1
Londres, enero de 1871
Casi doscientos años después…
Novios hasta donde alcanzaba la vista. Hombres rubios, castaños, morenos, pelirrojos… ¿aquel tenía el pelo verde? Angélica estaba rodeada por miles de manos enfundadas en guantes blancos que empuñaban docenas de flores multicolores, todas pertenecientes a rostros sonrientes.
—¡Cásate conmigo! —gritó uno. Era viejo, muy viejo, pensó Angélica; le recordaba vagamente un dibujo que había visto del filósofo Platón.
—¡No! ¡Cásate conmigo! —canturrearon otros.
¿Canturrearon? ¡Sí, prácticamente estaban cantando! ¡Ay, Señor! Tenía que ser un sueño.
Una auténtica pesadilla…
—¡Vamos, Angélica, sabes que quieres casarte conmigo!
—¿Príncipe Alberto? —preguntó Angélica, víctima de la conmoción—. ¡Pero si moristeis hace diez años, de fiebres tifoideas! ¡La reina Victoria aún os llora!
Alberto subió y bajó las cejas con lascivia y Angélica dio un paso atrás.
—¡Un momento, yo no quiero casarme, y si tuviera que hacerlo, no elegiría a ninguno de vosotros!
Tras su frustrante declaración reinó el silencio. Miró alrededor con cautela. Las sonrisas se estaban desvaneciendo rápidamente y Angélica vio caer al suelo algunas flores brillantes.
—¿Caballeros?
—¡Monstruo! —La palabra llegó de lejos y resonó de manera inquietante. Ahora eran acusadores los ojos que solo un momento antes la miraban con devoción.
—¡Monstruo!
—¡Monstruo!
—¡Un momento, dejad que os lo explique! —Angélica elevó la voz para hacerse oír por encima del griterío, pero fue inútil. La ansiedad que había empezado a notar en el estómago se transformó rápidamente en miedo.
—¡Matad al monstruo! —gritó Alberto, señalándola con su dedo majestuoso—. ¡Matad al monstruo! —repitió.
El hombre que tenía más cerca la sujetó para que no pudiera librarse de ellos.
—Esperad. Por favor, no soy un monstruo. ¡Soy inocente! Por favor, yo no pedí esta maldición. ¡No! ¡Socorro!
Angélica despertó de súbito y vio a su hermano mirándola con una sonrisa sarcástica en su rostro infantil.
—¿Es que nadie te ha dicho que es de mala educación dormirse sobre la mesa del desayuno? En la comida o en la cena puede ser, pero en el desayuno es una gran metedura de pata, querida.
Angélica tardó un momento en orientarse. Recorrió la mesa con la mirada para asegurarse de que ninguno de los hombres de su sueño se encontraba en la soleada habitación. No había ninguno. Claro que no, pensó con gran alivio.
Mijaíl la miraba con tal expresión de intriga que consiguió sacarla de sus pensamientos.
Arreglándose el cabello con mano experta, Angélica alejó los restos de su sueño y sonrió a su hermano.
—Al menos yo he bajado a desayunar. Si anoche hubieras dormido tan poco como yo, te habrías saltado el desayuno directamente.
Mijaíl no le hizo caso y siguió burlándose y riéndose de su hermana mientras se tomaba una taza de té caliente.
—No sé qué es más escandaloso, si quedarse dormido en la mesa del desayuno o gastar todas las velas leyendo por la noche.
—Bueno, si no te empeñaras en arrastrarme a cenas y bailes nocturnos todos los días de la semana, no tendría que quedarme despierta hasta las tantas de la noche, ¿no te parece?
Mijaíl elevó los ojos al techo y dejó escapar un suspiro.
—No es posible que sigas enfadada por tu debut, Angélica. Tarde o temprano tenías que ser presentada en sociedad. ¡Y en tu caso ha sido definitivamente tarde!
Angélica no respondió. Era inútil decirle a su hermano que habría preferido de todo corazón estar viviendo en su casa de campo, donde, para empezar, no habría sido necesario celebrar aquel estúpido debut. No, definitivamente no podía contarle aquel deseo a su hermano, y menos cuando tenía que quedarse en Londres para no perderlo de vista.
Al no recibir más respuesta que un suspiro de contrariedad, Mijaíl se encogió de hombros con desenfado.
