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Angélica tenía mucha práctica en escabullirse de casa desde la época en que vivían en el campo y había participado en cabalgadas secretas a la luz de la luna. Por esa razón, las dos plantas que había desde la ventana de su dormitorio hasta el suelo no eran un obstáculo importante, aunque el vestido que llevaba lo hacía algo más incómodo que en el campo, donde se ponía los pantalones y la camisa de su hermano.

Aunque solo había una caminata de quince minutos por Park Lane hasta la casa de Alexander, Angélica sabía que llegar allí sin ser vista podía resultar problemático. Solo tenía que ser rápida y no apartarse de la franja oscura de las aceras.

Angélica aterrizó en el suelo sin perder el equilibrio. Luego se caló la capucha de la capa para ocultar el rostro y echó a correr hacia la puerta, echando un rápido vistazo a ambos lados de la calle. En la calle desierta no se movía ni una hoja. Perfecto.

Angélica se recogió la falda con las manos y echó a correr. No sabía por qué contenía la respiración, pero resultó no ser muy buena idea, pues cuando se encontró ante la puerta de Alexander, estaba totalmente sin aliento.

La puerta estaba, por supuesto, cerrada con llave.

¡Maldita sea! ¿Y ahora qué? Si al menos aquel condenado hombre se hubiera molestado en leer su nota… La respuesta que había recibido apenas quince minutos antes era indignante. Había sido escrita por el secretario de Alexander. Angélica recordaba con claridad cada palabra, ya que había leído la nota una y otra vez, sin creérselo.

«Querida señora:

»El príncipe Kourakin se encuentra indispuesto en estos momentos y no podrá atender la petición de vuestra nota inmediatamente. Quedad con la seguridad de que vuestro mensaje no ha sido leído por mí ni por ningún otro habitante de esta casa.

»Respetuosamente,

»EL SECRETARIO DEL PRÍNCIPE KOURAKIN».

¡Bueno! Si Alexander Kourakin creía que iba a librarse de ella tan fácilmente, ya podía ir pensando en otra cosa. La había hecho olvidarse de sí misma en el baile y aún no sabía por qué se había callado, pero le haría hablar de otros lectores de mentes aunque fuera lo último que hiciera.

Angélica estaba furiosa mientras miraba a su alrededor en busca de inspiración. La oscura mansión parecía una premonición y los muros y las puertas impenetrables. Pero no; si había aprendido algo en todos los libros sobre guerras que había leído unos años antes, era que no había ninguna estructura, y menos una casa urbana, que fuera impenetrable.

Mientras cruzaba la verja y pasaba al otro lado del muro, la iluminó un rayo de luna como si fuera un reflector.

Dirigió una mirada irritada al cielo y retrocedió rápidamente.

—Es el auténtico error de la luna, se acerca a la tierra más de lo deseado y vuelve locos a los hombres.

La cita de Otelo salió de sus labios y se desplazó por el aire frío que la rodeaba.

¿Qué hacer? ¿Qué podía hacer?

Entonces vio un gran árbol al doblar la esquina y casi se puso a aplaudir de júbilo.

—Perfecto, perfecto, perfecto.

Una gruesa rama se apoyaba en el muro y la luna no iluminaba aquel lugar en particular.

Echando un vistazo a su alrededor, Angélica se subió el vestido hasta la cintura, dejando las piernas expuestas al frío, y trepó al árbol. Tras estar a punto de caerse y sufrir unos rasguños en las manos, consiguió llegar al muro y saltar al otro lado.

¿Y ahora qué?, se dijo mientras se esforzaba por contener la risa.

Desde luego, en adelante tendría que dominar su impetuosidad. ¿Qué retorcida idea la había llevado a aterrizar en la finca de Alexander a medianoche? Sí, estaba enfadada; y sí, tenía muchas explicaciones que dar, pero ¿acaso no podía haber esperado unas horas?

Todos los años pasados casi en soledad, rodeada únicamente por la familia y el personal de servicio, que también eran familia, habían conducido de alguna manera a aquel resultado. Había perdido la noción de cómo debe comportarse una dama, como su tía no dejaba de insinuarle.

