21
Alexander estaba sentado en su salón cuando los primeros rayos del amanecer atravesaron la negrura del cielo. Tenía las botas apoyadas en una otomana y miraba la segunda manecilla del reloj que había en la repisa de la chimenea. Estaba cansado, pero no podía dormir.
La primera lista de candidatos no había puesto al descubierto ningún asesino, aunque a pesar de haberlo previsto le resultaba doloroso. Parecía que en su vida no podía haber nada sencillo.
Angélica. Era extraño que en su mente se hubiera convertido en sinónimo de dificultad.
Ella le había hecho desear, y era una sensación contra la que se sentía obligado a luchar. No podía permitirse esa distracción, ahora no, no cuando su pueblo estaba en peligro y tenía responsabilidades que cumplir.
Volvió a ver la expresión del rostro de la joven que había observado al arrodillarse ante él aquella mañana. Ella quería a su hermano, de eso estaba seguro. Podría haberle pedido cualquier cosa en aquel momento y habría consentido. Algunos podrían considerar su cariño fraternal una estupidez, pero Alexander lo comprendía.
Él habría muerto por Helena si le hubieran dado esa posibilidad. Y creía que Angélica sería capaz de hacer lo mismo por su hermano.
—¡Maldita mujer! —Estaba bajo su techo y bajo su piel. Le estaba volviendo loco lentamente. La imaginaba durmiendo en paz, tan solo una habitación más allá de la suya, con el cabello desparramado sobre las almohadas…
—¿Alexander?
Alexander creyó durante un momento que su mente le estaba jugando una mala pasada; en su campo visual apareció una sábana blanca por debajo de la cual asomaban dos pies humanos.
—Oí un ruido y pensé… bueno, no sé qué pensé. No es que vaya a haber nada que pueda asustarme, salvo… —la voz de Angélica se apagó cuando sus miradas se encontraron.
—¿Vampiros? —preguntó Alexander, mientras la joven se ajustaba las sábanas en los hombros. Se notaba que estaba incómoda, pero él no la tranquilizó. Ya era hora de que supiera de la existencia de Serguéi. Existía un peligro y ella tenía que estar en guardia.
—Siéntate Angélica. Ya que estás despierta, hay cosas de las que tengo que hablarte.
Ella asintió como una niña dócil. Alexander se preguntó cómo se las arreglaba para hacerlo.
¿Cómo podía parecer tan frágil un momento y al siguiente tan fuerte?
—¿Sí? —dijo, mirándolo con cierta cautela. Le gustaba que lo mirase así. Cuando levantaba la barbilla con aire desafiante para mirarlo, le resultaba especialmente difícil resistirse a ella.
—Deberías saber que vine a Londres con una misión específica. Hay un vampiro que ha infringido nuestras leyes, se llama Serguéi. Estoy aquí para localizarlo y presentarlo ante la justicia.
—¿Qué leyes ha quebrantado ese Serguéi?
—Muchas. Para empezar, las dos primeras.
Angélica miró hacia la oscuridad que quedaba más allá de la ventana.
—Bebió sangre humana —dijo Angélica. No era una pregunta, así que él no respondió.
Pensó que quizá había sido un error darle el Libro de la Ley. Su memoria era demasiado buena, y con su mente siempre curiosa era muy probable que hiciera muchas preguntas.
—Vas a matarle, ¿verdad?
—Sí —dijo. No tenía sentido mentir. Cuando encontrara a Serguéi, lo presentaría ante una asamblea y sería él, como jefe del clan al que pertenecía Serguéi, el encargado de aplicar el castigo.
—Así que te pasas el día buscándolo.
—A él y al asesino.
Angélica sintió un escalofrío.
—¿Un asesino?
—Un humano que conoce nuestra existencia y ha decidido que tiene que matarnos.
—Lo siento.
Alexander vio su tristeza y no entendió el motivo.
—¿Por qué? No es culpa tuya. Hay asesinos humanos al igual que hay asesinos vampiros.
Ella se encogió de hombros; eso ya lo sabía.
