tiempo como una vulneración del principio de libre competencia— y, por otro, la adopción de medidas fiscales muy favorables al artesanado y a los autónomos. De entrada, esas medidas fueron muy populares; desde hacía varias décadas, el sueño profesional universalmente expresado por los jóvenes era en efecto «montarse su negocio», o por lo menos tener un estatus de trabajador independiente. Además, correspondían perfectamente a las evoluciones de la economía nacional: a pesar de los costosos planes de rescate, los grandes complejos industriales habían seguido cerrando en Francia, uno tras otro, mientras la agricultura y el artesanado salían adelante sin mayor problema, e incluso conquistaban, como se dice, partes de mercado.

Todas esas evoluciones conducían a Francia hacia un nuevo modelo de sociedad, pero la transformación permanecería implícita hasta la estruendosa publicación de un ensayo debido a un joven sociólogo, Daniel Da Silva, irónicamente titulado Un día todo esto será tuyo, hijo mío, y con el subtítulo más explícito de «Hacia la familia de conveniencia». En la introducción homenajeaba otro ensayo, aparecido diez años antes, del filósofo Pascal Bruckner, en el que este, al constatar el fracaso del matrimonio por amor, abogaba por el retorno al matrimonio de conveniencia. Igualmente, Da Silva sostenía que el vínculo familiar, en particular el vínculo entre padre e hijo, no podía basarse en ningún caso en el amor sino en la transmisión de un conocimiento y un patrimonio. El paso al salariado generalizado provocaría necesariamente en su opinión la explosión de la familia y la completa atomización de la sociedad, que solo podría refundarse cuando el modelo de producción normal se basara de nuevo en la empresa individual. Si las tesis antirrománticas habían obtenido a menudo un éxito escandaloso, antes de Da Silva a duras penas se mantuvieron en el horizonte mediático, pues en los medios dominantes seguía reinando un consenso universal acerca de la libertad individual, el misterio del amor y otras cosas. De mente aguda, excelente en el debate, bastante indiferente en el fondo a las ideologías políticas o religiosas, ciñéndose estrictamente en cualquier circunstancia a su ámbito de competencia —el análisis de la evolución de las estructuras familiares y de las consecuencias en las perspectivas demográficas de las sociedades occidentales—, el joven sociólogo fue el primero en romper el círculo de derechización que amenazaba con crearse en torno a él e imponerse como una voz autorizada en los debates de sociedad que nacieron (que nacieron muy lentamente, muy progresivamente, y sin gran virulencia dado que el ambiente general seguía siendo de una lánguida y tácita aceptación, pero que de todas formas nacieron) en torno a los proyectos de sociedad de Mohammed Ben Abbes.