Viernes 20 de mayo

Al día siguiente abrí una cuenta en la sucursal de Barclays en la avenue des Gobelins. La transferencia de fondos solo tardaría un día laborable, me informó el empleado; para mi sorpresa, obtuve una tarjeta Visa casi inmediatamente.

Decidí regresar a casa andando, había hecho los trámites del cambio de cuenta mecánicamente, en estado de automatismo, y necesitaba reflexionar. Al desembocar en la place d’Italie, me invadió de repente la sensación de que todo podía desaparecer. Aquella negrita de cabello ensortijado, a la que los vaqueros le marcaban el culo, que esperaba el autobús 21, podía desaparecer; a buen seguro iba a desaparecer, o por lo menos la reeducarían a fondo. Como de costumbre, en la plaza delante del centro comercial Italie 2 había gente haciendo una colecta, ese día era a favor de Greenpeace, y también ellos iban a desaparecer, pestañeé en el momento en que un joven barbudo castaño, con media melena, se me acercó con unos folletos y fue como si hubiera desaparecido por anticipado, pasé frente a él sin verle y entré por las puertas acristaladas que conducían a la planta baja de la galería comercial.

En el interior del centro, el balance era más contrastado. Bricorama era incuestionable, pero sin duda Jennyfer tenía los días contados, pues en esa cadena no ofrecían nada que pudiese convenir a una adolescente islámica. La tienda Secret Stories, por el contrario, que vendía lencería de marca a precios rebajados, no tenía que preocuparse por nada: el éxito de tiendas análogas en las galerías comerciales de Riad y de Abu Dabi era irrebatible, ni Chantal Thomass ni La Perla tenían nada que temer del advenimiento de un régimen islámico. Vestidas de día con impenetrables burkas negros, las ricas saudíes se transformaban de noche en aves del paraíso, se emperifollaban con corpiños, sujetadores calados y tangas engalanados con puntillas multicolores y pedrería; exactamente a la inversa que las occidentales, elegantes y sensuales durante el día porque estaba en juego su estatus social y que se marchitaban de noche al volver a sus casas, abdicando agotadas de cualquier perspectiva de seducción, vistiéndose con ropa informal y holgada. De golpe, delante del puesto de Rapid’Jus (que ofrecía unas composiciones cada vez más complejas: coco-pasión-guayaba, mango-lichi-guaraná, había más de una decena, con portentosos contenidos vitamínicos), pensé en Bruno Deslandes. Hacía casi veinte años que no le había visto, y tampoco había pensado en él. Era uno de mis compañeros doctorandos, puede decirse incluso que teníamos una relación casi amistosa, él trabajaba en Laforgue, redactó una tesis honorable sin más e inmediatamente después aprobó las oposiciones de inspector de Hacienda y se casó con Annelise, una chica a la que había conocido no sé dónde, en alguna fiesta de estudiantes. Ella trabajaba en el departamento de marketing de un operador de telefonía móvil, ganaba mucho más que él pero él tenía un empleo seguro como se dice, se habían comprado una casa en Montigny-le-Bretonneux, tenían dos hijos, un niño y una niña, era el único de mis antiguos condiscípulos que había optado por una vida familiar normal, los demás bregaban vagamente entre un poco de Meetic, un poco de speed dating y mucha soledad, me lo encontré por casualidad en un tren de cercanías y me invitó a su casa el viernes siguiente por la noche a una barbacoa, era a finales de junio, tenía jardín y podían organizar barbacoas, habría algunos vecinos, «nadie de la facultad», me advirtió.

El error fue organizar eso un viernes por la noche, lo comprendí de entrada al llegar al jardín y darle unos besos a su mujer, había trabajado todo el día y había llegado a casa agotada, además se había obsesionado tanto viendo el programa Ven a cenar conmigo en M6 que había previsto cosas demasiado sofisticadas, el suflé de colmenillas ya no tenía remedio pero, en el momento en que fue evidente que incluso el guacamole sería un fracaso, creí que iba a echarse a llorar, su hijo de tres años empezó a chillar y Bruno, que había empezado a empinar el codo desde que llegaron los primeros invitados, no podía serle de ninguna ayuda para dar la vuelta a las salchichas, así que fui en su auxilio y, desde lo más hondo de su desesperación, me dirigió una mirada llena de gratitud, una barbacoa era algo más complejo de lo que había imaginado, las costillas de cordero rápidamente quedaban recubiertas de una película carbonizada, negruzca y probablemente cancerígena, el fuego debía de ser demasiado vivo, pero yo no tenía la menor idea y si tocaba el mecanismo me arriesgaba a hacer explotar la bombona de butano, estábamos solos delante de un montón de carne carbonizada y los demás invitados se bebían las botellas de rosado sin prestarnos la menor atención, así que vi aliviado que se aproximaba una tormenta, cayeron las primeras gotas, oblicuas y heladas y hubo una inmediata retirada hacia el salón, la velada evolucionaba hacia el bufete frío. Cuando ella se dejó caer en el sofá, dirigiendo una mirada hostil al tabulé, pensé en la vida de Annelise y en la de todas las mujeres occidentales. Por la mañana seguramente se hacía un brushing y luego se vestía con cuidado, conforme a su estatus profesional, y creo que en su caso era más elegante que atractiva, en fin, era una dosificación compleja, debía de dedicarle a ello bastante tiempo antes de llevar a los niños a la guardería, el día transcurría entre correos electrónicos, teléfono y citas diversas y luego volvía a casa hacia las nueve de la noche, agotada (era Bruno quien iba a recoger a los críos por la tarde, quien les preparaba la cena, tenía horario de funcionario), se desplomaba, se ponía una sudadera y unos pantalones de chándal, y así se presentaba ante su amo y señor y él tenía que tener, necesariamente debía de tener, la sensación de que le habían jodido, y ella misma tenía la sensación de que la habían jodido, y que eso no iba a arreglarse con los años, los hijos crecerían y las responsabilidades profesionales aumentarían automáticamente, sin tener ni siquiera en cuenta el decaimiento de las carnes.