—Siento que tengas una responsabilidad tan difícil. No debe de ser agradable matar a nadie, por muy buenas razones que se tengan.
Sus palabras eran inocentes, ingenuas casi, pero le hicieron sentir calor. Se puso en pie y le tendió la mano.
—Vamos, tienes que dormir y yo tengo cosas que hacer.
Angélica cogió la mano que se le ofrecía sin vacilar. Subieron las escaleras en silencio.
—Kiril te llevará con Margaret por la mañana.
Ella asintió con la cabeza y al hacerlo un mechón de pelo le cayó sobre la cara. Sin pensarlo, Alexander alargó la mano y se lo colocó tras la oreja.
Vio sorpresa en su rostro y después pasión. Apenas pudo contener un gruñido. Su cuerpo ardía por ella.
—Buenas noches, princesa —dijo. Dio media vuelta y estaba a punto de entrar en su cuarto cuando un pensamiento le detuvo.
No te vayas.
Alexander se fijó en sus labios abiertos, en la pasión que reflejaban sus ojos azules, en la confusión… Ella no podía saber lo que había provocado en él, que era un experto en ocultar sus sentimientos. Él pensaba que gobernaba totalmente sus sentimientos, pero Angélica le había puesto de manifiesto que estaba equivocado.
Dio dos pasos hacia ella y ella retrocedió sobresaltada, y se detuvo al llegar a la pared.
Alexander le enmarcó el rostro con las manos, con los ojos clavados en su suave boca y luego en sus pupilas.
Angélica contuvo la respiración. Podía oír los latidos de su corazón acelerándose. Él vio la incertidumbre en los ojos femeninos, la lucha, pero ya había terminado con las preguntas, para ella y para sí mismo.
Alexander dejó a un lado sus dudas y se inclinó sobre la muchacha, uniendo sus labios a los suyos. El contacto fue como una descarga eléctrica. Los labios que la besaban eran suaves y duros a un tiempo. Angélica cerró los ojos poco a poco y sus hombros perdieron parte de la tensión.
Alexander reconoció al momento la inexperiencia de la joven, aunque el dato no enfrió su ardor. Le cogió el rostro entre las manos y siguió saboreando sus labios con avidez.
Abre la boca.
Angélica obedeció y dio un respingo al sentir la lengua del hombre dentro de la boca.
Alexander. El hombre oyó la desesperación en la mente de la muchacha, en los dedos aferrados a él.
Cuando la sintió suspirar, la besó con más pasión, con más profundidad. Alexander se olvidó de su inexperiencia y estrechó a Angélica con fuerza. Era como si fuera la primera vez que daba un beso; en casi doscientos años no había sentido con tanta intensidad como en aquellos instantes.
Ven conmigo, pensó con energía, pasa conmigo esta noche.
Angélica volvió en sí lentamente al captar el significado de aquello. ¿Qué estaba haciendo?
Santo Dios, estaba besando a un vampiro. No, al jefe de un clan de vampiros. Debía de haber perdido la cabeza, era la única explicación.
—Basta —dijo apartándose. Alexander retrocedió inmediatamente, transformado ante sus ojos en el hombre sereno que siempre era. Enderezó la columna y adoptó su habitual expresión impasible. Angélica lo miró; no estaba muy convencida de no haber imaginado todo aquel episodio hasta que vio sus ojos. Seguían ardiendo, y lo que el cuerpo de ella sentía…
—No puedo —dijo, sintiéndose estúpida y confusa. Se sentía satisfecha porque él había respondido a su demanda, pero una parte de ella deseaba ser besada de nuevo—. Yo… —fue a decir, pero no pudo continuar. El cerebro le iba al galope tratando de poner las cosas en orden. Si estaba con Alexander, tendría que olvidar toda posibilidad de matrimonio, y entonces Mijaíl sufriría…
—Vete a dormir. —La voz de Alexander era fría. El fuego había desaparecido de sus ojos y había vuelto a ser el príncipe arrogante.
Angélica lo miró y se dio cuenta de que el hecho de que fuera un vampiro no la molestaba ni la mitad que aquella arrogancia. ¡Maldito fuera aquel hombre! ¿Cómo podía ser tan irritante?
