20
–No me dijiste, James, que nuestra princesa Belanov rivalizaba en belleza con esos cuadros de Afrodita que tienes cerrados bajo llave en tu estudio.
Angélica se ruborizó al inclinarse para hacer una reverencia a la duquesa de Atholl. Había subido la larga escalera de la residencia de los duques hecha un manojo de nervios. Para empezar, encontrarse con Mijaíl al lado del coche familiar y descubrir que estaba convencido de que habían hecho el recorrido juntos era una experiencia desconcertante. Su hermano le hablaba como si no pasara nada de nada, y a Angélica le resultó más difícil de lo que creía responder como si nada sucediera.
Y ahora que había llegado al final de la fila de invitados, el estómago le daba saltos y tenía las mejillas como el tomate.
—Oh, levántate Angélica. No te importa que te llame Angélica, ¿verdad? No me gustan mucho las formalidades, al contrario que a mi pomposo marido y, después de todo, vamos a pasar mucho tiempo juntas.
Angélica miró al duque, que acababa de saludar a su hermano y miraba afanosamente a su esposa.
—No haga caso a mi mujer; está embarazada —dijo poco después, estrechando la mano de Angélica—. Buenas noches, princesa Belanov. Gracias por venir.
El duque la miraba con amabilidad y Angélica se dio cuenta de que le costaba creer que tan solo la noche anterior hubiera estado en la casa de Alexander, casi dispuesto a condenarla a muerte.
—Gracias, Excelencia —respondió Angélica con educación.
—Oh, llámale James, querida. ¡No seas tan formal!
Aunque sorprendida de nuevo por la forma en que la duquesa trataba al duque, Angélica estuvo a punto de echarse a reír al oír la conversación de la pareja.
—Margaret, estamos en compañía educada…
Margaret interrumpió a su esposo sin reparos.
—Tonterías, se trata de Angélica. Mira, incluso su hermano se ha alejado para esperarla con… maldita sea… ¿cómo se llama esa querida señora?
—Lady Dewberry —dijo Angélica, apretando los labios para no soltar la risa.
—Sí, claro. En cualquier caso, querido esposo, solo un tonto no se daría cuenta de que esta querida niña ha sido profundamente herida por tu indiscreto comportamiento de anoche.
James frunció el entrecejo con malestar mientras el buen humor desaparecía del rostro de Angélica.
—Lo que ocurrió fue inevitable. Ya conoces nuestras leyes —dijo en voz baja para que nadie oyera la conversación.
—¡Paparruchas, James Atholl! Si yo hubiera estado allí, como quería, habría podido ayudar, habría dicho enseguida que nadie necesita pronunciar palabras tan desagradables como muerte.
James dejó de esforzarse por mantener una conversación sensata con su esposa, y se dirigió a Angélica.
—Soy consciente de que sabes muy poco sobre nosotros y nuestra forma de vida, Angélica, pero con el tiempo aprenderás que hay buenas razones para que existan unas leyes tan estrictas, y las apliquemos incluso cuando no deberíamos. —Al ver que su esposa estaba a punto de hablar otra vez, James le puso una mano en el hombro, deteniendo así en seco lo que estuviera a punto de decir.
Angélica vio entonces que el aire de despreocupación del aristócrata se había desvanecido para ser reemplazado por el aura de señor del Clan del Norte.
—Sea como sea, siento la aflicción que sufriste en nuestras manos. Te aseguro que ahora que Alexander es tu guía, ningún vampiro ni humano te hará daño.
Angélica no estaba muy segura de a qué se refería el duque, pero reconocía la buena voluntad cuando la oía, lo que hizo disminuir en buena medida el resentimiento que aún abrigaba.
—Sí, sí, palabrería —interrumpió Lady Margaret con ligereza. Volviéndose a James, añadió—: Querido, vas a tener que quedarte aquí en la puerta. Voy a llevar a Angélica a dar una vuelta por el salón de baile.
—Margaret, quedan invitados a los que saludar.
La duquesa arrugó la aristocrática frente.
—Y estoy segura de que comprenderán mi ausencia, amor mío, cuando les digas que estoy embarazada. —Y colgándose del brazo de Angélica se alejó con ella antes de que James tuviera tiempo de protestar.
—¿No se enfada contigo? —preguntó Angélica con asombro mientras la mujer se dirigía en línea recta hacia Lady Dewberry y Mijaíl.
—Querida, le da pánico enfadarse conmigo en mi estado —respondió la duquesa con regocijo.
—¿Y qué tiene que ver lo uno con lo otro? —preguntó Angélica, desconcertada.
