27
–Estoy prometida —dijo Angélica, cerrando los ojos cuando las palabras salieron de su boca por segunda vez. Alexander no había dicho nada aún, solo la miraba como si tratara de descubrir… lo que fuera.
—¿Alexander? —No podía soportar su silencio ni un minuto más, pero ¿qué esperaba que hiciera? Levantarse y decir que deshiciera el compromiso y que a cambio se casara con él.
¿Se casaría con él si se lo pidiera? ¿Era posible? Tenía que serlo, ya que Margaret le había hablado varias veces de sus anteriores maridos. Tenía que ser posible. Y Alexander era ya viejo, tenía más de quinientos años, así que podían envejecer juntos. A fin de cuentas, los vampiros solo vivían seiscientos años.
Se le escapó una risa nerviosa mientras trataba de controlar sus pensamientos. Nada tenía importancia, nada. Si se lo pedía, se casaría con él. Sería su mujer sin pensarlo dos veces. Pero él no tenía aspecto de ir a hacerle ninguna petición.
Alexander se levantó lentamente y se alejó de ella. Angélica quiso llamarlo, pedirle que lo entendiera. Quería que supiera que no había accedido a casarse con Nicholas por amor. No.
Había accedido porque tenía que casarse. Solo había un hombre al que ella amara… pero el orgullo se interponía en su camino.
Se hizo el silencio; él le dio la espalda inmóvil hasta que el ruido de un carruaje acercándose lo puso en movimiento. No dijo nada al salir de la habitación.
Angélica no tenía miedo. Alexander nunca la dejaría sola si el hombre o mujer que se acercaba fuera peligroso. No tenía miedo, pero estaba cansada.
—¿Princesa? —dijo Kiril, apareciendo en la puerta en el momento en que se recostaba sobre la almohada—. Lamento molestarla, pero tenemos que irnos.
—¿Irnos? ¿Adónde, Kiril? ¿Qué está pasando?
Kiril adoptó una expresión de disculpa mientras mantenía la puerta abierta.
—No tengo permiso para decirlo, lo siento. Por favor, venga conmigo.
Mientras se le encendía el mal genio, Angélica se dio cuenta de que la ira era mejor compañera que el desengaño.
† † †
—¡Angélica, siento muchísimo lo que ha pasado! Tienes que estar muy asustada —dijo Joanna acercándose a Angélica con los brazos abiertos y la consternación pintada en el rostro.
Angélica se levantó y abrazó a su amiga.
—El miedo no fue ni la mitad de malo que esta nefanda espera, Joanna. Estaría mucho mejor si alguien me explicara qué estoy haciendo aquí —dijo Angélica, señalando la habitación de invitados del duque, donde la habían llevado tras su llegada a la residencia.
—¿Nadie ha hablado contigo? —dijo Joanna con sorpresa, obedeciendo la indicación de Angélica y sentándose.
—No, ¿vas a explicarme tú lo que ocurre? —preguntó Angélica, contrariada. No había visto al duque, a la duquesa ni a Alexander después de haber sido trasladada por Kiril, que también había desaparecido.
—Me temo que ha sido por algo inesperado —comenzó Joanna—, imagino que eso es lo que están discutiendo los ancianos abajo.
Angélica vio que Joanna se esforzaba por elegir las palabras y se puso tensa. ¿Qué podía haber peor que un vampiro asesino y loco en libertad?
—Ayer por la tarde murió una mujer vampiro —dijo Joanna finalmente.
—Lo siento Joanna. ¿La conocías? —dijo Angélica con simpatía, cubriendo la mano de su amiga con la suya.
—No, no se trata de eso, Angélica. Tenía cien años más que yo y había pasado casi toda su vida en Europa. Yo no la conocía apenas.
—Entonces ¿cuál es el problema?
—Bueno, la vampiro muerta era de este clan. Estaba en Kent cuando murió y en estos momentos están trasladando su cuerpo a Londres para la ceremonia que habrá que celebrar. Los preparativos durarán toda la noche y parte de la mañana. Según la ley, todos los vampiros nacidos en el clan y en el territorio del clan deben asistir. —Joanna miró a Angélica como si esperara a que llegara a una conclusión. Pero como Angélica la miraba sin comprender, Joanna siguió explicándose—. Todos hemos de asistir a la ceremonia, Angélica. Si el asesino decide venir a buscarte después de los problemas que le has causado, ninguno de nosotros podrá estar aquí para protegerte.
Angélica parpadeó varias veces cuando por fin comprendió el significado de aquellas palabras. ¿Iban a dejarla sin protección?
