Domingo 29 de mayo
Desperté hacia las cuatro de la madrugada, lúcido, con la mente alerta; me tomé el tiempo necesario para hacerme cuidadosamente la maleta, y reuní los artículos del botiquín de viaje y mudas de ropa para un mes; incluso encontré unas botas de marcha, un calzado norteamericano muy high tech que me compré un año antes imaginándome que iba a dedicarme al senderismo y que nunca había utilizado. Me llevé también el ordenador portátil, una provisión de barritas de proteínas, un hervidor eléctrico y café soluble. A las cinco y media, estaba a punto de marcha. El coche arrancó sin dificultad, las salidas de París estaban vacías; a las seis, ya estaba cerca de Rambouillet. No tenía ningún proyecto, ningún destino preciso; solo la sensación, muy vaga, de que me convenía dirigirme al sudoeste; que, en caso de estallar una guerra civil en Francia, tardaría más tiempo en llegar al sudoeste. La verdad era que no conocía casi nada del sudoeste, solo que es una región donde se come confit de pato; y el confit de pato me parecía poco compatible con la guerra civil. En fin, también podía equivocarme.
Conocía poco Francia. Después de mi infancia y adolescencia transcurridas en Maisons-Laffitte, un suburbio burgués por excelencia, me instalé en París y ya no me había movido de allí; la verdad era que nunca había visitado ese país del que era, de manera algo teórica, ciudadano. Tuve veleidades de hacerlo, y así lo atestiguaba la compra de aquel Volkswagen Touareg, contemporánea a la de las botas de senderismo. Era un vehículo potente, con un motor V8 diésel de 4,2 litros e inyección directa common rail que le permitía superar los 240 km/h; pensado para largos recorridos por autopista, contaba también con una excelente potencia de adelantamiento. En esa época debí de imaginar fines de semana y escapadas por pistas forestales, pero finalmente no hubo nada de eso y me contenté siendo un cliente asiduo del mercadillo del libro viejo que se celebraba los domingos en el parque Georges-Brassens. A veces, también, afortunadamente, había dedicado los domingos a follar, principalmente con Myriam. Mi vida hubiera sido muy aburrida y monótona de no haber follado, por lo menos de vez en cuando, con Myriam. Me detuve en el área de Mille Étangs, inmediatamente después de la salida de Châteauroux; me compré una cookie con doble chocolate y un café largo en La Croissanterie, y luego me instalé de nuevo al volante del coche para tomarme ese desayuno pensando en mi pasado, o en nada. El aparcamiento dominaba la campiña circundante, desierta excepto por algunas vacas, probablemente de raza charolesa. Ya hacía rato que había amanecido, pero sobre los prados de más abajo aún flotaban bancos de niebla. Era un paisaje de suaves montes, bastante bonito, pero no se distinguía ningún estanque, ni tampoco ningún río. Me pareció imprudente pensar en el futuro.
Encendí la radio del coche: la jornada electoral ya había comenzado y se desarrollaba normalmente, François Hollande ya había votado en su «feudo de Corrèze». La participación, aunque era demasiado temprano para hacer estimaciones, era alta, más alta que en las dos anteriores consultas presidenciales. Algunos analistas políticos consideraban que una elevada participación favorecería a los «partidos de gobierno» en detrimento de los partidos extremistas; pero otros, igualmente reputados, opinaban exactamente lo contrario. En resumidas cuentas, por el momento no se podía extraer ninguna conclusión de la participación y era demasiado pronto para escuchar la radio; la apagué antes de salir del aparcamiento.