Fui uno de los últimos en marcharme, incluso ayudé a Annelise a recoger, no tenía la menor intención de lanzarme a una aventura con ella, cosa que hubiera sido posible, en su situación todo parecía posible. Solo quería hacerle sentir una especie de solidaridad, una solidaridad vana.

Bruno y Annelise seguramente estarían divorciados, así eran las cosas en la actualidad; un siglo antes, en la época de Huysmans, hubieran permanecido juntos y quizá no habrían sido tan desgraciados, a fin de cuentas. Al llegar a mi casa me serví una buena copa de vino y me sumergí en En familia, la recordaba como una de las mejores novelas de Huysmans y de inmediato recuperé el placer de la lectura milagrosamente intacto, después de veinte años también en este caso. Tal vez nunca se había expresado con semejante dulzura la tibia felicidad de las parejas viejas: «André y Jeanne pronto no tuvieron más que beatas ternuras, maternales satisfacciones durmiendo juntos algunas veces, tumbándose simplemente para estar uno al lado del otro, para charlar antes de volverse de espaldas y dormirse.» Era bonito, pero ¿era verosímil? ¿Era un horizonte factible hoy? A todas luces estaba ligado a los placeres de la mesa: «La glotonería se había introducido en ellos como un nuevo interés, aportado por la creciente ausencia de curiosidad de sus sentidos, como una pasión de sacerdotes que, privados de placeres carnales, relinchan ante manjares delicados y vinos añejos.» Ciertamente, en la época en que la mujer compraba y pelaba ella misma la verdura, preparaba las carnes y cocía a fuego lento los estofados durante horas, podía desarrollarse una relación tierna y alimenticia; la evolución de los condicionamientos alimentarios hizo olvidar esa sensación que, además, Huysmans lo confesaba con franqueza, no era más que una flaca compensación de la pérdida de los placeres carnales. Él mismo, en su propia vida, no había vivido en familia con una de esas mujeres «hogareñas», las únicas que, con las «muchachas», pueden convenir al literato según Baudelaire, observación aún más acertada ya que la muchacha puede perfectamente, con los años, transformarse en mujer hogareña, que es incluso su deseo secreto y su inclinación natural. Al contrario, y después de un periodo «disoluto» ciertamente relativo, se inclinó por la vida monástica y ahí me separé de él. Tomé En camino, intenté leer unas páginas y luego me sumergí de nuevo en En familia, decididamente la fibra espiritual era casi inexistente en mí y era una lástima porque la vida monástica aún existía, idéntica desde hacía siglos, mientras que ¿dónde se podían encontrar ahora mujeres hogareñas? En la época de Huysmans a buen seguro aún existían, pero el entorno literario en el que se movía no le permitió conocerlas. La facultad no era un entorno mucho más favorable, a decir verdad. Myriam, por ejemplo, ¿hubiera podido, con el paso de los años, transformarse en una mujer hogareña? Me estaba haciendo esa pregunta cuando sonó el móvil y curiosamente era ella, farfullé sorprendido, no me esperaba en absoluto que me llamara, en realidad. Miré de reojo el despertador: ya eran las diez de la noche, había estado tan absorto en la lectura que me había olvidado de cenar. Me di cuenta también de que, en cambio, casi había terminado la segunda botella de vino.

—Podríamos… —titubeó—, he pensado que podríamos vernos mañana por la noche.

—¿Sí…?

—Mañana es tu cumpleaños. ¿Lo habías olvidado?

—Sí. Sí, lo había olvidado completamente, la verdad.

—Y además… —volvió a titubear— tengo que decirte otra cosa, también. Vamos, que estaría bien vernos.