—Nada —dijo Margaret—, pero mi dulce James está convencido de que las mujeres embarazadas en cierto modo se vuelven inválidas. No me deja levantar ni siquiera un plato de porcelana, y últimamente está convencido de que no debe irritarme porque eso podría ser perjudicial para el niño.
La risa de Angélica engendró un encogimiento de hombros en la excéntrica duquesa de Atholl.
—De todas sus suposiciones, es la única que me es favorable, así que me conviene dejarle creer lo que cree.
—Si no os importa que lo diga, Excelencia, no sois precisamente lo que había esperado.
Margaret esbozó una sonrisa deslumbrante cuando llegaron a la altura de la pareja hacia la que habían estado dirigiéndose.
—Luego no digan que nunca han visto a una hermosa morena con grandes pechos y una barriga más grande aún.
Angélica se echó a reír y se dio cuenta de que, por absurdo que pareciera, se sentía totalmente a gusto. Todo el nerviosismo se le había desvanecido tras unos momentos al lado de aquella mujer, que no parecía tener más de cuarenta años y que era, desde luego, muy hermosa.
—Excelencia, veo que habéis tenido la gran amabilidad de traer a Angélica —dijo Lady Dewberry, sonriendo como una clueca satisfecha. Estaba encantada de que a alguien de tanta trascendencia como la duquesa de Atholl le hubiera gustado su protegida y ardía de impaciencia por contarlo por todas partes.
—Me temo que he de decepcionar a ambos durante algún tiempo más. Me he empeñado en enseñarle a Angélica las habitaciones —dijo Margaret sonriendo a la anciana señora y luego al joven príncipe.
Mijaíl miró orgulloso a su hermana mientras Lady Dewberry se apresuraba a asegurar a la duquesa que no había ningún inconveniente.
—Si hay alguien bajo este techo a quien pueda confiar a mi pupila, sois vos, Excelencia —dijo Lady Dewberry con toda sinceridad.
—Me siento cruelmente ofendido, señora… ¿No soy yo de confianza para mi propia hermana? —preguntó Mijaíl fingiendo estar herido en su orgullo.
Margaret rio la broma del joven mientras la anciana le reñía.
—Vamos, sabes que no quería decir eso, príncipe Belanov. Solo estaba…
Angélica tendió una mano a su tía y lanzó una mirada a su hermano que decía «compórtate».
—Todos sabemos que no querías decir lo que ha creído mi indiscreto hermano.
—¿Indiscreto? He de decirte que tengo…
—«Un silencio oportuno es más elocuente que un discurso» —dijo Angélica, interrumpiendo a su hermano con la cita de Martin Tupper.
Mijaíl hizo una mueca, no muy convencido.
—¿Quién fue el que dijo que el silencio es la virtud de los tontos?
—Muy probablemente un hombre al que le gustaba oír su propia voz —dijo la duquesa uniéndose a la broma y guiñándole un ojo a Angélica.
Poco tiempo después, Angélica estaba sentada al lado de la duquesa en un rincón del gran salón de baile, observando a los bailarines que se deslizaban por la pista.
Era el primer momento de silencio que las mujeres compartían desde que se habían separado de Mijaíl y Lady Dewberry, y Angélica se dio cuenta con cierta sorpresa de que había disfrutado inmensamente durante la última hora.
La duquesa, que había insistido en que Angélica la tuteara y la llamase Margaret, era la mujer más excéntrica y extravagante que había conocido. La mujer siempre decía lo que se le antojaba cuando se le antojaba, y a nadie parecían importarle sus modales poco convencionales.
De hecho, tras observar a las docenas de aristócratas que le había presentado, estaba segura de que la duquesa era muy bien considerada por todos.
—Estás muy pensativa, querida —comentó Margaret, cogiendo su taza de ponche.
Angélica palpó el raso de su vestido violeta y se preguntó si debía abordar el tema que le había estado quemando durante toda la velada.
—¿Puedo hablar francamente?
La duquesa chasqueó la lengua.
—No seas ridícula, querida, di lo que se te antoje, que es lo que hago yo.
—No estoy muy segura de lo que debo hacer ahora que tengo un… protector.
Margaret entendió el significado y se removió en su sillón hasta quedar cara a cara.
—¿Cuáles eran tus planes antes de tenerlo?
Angélica no sabía cómo explicar su situación. A pesar de lo franca y testaruda que era la duquesa, no estaba segura de si aprobaría lo que tenía que decirle.
—Vine a Londres por insistencia de mi hermano. Hace poco que terminó sus estudios y estaba preocupado por mi… digamos, por mi forma de vida.