—Entonces tendré que ir a algún sitio donde no pueda encontrarme —dijo lentamente.
—Me temo que eso tampoco es posible. El príncipe consiguió protegerte de nuestra ley prometiendo a los otros jefes que estarías bajo su constante vigilancia —dijo Joanna con compunción.
—¡Pero no estoy bajo su constante vigilancia!
—Eso es cierto, pero cuando no puede estar contigo, estás con alguno de nosotros. Él te confía a nosotros, Angélica. Pero si escaparas o causaras problemas, el príncipe sería el responsable.
Angélica no podía creer que no hubiera sabido todo aquello hasta ese momento. Si hubiera huido, Alexander habría pagado las consecuencias. ¿Por qué había acatado aquellas condiciones?
¿Por qué?
—Entonces, ¿no puedo irme?
—Para que pudieras irte, tendría que acompañarte el príncipe y…
—No puede —terminó Angélica con sequedad. Joanna se puso en pie, más tranquila.
—Es solo una racha de mala suerte, pero no tienes por qué preocuparte, Angélica.
Angélica miró a Joanna y sonrió con ironía.
—Claro. Ya te encargas tú de gastar la alfombra.
Joanna se detuvo inmediatamente.
—No, hago eso porque soy una estúpida. Con sinceridad, Angélica, todo irá bien. El príncipe no permitirá que te pase nada. No permitiremos que te pase nada.
Angélica se preguntó qué diría Joanna si los ancianos decidían que fuera encerrada bajo llave y abandonada a sus propios recursos.
—¿Angélica? —dijo la duquesa entrando en la habitación. La sonrisa que lucía hizo que Angélica se sintiera un poco mejor—. Ah, estás aquí, y Joanna, bien; eres de lo más oportuna.
Angélica había decidido no hacer más preguntas, ya que solo generaban más confusión, así que se mordió la lengua y dejó hablar a Joanna.
—¿Qué se ha decidido? —preguntó, pero Margaret no le hizo caso y depositó en manos de Angélica la capa oscura que llevaba puesta.
—Bien querida, tengo que pedirte que te quedes muy quieta y que no tengas miedo. No va a pasarte nada, ni a ti ni a nadie.
—¿Va a venir ella? —preguntó Joanna con incredulidad.
Angélica miró la capa que tenía en las manos con los ojos muy abiertos. ¡Iba a asistir a una ceremonia de vampiros! Tras haber sido testigo de una, la idea no era muy agradable.
—Pero solo a los vampiros se les permite asistir a la ceremonia… está prohibido… —continuó Joanna llena de confusión—. ¿Cómo van a convencer a los demás de que se lo permitan?
Margaret indicó a Joanna por señas que bajara la voz mientras cerraba la puerta con llave.
—No está prohibido expresamente. Alexander y James han estado estudiando el Libro de la Ley durante la última hora. No hay nada que estipule que solo los vampiros pueden asistir a la ceremonia, aunque es natural suponerlo, ya que los humanos nunca han de conocer nuestra existencia.
Joanna captó la idea.
—Y como Angélica tiene un guía y por tanto conoce nuestra existencia, puede asistir a la ceremonia.
—Exactamente —dijo Margaret—. Pero los demás no pueden saberlo. James teme que pueda traer complicaciones y, sencillamente, no hay tiempo para explicar a todos los asistentes los detalles de la situación en que nos encontramos.
Angélica, que había oído en silencio la conversación, fue incapaz de seguir callada.
—Entonces sugieres que finja ser una… ¿una de vosotras?
La duquesa la miró con simpatía.
—No tienes nada que temer, Angélica. Te daré instrucciones sobre todo lo que tendrás que hacer. La mayor parte del tiempo solo tendrás que escuchar, eso es todo.
Angélica miró el semblante sonriente de Margaret y el consternado de Joanna. Habría dado lo que fuera por leer sus mentes.
† † †
Angélica se arrebujó en la capa cuando otra ráfaga de viento sopló entre los árboles, amenazando con levantarla y poner al descubierto su desnudez. Cuando Margaret le dijo que tenía que quitarse la ropa, se había mostrado reacia a hacerlo; después de todo, no recordaba haber estado desnuda delante de nadie… nunca.
¡No estoy desnuda!, se dijo, sujetando con más fuerza la tela negra.
No le servía de consuelo que los cien vampiros que había a su alrededor, también desnudos bajo la respectiva capa, no parecieran preocuparse por el viento ni por la tierra fría que pisaban sus pies descalzos. Estaban totalmente concentrados en el cadáver que yacía en el centro del semicírculo que el jefe del clan les había ordenado formar.