—Y bien, ¿qué planes tienes para hoy?
—¡Oh! Varias cosas, aunque antes tendré que cambiarme de ropa, ya que volvimos cabalgando por Rotten Row. Juraría que es el camino más polvoriento de este lado del globo terráqueo.
Mijaíl trató valientemente de esconder su sonrisa.
—Ya veo que nuestros paseos a caballo por Hyde Park antes del desayuno se cobran un tributo mucho mayor en ti, querida hermana. La próxima vez ve por Ladie’s Mile.
Angélica no se molestó en responder a aquella tontería. Las señoras que cabalgaban para lucir los vestidos y peinados nuevos iban por allí. Nadie que montara a caballo por el placer de cabalgar pensaba siquiera en aquella ruta. Aunque también es cierto que nadie que disfrutara cabalgando se iba a Hyde Park, donde los miembros más famosos del lugar podían ser vistos invariablemente todas las mañanas.
—Como te decía, tengo que cambiarme —dijo Angélica rápidamente. Recogió el periódico que había estado leyendo antes de quedarse dormida y añadió—: Aunque si te digo la verdad, no tengo ningún plan. ¿Qué puede hacer una señora en Londres durante estas horas del día? Puede comprar, para lo que no estoy de humor, pagar recibos, que ya he hecho, o devolver visitas, lo que no puedo hacer.
Mijaíl bajó su periódico para mirar a su hermana con cara de desconcierto.
—¿Podría preguntar por qué no puedes visitar a mis amigos? Anoche mismo te vi hablando animadamente con la mujer del embajador español. Por no hablar de aquel alemán…
Angélica recordó su breve conversación con Felipa, la mujer del embajador, y apenas pudo reprimir un suspiro. La mujer parecía muy agradable, pero Angélica no había sido capaz de concentrarse ni en uno solo de sus comentarios. Había estado muy ocupada deseando encontrarse en casa con un buen libro.
—Apenas hablé cinco minutos con la mujer del embajador. En cualquier caso, una persona bien educada nunca va a visitar a un conocido por la mañana. —Angélica imitó la voz aguda de su tía con una burlona expresión de seriedad. La tía Dewberry era su único pariente vivo y disfrutaba mucho de sus visitas mensuales, durante las que aleccionaba a Angélica sobre todos los aspectos del comportamiento que debe desplegar una señora para cazar marido. La pobre mujer no parecía entender por qué su pupila no se comportaba como una señora normal. Angélica pensaba que habría tenido más oportunidades de comportarse como una señora normal si no fuera por el pequeño contratiempo que suponía su habilidad para oír los pensamientos de los demás.
Mijaíl sonrió mientras levantaba de nuevo el periódico.
—Ya veo. Supongo que como eres tan puntillosa con las convenciones sociales, te ocuparás en otras costumbres señoriles, como has hecho desde mi llegada a Londres.
Ante el deliberado silencio de Angélica, Mijaíl volvió la página del periódico haciendo mucho ruido, y preguntó:
—¿No te vi leyendo Los principios de filosofía moral y política el otro día?
Angélica revolvió tímidamente el té con la cucharilla.
—Ya casi he terminado. A propósito, William Paley tiene algunas ideas interesantes; creo que te gustarían sus reflexiones.
—Seguro que sí —dijo Mijaíl con regocijo y mirando por encima de la taza de té a su hermana, que de nuevo se había puesto a leer el periódico—. Si de ti dependiera, esta casa estaría repleta de libros, ¿verdad?
—Una habitación sin libros es como un cuerpo sin alma, —citó Angélica con seriedad y, sonriendo a su hermano, añadió—: Lo dijo Cicerón, no yo. Si no te tomas en serio las palabras de una mujer, estoy segura de que tomarás en serio las suyas.
Mijaíl no dio mayor importancia al comentario. Su hermana sabía muy bien que él respetaba su inteligencia.
—¿Has leído el artículo sobre el Ladrón de Sangre? ¡Esta debe de ser al menos su quinta víctima! —dijo Angélica, soltando la cuchara para no derramar más té sobre el mantel. Arrugó el entrecejo mientras leía con interés.
—Ángel.
—¿Qué?
—¡Angélica!
El tono contrariado de Mijaíl la alertó y levantó la vista del periódico.
