26
Angélica estaba en silencio, con los pies apoyados en un escabel y el grueso volumen de Criaturas míticas en el regazo. Estaba abierto por una página con imágenes de murciélagos y el dibujo de un hombre con largos colmillos y los ojos inyectados en sangre, pero Angélica no leía el artículo sobre vampiros rumanos, sino que miraba por la ventana de la biblioteca.
No era consciente de la lluvia ni de la oscuridad del día. Lo único que veía era el rostro del hombre que la había besado la noche anterior, el hombre que probablemente nunca volvería a besarla. No entendía por qué esta idea la ponía melancólica; después de todo, ¿cómo iba a querer que la besara un vampiro? En cualquier caso, ¿qué tenía de especial Alexander Kourakin?
Era atractivo, sí, pero también lo eran muchos hombres que había conocido últimamente.
Era poderoso, pero eso también era un rasgo que tenía en común con otros. Carecía totalmente de sentido del humor, lo que definitivamente no era un buen detalle.
Mientras hacía la lista mentalmente, comenzó a animarse. No se perdía nada por no interesar a aquel insidioso, porque no tenía ningún elemento positivo.
—¡Ja! —Su voz rebotó de estantería en estantería, aterrizando por fin en sus oídos.
Bueno, quizá la preocupación por su gente sí sea un elemento positivo, pensó sin tenerlas todas consigo. Y estaba también el hecho de que le había salvado la vida, aunque, eso sí, de una forma poco tradicional.
Quizá su preocupación por su seguridad y el que hubiera dado la cara por ella frente al arrogante Lord Jeffrey pudieran considerarse ejemplos de sus buenas cualidades…
¡Maldito fuera aquel hombre! ¿¡Por qué tenía que ser amable y atento, y cariñoso y poderoso, y atractivo y misterioso y tan completamente insoportable!?
—¡Es un vampiro! —dijo, como si oír las palabras en voz alta pudiera cambiar sus sentimientos. Pero no cambiaron.
—De todas formas, ya no importa —gruñó, olvidando toda pretensión de leer el libro y dejándolo en el suelo.
—¿Angélica? —preguntó Kiril desde la puerta de la biblioteca, con una bandeja de plata en la mano.
—¿Ha vuelto Alexander? —dijo Angélica, sin poder evitarlo. Tras la partida de Nicholas, había querido volver a casa y desde entonces había estado esperando a Alexander.
—No, el príncipe no está aquí —respondió Kiril con su habitual laconismo—. La cocinera acaba de prepararme té y me preguntaba si le gustaría tomar un poco.
Angélica, sorprendida y encantada, miró la bandeja que llevaba Kiril y sonrió.
—Pues sí, muchas gracias, Kiril. Eres muy amable.
—De nada —dijo Kiril, encogiéndose de hombros, aunque Angélica notó cierto enrojecimiento en sus mejillas. Entró y antes de que ella pudiera levantarse, puso la taza de té al lado de donde estaba sentada.
—Gracias, Kiril.
Kiril ya estaba en la puerta y parecía a punto de salir sin decir nada más cuando se detuvo.
—Es un placer, sobre todo porque le he causado problemas últimamente.
¿Problemas últimamente? Angélica entendió lo que quería decir y se quedó atónita. Si se trataba de una excusa por haberla puesto a las puertas de la muerte cuando impidió su huida aquella noche fatídica, era más bien insuficiente. Pero no era probable que Kiril se disculpara por hacer algo que él creía que estaba bien. Sencillamente, le estaba diciendo que se sentía mal por lo que había pasado por cumplir con su deber.
—Gracias —respondió otra vez, y cuando estaba saliendo, Angélica le detuvo—. Espera. Me preguntaba si podrías responderme a una pregunta.
—Puedo intentarlo —dijo Kiril asintiendo con la cabeza y, volviendo a la habitación, se sentó a su lado.
—Es sobre el poema que hay al principio de vuestro Libro de la Ley —dijo Angélica y, recordándolo, lo recitó—: «Un vampiro vive sin ser conocido, con su dolorosa sed. / Vive, pero no deja huellas, así debe ser».