—Un paso adelante, lector, y háblanos de su vida —dijo el duque. Sus palabras volaron por encima de sus cabezas y se perdieron en el bosque.
Angélica vio que un hombre bajo de largo cabello rubio y nariz ganchuda se situaba delante del cadáver y miraba a los congregados. Cambió de postura para poder verlo mejor y se mordió el labio del dolor que sintió. Miró rápidamente a derecha e izquierda para ver si alguien había notado su estupidez.
Las ortigas y ramas secas desparramadas por la tierra no parecían molestar a los vampiros, pero a ella se le clavaban en la suave piel de todos los modos posibles.
Volviendo su atención al hombrecillo que en aquel momento sujetaba un cuaderno negro en la mano derecha, Angélica oyó que los congregados respiraban profundamente al mismo tiempo. ¿Qué tenía aquel cuaderno para llamar la atención de todos?
Angélica no tuvo que esperar mucho para saberlo. El hombre comenzó a leer.
—Nací en Polonia en 1384 y me pusieron el nombre de la reina Jadwiga. En 1422 adopté el nombre de Eleanor Cobham y fui la primera amante y después la segunda esposa del duque de Gloucester, regente de Inglaterra, tío de Enrique VI.
Angélica tardó un momento en darse cuenta de que lo que oía era un relato de la vida de la mujer vampiro que había muerto. El año de 1384 le parecía una fecha tan irreal, tan distante…
¿Cómo había vivido aquella mujer tantos años y con qué nombres?
—En 1441 fui acusada de brujería y encarcelada; desde allí me fui a Francia y adopté el nombre de Isabelle Periene. Me casé con un granjero llamado Jean Lordeaux y estuve con él durante treinta y tres años.
Angélica recordó entonces que Alexander tenía más de quinientos años. ¿Qué había hecho durante todo ese tiempo? ¿Dónde había nacido y cuál era su verdadero nombre? ¿Sería Alexander un nombre adoptado recientemente?
Las preguntas cruzaban su mente a velocidad de relámpago, y se llevó la mano a la frente.
Tenía que dejar de pensar. Se suponía que aquella era la parte fácil de la ceremonia. La parte en la que lo único que tenía que hacer era mantenerse en silencio y escuchar.
—En 1735 volví a Francia y adopté el nombre de Jeanne-Antoinette Poisson y en 1741 me casé con Charles-Guillaume Le Normant d’Étiolles. Cuatro años después, fui amante de Luis XV de Francia y permanecí a su lado hasta 1764, año en que me fui a Alemania.
Angélica dilató los ojos al recordar un libro de historia en el que se mencionaba a Jeanne-Antoinette Poisson. La mujer era más conocida como Madame de Pompadour y la acusaban de haber causado la guerra de los Siete Años.
Angélica contó mentalmente hasta diez para frenar el galope de su corazón. ¿Podían ver su agitación interior?, se preguntó. ¿Cambiaría el color de su aura como muchos libros de medicina oriental sugerían?
Buscó a Alexander con la mirada y lo vio en el centro del círculo, escuchando impasible la narración de la vida de Jadwiga. ¿Podría saber lo que sentía fijándose en su aura?
Angélica cayó en la cuenta de que no quería saberlo. Aunque fuera así, no tenía ningunas ganas de saberlo.
Un movimiento atrajo su mirada hacia el cadáver de Jadwiga. El hombre que había leído el cuaderno negro se había situado de nuevo en el semicírculo y dos vampiros se acercaron al centro con unos cuencos llenos de líquido.
Angélica los vio echar el líquido sobre el cadáver, uno moviéndose desde los pies hacia la cintura y el otro desde la cabeza hacia abajo.
Cuando los cuencos estuvieron vacíos, los hombres se acercaron a la cabeza de la muerta y Angélica respiró hondo. Le habían hablado de aquella parte de la ceremonia para que no la pillara desprevenida.
Los afilados bordes de los cuchillos que los hombres empuñaban brillaron al caer sobre la cabeza de Jadwiga.
No cierres los ojos, no cierres los ojos, pensó Angélica desesperadamente cuando el deseo de dar media vuelta se le hizo casi insoportable. Se concentró en el rostro de uno de los vampiros que se inclinaba sobre Jadwiga. Parecía tener unos treinta años, aunque sabía que podía tener doscientos.
Doscientos años. ¿Qué haría ella con tanto tiempo?
