Sábado 21 de mayo

Me desperté a las cuatro de la madrugada, después de la llamada de Myriam había terminado En familia, ese libro era decididamente una obra maestra, solo había dormido algo más de tres horas. La mujer que Huysmans buscó toda su vida ya la había descrito a la edad de veintisiete o veintiocho años en Marthe, su primera novela, publicada en Bruselas en 1876. Mujer hogareña la mayor parte del tiempo, tenía que ser capaz de transformarse en muchacha a horas fijas, precisaba. No me parecía muy complicado transformarse en muchacha, debía de ser más fácil que ligar una salsa bearnesa; ello no es óbice para que buscara a esa mujer en vano. Y que yo, de momento, tampoco hubiera tenido éxito. En sí no me impresionaba cumplir cuarenta y cuatro años, no era más que un aniversario muy ordinario; pero fue a la edad de cuarenta y cuatro años, exactamente, cuando Huysmans recuperó la fe. Del 12 al 20 de julio de 1892, efectuó su primera estancia en el monasterio trapense de Igny, en el Marne. El 14 de julio se confesó, después de enormes vacilaciones escrupulosamente relatadas en En camino. El 15 de julio, por primera vez desde su infancia, recibió la comunión.

Cuando escribía mi tesis sobre Huysmans pasé una semana en la abadía de Ligugé, donde unos años más tarde recibió el oblato, y otra semana en la abadía de Igny. Esta fue enteramente destruida durante la Primera Guerra Mundial, pero mi estancia allí, sin embargo, me ayudó mucho. La decoración y el mobiliario, por supuesto modernizados, habían conservado la sencillez y la desnudez que impresionaron a Huysmans; y el horario de las múltiples oraciones y oficios cotidianos, desde el Ángelus de las cuatro de la madrugada hasta el Salve Regina de la noche, era el mismo. Las comidas tenían lugar en silencio y eso era muy apacible, comparado con el restaurante universitario; recordaba también que los monjes elaboraban chocolate y macarons, y sus productos, recomendados por el Petit Futé, se expedían a toda Francia.

Me resultaba fácil comprender la atracción por la vida monástica a pesar de ser consciente de que mi punto de vista era muy diferente del de Huysmans. No lograba sentir el asco hacia las pasiones carnales del que él hacía gala, ni siquiera imaginármelo. Mi cuerpo era la sede de diversas afecciones dolorosas —migrañas, enfermedades de la piel, dolor de muelas, hemorroides— que se sucedían sin interrupción, sin dejarme prácticamente nunca en paz, ¡y solo tenía cuarenta y cuatro años! ¿Cómo sería cuando tuviera cincuenta, sesenta o más…? Entonces no sería más que una yuxtaposición de órganos en lenta descomposición, y mi vida se convertiría en una incesante tortura, monótona y sin alegría, mezquina. Mi polla era en el fondo el único de mis órganos que nunca se había manifestado a mi conciencia a través del dolor sino del placer. Modesta pero robusta, siempre me había servido fielmente, o quizá por el contrario era yo quien estaba a su servicio, la idea podía sostenerse, pero en tal caso su férula era muy dulce: nunca me daba órdenes, a veces me incitaba, humildemente, sin acrimonia y sin cólera, a inmiscuirme más en la vida social. Sabía que esa noche intercedería a favor de Myriam, siempre había tenido buena relación con Myriam, Myriam siempre la había tratado con afecto y respeto, y eso me dio un placer enorme. Y en general, no tenía muchas fuentes de placer; en el fondo ya solo tenía esa. Mi interés por la vida intelectual había disminuido mucho; mi existencia social no era mucho más satisfactoria que mi existencia corporal, también se presentaba como una sucesión de pequeños problemas —lavabo embozado, Internet averiado, pérdida de puntos del carnet de conducir, mujer de la limpieza deshonesta, error en la declaración de la renta— que también se sucedían sin interrupción, sin dejarme prácticamente nunca en paz. Imagino que en el monasterio se elude la mayoría de esos problemas; se descarga el fardo de la existencia individual. Se renuncia, igualmente, al placer; pero se trata de una elección soportable. Era una lástima, me dije prosiguiendo mi lectura, que Huysmans hubiera insistido tanto, en En camino, sobre su asco hacia sus excesos pasados; quizá, en eso, no había sido enteramente honesto. Lo que le atraía en el monasterio, sospechaba yo, no era ante todo que allí escapara de la búsqueda de los placeres carnales: era más bien que allí uno podía liberarse de la agotadora y monótona sucesión de las pequeñas preocupaciones de la vida cotidiana, de todo lo que tan magistralmente había descrito en A la deriva. En el monasterio, por lo menos, le aseguraban a uno un techo y un plato en la mesa, y en el mejor de los casos la vida eterna de propina.