La duquesa arqueó una ceja, signo seguro de que quería que Angélica hablase.
—Nuestros padres —prosiguió la muchacha—, murieron cuando éramos muy jóvenes y nuestro único pariente vivo, Lady Dewberry, no soporta el campo, bueno, y tampoco los niños… Venía a visitarnos de vez en cuando, pero aparte de eso, Mijaíl y yo vivíamos con los criados.
»Cuando Mijaíl fue al colegio y después a la universidad, yo me las tuve que arreglar sola, así que elegí hacer lo que más me gustaba. Leía durante toda la mañana, montaba a caballo y tocaba el piano. —Sintiéndose algo extraña, Angélica trató de deducir por la expresión de la duquesa si encontraba sorprendente lo que estaba oyendo. Sabía que muchos, en el mejor de los casos, considerarían escandalosa su educación.
La duquesa no dijo nada, pero le hizo un gesto con la mano para que continuara, así que Angélica prosiguió.
—Así pues, Mijaíl insistió en que nos mudáramos a Londres, supongo que pensando que una vez aquí evolucionaría hasta convertirme en una especie de mariposa social y haría lo que se supone que todas las mujeres deben hacer.
—¿Y se puede saber qué es lo que todas las mujeres deben hacer? —preguntó la duquesa con expresión divertida.
—Pues casarse, por supuesto. Y creedme, Excelencia, que casarme es lo último que deseo hacer.
—¡Te he dicho que me tutees! —advirtió la duquesa.
Angélica se ruborizó pero no dijo nada. Era difícil despojarse de años de normas de etiqueta en unas pocas horas.
—Todavía no me has dicho qué es lo que deseas hacer.
—Bueno, ciertos… sucesos han sido causa de que el matrimonio sea algo esencial. Así que lo que quiero es encontrar un marido. —Angélica miró hacia un extremo del salón en el que varias jóvenes vestidas de blanco esperaban pacientemente que un hombre adecuado las sacara a bailar—. En ese aspecto, no soy diferente de esas debutantes —añadió.
Margaret bufó de manera poco femenina.
—Ah, no me hagas reír, querida. Lo único que tienes en común con esas pobres chicas es el sexo. Con tu belleza, tu título y tu fortuna, puedes encontrar un marido en quince días. De hecho, no entiendo cómo no lo has encontrado ya.
Angélica se tocó las mejillas, que seguramente estarían rojas por enésima vez aquella noche, y se encogió de hombros.
—Al principio era porque no podía encontrar un hombre que me pareciera bueno para marido. Al oír sus pensamientos, me convencía de que no pensaban más que en una cosa… en partes del cuerpo, cuando estaban en presencia de una mujer.
Esta vez fue la duquesa la que se echó a reír, poniéndose la mano en el vientre mientras se sacudía.
—¡Es culpa tuya! Para empezar, no deberías haber leído sus mentes. ¡No me extraña que aún estés soltera! Los hombres son hombres, querida. Primero miran tu cuerpo, pero los buenos pronto reconocen también tu mente.
Angélica reconoció esa posibilidad y continuó.
—No era mi intención acercarme al mercado de maridos de esa manera. No supe lo que tenía que hacer para no oír pensamientos ajenos hasta hace poco, cuando Alexander me enseñó.
Margaret volvió a reír, pero se interrumpió cuando vio la expresión grave de Angélica.
—¿Hablas en serio?
—Sí —dijo Angélica.
—Oh, querida… —La duquesa se detuvo a media frase al entender que la mujer que tenía delante no apreciaría la compasión—. Me habían dicho que tu mente es poderosa, pero ahora dudo que sepan lo poderosa que es. Por favor, continúa, Angélica. ¿Y qué deseas ahora? ¿Un marido?
Angélica no vaciló al responder.
—Sí.
—¡Bueno, bien! —dijo Margaret, aplaudiendo como una jovencita—. Eso no será ningún problema, además será divertido.
Costaba creer que iba a ser tan fácil como Margaret lo ponía, aunque Angélica se preguntó si sería posible. Lo que Alexander había dicho sobre Mijaíl era cierto. Su hermano no estaba en absoluto preocupado, ni siquiera era consciente del cambio. Y Joanna había sugerido que siguiera viviendo como siempre… ahora la duquesa le decía lo mismo. Puede que todo fuera tan fácil como parecía.
—¿De verdad crees que sería capaz de encontrar un marido, incluso… con todo esto?
—¡Por supuesto! Vas a pasar esta temporada conmigo, querida, y resulta que tengo un programa que abarca muchos actos sociales… y buenos partidos.
La sonrisa de Margaret era contagiosa.