Cuando el hombre se incorporó, Angélica miró sus manos por casualidad. Aún llevaba la daga en la mano izquierda, aunque ahora estaba manchada, y en la derecha llevaba los dientes de Jadwiga.
Angélica se sintió desfallecer. Observó al vampiro hasta que guardó los dientes en una bolsa de terciopelo.
¿Por qué harían algo semejante? Angélica no había tenido tiempo de hacer preguntas, pero ahora sentía la necesidad de saber. Tenía que entender; quizá así no se sentiría tan mareada.
Recorrió de nuevo el semicírculo con los ojos y vio a Alexander. Estaba mirándola fijamente, y tuvo que obligarse a permanecer en su sitio mientras todo su instinto la empujaba a correr hacia él. Lo único que quería era estar entre sus brazos y dejar que la protegiera: de Serguéi, de cualquier vampiro que quisiera hacerle daño, de los humanos… del mundo. No sabía cómo había llegado a depender tanto de él, pero a su lado se sentía segura, en paz.
Una mujer morena salió del círculo y se situó frente al cadáver mientras otras dos se adelantaban con antorchas. A Angélica se le puso la piel de gallina cuando la mujer abrió la boca y se puso a cantar. Su voz era evocadora y hermosa, y la canción, aunque sin palabras, hablaba con más claridad del dolor, el anhelo y la eternidad que ninguna otra que hubiera oído nunca.
Uno a uno, los vampiros se alejaron del cadáver y se internaron en los bosques. Angélica los siguió de inmediato, pero no antes de verlos arrojar las antorchas sobre el cuerpo de Jadwiga.
Caminó lentamente, pensando en el cuerpo que ardía tras ella, con la mirada fija en la luna.
Parecía más grande que nunca y teñía los bosques de sombras de color rojo… rojo sangre.
Al poco rato, Joanna y Margaret aparecieron a su lado.
—¿Y tus pies? —preguntó Margaret en voz baja, mirando a los vampiros que se dispersaban en todas direcciones, la mayoría camino de su casa.
Angélica había estado demasiado ocupada pensando en el olor a piel quemada para darse cuenta de nada más.
—He estado demasiado preocupada para pensar en ellos —susurró, haciendo sonreír a las dos mujeres.
—Lo estás haciendo muy bien, Angélica, me siento orgullosa de ti —dijo Joanna un cuarto de hora más tarde. Estaban cerca de un sendero en el que las esperaba un carruaje para llevarlas a la residencia del duque.
—Estamos orgullosas de ti —repitió Margaret—. Recuerda que ya ha terminado la primera parte. Angélica asintió con la cabeza y las tres guardaron silencio hasta que subieron al carruaje.
Margaret miró a Joanna y rompió el silencio que había caído sobre ellas.
—Hay algo que no habíamos mencionado, Angélica. No queríamos que temieras la llegada de ese momento, así que pensamos que era más prudente contártelo lo más tarde posible —dijo, agitándose en el asiento y poniéndose la mano sobre el vientre—. La ceremonia fúnebre es una celebración de vida y pasión. Es el momento en el que recordamos por qué vale la pena vivir.
A Angélica no se le ocurría de qué manera podía ayudar el hecho de mutilar un cadáver y luego quemarlo, pero no dijo nada.
Como si le leyera la mente, Margaret le sonrió y dijo:
—Le quitaron los dientes porque deben mantenerse en la cámara de la historia, junto con nuestros libros. Se hace para que recordemos que una vez estuvo viva. Sin embargo, hay que quemar su cuerpo para que se mezcle con la tierra y así ningún humano pueda dar con ella, nunca.
Joanna dirigió a Margaret una mirada de advertencia, que a Angélica no le pareció buena señal. Fuera cual fuese el secreto, no podía ser bueno. Estuvo tentada de leer sus mentes para descubrir qué pasaba, pero no se sintió capaz. No podía entrometerse de esa manera; no se lo perdonarían.
—La mayoría del clan se ha dirigido a otras casas; solo unos pocos escogidos se han quedado para completar la segunda parte de la ceremonia en la casa del jefe. Los dos parientes más cercanos de Jadwiga dirigirán el acto; será una celebración de las pasiones. Habrá música, arte y…
La duquesa calló de repente cuando un vampiro abrió la puerta del carruaje, que se había detenido. Angélica quería saber qué iba a decir Margaret, pero era demasiado tarde. Las tres bajaron del carruaje y entraron en la mansión.
—Joanna —susurró Angélica mientras seguían a unos vampiros a los que no había visto nunca hacia el recibidor que había al final del pasillo. Buscó con la mirada a James, Kiril y Alexander, que sabía que estarían presentes.
