9
Angélica apoyó los dedos en las teclas del piano un momento antes de levantar la mano para asegurarse de que no se había despeinado después de su vigorosa interpretación. Las manos le temblaban mientras se arreglaba con firmeza varias horquillas.
La noche anterior, al adormecerse, le había desaparecido la preocupación que sentía, junto con la consciencia. Por la mañana se encontraba mucho más relajada y bajo control.
Había decidido no pensar más en su hombre misterioso. Si volvía a encontrarse con él, le interrogaría, pero si no, no iba a volverse loca tratando de encontrar a un hombre que ni siquiera sabía cómo se llamaba en una ciudad tan grande como Londres. La salud de Mijaíl era mucho más importante para ella que ninguna otra cosa, y eso significaba que no podía desperdiciar energía en algo que no fuera buscar marido. Y tenía que encontrar uno rápidamente.
Angélica se sintió mejor tras tomar la decisión de centrarse, se puso en pie y se dirigió al vestíbulo, donde vio una preciosa rosa de color melocotón al otro lado de la ventana.
Recordaba muy poco de su madre, pero uno de sus recuerdos era que las rosas de color melocotón eran sus favoritas. Sin pensarlo dos veces, se desvió de la dirección que llevaba y se dirigió a la cocina a buscar unas tijeras.
La rosa quedaría preciosa sobre la madera oscura de la mesa del comedor.
—¿Es que no puedo librarme de ti?
Angélica se quedó paralizada en el preciso momento en que se inclinaba a cortar la rosa. La suave brisa agitó la falda de su vestido y su cuerpo se tensó. Conocía aquella voz, aunque hasta aquel momento solo la había oído en su mente. No podía ser él…
—¿No me haces caso? —El tono divertido de la voz masculina la obligó a respirar lentamente. Dios mío, seguía inclinada sobre la rosa y la espalda se le estaba poniendo rígida por momentos. ¿Por qué se hacía la tonta de aquella manera?
—Difícilmente. Te habrás dado cuenta de que he estado ocupada. —La voz le salió algo temblorosa mientras cortaba la flor y se erguía. Pensó en un millón de cosas cuando lo miró directamente al rostro. Era tan… primario. No había otra manera de describir la energía salvaje de aquel hombre. Sus ojos se apartaron de ella apenas un momento para mirar hacia la casa.
—Eres la hermana de Mijaíl, Angélica. Soy Alexander.
Era una reacción poco habitual que entrañaba un claro desprecio por el decoro. Angélica no contestó, no supo qué decir. Se ponía muy nerviosa delante de él. Él era como ella y ella temía que volviera a desaparecer sin darle la oportunidad de formularle las preguntas que habían vagado por su mente desde que podía recordar.
—¿Cómo has conocido a mi hermano? —preguntó al cabo de un momento. Era una pregunta legítima, aunque en realidad no le importaba conocer la respuesta. Estaba frente a ella y parecía tan tranquilo… ¿Cómo podía estar tan tranquilo si sufría de la misma aflicción que ella?
Él respondió a su pregunta con otra.
—¿Tu hermano puede leer las mentes?
—No —respondió Angélica, sintiéndose más rara cada vez. Su presencia allí, su conversación… parecía un sueño. El hombre se movió como si se estuviera preparando para irse.
¿Quién era Alexander? ¿Oiría las voces solo cuando estaba nervioso o excitado? ¿Desde cuándo las oía? ¿Mejoraría aquella facultad? ¿Empeoraría? Antes de saber qué pregunta, entre los miles que le bullían en la cabeza, le formularía en primer lugar, habló él.
—¿Eres la única de tu familia con ese don?
—¿La maldición? Sí.
—No es precisamente una maldición.
Angélica estaba a punto de hacer un comentario igual de indiferente, pero entonces cayó en la cuenta de que no había oído ni un simple pensamiento. Durante todo el tiempo en que se había sentido como si tuviera el corazón en la boca no había oído nada, como tampoco había oído nada en el teatro después de que Alexander terminó de hablarle… al menos ningún pensamiento de él.
—¿Por qué no puedo oír tus pensamientos?
Alexander le dirigió una mirada confusa.
—Porque no te dejo yo.
—No me dejas… ¿qué quiere decir?
—He bloqueado mi mente.
Angélica pasó por alto el hecho de que le estuviera hablando como si fuera una niña un poco corta de entendederas. Estaba demasiado ocupada tratando de calmar los latidos de su corazón.
—¿Puedes bloquear tu mente para que no entren los pensamientos de otros? —dijo Angélica, e inmediatamente se arrepintió de la pregunta. No quería enterarse de que era una hazaña imposible.
