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El inmenso salón de baile estaba lleno de faldas con volantes y guantes blancos de diversos tamaños. Estaban de moda los vestidos de seda y terciopelo, de canesú corto y muy ajustado, con el polisón en la cintura. Aunque con el vestido de seda azul que le dejaba los hombros al descubierto, los guantes de cabritilla y los pendientes de diamantes de su abuela encajaba a la perfección en aquel ambiente, Angélica miró a la multitud y sintió un escalofrío.

El calor y el ruido se acumulaban en su interior, poniéndola al borde de la locura, y la cabeza le daba vueltas después de haber bailado con el vizconde. Tras recapacitar, llegó a la conclusión de que sencillamente no podía tenerlo en la lista de pretendientes. Los sádicos pensamientos de aquel hombre habían entrado en su cabeza espontáneamente y la habían dejado temblando.

Observó las caras de la multitud con nerviosismo, pero no encontró la de su hermano. Se estaba poniendo cada vez más nerviosa, razón por la cual los pensamientos de los que la rodeaban estaban a punto de aplastarla. En nombre de Dios, ¿dónde se había metido?

En el nombre de Dios, ¿dónde se ha metido Henry?

Una copa de oporto; eso es lo que necesito.

¿Lloverá mañana?

¡Zorra! ¡Ya le enseñaré yo!

Cansado. Muerto de cansancio.

Angélica fue a taparse los oídos con las manos, pero se detuvo a medio camino. No podría acallar las voces aunque se los tapara. La cabeza le daba vueltas; necesitaba aire.

—Angélica, querida, ¿qué haces aquí sola? —El reproche de su tía no habría podido llegar en mejor momento. Angélica necesitaba recuperar el equilibrio y Lady Dewberry era una distracción limpia.

—Mijaíl está a punto de volver, tía —dijo. Lady Dewberry no sonrió, antes bien juntó las cejas con preocupación. Con sus pómulos salientes, su larga y aristocrática nariz y su bien conservada figura, su tía parecía una mujer temible; pero Angélica no estaba preocupada. Lady Dewberry no solía tener malos pensamientos y se había ocupado de su hermano y de ella desde la muerte de sus padres. Claro que tampoco los había recogido exactamente, pero Angélica no podía culpar a su tía por ese motivo. Sabía que Lady Dewberry era una mujer reservada a la que le gustaba vivir sola y que no sentía un afecto especial por los niños. Así que aunque lo normal era que solo vieran a su tía unas cuantas veces al año, la mujer quería tener una influencia positiva en ella.

—A pesar de todo, no es adecuado que una joven soltera como tú esté sola. Hace que parezcas el papel floreado de la pared, y aunque yo sé que no lo eres, sobre todo después de haberte visto bailar con cinco hombres en la última hora, otros podrían pensarlo.

Angélica sabía que era preferible darle la razón a protestar, porque de lo contrario, su tía era capaz de convertir aquello en otra conversación sobre el comportamiento femenino.

—Claro, tía. Tendré más cuidado la próxima vez.

—Bien, bien. —Lady Dewberry elevó la voz hasta adoptar un tono agudo y muy de señora—. Siempre fuiste una buena chica.

Angélica apenas pudo contener la risa mientras su tía recorría el salón con los ojos. Sabía perfectamente que la anciana señora la consideraba un caso desesperado y que había sufrido varias «indisposiciones» por culpa de lo que había dado en denominar «la mala disposición de Angélica a amar la sociedad que la amaba».

—¡Ah, está usted aquí, Lady Elisabeth!

Angélica se volvió hacia la señora a la que su tía se dirigía con tanta formalidad.

—Princesa Belanov, me gustaría presentarte a Lady Elisabeth Barrows.

Angélica había conseguido acallar los pensamientos de las personas que la rodeaban hasta convertirlos en un murmullo ininteligible, pero los pensamientos de la hermosa Lady Elisabeth eran tan claros como el cielo de verano.