—No te preocupes —dijo Joanna en voz baja cuando entraban en la habitación.
A Angélica se le ocurrieron varios comentarios sarcásticos, pero se los guardó cuando vio lo que habían hecho en la habitación.
En el centro había diez sillas puestas en círculo con un gran candelabro detrás de cada una.
El resto del salón estaba vacío, incluso habían retirado todos los tapices y cuadros. Solo quedaban las gruesas cortinas de terciopelo, corridas para cubrir los grandes ventanales de la pared. Donde no llegaba la luz de los candelabros solo reinaba la oscuridad.
El mismo vampiro que había leído el cuaderno negro le indicó un asiento entre dos hombres a los que no conocía. Angélica se sentó; su aprensión aumentaba con cada respiración.
Alexander estaba sentado delante de ella mientras que Joanna, Kiril, James y Margaret estaban dispersos a ambos lados.
Cuando las diez sillas estuvieron ocupadas, cuatro vampiros que quedaron de pie cerraron las puertas y el ruido vibró en la cabeza de Angélica como el toque de difuntos.
Angélica.
La voz de Alexander entró en su cabeza y, sobresaltada, se dio cuenta de que había dejado caer el bloqueo. Al parecer le ocurría cada vez que estaba consternada. En lugar de enfadarse, se preguntó por qué no se había desbloqueado antes. Cómo había echado de menos la voz de Alexander.
¿Sí?, respondió rápidamente.
Pase lo que pase, no tengas miedo. No dejaré que te pase nada. ¿Me crees?
En los pensamientos de Alexander había una urgencia que decía que, pasara lo que pasase, estaba a punto de comenzar.
Te creo.
Se dio cuenta de que Alexander había vuelto a bloquearse y ella hizo lo mismo mientras escuchaba a los dos vampiros que habían comenzado a cantar con voz suave y melódica.
También era una canción sin letra, pero con una gran cantidad de sentimiento en las notas, que recorrieron la habitación de un extremo a otro.
El hombrecillo que había leído el cuaderno negro se puso en el centro del círculo con un cáliz profusamente decorado en las manos. Angélica vio que se dirigía a James y le ofrecía la copa.
El duque bebió y el vampiro se movió dos sillas a la izquierda y volvió a ofrecer la copa.
Angélica tardó un momento en darse cuenta de lo que aquello significaba, pero al hacerlo sintió que la invadía el pánico. No podía beber sangre, sencillamente no podía. Seguro que se atragantaría, entonces la descubrirían y la matarían, y Alexander no podría hacer nada para evitarlo.
A punto de llorar, observó al hombre rubio moviéndose dentro del círculo. Cuando el vampiro que estaba a su izquierda bebió de la copa, Angélica contuvo el aliento, temerosa de lo que pudiera hacer cuando le acercaran la copa a los labios. ¿Le darían arcadas nada más olerla?
Cuando el hombre de la copa se acercó, abrió la boca, lista para protestar, pero la cerró rápidamente al ver que pasaba de largo. Entonces se dio cuenta de que el hombre se había saltado algunas sillas y solo había ofrecido la copa a los miembros masculinos de la reunión.
Angélica no sabía qué razón había para que el ritual fuera así, pero nunca se había sentido tan agradecida… exceptuando el día en que Alexander le había dado el regalo más precioso de su vida. Lo miró, preguntándose cómo podía desearlo tanto, incluso en aquellos momentos. El vampiro de la copa le tapó la vista temporalmente y Angélica observó a Alexander beber de la copa con los ojos cerrados. Cuando los abrió, tuvo que morderse la lengua: los ojos que una vez fueron grises, ahora eran rojos.
Angélica supo que si miraba a su alrededor, vería que todos los vampiros tendrían los mismos ojos rojos, así que no lo hizo. Necesitaba mantener la mente despejada y semejante visión no haría sino amedrentarla.
El último vampiro varón bebió de la copa y la música pasó a un aire más lento, menos triste… más sensual. Angélica se preguntaba qué pasaría a continuación y si estarían cerca del final de la ceremonia. Esperaba que sí, porque no sabía cuánto más podrían aguantar sus pobres nervios.
Angélica intuyó que la miraban fijamente y vio que Joanna trataba de decirle algo.
Arqueando las cejas ligeramente, Angélica intentó indicarle que no entendía. Joanna siguió mirándola, y luego se llevó las manos al cierre de la capa.