Poco después de ponerme en marcha advertí que tenía poca gasolina, más o menos un cuarto del depósito; debería haber repostado en la gasolinera. Me di cuenta, también, de que la autopista estaba inusualmente desierta. Los domingos por la mañana no suele haber mucha gente en la autopista, es el momento en que la sociedad respira, se descongestiona, cuando sus miembros se conceden la breve ilusión de una existencia individual, pero, de todas formas, hacía quizá cien kilómetros que no había adelantado ni me había cruzado con ningún otro coche; solo evité un camión búlgaro que zigzagueaba, ebrio de cansancio, entre el carril derecho y el arcén. Todo estaba en calma, pasaba junto a las mangas de viento bicolores agitadas por una leve ventisca; el sol brillaba sobre los prados y los bosques como un buen empleado fiel. Puse de nuevo la radio, pero esta vez en vano: todas las emisoras programadas en mi aparato, de France Info a Europe 1 pasando por Radio Monte Carlo y RTL, solo emitían un confuso zumbido de parásitos. Algo estaba ocurriendo en Francia, estaba seguro; sin embargo, podía continuar circulando a 200 km/h por la red de autopistas hexagonal, y tal vez esa fuera la mejor solución, pues dado que nada parecía funcionar en el país quizá también los radares estuvieran averiados, y siguiendo a esa velocidad hacia las cuatro estaría en la frontera de La Junquera, una vez en España la situación sería diferente y la guerra civil quedaría más lejos, había que intentarlo. Salvo que ya no me quedaba gasolina: sí, ese era el problema que tenía que resolver, con urgencia, tendría que ocuparme de ello en la siguiente área de servicio.
Sería la de Pech-Montat. Según los paneles de información, no tenía ningún atractivo: ni restaurante ni productos regionales, una gasolinera jansenista dedicada al carburante puro; pero no podría llegar al Jardin des Causses du Lot, situado cincuenta kilómetros más adelante. Me serené pensando en que podría hacer una parada de avituallamiento en Pech-Montat, y luego una por placer en Causses du Lot, donde compraría foie gras, queso cabécou y un Cahors, que degustaría esa misma noche en mi habitación de hotel en la Costa Brava; era un proyecto completo, que tenía sentido, un proyecto factible.
El aparcamiento estaba desierto y me di cuenta enseguida de que ocurría algo extraño: aminoré la velocidad al máximo y circulé prudentemente hasta la gasolinera. El escaparate estaba hecho añicos y había miríadas de cristales sobre el asfalto. Salí del coche y me aproximé: en el interior de la tienda, el escaparate de las bebidas frescas también estaba roto y los expositores de la prensa estaban por el suelo. Descubrí a la cajera tendida en el suelo sobre un charco de sangre, con los brazos alrededor de su pecho en un irrisorio gesto de protección. El silencio era total. Me dirigí hacia los surtidores de gasolina, pero estaban bloqueados. Tenía que haber una manera de ponerlos en marcha desde las cajas. Volví a la tienda, pasé por encima del cadáver a regañadientes, pero no descubrí ningún mecanismo que pareciera controlar la distribución de carburante. Después de un breve titubeo, tomé de las estanterías un bocadillo de atún y crudités, una cerveza sin alcohol y la guía Michelin.
El Relais du Haut-Quercy, el más próximo entre los hoteles que recomendaba en la región, estaba situado en Martel; bastaba seguir por la D 840 unos diez kilómetros. Al arrancar en dirección a la salida me pareció ver dos cuerpos tendidos cerca del aparcamiento de camiones. Bajé y me acerqué: en efecto, dos jóvenes magrebíes vestidos con el típico uniforme de los suburbios habían sido asesinados a tiros; habían perdido poca sangre pero estaban indiscutiblemente muertos; uno de ellos aún empuñaba una pistola ametralladora. ¿Qué debía de haber ocurrido allí? Por si acaso, traté de sintonizar una emisora de radio, pero de nuevo no obtuve más que un crepitar indistinto de parásitos.
Llegué a Martel sin más problemas un cuarto de hora más tarde, la carretera departamental atravesaba un paisaje sonriente, boscoso. Aún no me había cruzado con ningún otro coche y empezaba realmente a hacerme preguntas, pero me dije que sin duda la gente se enclaustraba en su casa exactamente por la misma razón que me había empujado a abandonar París: la intuición de una catástrofe inminente.