Myriam llamó a la puerta hacia las siete de la tarde.

—Feliz cumpleaños, François… —me dijo de inmediato, en la misma puerta, con un hilillo de voz, luego se precipitó hacia mí y me besó en la boca, fue un beso largo, voluptuoso, nuestros labios y nuestras lenguas se mezclaron. Al dirigirme con ella al salón me di cuenta de que estaba aún más sexy que la última vez. Se había puesto otra minifalda negra, más corta todavía, y llevaba medias, cuando se sentó en el sofá distinguí el ajustador del liguero negro en lo alto de su muslo muy blanco. Su blusa, también negra, era completamente transparente, se veía cómo se le movían los senos y me di cuenta de que mis dedos conservaban la memoria del tacto de las areolas, sonrió titubeando y en ese instante había algo indeciso y fatal.

—¿Me has traído un regalo? —pregunté en un tono que pretendía ser jovial, como una tentativa para aligerar la atmósfera.

—No —respondió con gravedad—, no he encontrado nada que me gustara.

Después de un nuevo lapso de silencio, de golpe, se abrió ampliamente de piernas; no llevaba bragas y su falda era tan corta que se le vio la línea del coño, depilado y cándido.

—Te voy a hacer una mamada… —dijo—, una buena mamada. Ven, siéntate en el sofá.

Obedecí, la dejé desnudarme. Se arrodilló frente a mí y empezó con un beso negro, largo y tierno, y luego me tomó de la mano y me puso en pie. Me apoyé contra la pared. Se arrodilló de nuevo y empezó a lamerme los huevos masturbándome a la vez con rápidos meneos.

—Cuando quieras paso a la polla… —dijo interrumpiéndose un instante.

Esperé aún, hasta que el deseo se volvió irresistible, y dije:

—Ahora.

La miré a los ojos justo antes de que su lengua se posara sobre mi sexo y verla aún me excitaba más; se hallaba en un estado extraño, una mezcla de concentración y de frenesí, su lengua revoloteaba sobre mi glande, ora rápida, ora insistente y lenta; su mano izquierda agarraba la base de mi polla mientras los dedos de su mano derecha me toqueteaban los huevos, las olas de placer rompían y barrían mi conciencia, apenas me tenía en pie, estaba a punto de desmayarme. Justo antes de estallar con un grito, tuve fuerzas para suplicar:

—Basta… basta…

Apenas reconocí mi voz, deformada, casi inaudible.

—¿No quieres correrte en mi boca?

—Ahora no.

—Bueno… Espero que eso quiera decir que más tarde tendrás ganas de follarme. ¿Vamos a comer?

Esta vez había encargado el sushi con tiempo, llevaba desde media tarde en el frigorífico; y había puesto dos botellas de champán a refrescar.

—Sabes, François… —dijo después de beber un primer sorbo—, no soy una puta, ni una ninfómana. Si te la chupo así es porque te quiero. Porque te quiero de verdad. ¿Lo sabes?

Sí, lo sabía. Sabía que también había otra cosa que ella no lograba decirme. La observé largamente buscar en vano cómo abordar el tema. Se acabó la copa de champán, suspiró, se sirvió una segunda copa y soltó:

—Mis padres han decidido marcharse de Francia.

Me quedé mudo. Apuró su copa, se sirvió una tercera y prosiguió:

—Emigran a Israel. Tomaremos un avión a Tel Aviv el próximo miércoles. Ni siquiera esperan a la segunda vuelta de las presidenciales. Lo más disparatado es que lo han organizado todo a nuestras espaldas, sin decirnos nada: han abierto una cuenta bancaria en Israel, se las han apañado para alquilar un apartamento allí a distancia, a mi padre le han liquidado la pensión de jubilación, han puesto la casa en venta y todo ello sin decirnos palabra. Puedo llegar a entenderlo con mi hermana y mi hermano pequeños, quizá son demasiado jóvenes, pero yo tengo veintidós años ¡y me ponen ante los hechos consumados…! No me obligan a marcharme, si insisto están dispuestos a pagarme el alquiler de una habitación en París; pero es cierto que pronto empezarán las vacaciones y siento que no puedo dejarlos, por lo menos ahora no, se quedarían demasiado preocupados. No me había dado cuenta pero desde hace unos días ha cambiado la gente que frecuentan, ya solo ven a otros judíos. Han pasado veladas juntos, se han comido el coco mutuamente, no son los únicos que se marchan, hay por lo menos cuatro o cinco amigos suyos que también lo han liquidado todo para instalarse en Israel. Hablé de ello una noche entera con ellos, sin lograr hacer mella en su determinación, están convencidos de que a los judíos les va a pasar algo grave en Francia, es extraño, es una vena que les ha entrado tarde, con cincuenta años cumplidos, les he dicho que es una gilipollez, ¡que hace mucho tiempo que el Frente Nacional ya no tiene nada de antisemita…!