El tiempo se detuvo cuando Angélica vio que su amiga soltaba el corchete que cerraba su capa y la dejaba resbalar por sus hombros, dejando al descubierto su cuerpo desnudo.
Angélica miró a todas partes con los ojos muy abiertos y vio que Margaret hacía lo mismo.
Angélica se quedó mirando una pequeña marca que tenía sobre el ombligo hasta que cayó en la cuenta de que ella tenía que imitarlas.
¡Ay, Dios mío, ay, Dios mío!
Miró a Alexander y vio que sus ojos habían recuperado su aspecto normal, aunque no la estaba mirando.
¡No podía vacilar si no quería que la descubrieran!
No pienses. No pienses. Levantó las manos para desabrocharse la capa.
Es mejor que beber sangre, se decía una y otra vez mientras apartaba el tejido, podrían haberme hecho beber sangre.
Angélica depositó la capa lentamente sobre el respaldo de la silla y notó que se le ponía el vello de punta. Ningún hombre la había visto desnuda y ahora la veían siete al mismo tiempo.
Notó que la vergüenza se arrastraba por su pecho, pero consiguió tenerla a raya. Entendía que las otras mujeres no estuvieran en absoluto molestas y que, entre vampiros, lo que estaba ocurriendo no fuera vergonzoso.
Angélica escogió un punto más allá de Alexander y se quedó mirando al vacío, tratando de aclararse las ideas y de distanciarse de su desnudez. No se permitiría pensar en otra cosa que no fuera la música.
El vampiro del cáliz regresó al centro del círculo, esta vez con un cuenco adornado y un pincel. Se acercó a Margaret, introdujo el pincel en el cuenco y lo levantó para dibujar una línea en su frente.
Cuando le llegó el turno, Angélica se concentró en no sentir nada, salvo la sangre cálida en su frente.
Al poco rato, la ronda había terminado y todas las mujeres estaban pintadas. La música cambió de nuevo, conservando su ritmo sensual mientras el hombre salía del círculo. Luego se hizo un silencio total y Margaret se levantó, mostrando su hermoso cuerpo embarazado. Se movió por la habitación, sin inmutarse porque todos los ojos estuvieran puestos en ella, y se detuvo al llegar a la silla del duque. Se arrodilló y esperó a que James se inclinara y pusiera su frente sobre la suya, sobre la raya pintada. La pintura, que ya había empezado a secarse, dejó una señal idéntica en la piel de James, que ayudó a su esposa a ponerse en pie y la sacó de la habitación.
A continuación se levantó la mujer que había estado sentada a la izquierda de Margaret.
Tenía unas largas trenzas rubias que le caían hasta debajo de los hombros. Era una diosa rubia; todas sus curvas y líneas eran perfectas. Angélica la vio vacilar un momento antes de dirigirse hacia Alexander.
No, pensó Angélica, muerta de miedo al pensar que ella también tendría que levantarse y arrodillarse ante un vampiro. Si la rubia se llevaba a Alexander de la habitación, se quedaría sola.
No podría… ¡Alexander no podía dejarla allí!
Cuando la mujer pasó de largo ante Alexander y se arrodilló frente al vampiro que había a su lado, Angélica respiró de alivio.
Joanna fue la siguiente; sus rizos rojos flotaron tras ella cuando se dirigió hacia Kiril y se arrodilló. Angélica vio que su amiga le hacía un gesto con la cabeza al salir del cuarto y supo que era su turno.
Se levantó con piernas temblorosas y ordenó a su cuerpo que se moviera. Ojos masculinos y femeninos la observaron mientras se dirigía hacia Alexander. Solo él mantenía la mirada apartada de su cuerpo, sentado rígidamente en su silla.
Angélica respiraba despacio al andar. Quería saber qué estaba pensando; quería mover el cabello que le caía sobre la espalda para cubrirse los pechos. Quería saber si él la encontraba deseable. Quería que no hubiera nadie más.
Al final, ninguna de sus plegarias obtuvo respuesta, salvo la referente a cruzar el círculo y arrodillarse ante Alexander sin incidentes. Cuando él se inclinó y le rodeó la cara con las manos, cerró los ojos y le dejó elevarle la cabeza para que sus frentes se rozaran.
Imágenes de ojos rojos y dientes afilados llenaron su cabeza, pero las exorcizó. Alexander era el hombre que le había salvado la vida, y se la estaba salvando de nuevo en aquel preciso momento.
La ayudó a levantarse del suelo y mantuvo su mano apretada. Sus miradas se encontraron cuando Angélica oyó que se ponía en pie otra mujer. ¡Lo había conseguido! No la descubrirían.