Kiril prosiguió con mirada ausente:
—«Un día saldrá de la oscuridad, no más sed. / Los Elegidos traerán la luz».
—¿Qué significa? —preguntó Angélica, arrellanándose en el asiento, llena de curiosidad mientras Kiril se removía en su silla.
—Ya sabe que nosotros los vampiros no podemos vivir sin sangre. —Aunque no era una pregunta, Kiril esperó a que ella asintiera con la cabeza antes de continuar—. El poema habla de la sed que sentimos hasta el final de nuestra vida. La cantidad de sangre que necesitamos cambia según lo que hagamos. Un vampiro puede pasar un par de días sin sangre, si no hace un esfuerzo excesivo, o si no resulta herido de alguna manera. En todo caso, sin sangre, morimos al igual que vosotros cuando os falta la comida.
—Sí, ya veo. ¿Y que «no deja huellas» se refiere al hecho de que nosotros, los humanos, no sabemos de vuestra existencia?
—Supongo que sí —dijo Kiril, encogiéndose de hombros.
—¿Y los Elegidos? ¿A qué se refiere?
—¿Los Elegidos? —Kiril se echó a reír—. Eso procede de una antigua profecía y lo más probable es que sea una fábula.
—Cuéntamela de todas formas —insistió Angélica. Se había estado preguntando por los Elegidos desde el mismo día en que Alexander le había dado a leer el Libro de la Ley.
—Habrá oído decir que para los vampiros es muy difícil procrear —dijo con un suspiro—. No somos compatibles con los humanos para ese fin y la mayor parte de nuestra gente muere antes de alcanzar la edad fértil. Bien, pues se dice que es posible que haya una línea de sangre humana compatible con la nuestra. Los hijos de esa unión serían los Elegidos. Serían los que vagarían por la Tierra siendo mitad vampiros, mitad humanos. No tendrían la sed que tenemos nosotros, no necesitarían sangre.
Angélica se quedó pensativa un momento, pero no se le ocurría cómo los Elegidos podían llevar «la luz» a la raza de los vampiros.
—¿Qué diferencia habría entre los Elegidos y los humanos, Kiril? ¿Por qué son tan importantes?
Kiril esbozó una sonrisa irónica.
—Me ha entendido mal, princesa. Los Elegidos son vampiros, pero no tienen nuestra debilidad. No necesitan sangre, pero si son heridos, un pequeño sorbo los curaría. Al no necesitar sangre, envejecen más rápidamente que nosotros, por tanto también maduran antes. Los Elegidos no vivirían tanto como un vampiro normal, pero madurarían como un humano. Una mujer podría quedar embarazada antes de los veinte años, y un hombre podría inseminar después de los veinte. Si llegaran los Elegidos, nacería una nueva raza de vampiros; una que no tendría que esconderse del resto del mundo. Y en opinión de muchos vampiros, terminaría con la desesperanza que sentimos.
Desesperanza. A Angélica no le parecía que los hombres y mujeres que había conocido últimamente estuvieran desesperados. Era imposible imaginar a Alexander desesperado. Aunque en parte entendía el precio que suponía el tener que esconder al mundo lo que uno es.
La habilidad de leer mentes había empujado a Angélica a buscar refugio entre cuatro paredes. Había buscado su piano y había leído cientos de libros en voz alta, como si los hombres y mujeres muertos tiempo atrás pudieran dialogar con ella. Había implorado la compañía de las páginas de papel y hasta ese preciso momento no había caído en la cuenta de que había estado escondiéndose porque no había sabido qué otra cosa podía hacer.
Solo tenía veintiún años y casi había renunciado al mundo. ¿Cómo sería sentirse así durante cientos de años?
Alexander. Su nombre le vino a la cabeza con fuerza. No había cantidad de tiempo ni de tensión que pudiera con él, y ahora comprendía con más claridad la actitud reverente con que lo trataban.
Angélica había oído que era el vampiro vivo más fuerte, pero por mucha fuerza física que poseyera, su verdadero poder radicaba en su mente.
