Diez preguntas sobre el islam era en efecto un libro sencillo, estructurado de manera muy eficaz. El primer capítulo, que respondía a la pregunta: «¿Cuáles son nuestras creencias?», casi no me aportó nada nuevo. Era a grandes rasgos lo que Rediger me había dicho la víspera, a lo largo de la tarde que pasé en su casa: la inmensidad y la armonía del universo, la perfección del diseño, etc. Seguía luego un breve desarrollo sobre la sucesión de profetas, que concluía con Mahoma.
Como sin duda la mayoría de los hombres, me salté los capítulos consagrados a los deberes religiosos, a los pilares del islam y al ayuno, para ir directamente al capítulo VII: «¿Por qué la poligamia?». La verdad era que el argumento era original: para llevar a cabo sus sublimes designios, exponía Rediger, el Creador del universo pasaba, en lo relativo al cosmos inanimado, por las leyes de la geometría (obviamente no una geometría euclidiana; tampoco una geometría conmutativa; pero geometría al fin y al cabo). En cuanto a los otros seres vivos, por el contrario, los designios del Creador se manifestaban a través de la selección natural: gracias a esta, las criaturas animadas alcanzaban su máxima belleza, vitalidad y fuerza. Y entre todas las especies animales, de las que el hombre formaba parte, la ley era la misma: solo algunos individuos estaban llamados a transmitir su esperma y a engendrar la generación futura, de la que a su vez dependería un número indefinido de generaciones. En el caso de los mamíferos, y teniendo en cuenta el tiempo de gestación de las hembras comparado con la capacidad de reproducción casi ilimitada de los machos, la presión selectiva se ejercía principalmente sobre los machos. La desigualdad entre machos —si a unos se les concedía el goce de varias hembras, otros forzosamente se verían privados de ello— no debía verse como un efecto perverso de la poligamia, sino como pura y llanamente su objetivo real. Así se cumplía el destino de la especie.
Esas curiosas consideraciones le llevaban directamente al capítulo VIII, más consensual, consagrado a «La ecología y el islam», que le permitía accesoriamente tratar la cuestión de la alimentación halal, asimilada por él a una especie de alimentación biológica mejorada. En cuanto a los capítulos IX y X, consagrados a la economía y a las instituciones políticas, parecían hechos a medida para conducir a la candidatura de Mohammed Ben Abbes.
En esa obra destinada al gran público, y que además había llegado a muchos lectores, Rediger multiplicaba los acomodamientos dirigidos a un público humanista y comparaba el islam con las civilizaciones pastorales y brutales que lo precedieron. Subrayaba así que el islam no había inventado la poligamia, sino que había contribuido a reglamentar su práctica; que no se hallaba en el origen de la lapidación, ni de la ablación; que el profeta Mahoma consideró meritoria la liberación de los esclavos y que, al establecer la igualdad de principio de todos los hombres ante su Creador, puso fin a toda forma de discriminación racial en los países que dominaba.
Conocía todos esos argumentos, los había oído mil veces; eso no impedía que fueran exactos. Pero lo que me impresionó en nuestro encuentro, y que aún me impresionaba más en su libro, era ese aspecto de discurso bien ensayado, que inevitablemente aproximaba a Rediger al terreno político. Durante la tarde en la casa de la rue des Arènes no hablamos para nada de política; pero no me sorprendió en absoluto cuando, una semana más tarde, vi que, en el marco de una pequeña remodelación ministerial, acababa de ser nombrado secretario de Estado de Universidades, un cargo recuperado para la ocasión.
Mientras, había tenido ocasión de constatar que se había mostrado mucho menos prudente en artículos destinados a revistas más confidenciales como la Revue d’études palestiniennes u Oummah. La falta de curiosidad de los periodistas era una auténtica bendición para los intelectuales, porque todo eso estaba hoy en día fácilmente al alcance en Internet y me parecía que exhumar algunos de esos artículos le hubiera causado problemas; pero, al fin y al cabo, quizá me equivocaba, pues a lo largo del siglo XX muchos intelectuales habían apoyado a Stalin, Mao o Pol Pot sin que ello se les hubiera reprochado nunca verdaderamente; el intelectual en Francia no tenía que ser responsable, eso no estaba en su naturaleza.