¡Pues sí, muy impresionante! No es ni la mitad de hermosa de lo que dice la gente. Por ejemplo, su nariz es demasiado pequeña, y sus ojos, de un azul demasiado oscuro para lo que pide la moda. Sin esos preciosos pendientes, no sería nada en absoluto.

—Es un honor conoceros, princesa Belanov. ¿O debería decir Lady Shelton? —Elisabeth arqueó una ceja y observó con desdén a la mujer a la que consideraba una adversaria—. ¿Verdad que marea tener una genealogía mestiza?

A Angélica no le hacía falta leer la mente de aquella mujer para saber que consideraba el «mestizaje» una degradación.

—Mi padre era un príncipe ruso y mi madre una señora inglesa. Es muy sencillo, pero no es necesario que se preocupe por la confusión que tan fácilmente pueden causar dos títulos, Lady Elisabeth; puede llamarme princesa Belanov. —Angélica sonrió y asintió con la cabeza a la mujer, que se tambaleó al hacerle una reverencia.

¿Habrá querido ofenderme esta puta rusa?

Angélica tensó los dedos al oír aquel pensamiento, pero ¿qué podía hacer? ¿Llamarle la atención por algo que no había dicho, sino solo pensado?

Se tragó la frustración, como tantas otras veces a lo largo de su vida. Lo único que podía hacer era desear que la señora se fuera cuanto antes. Maldita sea, tenía que controlar sus emociones, dejar de ponerse nerviosa… ¡era la única forma en que dejaba de escuchar!

—¿Angélica? —al oír la voz de Mijaíl, miró por encima del hombro de Lady Elisabeth y vio los ojos de su hermano fijos en los suyos mientras se acercaba.

Lady Elisabeth, que acababa de verlo, temblaba de emoción ante la inminente llegada del príncipe Belanov. La mujer no dejaba de sonreír estúpidamente, al igual que muchas otras cuando Mijaíl andaba cerca. Asqueada, Angélica dejó de mirar a su hermano y posó los ojos en la señora, para que él supiera cuál era la causa de su dolor de cabeza.

Mijaíl captó la indirecta y, aunque para cualquier otro la mirada que dirigió a la mujer podría haber parecido simpática, Angélica sabía que no lo era. Sus hombros tensos y su mandíbula rígida eran señales claras de cólera contenida.

Cuando llegó al pequeño grupo, Mijaíl se dirigió a Lady Dewberry.

—Tía, ¿me harías el honor?

Frunciendo el entrecejo por la incorrección de Mijaíl, Lady Dewberry hizo las presentaciones.

—Príncipe Belanov, te presento a Lady Elisabeth Barrows. Lady Barrows, el príncipe Mijaíl Belanov.

Mientras Mijaíl hacía una reverencia cortés, los pensamientos de Lady Elisabeth irrumpieron en la cabeza de Angélica como balas de cañón.

Dios mío, es el hombre más interesante de todo el salón. Esos ojos azules pecaminosos y esa fuerte mandíbula… oh, y la increíble forma de su cuerpo. Apuesto a que todas las mujeres lo desean. No me importaría hacer lo que fuera para conseguirlo. Será mío.

Angélica no supo si sorprenderse o no de la naturaleza agresiva de los pensamientos de aquella mujer, pero le pareció prudente advertir a su hermano de sus intenciones. ¡No quería que aquella caprichosa señora lo pusiera en una situación comprometida!

—Evita los rincones oscuros y las salas vacías, ¿quieres, Mijaíl? —dijo Angélica en ruso, mientras aquella Lady Elisabeth la miraba con manifiesta hostilidad.

Su hermano asintió con la cabeza y arrastró a Lady Elisabeth a la pista de baile sin más preámbulos.

—Detesto tener que decirlo, querida, pero hablar en una lengua que los demás no entienden es de muy mala educación —la reprendió amablemente Lady Dewberry.

—Te pido perdón, tía. Es una costumbre muy arraigada que estoy tratando de vencer. No quería ser maleducada.