Y él le había enseñado a ser fuerte. Le había dado el control de sí misma y, quizá sin siquiera proponérselo, la había sacado de su escondite.
—He de retirarme, princesa —dijo Kiril, sacando a Angélica de su ensimismamiento.
—Por supuesto, Kiril, muchas gracias —dijo, sonriendo.
—No hay de qué —dijo el otro, haciendo una inclinación y saliendo de la habitación tan silenciosamente como había llegado.
Angélica se reclinó en su asiento y cogió la taza de té. Era una revelación ver que ya no se enfadaba por todo lo que aquello suponía. En honor a la verdad, tenía que admitir que era más sincera y se sentía más cómoda con sus nuevos amigos vampiros que con otras personas que había conocido antes.
Seguía lloviendo, la última gota de té se había consumido y el tictac del reloj acunó a Angélica hasta que se durmió.
† † †
—¿Quién eres?
Angélica abrió los ojos pero no vio nada hasta que se acostumbró a la oscuridad de la estancia. Cuando por fin consiguió enfocar al muchacho, lo reconoció al instante.
—¡Eres el chico de la ceremonia!
El muchacho se acercó a ella y la miró con el entrecejo fruncido.
—¡No eres un vampiro! —exclamó el joven con orgullo. Angélica trató de despejarse y miró a su alrededor.
—¿Cómo lo sabes?
Christopher se dejó caer en una silla que había delante de ella.
—Porque estabas durmiendo. Los vampiros dormimos muy poco, bueno, cuando somos algo más viejos. Yo todavía duermo más horas que la mayoría de vampiros porque todavía no tengo todos los poderes.
Angélica almacenó aquella información y asintió.
—¿Así que aún estás desarrollando tus poderes?
—Sí —contestó él sonriendo—. ¡Me sometí a la iniciación hace tan solo una semana! Oh, un momento. He oído hablar de ti, eres la lectora de mentes, ¿verdad?
—Supongo que sí —dijo Angélica, agradecida—, aunque puedes llamarme Angélica, si quieres.
Christopher se arrellanó en la silla con mirada de curiosidad.
—Dicen que eres una telépata tan potente que ningún vampiro puede entrar en tu mente. ¡Ni siquiera el príncipe!
—¿Eso dicen? —Angélica se preguntó quién andaría hablando de ella en tales términos.
—Bueno, en realidad me lo dijo mi padre, inmediatamente antes de decirme que no debía contárselo a nadie —dijo y su expresión se volvió recelosa—. ¿Por qué estás en la casa del príncipe?
—Él se ocupa de ella —dijo Kiril, entrando en aquel preciso momento. Angélica no habría sabido responder a aquella pregunta tan peliaguda.
—¿Te has presentado a la princesa Belanov, Christopher? —preguntó Kiril, acercándose al muchacho.
Christopher se ruborizó y negó con la cabeza. Tras un breve ademán de Kiril, se puso en pie y se acercó a Angélica.
—Siento haber sido tan grosero, princesa. Soy Christopher Langton.
Angélica pensó que era increíblemente dulce, y tan joven…
—Si he de llamarte Christopher, tú me llamarás Angélica.
—Muy bien, Angélica —dijo Christopher sonriendo y olvidando su anterior bochorno. Luego señaló la habitación con entusiasmo infantil—. ¿Verdad que es grande la casa del príncipe? Y él te está protegiendo, eso es fantástico. A mí también me ayudó, ¿sabes? Durante la ceremonia, y también después.
Era fácil ver que Christopher adoraba a Alexander, y compadecía al muchacho, de veras que sí.
—Es un hombre muy bondadoso, quiero decir un vampiro muy bondadoso.
—¡Es el vampiro más fuerte del mundo! —corrigió Christopher—. Mi padre dice que si me porto bien puede que algún día…
Un agudo grito interrumpió las palabras de Christopher y Kiril corrió hacia la puerta.
—¿Kiril? —dijo Angélica, levantándose de su asiento.
—Viene de la calle. Los guardias no están y tengo que ir a ver lo que pasa. Quedaos aquí.
Y tras decir esto, se fue. Angélica y Christopher se miraron.