El Relais du Haut-Quercy era un gran edificio blanco de piedra calcárea, de dos plantas, situado a las afueras del pueblo. La verja se abrió con un leve chirrido, atravesé un terraplén cubierto de gravilla y subí unos peldaños hasta la recepción. No había nadie. Detrás del mostrador, las llaves de las habitaciones colgaban en un marco; no faltaba ninguna. Llamé varias veces, cada vez más fuerte, sin obtener respuesta. Salí: la parte trasera del edificio estaba ocupada por una terraza rodeada de macizos de rosas, con unas mesitas redondas y unas sillas metálicas trabajadas, que debía de utilizarse para los desayunos. Seguí un paseo bordeado de castaños a lo largo de unos cincuenta metros y llegué a una explanada de césped que dominaba los campos circundantes, donde tumbonas y parasoles aguardaban a los hipotéticos clientes. Durante unos minutos contemplé el paisaje, de suaves valles y apacible, y regresé al hotel. Al llegar a la terraza salió una mujer, una rubia de unos cuarenta años, vestida con una bata larga de lana gris, con el cabello recogido con una cinta; se sobresaltó al verme. «El restaurante está cerrado», espetó a la defensiva. Le dije que solo quería una habitación. «Tampoco servimos desayunos», precisó antes de convenir, visiblemente a regañadientes, que tenía una habitación.
Me acompañó al primer piso, abrió una puerta y me tendió un papel minúsculo: «La verja se cierra a las diez de la noche, si vuelve más tarde necesitará el código», dijo, y se alejó sin añadir una palabra más.
Una vez abiertos los postigos, la habitación no era desagradable, aparte del papel pintado, cuyos motivos, de un magenta apagado, representaban escenas de caza. Intenté en vano ver la televisión: no había señal en ninguna cadena, solo un indefinido hormigueo de píxeles. Internet tampoco funcionaba: había varias redes cuyo nombre comenzaba por Bbox o SFR —probablemente de los habitantes del pueblo—, pero ninguna evocaba el Relais du Haut-Quercy. Un folleto para los clientes que descubrí en un cajón ofrecía detalles acerca de las atracciones turísticas del pueblo, y había también indicaciones sobre la gastronomía local; pero nada acerca de Internet. Mantenerse conectados no era manifiestamente una de las preocupaciones primordiales de los clientes del establecimiento.
Después de guardar mis cosas, una vez colgada la ropa que me había llevado con sus perchas, tras enchufar el hervidor y el cepillo de dientes eléctrico, y encender el teléfono móvil para constatar que no tenía ningún mensaje, empecé a preguntarme qué hacía allí. Esa pregunta tan genérica puede planteársela cualquier hombre, en cualquier sitio, en cualquier momento de su vida; pero es obligado reconocer que el viajero solitario está particularmente expuesto a la misma. De haber estado Myriam a mi lado tampoco hubiera tenido más razones para estar en Martel; pero la pregunta ni siquiera se habría planteado. Una pareja es un mundo, un mundo autónomo y cerrado que se desplaza dentro de un mundo más vasto, sin verse realmente afectado; solitario, en cambio, estaba surcado por fallas y requerí cierto coraje para, guardándome la hoja con las informaciones en un bolsillo de la chaqueta, salir a visitar el pueblo.
El centro de la place des Consuls estaba ocupado por el mercado del grano, manifiestamente antiguo, no sabía mucho de arquitectura pero las casas que rodeaban la plaza, construidas con una bella piedra rubia, tenían a todas luces varios siglos, ya había visto casas de ese estilo en televisión, en general en programas presentados por Stéphane Bern, y eran tan bonitas como en televisión, mejor incluso, una de las casas era muy grande, casi un palacio, con arcadas ojivales y torreones, y al aproximarme constaté que se trataba del palacio de la Raymondie, construido entre 1280 y 1350, y que perteneció originariamente a los vizcondes de Turenne.
El resto del pueblo era por el estilo y me metí por callejuelas pintorescas y desiertas hasta llegar a la iglesia de Saint-Maur, maciza, casi desprovista de ventanas; se trataba de una iglesia fortificada, construida para resistir los ataques de los infieles, como muchas otras de la región, tal como explicaba el folleto.
La D 840 que cruzaba el pueblo continuaba en dirección a Rocamadour. Había oído hablar de Rocamadour, era un destino turístico conocido, con muchas estrellas en la guía Michelin, me preguntaba incluso si no habría visto ya Rocamadour en un programa de Stéphane Bern, pero estaba como mínimo a veinte kilómetros, así que opté por una departamental más pequeña y sinuosa, que conducía a Saint-Denis-les-Martel. Cien metros más lejos di con una minúscula garita de madera pintada, donde se vendían billetes para un tren turístico de vapor que recorría el valle del Dordoña. Parecía interesante; de todas formas habría sido mejor estar en pareja, me repetía con siniestro deleite; sin embargo, no había nadie en la garita. Myriam había llegado a Tel Aviv hacía varios días, sin duda había tenido tiempo de informarse acerca de la matrícula en la facultad, quizá ya había recogido la documentación, o bien se había contentado yendo a la playa, siempre le había gustado la playa, nunca habíamos ido juntos de vacaciones, me dije, nunca había estado dotado para elegir un destino, para reservar, fingía que me gustaba París en agosto, pero la verdad era que simplemente era incapaz de salir de allí.