Saber que tendría que vivir con cientos de voces dentro de su cabeza durante toda su vida era peor que vivir con ellas con la esperanza de que algún día encontraría la forma de impedirles el paso.
—No me estarás diciendo que no sabes bloquear pensamientos —dijo Alexander con incredulidad; al no recibir respuesta, entornó los ojos—. Nadie podría soportar tanta tensión.
Angélica respiró hondo y trató de parecer serena. ¿Eso significaba que él sabía cómo hacerlo? ¿Podría enseñarle?
—Enséñame, por favor. —Era lo más importante que había suplicado en su vida. No importaba nada más. No se le ocurrió preguntarle por qué estaba allí, delante de su casa. No le importaba cómo había conocido a su hermano. Solo le importaba una cosa. Si podía aprender a hacerlo… si pudiera acallar las voces, Dios mío, si al menos…
Angélica observaba a Alexander y vio aparecer y desaparecer una expresión de sorpresa en sus facciones.
—¿Qué me darás a cambio?
Angélica no vaciló.
—Lo que sea.
Alexander asintió con la cabeza y meditó un momento antes de hablar suavemente.
—Voy a entrar en tu mente y a recuperar un recuerdo de tu infancia. Trata de detenerme.
Angélica abrió los ojos como platos al sentir que el hombre entraba en su mente. Era como si le apretaran la frente con la mano. Pensó entonces que los demás no podían tener esa misma sensación cuando ella les leía la mente, pues si lo supieran… mirarían alrededor o al menos se quejarían de dolor de cabeza. Y Mijaíl, por ejemplo, habría aprendido a reconocer cuándo le estaba leyendo la mente.
En su cabeza apareció bruscamente la imagen de su padre cogiéndole la mano y guiándola hacia las cuadras. Alexander también lo estaba viendo, lo sabía, estaba viendo su pasado, sus recuerdos.
De repente, Angélica se sintió incómoda. No quería que un extraño tuviera acceso a sus recuerdos y a sus sentimientos. Quería que saliera, pero no sabía cómo obligarle.
Piensa en un muro. Constrúyelo alrededor de tu mente.
La voz de Alexander era tan clara como el día, quizá porque estaba muy cerca. Cuando lo miró se dio cuenta de que eran totalmente visibles desde la calle y que daban una extraña imagen para cualquiera que pasara por allí. Estaban los dos de pie, mirándose, sin moverse, sin tocarse y sin hablar.
Pero ahora tenía que olvidarse de todo eso y concentrarse en lo que Alexander le decía.
Pensó en muros, de ladrillo y de piedra, pero no resultó. Alexander siguió profundizando y se vio en la habitación de Mijaíl cuando su hermano tenía seis años y ella pocos más, y lo abrazaba mientras lloraba.
¡No! No quería que siguiera dentro de su cabeza ni un minuto más.
¡Dime cómo! ¡No puedo bloquearte!
Elige un lugar. Un lugar seguro. Imagina que estás allí y luego construye el muro.
Angélica se imaginó en los bosques que rodeaban Polchester Hall. Los pájaros volaban, había flores por todas partes, todo era hermoso y sereno. Se concentró en los árboles y al poco rato el espacio que había entre ellos empezó a llenarse de ladrillos.
Cada hueco que se llenaba hacía que se sintiera más poderosa, con más control. Los ladrillos llenaban los huecos, subiendo hacia las copas de los árboles cada vez más deprisa.
Pronto estuvo totalmente rodeada y metida en un pozo, sin temor y controlando.
Abrió los ojos y miró a Alexander, que le devolvió la mirada con una extraña luz en los ojos. Lo había expulsado de su mente y el saberlo le dio sensación de triunfo.
—¿Angélica? —dijo Mijaíl desde la puerta, preocupado hasta que vio a Alexander.
—¡Alexander! Me preguntaba por qué tardabas tanto. Veo que ya has conocido a mi hermana.
—Sí, he tenido ese placer —dijo Alexander sin dejar de mirar fijamente a Angélica. Y entonces ella se dio cuenta. No podía oír sus pensamientos, pero tampoco los de Mijaíl. Se le aceleró el pulso y los nervios se apoderaron de ella, ¡pero seguía sin oír los pensamientos de Mijaíl! Nada. No oía nada, y el dulce silencio que cayó sobre ella le llenó los ojos de lágrimas.