—No hace tanto tiempo. Eres demasiado joven para haberle conocido, pero el padre, Jean-Marie Le Pen, aún mantenía el vínculo con la vieja tradición de la extrema derecha francesa. Era un burro, completamente inculto, seguro que no había leído a Drumont ni a Maurras, pero creo que había oído hablar de ellos, que formaban parte de su horizonte mental. Para la hija, evidentemente, ya no significan nada. Sin embargo, aunque gane el musulmán, no creo que tengas nada que temer. Está aliado con el Partido Socialista, no puede hacer lo que le venga en gana.

—En eso… —sacudió la cabeza, dubitativa—, en eso soy menos optimista que tú. Cuando un partido musulmán llega al poder, nunca es bueno para los judíos. No veo ningún ejemplo que confirme lo contrario…

Permanecí callado: en el fondo no sabía mucho de historia, en el instituto fui un alumno poco atento y desde entonces nunca he logrado leer un libro de historia, nunca lo he acabado.

Volvió a servirse. Era lo que había que hacer, a buen seguro, emborracharse un poco, a la vista de las circunstancias; además, el champán era bueno.

—Mi hermano y mi hermana pueden continuar sus estudios en el instituto: yo también podré ir a la universidad de Tel Aviv, me convalidarán una parte. ¿Pero qué voy a hacer en Israel? No hablo ni una palabra de hebreo. Mi país es Francia.

Su voz se alteró ligeramente, sentí que estaba al borde de las lágrimas.

—¡Me gusta Francia…! —dijo con una voz cada vez más tomada—, me gusta, no sé…, ¡me gusta el queso!

—¡Tengo queso!

Me levanté de un salto haciendo el payaso para tratar de distender la atmósfera y busqué en el frigorífico: en efecto, había comprado Saint-Marcellin, comté y bleu des Causses. Abrí también una botella de vino blanco; no le prestó atención.

—Y además… y además no quiero que se acabe lo nuestro —dijo, y se echó a llorar. Me puse en pie y la tomé en mis brazos; no veía nada sensato que responderle. La llevé hasta el dormitorio y la abracé de nuevo. Seguía llorando suavemente.

Me desperté hacia las cuatro de la madrugada: era una noche de luna llena y la luz entraba en la habitación. Myriam estaba tumbada boca abajo, vestida únicamente con una camiseta. El tráfico en el bulevar era prácticamente inexistente. Al cabo de dos o tres minutos una furgoneta Renault Trafic llegó a poca velocidad y se detuvo a la altura del rascacielos. Salieron dos chinos a fumar un cigarrillo y pareció que examinaban los alrededores; luego, sin razón aparente, volvieron a subirse al vehículo, que se alejó en dirección a la porte d’Italie. Regresé a la cama y le acaricié el culo; se acurrucó contra mí sin despertarse.

La volví, le abrí los muslos y empecé a acariciarla; enseguida estuvo mojada y la penetré. Siempre le había gustado esa posición simple. Le levantaba los muslos para metérsela muy hondo y empezaba a ir y venir. Se dice a menudo que el placer femenino es complejo, misterioso; pero, por mi parte, el mecanismo de mi propio placer me era aún más desconocido. Sentí de inmediato que esta vez iba a ser capaz de controlarme tanto tiempo como fuera necesario, que iba a poder detener a voluntad la llegada del placer. Mis riñones se movían ágilmente y al cabo de unos minutos comenzó a gemir, luego a chillar y yo continuaba penetrándola, seguí incluso cuando empezó a contraer su coño alrededor de mi polla, respiraba lentamente, sin esfuerzo, tenía la impresión de ser eterno, luego profirió un largo gemido, me dejé caer sobre ella y la rodeé con mis brazos, ella repetía, llorando:

—Amor mío… Amor mío…