Siguió a Alexander fuera de la habitación. No hablaron hasta entrar en la habitación de invitados que le habían asignado.
Sin pensar que la habitación estaba a oscuras, corrió al armario, sacó su camisón y se lo puso en un abrir y cerrar de ojos. Alexander se acercó a la ventana sin mirarla ni una sola vez.
Todo le cayó encima de súbito, el asesino, los ojos rojos, la sangre… apoyando la espalda en la pared, resbaló hasta el suelo y se abrazó las rodillas con fuerza. Por sus mejillas corrieron lágrimas silenciosas, deslizándose desde los párpados cerrados.
Alexander no dijo nada. Se acercó a ella y la cogió en brazos para llevarla a la gran cama que ocupaba el otro extremo de la habitación. Ella le rodeó el cuello con los brazos y se sujetó mientras él se sentaba en la cama.
—Ya ha terminado —susurró suavemente, acariciándole el pelo, la espalda y los brazos.
Ella le abrazó con más fuerza. Necesitaba su calor, le necesitaba a él.
Respiró profundamente y empezó a calmarse. Todo iba bien. Estaba con Alexander. Él no permitiría que le hicieran daño.
Angélica se volvió a él, más recuperada.
—Yo… —Le fallaron las palabras y las emociones la vencieron una vez más. No sabía por dónde empezar, no tenía ni idea de qué decir.
Alexander le acarició el cabello.
—Estás cansada, deberías descansar.
Angélica sabía que lo que necesitaba no era dormir. Esa noche lo necesitaba a él, más de lo que nunca había necesitado a nadie.
—Quizá sea una tontería, pero ya no tengo miedo —dijo la joven suavemente.
—No tienes que tener miedo si estoy cerca, Angélica. Ya te lo he dicho antes.
Se quedó pensativa y le tocó el tejido que le cubría el pecho.
—¿Y si te hubieran elegido antes? —Habría tenido que arrodillarse ante un extraño. Un vampiro desconocido que esperaría que saliera con él, ¿y luego qué?
Alexander no dijo nada.
—¿Dónde están todas esas parejas que han salido de la habitación?
Alexander la miró fijamente y luego volvió a mirar hacia la ventana.
—Están reafirmando la vida.
Angélica lo sabía, aunque no había querido admitirlo.
—¿Me habrías dejado allí si te hubiera elegido otra mujer?
Él no la miró, pero Angélica notó que la tensión se apoderaba de su cuerpo.
—Eso no habría sido posible.
—¿Y eso por qué? La vampiro rubia no parecía muy decidida —dijo Angélica, demasiado agotada para poner la cabeza en lo que estaba diciendo.
—Nadie iba a tocarte. Sabían que eras mía.
Suya. Debía de haberles mentido para mantenerla a salvo, aunque lo que él no sabía es que no era una mentira tan grande como tal vez creyera.
—Tienes que romper el compromiso.
Angélica lo miró, pero él miraba a otro lado. Era la primera vez que mencionaba el compromiso. ¿Qué estaba diciendo? No era posible… no podía ser. Era lo que había querido que él le dijera, ¿no? Quizá no había mentido al decir a los demás que ella era suya.
—¿Ellos creen que estamos «reafirmando la vida»? —preguntó.
Por toda respuesta, Alexander asintió con la cabeza.
—¿Es parte de la ceremonia?
Él volvió a asentir, esta vez más despacio.
Angélica se mordió el labio, pensando en lo que diría a continuación. No tenía sentido negar que deseaba a aquel hombre. Deseaba sentirse entre sus brazos, estrechada contra él, quería sus labios sobre los suyos como antes… quería que él lo hiciera para no tener que pensar en nada.
Ni en el asesino, ni en la ceremonia, no quería pensar en nada más que en él y en las sensaciones que le producía. Quería que lo hiciera para que no le quedara más remedio que estar con él.
—Estás desafiando tus leyes.
Alexander la miró. La luz de la luna se filtraba por la ventana iluminando su rostro y Angélica vio sorpresa en su expresión.
—¿Qué dices?
Ella no sabía lo que sentía, quizá fuera el miedo que había experimentado en el bosque, o la tensión en la habitación de abajo, pero de repente encontró dentro de sí un valor que no sabía que poseía.
—La ley dice que has de asistir a la ceremonia, y todavía no has terminado la última parte.
Alexander seguía mirándola con expresión intensa y seria.
—No me detendré. —Aquellas rudas palabras provocaron un hormigueo de excitación en Angélica. Ella no quería que se detuviese esta vez. No quería que se detuviese nunca.