—¿Qué ocurre?
Mijaíl suspiró y trató de seguir el hilo de la conversación anterior.
—Sabes que estaría preocupado si no fuera por los rumores que corren por ahí.
—¿Eh? —Angélica, que sabía de buena tinta que los rumores poco tenían que ver con la verdad, no se mostró muy interesada y trató de terminar el artículo con disimulo.
—Sí —dijo Mijaíl mientras observaba los ojos de su hermana recorriendo las páginas blanquinegras del Times—. La gente está muy interesada por cierta princesa rusa que parece haber robado el corazón de los solteros más cotizados. Hay quien está convencido de que pronto será marquesa, mientras otros aseguran que ni siquiera consigue atraer la atención de cierto vizconde.
Angélica no apartó la mirada de la página. Ya no se molestaba en disimular.
—Pues qué princesa tan afortunada.
—¿Podrías no ser tan indiferente? —dijo Mijaíl irritado—. ¿Acaso no te interesa ninguno de esos muchachos?
Angélica lo miró por encima del periódico y sonrió. No quería defraudar a su hermano que, desde su regreso de Cambridge, se había empeñado en casar a su hermana. No quería que su hermano supiera lo difícil que le resultaba conocer a otras personas, en particular hombres.
Escuchar los pensamientos de la gente tenía muchas desventajas, y conocer las fantasías carnales de los hombres solo era una.
Había intentado convencerse, al menos al principio, de que esas fantasías eran sencillamente parte de la naturaleza masculina, pero parecía que no pensaban en otra cosa, al menos en su presencia. ¡Muchos la dejaban hablar solo para seguirle la corriente! Hasta el momento, solo había encontrado tres hombres cuya compañía podía soportar: el vizconde del que se ocupaban las habladurías, un embajador extranjero y un hombre encantador que no parecía sentir nada por ella.
No, aunque no quería decepcionar a su hermano, no tenía intención de buscarse marido si podía evitarlo, y máxime cuando la mayoría de los hombres la querían como un accesorio y una criadora de hijos.
—Me cuesta hablar con los hombres que me presentan, eso es todo —dijo al final.
—¡No puedes decirlo en serio! —Mijaíl miró al techo con cómica resignación—. He estado intentando, y debo añadir que con mucho valor, que dejes de hablar desde… bueno, francamente, desde que aprendí a hablar yo. ¿Y ahora me dices que te cuesta conversar con esos hombres? ¿Quiénes son? ¡Dame sus nombres para que pueda ofrecerles oro a cambio de sus secretos!
Angélica arqueó una ceja ante el mordaz comentario de su hermano y se cruzó de brazos, adoptando una postura muy poco femenina.
—Supongo, querido hermano menor, que tendrías mucho de qué hablar con un hombre que acaba de imaginar que podría ponerte entre los pechos su…
—¡Angélica! —exclamó Mijaíl, totalmente estupefacto y ya sin rastro de humor en sus facciones.
—Oh, vamos —dijo Angélica sonriendo—, solo estaba bromeando.
Su hermano no parecía estar para bromas y la miró con seriedad.
—No hay que tomárselo tan a la ligera, Angélica. Si eso fuera cierto, tendría que matar a ese hombre.
Angélica puso cara de arrepentimiento. Era absurdo explicarle a su hermano que no podía desafiar a nadie simplemente por pensar.
—Perdona, no volverá a ocurrir.
Mijaíl arqueó una ceja y se cruzó de brazos, adoptando la misma postura que su hermana un momento antes.
—¿Crees que puedes convencerme con esa penosa exhibición de falso remordimiento?
Angélica no pudo menos que sonreír.
—Muy bien, tienes toda la razón, no lo siento tanto. ¡Tengo un hermano que mataría a todos mis dragones!
Mijaíl cabeceó con tristeza.
—Me temo, querida hermana, que cuando termines de hablar con tus dragones, a mí no me quedará nada que hacer.
—¡Patán!
Mijaíl hizo una mueca.
—Nuestros padres fueron injustos, Ángel. Tendrían que haberte llamado Kate.
Angélica sonrió.
—Tú lo has dicho, querido hermano, tú lo has dicho.