En un artículo publicado en Oummah, en el que se preguntaba si el islam estaba destinado a dominar el mundo, Rediger respondía al final afirmativamente. Apenas examinaba el caso de las civilizaciones occidentales porque le parecían a buen seguro condenadas (el individualismo liberal podía llegar a triunfar si se contentaba disolviendo las estructuras intermedias que eran las patrias, las corporaciones y las castas, pero si atacaba a esa estructura última que era la familia, y por lo tanto a la demografía, firmaría su fracaso final; entonces llegaría, lógicamente, el tiempo del islam). Se mostraba más prolijo en el caso de India y China; de haber conservado sus civilizaciones tradicionales, escribía, India y China habrían podido escapar a la influencia del islam permaneciendo ajenas al monoteísmo, pero, a partir del momento en que se dejaron contaminar por los valores occidentales, también ellas estaban condenadas: detallaba el proceso y proporcionaba un calendario provisional del mismo. El artículo, claro y documentado, delataba claramente la influencia de Guénon, su distinción fundamental entre las civilizaciones tradicionales, tomadas en conjunto, y la civilización moderna.
En otro artículo, se pronunciaba claramente a favor de un reparto muy poco igualitario de las riquezas. Si la miseria propiamente dicha debía quedar excluida de una sociedad musulmana auténtica (el auxilio mediante la limosna constituía incluso uno de los cinco pilares del islam), sí debía mantenerse, sin embargo, una diferencia considerable entre la gran masa de la población, que vivía en una pobreza decorosa, y una ínfima minoría de individuos fastuosamente ricos, lo suficiente para entregarse a gastos exagerados, disparatados, que aseguraban la supervivencia del lujo y de las artes. Esa posición aristocrática procedía esta vez directamente de Nietzsche; en el fondo, Rediger se había mantenido notablemente fiel a los pensadores de su juventud.
Era también nietzscheana su hostilidad sarcástica e hiriente respecto al cristianismo, que reposaba únicamente según él en la personalidad decadente, marginal de Jesús. El fundador del cristianismo había disfrutado de la compañía de las mujeres y eso se notaba, escribía. «Si el islam desprecia el cristianismo», citaba, retomando al autor de El anticristo, «tiene mil razones para ello; el islam se basa en “hombres”…» La idea de la divinidad de Cristo, proseguía Rediger, era el error fundamental que ineluctablemente conducía al humanismo y a los «derechos del hombre». Eso también ya lo había dicho, y en términos más duros, al igual que sin duda se habría adherido a la idea de que el islam tenía la misión de purificar el mundo desembarazándolo de la doctrina deletérea de la encarnación.
Al envejecer me acercaba yo también a Nietzsche, como es sin duda inevitable cuando se tienen problemas de fontanería. Y me sentía más interesado por Elohim, el sublime ordenador de las constelaciones, que por su desaborido retoño. Jesús había amado demasiado a los hombres, ese era el problema; dejarse crucificar por ellos delataba por lo menos una falta de buen gusto, como hubiera dicho el viejo cabrón. Y el resto de sus acciones no denotaba tampoco grandes entendederas, como por ejemplo el perdón a la mujer adúltera, con argumentos del género «quien esté libre de culpa», etc. No era tan complicado, además, bastaba llamar a un crío de siete años y claro que hubiera tirado la piedra, el jodido mocoso.
