Domingo 22 de mayo

Me desperté de nuevo hacia las ocho, preparé una cafetera y volví a acostarme; Myriam respiraba con regularidad, su aliento acompañaba con un tempo más lánguido el ruido discreto de la percolación. Unos pequeños cúmulos mofletudos flotaban en el cielo; desde siempre eran para mí las nubes de la felicidad, esas cuyo blanco brillante está ahí solo para realzar el azul del cielo, las que los niños representan cuando dibujan la cabaña ideal, con una chimenea humeante, un prado y flores. No sé muy bien por qué me dio por poner iTélé, justo después de servirme una primera taza de café. El volumen estaba demasiado alto y me llevó tiempo dar con el mando a distancia y pulsar la tecla mute. Demasiado tarde, se había despertado; aún en camiseta, vino a ovillarse en el sofá del salón. Nuestro breve momento de paz había terminado; volví a poner el volumen. Las noticias sobre las negociaciones secretas entre el Partido Socialista y la Hermandad Musulmana habían aparecido en Internet esa noche. Ya fuera en iTélé, BFM o LCI, no se hablaba más que de eso, era una edición especial permanente. De momento no había ninguna reacción de Manuel Valls; pero Mohammed Ben Abbes iba a dar una rueda de prensa a las once.

Rechoncho y jovial, frecuentemente malicioso en sus respuestas a los periodistas, el candidato musulmán hacía olvidar perfectamente que fue uno de los politécnicos más jóvenes de Francia antes de entrar en la Escuela Nacional de Administración, en la promoción «Nelson Mandela», la misma de Laurent Wauquiez. Recordaba más bien a un auténtico tendero tunecino de barrio, como lo fue su padre, aunque su tienda de ultramarinos estaba situada en Neuilly-sur-Seine y no en el distrito XVIII, y menos aún en Bezons o en Argenteuil.

Él más que nadie, recordó esta vez, se había beneficiado de la meritocracia republicana; él menos que nadie deseaba causar un perjuicio a un sistema al que le debía todo, incluso el honor supremo de presentarse al sufragio del pueblo francés. Evocó el pisito encima de la tienda de ultramarinos, donde hacía sus deberes: resucitó brevemente la figura de su padre, con la emoción justa y necesaria; me pareció excelente.

Pero había que reconocer, prosiguió, que los tiempos habían cambiado. Cada vez más a menudo, las familias —ya fueran judías, cristianas o musulmanas— deseaban para sus hijos una educación que no se limitara a la transmisión de conocimientos sino que integrara una formación espiritual correspondiente a su tradición. Ese retorno de lo religioso era una tendencia profunda, que se extendía por nuestras sociedades, y la Educación no podía obviarlo. Se trataba, en resumidas cuentas, de ampliar el marco de la escuela republicana, de hacerla capaz de coexistir armoniosamente con las grandes tradiciones espirituales —musulmanas, cristianas o judías— de nuestro país.

Suave y arrullador, su discurso se prolongó durante unos diez minutos antes de pasar a las preguntas de la prensa. Desde hacía tiempo había observado que los periodistas más agresivos, los más belicosos, estaban como hipnotizados, aplacados en presencia de Mohammed Ben Abbes. A mi parecer, sin embargo, se le podrían haber planteado algunas preguntas embarazosas: la supresión de la enseñanza mixta, por ejemplo; o el hecho de que los docentes tuvieran que abrazar la fe musulmana. Pero, al fin y al cabo, ¿no era ya ese el caso entre los católicos? ¿Había que estar bautizado para dar clases en una escuela cristiana? Reflexionando acerca de ello me di cuenta de que no sabía nada acerca de la cuestión, y en el momento en que acabó la rueda de prensa comprendí que había llegado allí adonde el candidato musulmán quería llevarme: una especie de duda generalizada, la sensación de que allí no había nada de que alarmarse, ni nada verdaderamente nuevo.