—Eso está muy bien, querida —dijo la dama, sonriendo y acariciando el guante de Angélica—. ¡Oh! Acabo de ver a una buena amiga, pero me temo que dejarte sola está fuera de toda cuestión. Todos los hombres que han estado circulando a nuestro alrededor meditando la manera más inteligente de presentarse se abalanzarían sobre ti. —Lady Dewberry se echó a reír, encantada de que su protegida tuviera tanto éxito.

Angélica se aferró a la posibilidad de pasar unos momentos a solas.

—Oh, no te preocupes, tía. Estaba a punto de pedirte que me acompañaras al tocador. Pero en lugar de acompañarme, puedes ir a ver a tu querida amiga. Te aseguro que no tardaré nada.

Su tía accedió, aunque seguía teniendo dudas.

—Muy bien, querida, pero no te quedes mucho rato. No es apropiado que estés sin acompañante ni siquiera por poco tiempo.

—No te preocupes, tía. Enseguida vuelvo.

En cuanto Lady Dewberry dio media vuelta, Angélica se dirigió hacia una planta de gran tamaño que había visto antes. Lo único que quería era esconderse detrás de aquellas grandes hojas. ¡Señor, qué pensamiento tan ridículo!

Moviéndose a toda la velocidad que el decoro le permitía, que no era mucha, atravesó el salón de baile.

Los rostros que la rodeaban se iban difuminando, así como sus conversaciones, pero sus pensamientos eran tan increíblemente claros que los oídos podían estallarle en cualquier momento. Trató de concentrarse en algo, cualquier cosa, para ahogar las voces, pero estaba demasiado cansada.

Miró a su alrededor, esquivando las miradas de admiración, hasta que se fijó en un hombre que estaba al lado de su planta. Se habría reído de sí misma por pensar que la planta era de su propiedad si no hubiera estado demasiado ocupada mirando.

El hombre era un imán. Sobresalía casi treinta centímetros por encima de los que le rodeaban y, vestido con un formal traje negro, llamó la atención de Angélica como ningún hombre hasta entonces. Las voces que la rodeaban se apagaron, pero no se dio cuenta. Solo lo veía a él.

Angélica vio que varias mujeres miraban en la misma dirección, unas sin disimular su interés, otras con un asomo de temor. Entendió la reacción de estas últimas, pues ella también notaba su energía a distancia. Aquel hombre no pertenecía a aquel brillante salón donde los bailarines se movían al son de los tediosos pasos de la cuadrilla y las matronas buscaban ávidamente algún que otro rumor. ¿Quién sería?

Con unos ojos de color gris oscuro en un rostro anguloso y el cabello tan oscuro como la noche, parecía peligroso, como un vengador cumpliendo una misión. ¿De dónde procedería esta idea?

Angélica tardó un rato en darse cuenta de que estaba al alcance del objeto de su admiración. ¿Cómo podía haberse despistado tanto? Suerte que él no la había visto, o quizá mala suerte. Resultaba desconcertante comprender que deseaba que él notara su presencia.

Había conocido a muchos hombres atractivos, pero ninguno le había hecho sentirse así, tan desorientada y confundida. Debía de encontrarse bastante peor de lo que había creído al principio si un simple rostro la afectaba de aquella manera.

Tratando de no pensar mucho en aquel hecho, Angélica llegó a la planta y se colocó detrás rápidamente. Respiró hondo varias veces para que su corazón se calmara y notó que disminuía la frecuencia de sus latidos. Tras contemplar las grandes hojas verdes durante cinco minutos largos, los nervios de Angélica se calmaron.

—Es un buen sitio. Debería habérseme ocurrido a mí. —Al oír aquella voz profunda con un ligero timbre de desenfado, se ruborizó hasta las orejas y cerró los ojos con profunda turbación.

—No me importaría que os ausentarais; al menos así podría fingir que no tengo razones para sentirme tan avergonzada como me siento.

El extraño no hizo caso de su petición y se echó a reír.