Un camino de tierra bordeaba la vía del tren a la derecha. Después de un kilómetro de ascensión en suave pendiente a través de un bosque frondoso fui a dar a un mirador, con una mesa de orientación; un pictograma que representaba una cámara fotográfica con fuelle confirmaba la vocación turística del lugar.
El Dordoña corría al pie, encajado entre acantilados calcáreos de una cincuentena de metros, siguiendo oscuramente su destino geológico. La región estaba habitada desde los tiempos remotos de la prehistoria, averigüé en un panel de información pedagógica; el hombre de Cromañón expulsó progresivamente al hombre de Neandertal, que se replegó hacia España y luego desapareció.
Me senté al borde del acantilado, intentando sin gran éxito abismarme en la contemplación del paisaje. Al cabo de media hora, saqué mi teléfono y marqué el número de Myriam. Pareció sorprendida, pero feliz de oírme. Todo iba bien, me dijo, tenían un apartamento agradable, luminoso, en el centro de la ciudad; no, aún no se había ocupado de la matrícula en la facultad; y yo, ¿cómo estaba? Bien, mentí; la echaba mucho de menos. Le hice prometerme que en cuanto fuera posible me enviaría un correo electrónico muy largo, en el que me lo explicaría todo, y acto seguido recordé que no tenía conexión a Internet.
Siempre había detestado imitar el ruido de los besos por teléfono, ya de joven me costaba decidirme a hacerlo, y cumplidos los cuarenta me parecía francamente ridículo; sin embargo, me obligué a hacerlo, pero inmediatamente después de colgar me sentí invadido por una terrible soledad, y comprendí que ya nunca tendría el valor de volver a llamar a Myriam, la sensación de proximidad que se instalaba por teléfono era demasiado violenta y el vacío consiguiente demasiado cruel.
Mi tentativa de interesarme por las bellezas naturales de la región estaba a todas luces condenada al fracaso; sin embargo me obstiné aún un poco y ya anochecía cuando me encaminé de nuevo hacia Martel. Los hombres de Cromañón cazaban mamuts y renos; los de hoy podían elegir entre un supermercado Auchan y un Leclerc, los dos situados en Souillac. Los únicos comercios del pueblo eran una panadería —cerrada— y un bar situado en la place des Consuls, que también parecía cerrado, pues no habían sacado las mesas a la plaza. Una luz débil, sin embargo, provenía del interior, empujé la puerta y entré.
Una cuarentena de hombres, en absoluto silencio, estaban viendo un reportaje de BBC News en un televisor colgado en lo alto al fondo de la sala. Nadie reaccionó ante mi llegada. Eran visiblemente habitantes del lugar, casi todos jubilados, y los demás daban la impresión de ser trabajadores manuales. Hacía mucho tiempo que no había tenido ocasión de hablar inglés, el locutor hablaba muy rápido y no alcanzaba a comprender gran cosa; los demás espectadores no parecían entender más que yo, la verdad sea dicha. Las imágenes, tomadas en localidades muy variadas —Mulhouse, Trappes, Stains, Aurillac—, no presentaban ningún interés aparente: salas polivalentes, guarderías, gimnasios desiertos. Tuve que esperar a la intervención de Manuel Valls —filmado en las escaleras del palacio de Matignon, pálido bajo una iluminación demasiado violenta— para reconstruir el desarrollo de los hechos: una veintena de colegios electorales, por toda Francia, habían sido asaltados por bandas armadas a primera hora de la tarde. No había que lamentar ninguna víctima, pero se habían robado urnas; esas acciones aún no habían sido reivindicadas. En esas condiciones, el gobierno no tenía más opción que detener el proceso electoral. A una hora más avanzada de la tarde se celebraría una reunión de crisis y el jefe del gobierno anunciaría las medidas apropiadas; la ley de la República se impondría, concluyó de forma bastante banal.