—Gracias, Margaret.
—No tienes que darme las gracias, querida —dijo la duquesa mirando con picardía a su protegida y bajando la voz al volumen de la conspiración—. Quizá cuando seamos mejores amigas, me contarás qué es lo que te hizo cambiar de opinión respecto al matrimonio.
—Quizá —dijo Angélica. No quería compartir sus problemas monetarios con nadie, salvo que no pudiera encontrar una solución por sí misma. Matrimonio. La palabra bailaba en su mente, cansándola, disolviendo su anterior felicidad.
—Así que ya estás aquí. —La duquesa miró por encima del hombro y Angélica se volvió.
—Margaret —dijo Alexander, inclinándose cortésmente sobre su mano—. Espero que te encuentres bien.
—Muy bien, como sin duda puedes ver —dijo, acariciándose el vientre.
Alexander asintió con la cabeza y luego se volvió hacia Angélica.
—Princesa Belanov —dijo, inclinándose.
—Príncipe Kourakin —respondió ella con igual formalidad tras un momento de silencio.
¿Por qué la afectaba de aquella manera? Casi temblaba en su proximidad, y los sentidos se le nublaban con su aroma, diferente del de todos los demás.
Alexander se dirigió a Margaret sin apartar la mirada de Angélica.
—No tengo mucho tiempo. Cuando veas a James, sería de gran ayuda que le dijeras que habré terminado su lista inicial al final de la noche.
Angélica no sabía a qué se refería y estaba demasiado distraída para preocuparse. Alexander estaba divino con su traje formal y el cabello rizado sobre la nuca. ¿Qué se sentiría al enredar los dedos en aquella mata de pelo?
Angélica se dio cuenta de que se había perdido algo cuando Alexander le cogió la mano.
—¿Os gustaría bailar, princesa?
Angélica se preguntó durante un breve momento si tendría derecho a negarse, luego olvidó este pensamiento. ¿Qué importaba si de todas formas no iba a decir que no?
—Sí, muchas gracias —dijo, poniendo la mano sobre la de él, esta vez preparada para el cosquilleo que le recorrió todo el brazo.
Momentos después estaban en la pista, bailando a los sones de un hermoso vals.
—¿Qué tal va la velada? —preguntó Alexander, rompiendo el silencio que se había creado entre ellos. La muchacha se echó hacia atrás para verle la cara y responder.
—¿Es una forma educada de preguntar si le estoy causando problemas a la duquesa?
Alexander no replicó. Aunque solo necesitaba unas horas de sueño para rejuvenecer su cuerpo, no había podido descansar y no estaba de humor para enzarzarse en una discusión.
—Veo que ha desaparecido el miedo que me tenías.
—No te tengo miedo, no —dijo Angélica, dándose cuenta de que era cierto, según las palabras salían de sus labios. Como no sabía a qué se debía aquello, se sintió incómoda y cambió de tema—. El libro mencionaba a unos Elegidos. ¿Quiénes son?
Alexander observaba a los hombres que le miraban con envidia mientras giraba con ella por la pista de baile. El fastidio se le notaba en la voz cuando respondió.
—Los Elegidos son una raza legendaria. Se supone que un día honrarán al mundo con su presencia y salvarán a los vampiros de la extinción.
—¿Extinción? No lo entiendo…
—Tengo cosas que hacer. Estoy seguro de que Margaret estará más que encantada de responder a todas tus preguntas.
Deteniéndose, dobló el brazo y pasó la mano femenina por el centro.
—Kiril te llevará a casa. He hecho que lleven tu ropa a tu nueva habitación, así que no necesitas ir a casa para cambiarte, como esta tarde.
Pasaron ante dos ventanas abiertas. La brisa primaveral le sentó bien.
—Pero ¿cómo has hecho…? —Angélica se mordió la lengua. Por la expresión de Alexander habría jurado que no le estaba prestando atención. ¡Grosero arrogante! ¡Le habría gustado propinarle un sartenazo en la cabeza!
—¿Angélica? —dijo en voz muy baja cuando estaban a punto de llegar a la altura de Margaret.
—¿Sí?
—Estás preciosa.
Menos mal que Alexander se fue solo unos segundos después, porque Angélica se quedó con la boca abierta y las manos le empezaron a sudar.
—Querida, pareces algo acalorada.
Tras salir del lago de aguas templadas en el que le parecía haberse sumergido, Angélica se concentró en la duquesa.
—Estoy bien. Solo estaba pensando, eso es todo.
La duquesa la observó un minuto y luego se dirigió hacia un hombre en el que Angélica no se había fijado hasta entonces.