Paz, Angélica sintió auténtica paz por primera vez en su vida. Oliver Wendell Holmes nunca entendería lo significativas que acababan de volverse sus palabras para ella:
—«Y el silencio, como una cataplasma, viene a curar los impactos del ruido», —susurró en voz baja para no ser oída y aun así las palabras vibraron por toda su piel, produciéndole un estremecimiento. La sensación era demasiado grandiosa para reprimirla, demasiado sobrecogedora, demasiado maravillosa. Por sus mejillas corrieron lágrimas silenciosas que le cayeron sobre el vestido, originando pequeñas salpicaduras que resonaron en el silencio que la rodeaba.
Mijaíl vio sus lágrimas y se acercó a ella de inmediato.
—Angélica, ¿qué te ocurre? —preguntó, desconcertado y vacilante al ver el rostro de su hermana bañado en lágrimas—. ¿Ángel?
Angélica era incapaz de hablar. ¿Cómo podía explicar la grandeza del regalo que le habían dado? Era como ver por primera vez, como respirar por primera vez.
Gracias. Gracias. Gracias.
† † †
Alexander vio las lágrimas de Angélica y sintió un nudo en el estómago al ver el abrazo de los hermanos. Había vivido muchos años y solo un puñado de veces había visto aquella ternura y aquel amor desmedido. El resentimiento se le mezcló con el desasosiego al darse cuenta de que quería formar parte de aquella escena. Quería lo que ellos tenían.
En el momento en que Alexander decidió marcharse en silencio, Angélica se soltó de los brazos de su hermano y se secó las lágrimas con movimientos rápidos.
—Siento muchísimo haberos arrastrado a todo este teatro —dijo, volviéndose hacia la puerta—. Caballeros, os deseo muy buenas tardes.
Alexander vio a su bruja morena desaparecer en la casa y se preguntó qué diantres había pasado en los últimos minutos. Por fin había conocido a la mujer que había rondado sus sueños y se había dado cuenta de que era un alma torturada. Según todos los indicios, Angélica tendría que haberse vuelto loca, y que no lo estuviera le demostraba que su mente era muy poderosa.
La verdad era que saber que no podría entrar en la mente de Angélica aunque quisiera le hacía sentir respeto y temor. No había conocido un solo vampiro que pudiera oponerse a su voluntad y ahora aquella mujer podía mantenerlo fuera aunque él quisiera entrar. Era una idea inquietante. Y fastidiosa… pero la gratitud que había visto en su rostro ablandaba su corazón.
Un tenso silencio siguió a la marcha de Angélica y al poco rato unas notas interpretadas al piano llenaron la habitación.
—No tengo ni idea de lo que ha ocurrido —dijo Mijaíl.
Alexander vio que Mijaíl estaba avergonzado y comprendió que tenía problemas para encontrar la manera de explicar su conducta.
—No necesitas una excusa ni una explicación, Mijaíl. Admiro la devoción que sientes por tu hermana.
—Bueno, entonces está bien —dijo Mijaíl sonriendo y adoptando una expresión más relajada—. Vamos a tomar un vodka, ¿eh?
—No puedo quedarme mucho tiempo, pero tomaré un trago.
—Claro que sí. Te he preparado la lista de los hombres que conozco que tienen intereses en el comercio de joyas. No sé por qué, pero nunca habría imaginado que te interesaban las joyas.
Alexander no hizo ningún comentario mientras el joven lo conducía por la espaciosa casa.
Cuando estuvieron sentados en un acogedor estudio, Mijaíl inició una conversación, pero Alexander se dio cuenta de que no podía concentrarse. Sus oídos captaban los lejanos acordes de una melodía que lo tenía firmemente maniatado.
—Así afronta Angélica la tristeza.
—¿Qué? —dijo Alexander mirando a Mijaíl, que estaba sentado en el otro extremo del sofá. A pesar de que a primera vista parecía un individuo frívolo, Alexander había reconocido su inteligencia, aunque estaba claro que había subestimado su perspicacia.
—La música; es cautivadora, ¿verdad?
No tenía sentido mentir. Estaba embelesado y empezaba a comprender que su expresión lo ponía de manifiesto.
—Sí, es hermosa. —Agitando el claro líquido del vaso, Alexander prosiguió—: ¿Te he hablado de Murat Yavidoglu…?
Entablaron una animada conversación sobre la administración del Imperio otomano hasta que entró un sirviente con un papel doblado para Alexander.
—Un mensajero os ha traído esta nota, señor. No ha esperado respuesta.
Alexander recogió la misiva y el criado salió del estudio.
—Si me disculpas —dijo Alexander, y fue a ponerse en pie, pero Mijaíl se lo impidió con la mano.
—No te molestes en ir a otra habitación. Veo que la música ha cesado y voy a ir a ver cómo está Angélica. Tómate tu tiempo —dijo Mijaíl, levantándose.
Alexander asintió con la cabeza y esperó a que Mijaíl saliera para leer la nota.