—¿Quién crees que ha gritado? —El miedo del muchacho era palpable, así que Angélica volvió a sentarse y se encogió de hombros como si no estuviera preocupada por nada.
—Probablemente alguna tonta que ha visto un ratón o algo parecido —dijo, sabiendo que había dicho lo que debía al ver que Christopher reía y volvía a sentarse.
—Eres muy guapa para ser mujer.
Angélica se frotó los brazos al sentir una fría brisa en la piel. ¿De dónde procedía aquella corriente de aire?
—Bueno, muchas gracias amable caballero, tú tampoco estás mal para ser… ¿qué demontres…? —dijo Angélica con incredulidad al ver una sombra oscura saltando desde las largas cortinas—. ¡Aparta, Christopher!
Angélica cogió el brazo del muchacho y tiró de él en el momento en que la figura envuelta en una capa oscura clavaba un cuchillo en el blando tejido del sillón.
No había tiempo para pensar. En el tiempo que tardó el atacante en recuperarse de la sorpresa, Angélica se arrojó sobre el arma.
—¡Busca ayuda! —gritó mientras se aferraba a la empuñadura de la daga con todas sus fuerzas. Christopher salió corriendo de la habitación en el momento en que una bota propinaba a Angélica una patada en el estómago. Sintió que la bilis le subía a la garganta, pero se la tragó y, falta de equilibrio, se lanzó sobre el cuchillo de nuevo.
Una mano enguantada la agarró del pelo y se lo retorció, forzándola a agacharse hasta quedar a la altura de las rodillas del atacante. Angélica hizo una mueca cuando recibió un rodillazo en las costillas. El dolor fue insoportable.
La muchacha cayó doblada por el dolor y trató de mirar hacia arriba. Vio que el cuchillo se acercaba y durante unos momentos el miedo venció al dolor. La figura oscura de su agresor estaba erguida, probablemente pensando qué hacer.
Un instante después, las botas negras se dirigieron hacia la puerta y Angélica supo que el asesino había decidido no perder el tiempo con ella.
—¡No! —gritó, agarrando los pies con todas sus fuerzas mientras las costillas protestaban con agudos aguijonazos de dolor.
—¡Zorra! —El ponzoñoso silbido le perforó los tímpanos un momento antes de que un objeto duro se estrellara contra su cabeza.
Oscuridad. Todo se quedó sin color mientras perdía el conocimiento.
† † †
—¿Se encuentra bien?
Alexander cerró la puerta de la biblioteca y se volvió hacia James, que estaba esperando en el pasillo.
—El médico está ahora con ella. El golpe la dejó inconsciente y probablemente aturdida, pero no hay por qué preocuparse. Tiene golpes en la espalda, pero ninguna costilla rota. El doctor dice que pronto recuperará la conciencia.
James asintió con la cabeza y miró el pasillo.
—He enviado a Christopher a casa con su padre y una escolta de cuatro hombres. Quería quedarse con ella. Dice que le salvó la vida.
Alexander ya había hablado con Christopher y sabía lo que había ocurrido. ¿Es que aquella mujer no estaba bien de la cabeza? ¿A quién se le ocurría arrojarse sobre el asesino como ella había hecho? ¡Podía haberla matado! ¡Maldita sea, podía haber muerto!
—Tenemos que analizar todo esto. ¿Por qué el asesino atacó a Christopher? ¿Y cómo consiguió encontrar al muchacho en tu casa el único día que tus guardias no estaban en sus puestos?
La ira amenazaba con devorarle, pero Alexander respondió.
—El muy bastardo envió un mensaje a Christopher haciéndose pasar por mí, diciéndole que viniera. Sabía que los guardias no estarían en sus puestos. La mujer que gritó debía de estar pagada por él. Todo estaba perfectamente planeado. Lo sabía todo.
—Menos que Angélica estaría aquí. Cuando llegué a casa, Margaret me dijo que Angélica se había marchado pronto por alguna razón. Me dijo que la princesa no se encontraba muy bien.
Alexander soltó una maldición. Ella estaba bajo su protección y había resultado herida. Si Kiril no hubiera vuelto habría podido morir.