—Peter, te presento a la princesa Belanov —dijo, volviéndose hacia ella con ojos chispeantes y haciéndole un guiño—. Lord Kingsly es hijo de un buen amigo mío.
Lord Kingsly le cogió la mano y le hizo una reverencia.
—¿A su alteza le gustaría bailar?
Angélica miró a la duquesa y luego al hombre, que la contemplaba sonriendo. Era atractivo según las convenciones al uso, y parecía simpático. Bailaría con él, aunque solo fuera para quitarse a Alexander de la cabeza.
—Me encantaría.
† † †
Era ya casi la madrugada cuando Kiril apareció para acompañarla a casa.
—Es sorprendente, ¿verdad? Las tres de la madrugada y nadie tiene ganas de irse.
Kiril miró el salón repleto de gente, pero no hizo ningún comentario.
—¿Está preparada para irse?
—Sí, aunque no entiendo cómo va a resultar esto. Mijaíl todavía está aquí y seguro que me buscará.
—La duquesa le dirá a su hermano que estaba cansada y se tomó la libertad de enviarla a casa en su coche.
Angélica frunció el entrecejo y buscó a Mijaíl con los ojos, pero no vio ni rastro de él.
—Puede que se preocupe por mí y se vaya a casa también.
—La duquesa le disuadirá.
Era así de sencillo. Aunque la luz del día había traído ciertas revelaciones que daban una imagen de la raza de los vampiros mucho más pacífica de lo que había creído, costaba digerir el poder que tenían.
Recordó un pasaje que había leído aquella mañana en el Libro de la Ley de los vampiros.
Recuerda tu fuerza. Una bofetada puede romperles el cuello. Un puñetazo, aplastarles los huesos. Sé consciente siempre de la fragilidad de los humanos.
—¿Angélica?
Angélica levantó la mirada y vio a Nicholas a su lado. ¡No podía creer que se hubiera olvidado por completo de él! La última vez que habían hablado, habían quedado en que la recogería por la tarde. ¡Ay, Dios mío! ¿Qué iba a decirle? Tenía que arreglarlo de alguna manera…
—Nicholas, yo…
—Por favor, permite que me disculpe —dijo, mirando a Kiril y luego a ella de nuevo.
Angélica no sabía por qué se estaba disculpando, pero estaba claro que Nicholas no se lo explicaría si su guardián no les dejaba cierta libertad espacial.
—Enseguida voy, Kiril.
Kiril captó el significado de sus palabras y se alejó en silencio. Angélica volvió a concentrarse en Nicholas.
—No preguntaré quién era, porque olería demasiado a celos.
Angélica sonrió y Nicholas sacudió la cabeza.
—Huele a celos de todas formas, ¿no?
—Nicholas, eres incorregible.
El hombre adoptó una expresión seria y buscó su mano.
—No has respondido a mis notas. Admito que quizá me precipité… pero lo único que quería era demostrarte que voy en serio.
Angélica deseó saber qué habría escrito en aquellas notas. Retiró suavemente la mano. Se alegraba de que Nicholas fuera en serio, pero una conducta tan impropia podía desatar los rumores, y ella no quería correr ese riesgo.
—No me encontraba bien y todavía no he visto la correspondencia. Perdóname.
—Y yo que creía que habías rechazado mi proposición —dijo él, enarcando las cejas.
—¿Tu proposición…? —Angélica casi no pudo pronunciar las palabras. ¿Qué era aquello?
¿De verdad le había hecho una proposición en una nota, solo unos días después de conocerla?
¿Por qué no estaba eufórica? Nicholas era dulce y encantador, y muy atractivo. Una boda con él resolvería sus problemas económicos y Mijaíl no sufriría otro ataque…
—¡Angélica, casi puedo ver los cañones volando dentro de tu cabeza!
Volvía a reírse de ella, pero esta vez Angélica no lo encontraba gracioso. Era demasiado pronto. Si pudiera pasar algo más de tiempo con él…
—¡Está bien, para ya, de verdad! No me refería a esa clase de proposición. Simplemente preguntaba si me permitirías acompañarte a cenar mañana por la noche a la residencia de los Summers.
La muchacha casi se mareó del alivio que sintió.
—Yo, sí, por supuesto que puedes.
—Bien, bien. Entonces pido permiso hasta entonces —dijo, cogiéndole la mano y llevándosela a los labios.
—Hasta entonces —respondió Angélica, volviéndose hacia las grandes puertas del salón del baile.
—¿Angélica? —llamó Nicholas cuando Kiril ya estaba a su lado.
—¿Sí?
—La otra proposición llegará muy pronto.