Se reclinó, mirándolo a los ojos.
Te deseo.
Angélica se desabrochó los botones del camisón mientras le enviaba el pensamiento. Centímetro a centímetro, abrió el tejido para dejar al descubierto su suave piel.
Quiero que me beses como la última vez.
Angélica deslizó la mano por su cuerpo, separando la tela del camisón y poniendo ante Alexander una tentadora visión de sus turgentes pechos.
Quiero que me toques como la última vez.
Utilizando las dos manos, se bajó el camisón por los hombros y los brazos hasta que cayó alrededor de la cintura.
Alexander observaba en silencio mientras ella esperaba ante él, en su gloriosa desnudez.
Acuéstate.
Ella obedeció la orden y se puso a su lado, sobre las sábanas de raso. Cerró los ojos, esperando sus palabras.
Eres muy hermosa.
Eran pensamientos claros. Angélica se estremeció cuando él se arrodilló entre sus piernas y se las acarició; sus fuertes dedos le rodearon la cintura y la atrajeron hacia sí.
El beso fue largo, profundo, y acabó jadeando en busca de aire.
—Alexander —fue a decir, pero él la detuvo, la obligó a tenderse y se puso encima antes de que pudiera recuperar el aliento.
Angélica temblaba intentando oír su siguiente movimiento.
Sus manos estaban allí de nuevo, en su cabello, apartándoselo del cuello. Le besó la nuca y ella se estremeció.
Alexander, por favor…
Bajó los dedos por su columna vertebral, acariciándole la espalda, terminando de quitarle el camisón y dándole la vuelta en sus brazos.
Estaba desnudo. Lo notó cuando sus sensibles pechos rozaron su fuerte torso. Era tan enérgico, tan fuerte y tan duro… Antes de poder mirarlo a conciencia, la estaba besando de nuevo y se tendía sobre ella.
Sus labios eran tan poderosos que la dejaron sin aliento y sin fuerzas para pensar.
No puedo esperar, Angélica. Separa las piernas. Ábrelas.
Ella acató sus órdenes sin pensar, sintiendo un nudo en el estómago al notar todo su peso encima de ella. Volvió a ponerse nerviosa.
—Mírame.
Tardó un momento en darse cuenta de que Alexander había hablado en voz alta, y lo miró a la cara. No sabía qué estaba pensando, ni siquiera lo podía imaginar y sintió vergüenza.
—Ábreme tu mente, Angélica.
—¿Qué? —preguntó, algo confusa.
—Entra en la mía —dijo él, suavizando su expresión al ver que Angélica comprendía por fin. Angélica salió de su bloqueo y se dejó arrastrar. Entró en la mente de Alexander y él en la suya, y sus pensamientos se fundieron.
Al sentir su deseo, la abandonaron los nervios y le rodeó la espalda con los brazos. Era como si sintiera las sensaciones de los dos, confundidas totalmente y a la vez totalmente maravillosas.
No te contengas más.
No quiero que tengas miedo.
¿No puedes ver que no tengo miedo?
Te deseo mucho.
Ven.
La penetró lentamente. Angélica se mordió el labio al sentirse invadida por mil sensaciones.
Él le hacía daño al abrazarla con fuerza y darle la vuelta para ajustarla a su tamaño, pero también sentía una pura explosión de placer al sentirse penetrada.
¡Alexander!
Alexander no pudo menos que seguir profundizando y, al darse cuenta del dolor de la joven, supo que casi había llegado al fondo.
Angélica bajó las manos hasta su cintura y lo atrajo hacia sí, y él se perdió.
El movimiento rítmico que había ido adquiriendo velocidad puso a Angélica al borde del aullido. No podía detener la presión que se estaba acumulando dentro de su cuerpo.
Alexander rugió al sentirla explotar debajo de él. El placer lo puso frenético y Angélica gritó de nuevo cuando las sensaciones masculinas la inundaron por dentro.
Cuando a Angélica se le normalizó el ritmo cardíaco, Alexander se movió y se puso a su lado, dejando su brazo alrededor del cuello de la joven.
—¿Alexander? —La voz sonó aletargada incluso en sus oídos y se dio cuenta de lo cansada que estaba.
—¿Mmmm?
—Gracias.
Él se removió y la estrechó con más fuerza.
—¿Angélica?
—¿Mmmm?
—Vente conmigo a Moscú.
—Necesitaré un abrigo más caliente.
Angélica creyó oírle reír cuando se quedó dormida.