—Alexander —dijo James, mirándolo fijamente—. No ha sido culpa tuya. Ella está bien.
El médico salió de la habitación y ambos hombres lo miraron.
—¿Sigue durmiendo?
El médico asintió con la cabeza.
—Pero no hay nada que temer. La señora ha recuperado la conciencia unos momentos, lo justo para preguntar por un joven. No sé de quién estaba hablando, pero le dije que estaba bien y luego preguntó si usted estaba aquí. Cuando le aseguré que sí, se durmió de nuevo.
—Gracias, doctor —dijo Alexander.
—Creo que mi trabajo aquí ha terminado —dijo el médico sonriendo—. ¿Sería tan amable de pedirme un coche?
—¡Ni hablar! Por favor, permítame que lo acompañe a casa, doctor —dijo James—. Hablaré contigo más tarde, Alexander.
Alexander les vio marchar y volvió a la biblioteca. Kiril la había acostado en uno de los sofás más grandes y aún seguía allí, durmiendo tan pacíficamente como un bebé.
Pero había estado cerca, muy cerca de morir y todo por su culpa. Tenía que protegerla y había cometido un fallo.
Con el corazón dolorido, se acercó y se arrodilló a su lado. Angélica, hermosa Angélica, valiente Angélica. Era especial, diferente… le había emocionado más que nadie.
—Despierta, cariño. —Dijo con suavidad estas palabras que incluso para él eran un enigma. No reconocía a aquel hombre que solo deseaba abrazar con fuerza a aquella mujer y besarla hasta que los dos fueran uno.
—Angélica, despierta.
La joven no se movió.
—Angélica, por favor. —La desgarradora súplica le brotó del pecho. Tenía que despertar.
No soportaba estar sin ella ni un momento más.
Alexander le cogió la cabeza entre las manos, bajó sus labios hacia los suyos y la besó con suavidad.
—Despierta.
Volvió a besarla mientras enredaba los dedos en su exquisito cabello negro.
—Despierta.
Notó que su cuerpo empezaba a moverse mientras le besaba las mejillas, los ojos, la nariz y de nuevo la boca. Angélica movió los labios bajo los suyos y entonces se apartó para contemplar aquellos ojos azul oscuro que tan dulcemente lo miraban. Volvió a besarla, y no tardó ella en estremecerse debajo de él, exigiendo la satisfacción que solo él podía darle.
—Espera, Alexander —dijo volviendo la cara y poniéndose la mano en el pecho para poder respirar.
—¿Qué te ocurre, amor mío, te he hecho daño? Dime dónde te duele.
Angélica lo miró con sonrisa triste.
—No, estoy bien, yo… ¿Christopher?
—Está bien.
—Y, y el…
—El asesino —dijo Alexander, ayudándola a terminar la frase, ya que era probable que no supiera aún a quién se había enfrentado.
—¡Dios mío! —dijo al recordar los sucesos de la noche, y cerró los ojos.
—No, Angélica. Se acabó. Estás ilesa.
La joven se abrazó a su cuello y se quedó así mientras se convulsionaba sacudida por el llanto. Alexander la levantó con cuidado y la acunó en sus rodillas.
—Ya ha pasado, amor mío. Te has comportado muy bien.
Ella levantó el rostro hacia él mientras las lágrimas cesaban. Alexander se las enjugó con el dedo.
—¿Mejor?
—Sí —dijo la muchacha con voz ronca, mirándole los labios con una intensidad que hacía imposible para Alexander resistir la tentación.
—Voy a besarte, Angélica. —Era de justicia avisarla, porque Alexander sabía que esta vez no sería capaz de detenerse si ella se lo pedía.
Angélica no dijo nada y él le levantó el rostro y la obligó a mirarlo.
—Esta vez no seré capaz de parar.
Angélica tragó saliva visiblemente.
—Alexander.
—¿Sí? —No podía creer que aquella mujer lo tuviera en la palma de su mano. Sabía que haría cualquier cosa por ella solo con que se lo pidiera.
—Yo… estoy prometida.