—La gente habla de vos susurrando en los salones, pero nadie me había advertido de vuestro sentido del humor.

Angélica abrió los ojos de súbito y se volvió para ver quién la había descubierto. Al ver sus ojos le corrieron por la columna extrañas sensaciones. Eran de un castaño claro y sonreían con buen humor. No eran de un gris acerado y la desconcertó haber esperado que lo fueran.

—Mis más sinceras disculpas, he perdido los modales. Lord Nicholas Adler, a vuestro servicio.

Con su estatura, su mandíbula cuadrada, su expresión bondadosa y sus hermosas manos, Lord Nicholas Adler podría haber sido el hombre más atractivo que Angélica había visto en su vida… si no hubiera sido por su hombre misterioso.

¡Su hombre misterioso, sí! Debía de estar quedándose sorda. Más irritada consigo misma que con el hombre que estaba a su lado, le dijo:

—Mi sentido del humor está intacto, Lord Adler, aunque me atrevería a decir que la perspectiva de ser objeto de rumores en los salones no me resulta en absoluto divertida. Además, no consigo entender cómo me habéis reconocido y me habéis señalado como objetivo de tales conversaciones cuando todavía no os he dicho mi nombre.

—En cuestiones de inteligencia y de sentido del humor, supongo que debería andar con pies de plomo. —Cuando Lord Adler vio que Angélica arqueaba una ceja, volvió a reír—. ¿Os ha costado mucho dominar ese gesto? No hay mucha gente capaz de realizarlo manteniendo el rostro serio.

Angélica sonrió; la risa de aquel hombre era muy contagiosa.

—Mucho mejor así, ¿verdad?

—Sí, desde luego. Es agradable sonreír cuando no es obligatorio.

—Y en asuntos tan poco entretenidos encontramos poca diversión y demasiadas sonrisas —dijo él, señalando con la cabeza a los bailarines del salón.

Al ver su expresión, Angélica lo consideró un espíritu afín.

—¿Qué estáis haciendo aquí, Lord Adler?

—Nicholas, por favor, ya que tengo intención de llamaros Angélica.

Angélica se echó a reír y se cubrió la boca con la mano para que no los descubrieran.

—¿Y qué estás haciendo aquí, Nicholas, y cómo demonios sabes quién soy?

Nicholas se encogió de hombros con despreocupación.

—No has preguntado qué dicen de ti en los salones. Es imposible que haya otra mujer con ese cabello negro y esos ojos turbulentos, y ninguna me había dejado sin aliento hasta ahora. Y como posees estas tres cualidades, no me cabe la menor duda de quién eres.

—Eres un libertino —decretó Angélica.

—A duras penas, pero ahora he de abandonar este refugio seguro y enfrentarme a la multitud, si no mi tío nos encontrará juntos y no dejará de darme la lata hasta que nos hayamos casado.

Angélica se echó a reír otra vez y le permitió cogerle la mano.

—Entonces será mejor que te marches o mi tía se unirá a tu tío y entonces ya te será imposible escapar.

Nicholas se puso serio al depositar un beso sobre el delgado tejido que cubría la palma femenina, dando a Angélica la impresión de ser un hombre totalmente diferente.

—No estoy seguro de que deseara escapar. Hasta nuestro próximo encuentro, Angélica.

Angélica mantuvo la mano inerte junto al costado. La desconfianza le brotó de las entrañas mientras lo veía alejarse. Encantador, divertido, poco ortodoxo pero amable en conjunto, Lord Nicholas Adler parecía perfecto. Las cosas raramente eran lo que parecían.

Sin alterarse, se reprendió por haberse dejado llevar. Acababa de conocer a un marido en potencia. Ahora lo único que tenía que hacer era asegurarse de que Nicholas era rico, lo que por el aspecto de su vestimenta impecable parecía seguro, y se convertiría en una sólida posibilidad.