Para ser sinceros, a ella no le importaba mucho el comportamiento de una dama, pero a su tía sí. A veces deseaba haber sido más convencional, aunque solo fuera por Lady Dewberry, por el esfuerzo que había puesto la mujer en su educación.

Pero ¿en qué estaba pensando? Quedarse al lado del muro discutiendo consigo misma era probablemente la cosa más ridícula que podía hacer en esos momentos, si exceptuamos el hecho de encontrarse allí.

Moviéndose ágilmente desde las sombras del muro hasta lo que parecía ser la entrada de la cocina, Angélica se cubrió la boca con la mano para que no le diera un ataque de risa.

Entonces se le ocurrió que tratar de entrar por la puerta principal a aquella hora intempestiva era impensable. Qué poco había meditado aquello.

Mientras miraba la puerta de la cocina se le ocurrió una idea, y dio gracias a su buena estrella porque Mijaíl le hubiera comprado aquel estúpido libro cuando cumplió los trece años.

Cosas que podrían salvarte la vida era un libro lleno de burdas ilustraciones de cosas que probablemente nunca habría aprendido a hacer. Pegar un vaso a una puerta y el oído al vaso para oír mejor lo que se dice al otro lado… nudos que no se deshacen por si alguien necesita escapar en ropa interior por una ventana… y por supuesto su capítulo favorito: «Sesenta y cuatro maneras de utilizar una horquilla».

Angélica se quitó una horquilla del pelo y procedió a introducirla en la cerradura de la puerta trasera. Nunca había utilizado aquel truco y siempre había pensado que su uso sería en cierto modo turbio, pero si estaba en lo cierto al creer que a menudo tendríamos que avergonzarnos hasta de nuestras mejores acciones si el mundo pudiera ver los motivos que las impulsan, lo opuesto también podía ser verdad.

Sí, estaba forzando la puerta de una casa ajena, pero era por una buena causa, y no se sentiría avergonzada de sus acciones si le daban la oportunidad de explicar sus motivos. Al menos así lo creía… ¿Era la curiosidad un motivo honorable? ¡Tenía que dejar de pensar tanto!

El débil crujido que se oyó al abrirse la puerta pareció recorrer toda la casa y volver.

Angélica contuvo la respiración, esperando que nadie lo hubiera oído. No quería ser vista hasta que encontrara a Alexander y le dijera lo que tenía que decirle.

A los pocos segundos, Angélica empujó la puerta y entró en la oscura cocina.

La estancia, como el resto de la casa, era enorme. Pensó que debía de ser muy solitario vivir en una casa tan grande. Claro que ella no sabía con seguridad si Alexander vivía solo. ¿Estaría casado? La idea no se le había ocurrido hasta entonces y cayó como un peso muerto sobre ella, obligándola a detenerse.

No podía estar casado. ¿O sí?

—Contrólate —se reprendió en voz baja.

Recordó que no sabía si en la casa de Alexander habría alguien más que tuviera la habilidad de leer mentes, así que construyó una espesa barrera para que nadie pudiera escuchar sus pensamientos. Ese era el motivo de que estuviera allí. Para descubrir si había más personas en el mundo como Alexander y ella.

Sintió un nudo de excitación en el estómago al pensar en las posibilidades. Angélica hizo acopio de todo su valor, salió de la cocina y accedió a un ancho pasillo. La oscuridad era opresiva y la ponía nerviosa.

Había varias puertas a derecha e izquierda, pero solo en la más lejana se veía luz por la ranura inferior.

Había llegado el momento, era hora de enfrentarse a Alexander y descubrir toda la verdad.

Angélica avanzó a toda velocidad hacia la puerta iluminada y levantó la mano para empujarla.

Una voz interior la detuvo antes de alcanzar el pomo. Se quedó quieta, vacilante y confusa, y se agachó para mirar por el ojo de la cerradura.

No fue capaz de contener la exclamación que escapó de sus labios.