—¡Muy buenas noches! —dijo mientras su confusión se convertía en ira.
Alexander le cogió el brazo cuando se volvió para abrir la puerta. Su expresión ya no era impasible cuando la miró.
—Me dijiste que me detuviera y así lo hice. Explícame la causa de esa ira. ¿O quizá estás enfadada contigo misma por haber besado a un vampiro?
—¡Estoy asustada! —admitió Angélica medio gritando.
—¿Asustada de mí? —dijo él, sorprendido.
—No —dijo Angélica en voz más baja—, de lo que me haces sentir.
Alexander calló ante esta revelación y ella siguió hablando, insegura de cómo explicarlo, incluso de por qué daba explicaciones.
—Nunca había querido a nadie, y quererte me da miedo.
Alexander siguió callado unos momentos.
—Vete a dormir, Angélica.
Angélica miró su rostro, que le pareció más suave y más amable. A pesar de lo ingenua que era, entendió el significado de su mensaje. Alexander Kourakin retrocedía.
Sintiéndose muy joven y tonta, asintió con la cabeza y entró en su cuarto.
† † †
—Aquí están los planes para la búsqueda de mañana —dijo Joanna, arrojando un pergamino sobre la mesa—. Se están acercando. Harías bien en mudarte a otra casa.
Serguéi sonrió lentamente. Era tan placentero manipular a otros…
—Gracias, querida. Sin ti, no tendría libertad para buscar a ese asesino. Dime, ¿han hecho algún progreso por ese lado?
Joanna estaba consternada mientras se paseaba por el suelo de mármol del vestíbulo de Serguéi.
—No. No han hecho ninguno, aunque estoy segura de que el príncipe lo hará algún día. Es… formidable.
—Sí que lo es —admitió Serguéi, pensando en Alexander Kourakin.
—Es increíble que una leyenda viva pueda estar tan…, bueno, tan cercana.
—¿A qué te refieres? —dijo Serguéi, apoyándose en la pared con aire indiferente. Ya llevaba un tiempo observando al príncipe y tenía un gran interés por cualquier dato que Joanna pudiera darle.
—Bueno, la manera en que se comportó con Christopher, por ejemplo…
—¿El muchacho que acaba de celebrar su iniciación? —Serguéi se dio cuenta de que había cometido un error al ver que Joanna le dirigía una mirada recelosa y añadió rápidamente—: Me lo contaste la semana pasada.
Joanna pareció creerle y continuó.
—Sí, ese muchacho. El príncipe fue muy amable con él, aunque normalmente es muy seco. Habla poco y nunca sonríe, pero con Christopher fue muy considerado.
Serguéi empezó a esbozar una sonrisa, pero la deshizo de repente. Aquello era perfecto, sencillamente perfecto.
—Ya veo. Muy bien, Joanna, deberías irte. Pronto amanecerá y no queremos que te echen de menos —dijo, abriendo la puerta al aire frío, deseoso de que la mujer se fuera.
—Tienes razón, claro —dijo ella, calándose la capucha. Pasando por su lado, desapareció en la niebla matutina.
—Christopher. —Serguéi pronunció el nombre en voz alta. Al parecer, el pequeño Christopher se había ganado el cariño del príncipe y eso era sencillamente perfecto.
Alexander Kourakin era su clave para el éxito. El vampiro más fuerte, el guerrero que había matado a docenas de asesinos en una sola noche, sería el que ganara la próxima guerra de los vampiros.
Serguéi sabía, por las anécdotas y leyendas que se transmitían, que la noche en que Alexander había terminado con la era de los asesinos de vampiros, su hermana había sucumbido.
La ira alentó el brazo del guerrero, así que Serguéi proporcionaría al príncipe ira de sobra.
Al día siguiente visitaría al asesino de vampiros. Serguéi había puesto al asesino frente a la vampiro visitante y el resultado había sido perfecto: la muerte del vampiro débil les había hecho desear la guerra. Y ahora Serguéi se ocuparía de que el asesino matara al muchacho para asegurarse la cooperación de su aliado más fuerte.