Marine Le Pen contraatacó a las doce y media. Exuberante y recién salida de la peluquería, filmada en un ligero contrapicado frente al ayuntamiento, casi estaba guapa, hecho que contrastaba claramente con sus apariciones anteriores: desde el momento crucial de 2017, la candidata nacional se había persuadido de que, para acceder a la magistratura suprema, una mujer necesariamente tenía que parecerse a Angela Merkel y se afanaba en igualar la respetabilidad poco atractiva de la canciller alemana, hasta el extremo de copiar el corte de sus trajes. Pero, en esa mañana de mayo, parecía haber recuperado un brillo y un ardor revolucionario que recordaban los orígenes del movimiento. Desde hacía cierto tiempo corría el rumor de que algunos de sus discursos estaban escritos por Renaud Camus, bajo la supervisión de Florian Philippot. No sé si se trataba de un rumor fundado pero, en cualquier caso, había hecho unos avances considerables. De entrada, me sorprendió el carácter republicano, e incluso francamente anticlerical, de su intervención. Dejando atrás la referencia banal a Jules Ferry, se remontó hasta Condorcet, de quien citó el memorable discurso de 1792 ante la Asamblea legislativa, donde evoca a los egipcios y los indios «entre los que tanto progresó la mente humana y que cayeron de nuevo en el embrutecimiento de la más vergonzosa ignorancia cuando el poder religioso se apoderó del derecho a instruir a los hombres».

—Creía que era católica —me comentó Myriam.

—No lo sé, pero su electorado no lo es, el Frente Nacional nunca ha logrado implantarse entre los católicos, son demasiado solidarios y tercermundistas. Así que se adapta.

Consultó su reloj, hizo un gesto de impotencia.

—Tengo que irme, François. Les he prometido a mis padres que almorzaría con ellos.

—¿Saben que estás aquí?

—Sí, no se van a preocupar; pero me esperarán para comer.

Fui una vez a casa de sus padres, muy al principio de nuestra relación. Vivían en una casa en Cité des Fleurs, detrás del metro de Brochant. Había un garaje, un taller, daba la impresión de estar en una pequeña ciudad de provincias, en cualquier lugar menos en París. Recuerdo que cenamos en el jardín, era la época de los junquillos. Fueron amables conmigo, acogedores y calurosos, sin tampoco concederme una importancia extrema, cosa que era aún mejor. En el momento en que su padre descorchó una botella de Châteauneuf-du-Pape tomé conciencia de golpe de que Myriam, con más de veinte años, aún cenaba todas las noches con sus padres, que ayudaba a su hermano pequeño a hacer los deberes, que iba a comprar ropa con su hermana menor. Eran una tribu, una tribu familiar unida; y comparado con todo cuanto había conocido era tan inusitado que me costó mucho contenerme y no echarme a llorar.

Quité el volumen; los movimientos de Marine Le Pen se volvían más enérgicos, asestaba puñetazos en el aire frente a ella, en un momento abrió violentamente los brazos. Evidentemente Myriam iba a marcharse con sus padres a Israel, no podía hacer otra cosa.

—Espero realmente regresar pronto, sabes… —dijo como si hubiera leído mis pensamientos—. Solo estaré allí unos meses, hasta que las cosas se aclaren en Francia. —Su optimismo me parecía un poco exagerado, pero me callé.

Se puso la falda.

—Evidentemente, con lo que está pasando, van a ganar, oiré hablar de ello toda la comida. «Ya te lo habíamos dicho, hija…» Son buenos, creen que es por mi bien, ya lo sé.

—Sí, son buenos. Son muy buenos.

—Y tú, ¿qué vas a hacer? ¿Qué crees que va a pasar en la facultad?

La acompañé hasta la puerta; de hecho, me daba cuenta de que no tenía la menor idea; y también me daba cuenta de que me daba igual. La besé dulcemente en los labios y respondí:

—Para mí no hay ningún Israel.

Era un pensamiento muy pobre; pero un pensamiento exacto. Luego desapareció en el ascensor.