Mijaíl había hecho este comentario muchas veces a lo largo de los años, refiriéndose a la Kate de La fierecilla domada de Shakespeare, la obra que ella le había leído por la noche cuando eran pequeños y tenían miedo de la oscuridad. La oscuridad que había traído el relámpago y el trueno, los escalofriantes crujidos de las escaleras de madera… la oscuridad que había traído la noticia de la muerte de sus padres.
—Entonces, ¿se acabaron las depresiones? —preguntó Mijaíl con voz esperanzada mientras doblaba el periódico.
—¡Yo no he estado deprimida! Yo no me deprimo —dijo Angélica indignada. Miró el periódico que tenía en las manos e hizo una mueca—. Yo medito. Es mucho más intelectual, ¿no te parece?
—Pues bien, doña Sabihonda, me voy al club a ver a mis amigos. Estaré de vuelta a las seis, para cenar. —Mijaíl le guiñó un ojo al levantarse de la silla y dirigirse a la puerta—. Pórtate bien.
Angélica sonrió tras la salida de su hermano; admiraba el modo en que Mijaíl había entrado en sociedad. Tras el accidente del coche de caballos en el que habían muerto sus padres solo les quedó un pariente, una mujer que difícilmente podía llevar a Mijaíl a los clubes y presentarle a las personas adecuadas. Se las había arreglado solo.
Apenas hacía cuatro meses que había regresado de Cambridge, y en ese corto periodo, Mijaíl había hecho más amigos de los que podía contar. Aunque tampoco había que extrañarse. A edad muy temprana, su hermano había aprendido a no tomarse nada muy en serio, ya que diversos incidentes le habían revelado que tenía el corazón débil. Angélica seguía preocupándose por él, pero Mijaíl se tomaba su salud con cierta despreocupación y había adoptado una coraza que le hacía singularmente agradable.
Su hermano era capaz de cautivar a una serpiente de cascabel si se lo proponía.
—¿Princesa Belanov?
Angélica levantó la mirada y vio a su mayordomo abriendo la puerta.
—¿Sí, Herrings?
—Hay un mensaje para vos —dijo, inclinándose y tendiéndole una bandeja de plata con un papel blanco doblado.
—Gracias, Herrings —dijo Angélica, sonriendo al coger la misiva y leerla en silencio—. ¿Qué? —La palabra brotó de sus labios espontáneamente y levantó la cabeza al instante para asegurarse de que estaba sola. Tras comprobarlo, se levantó de la mesa del desayuno y se dirigió a la ancha ventana que daba a Park Lane.
Se puso al sol y volvió a leer la misiva, como si la luz pudiera cambiar su contenido.
«Princesa Belanov:
»Me veo en la triste obligación de notificaros la desaparición de los barcos Reina, Mijaíl y Katia. Casi todos los fondos de los Belanov estaban invertidos en el cargamento que tenía que ser entregado…».
Angélica bajó la mano mientras daba vueltas al significado de lo que le había escrito el abogado de su padre. Cinco meses. Decía que solo podría enviarle durante cinco meses el dinero que ella necesitaba cada treinta días; cumplido ese plazo, el dinero se habría agotado.
¡Tenía que ser un error! ¿Cómo podían hundirse tres barcos a la vez? ¿Cabía siquiera la posibilidad? ¿Qué harían ahora?
Tenía que contárselo a Mijaíl. Quizá él lo supiera… Detuvo el hilo de sus pensamientos.
No podía contárselo a Mijaíl, porque su corazón se resentiría al conocer la noticia. Incluso podía darle uno de aquellos ataques que tan a menudo sufría cuando eran niños. No, por Dios, no podía decírselo por ningún concepto. No sabía cómo, pero tenía que resolver aquel lío sin que él se enterase.
¡Joyas! Su madre le había legado los diamantes Belanov y algunos rubíes. Podía venderlas.
Las vendería si tenía que hacerlo. Pero pertenecían a su familia, a su madre; además, ¿durante cuánto tiempo los mantendrían a flote?
Angélica apretó los labios mientras la inevitable respuesta se abría camino.
—Boda.
Angélica Shelton Belanov, el único miembro de la aristocracia que quería vivir en la paz y la soledad de una casa de campo con una biblioteca surtida y un piano de cola, necesitaba un marido. Un marido rico. ¡Inmediatamente!