Rediger escribía muy bien, era claro y sintético, con algunas pinceladas de humor, como cuando se reía de uno de sus colegas, sin duda un intelectual musulmán con el que competía, que introdujo en un artículo la noción de imames 2.0, los que tenían como misión la reconversión de los jóvenes franceses surgidos de la inmigración musulmana. Ahora mismo, le corregía, habría que hablar ya de imames 3.0: los que convertían a los jóvenes franceses de pura cepa; el humor nunca le duraba mucho tiempo a Rediger: acto seguido siempre se imponía una consideración seria. Pero reservaba sus sarcasmos en particular para sus colegas islamoizquierdistas: el islamoizquierdismo, escribía, era un intento desesperado de los marxistas descompuestos, en plena podredumbre, en estado de muerte clínica, para salir del cubo de la basura de la historia agarrándose a las fuerzas ascendientes del islam. En el plano conceptual, despertaban tantas sonrisas como los famosos «nietzscheanos de izquierdas». Nietzsche era decididamente su obsesión; sus artículos de inspiración nietzscheana, sin embargo, me fatigaron enseguida, sin duda yo mismo había leído mucho a Nietzsche, lo conocía y lo comprendía perfectamente y había perdido cualquier posibilidad de seducirme. Extrañamente, me sentía más atraído por su vena guénoniana: es cierto que Guénon es un autor bastante cargante si hay que leerlo en su totalidad, pero Rediger ofrecía una versión accesible de su obra, una versión light. Me gustaba particularmente un artículo titulado «Geometría del vínculo», aparecido en la Revue d’études traditionnelles. Volvía de nuevo sobre el fracaso del comunismo —que era al fin y al cabo una primera tentativa de lucha contra el individualismo liberal— y subrayaba que finalmente Trotski había tenido razón frente a Stalin: el comunismo solo podría triunfar a condición de ser mundial. La misma regla, advertía, valía para el islam: sería universal, o no sería. Pero lo esencial del artículo era una curiosa meditación, no desprovista de una especie de kitsch spinoziano, con escolios y demás zarandajas, acerca de la teoría de los gráficos. Solo una religión, intentaba demostrar el artículo, podía crear una relación total entre los individuos. Si consideramos, escribía Rediger, un gráfico de vínculo, o lo que es lo mismo unos individuos (unos puntos) unidos por relaciones personales, es imposible construir un gráfico plano que una entre ellos al conjunto de los individuos. La única solución es pasar por un plano superior, conteniendo un punto único llamado Dios, al que estaría unido el conjunto de los individuos y estos estarían unidos entre ellos a través de ese intermediario.
Era una lectura muy agradable pero, a la vez, la demostración me parecía falaz en el aspecto geométrico; sin embargo, me distraía de mis problemas de fontanería. Mi vida intelectual, por lo demás, se hallaba en un punto muerto: avanzaba en la fijación del aparato de notas, pero seguía encallado para el prólogo. Fue, curiosamente, haciendo una búsqueda en Internet acerca de Huysmans cuando di con uno de los artículos más notables de Rediger, aparecido esta vez en la Revue européenne. Huysmans aparecía citado solo incidentalmente como el autor en el que quedaba más patente el callejón sin salida del naturalismo y del materialismo, pero el conjunto del artículo era una proposición alusiva a sus antiguos camaradas tradicionalistas e identitarios. Era trágico, defendía con fervor, que una hostilidad irracional hacia el islam les impidiera reconocer esta evidencia: en lo esencial, estaban totalmente de acuerdo con los musulmanes. En el rechazo del ateísmo y del humanismo, en la necesaria sumisión de la mujer, en el retorno del patriarcado: su combate, desde todos los puntos de vista era exactamente el mismo. Y ese combate necesario para la instauración de una nueva fase orgánica de civilización ya no podía llevarse a cabo hoy en día en nombre del cristianismo; era el islam, religión hermana, más reciente, más simple y más verdadera (¿por qué, por ejemplo, Guénon se había convertido al islam? Guénon era ante todo una mente científica, y eligió el islam como científico, por economía de conceptos; y para evitar, también, ciertas creencias irracionales marginales, como la presencia real en la Eucaristía), era el islam, pues, el que hoy había tomado el relevo. A fuerza de melindrerías, zalamerías y vergonzoso peloteo de los progresistas, la Iglesia católica se había vuelto incapaz de oponerse a la decadencia de las costumbres. De rechazar clara, vigorosamente, el matrimonio homosexual, el derecho al aborto y el trabajo de las mujeres. Había que rendirse a la evidencia: llegada a un grado de descomposición repugnante, Europa occidental ya no estaba en condiciones de salvarse a sí misma, como no lo estuvo la Roma antigua en el siglo V de nuestra era. La llegada masiva de poblaciones inmigrantes impregnadas de una cultura tradicional marcada aún por las jerarquías naturales, la sumisión de la mujer y el respeto a los ancianos constituía una oportunidad histórica para el rearme moral y familiar de Europa, abría la perspectiva de una nueva edad de oro para el viejo continente. Esas poblaciones eran a veces cristianas; pero por lo general, había que admitirlo, eran musulmanas.
Rediger era el primero en reconocer que la cristiandad medieval fue una gran civilización, cuyos logros artísticos permanecerían eternamente vivos en la memoria de los hombres; pero poco a poco perdió terreno, tuvo que transigir con el racionalismo, renunciar a someter el poder temporal, y así poco a poco se condenó, ¿y ello por qué? En el fondo, era un misterio; Dios así lo decidió.