Era una pena que el asunto fuese tan calculado y frío, pero no tenía elección. ¿De qué otro modo podía casarse una mujer en cinco cortos meses?

La idea del matrimonio la puso nerviosa y antes de que se diera cuenta, el momento de paz se había desvanecido para ser reemplazado por los pensamientos hastiados de los que la rodeaban. Cálmate y las voces desaparecerán; solo tienes que calmarte, se dijo una y otra vez.

—Tengo que salir de aquí —murmuró, apartándose de la planta. Su tía aún estaría hablando con su amiga, ignorante de los preciosos momentos que Angélica había robado para sí, pero Mijaíl estaría buscándola.

Al verlo a escasa distancia, redujo el ritmo de sus pasos.

¡Peligro!, gritó su mente. Sigue andando y no mires en su dirección.

¡Otro callejón sin salida! Maldita sea, tenemos que encontrarlo antes de que vuelva a matar.

Vaciló cuando sintió entrar aquellas palabras en su mente. ¿Antes de que vuelva a matar?

¿Quién estaba pensando aquello?

¿Quién eres?

Dio un respingo al oír en su cabeza aquella voz brusca, casi airada. Un escalofrío le recorrió la columna mientras se volvía para mirar cara a cara a su hombre misterioso.

Él la miraba con fijeza, contemplando con sus duros ojos cada pulgada de su rostro ruborizado. Su poder era casi tangible.

Angélica se quedó paralizada, incapaz de dar un paso. No era posible. No podía haberle hablado a ella. Mentalmente. De manera deliberada.

Sus miradas se encontraron un momento antes de que él apartara la vista y siguiera mirando a su alrededor. Angélica se sintió más sola que nunca. Como si durante el instante en que el hombre había formado parte de su mundo ella se hubiera sentido completa; ahora… ahora ya no se sentía así.

Se había confundido, eso era todo. El hombre no le había hablado a propósito. Claro que no, era una tonta por haberlo pensado. En cuanto a los extraños pensamientos, debía de haber entendido mal. Ya le había pasado otras veces. Angélica siguió andando y sonrió a una amistad trabada hacía poco mientras le venían a la mente las conjeturas de Shakespeare.

—Nuestras dudas son traidoras y nos hacen perder el bien que a menudo podríamos conseguir si no tuviéramos miedo a intentarlo —susurró débilmente.

¿Y si Shakespeare tenía razón? ¿Y si había más personas como ella? ¿Y si no se había equivocado?

No, imposible. Solo estaba confundida; en aquel baile había demasiada gente. Siempre se sentía desorientada entre la multitud. Tensa y desorientada; tenía que irse.

Cuando terminó la cuadrilla, la orquesta comenzó a tocar el primer vals de la velada. Las parejas envueltas en elegancia y perfumes se acercaron a la pista de baile y, finalizando la conversación, se pusieron a dar vueltas sobre el pulido suelo. Angélica vio a una mujer de brillante cabello rojo que pasaba con un petimetre pegado a sus talones. Captó sus pensamientos.

¿Me seguirá por todo el salón?

¡Caracoles! Tiene los pies más pequeños que he visto en mi vida.

La comicidad de aquellos pensamientos representó un alivio. La pareja hizo reír a Angélica, que se cubrió la boca con el guante, y la tensión la abandonó. ¡Señor, aquello era totalmente nuevo! La mayoría de sus conocidos miraban el pecho de la mujer, las caderas o incluso la cintura, pero nunca había oído a un hombre hacer un comentario semejante, ni siquiera mentalmente.

Has debido de vivir escondida si nunca has oído hablar del fetichismo de los pies.

Angélica contuvo la respiración al oír nuevamente aquella voz dentro de su cabeza.

Profunda y ronca, le dio tal susto que casi la dejó sin sentido. ¡Alguien le hablaba mentalmente!

Los dedos se le entumecieron mientras miraba a su alrededor, a las docenas de rostros que la rodeaban.

¿Quién eres? —pensó con fuerza—. ¡Por favor, dime quién eres!