11
Alexander entró en la National Gallery, en Trafalgar Square, pensando en la reunión que iba a celebrarse.
Aquella mañana temprano le habían comunicado que llegaría un mensajero con una lista de posibles asesinos elaborada por James. Sin pensarlo dos veces, Alexander le había dicho a Kiril que enviara al mensajero a la National Gallery; él le esperaría allí.
Kiril le había mirado con expresión rara, a causa de la inusual petición, pero no había dicho nada. Y con razón, pues Alexander no tenía intención de hablar de su repentino deseo de estar rodeado de cuadros.
Era extraño, pero por primera vez en cien años, Alexander sentía un asomo de su antigua pasión por el arte. Quizá tuviera algo que ver con la música que había escuchado en la residencia de los Belanov. La melodía aún le perseguía; cada nota, imbuida de una pasión que parecía eterna.
Ella aún le obsesionaba. ¿Qué tenía aquella Angélica Belanov que hacía que la deseara cada vez que la veía? Era tan fuerte como hermosa, y Alexander se encontraba demasiado a menudo pensando en ella.
Sintió una punzada de nostalgia mientras avanzaba hacia las paredes cubiertas de cuadros y reconocía los familiares trazos y colores de una obra maestra de Rubens. Alexander recordó las semanas que había pasado en Italia con Pedro Pablo Rubens. Los recuerdos eran tan tangibles que costaba creer que habían pasado casi trescientos años desde aquellos alocados días llenos de color y de vida.
Pedro Pablo poseía una vitalidad y una creatividad que le salía por los dedos y se estampaba en los lienzos. Una vitalidad que Alexander había envidiado y apreciado.
Paseó despacio de sala en sala, dejando que el arte le llenara como lo había hecho anteriormente. Rembrandt, Rafael, Claude Monet… El buen hacer de todos le rodeaba, le llegaba al corazón; los dedos suspiraban dolorosamente por un pincel y pintura. Y entonces la euforia se desvaneció. Había entrado en la sala en la que sabía se exponía La muerte.
Sus pasos resonaron en el suelo de mármol al aproximarse a la pintura. ¿Estaría aún en el mismo sitio? ¿Se habría descolorido como su propia alma?
Miró hacia el rincón de la sala donde tendría que encontrarse La muerte y vio a la mujer.
Con el cabello del color del cielo nocturno y un rostro que rivalizaba con las mujeres que se alineaban en las paredes, estaba allí, entre él y el cuadro.
Alexander aspiró su perfume embriagador y se preguntó por qué no le sorprendía verla.
Angélica se volvió cuando el hombre se acercaba, como si hubiera intuido su presencia.
Había bloqueado sus pensamientos, pero sus ojos no ocultaron su sorpresa.
—Príncipe Kourakin —dijo con una voz suave que resonó en la gran sala. El hombre advirtió que la mirada de la joven se dulcificaba—. Me alegro mucho de que esté aquí.
Alexander sintió una oleada de placer al oír sus palabras, pero no dijo nada. Aún tenía que decidir lo que debía hacer con su atracción por ella.
—Quiero decir, que es una agradable sorpresa —dijo Angélica, ruborizándose. Le mortificaba haber dejado escapar aquellas palabras, pero no se movió. Solo quería que supiera lo agradecida que le estaba.
—El placer es mío, princesa —dijo Alexander con una inclinación de cabeza.
El silencio que siguió inquietó a Angélica.
—¿Qué le trae a la galería? —preguntó por fin, al no encontrar nada mejor que decir.
A Alexander le hizo gracia el esfuerzo que hacía para conversar. Estaba nerviosa, lo cual le complacía, aunque no sabía por qué.
—He venido a admirar los cuadros, ¿qué otra cosa, si no?
Al oírle mencionar los cuadros, Angélica se volvió hacía la obra en la que había estado tan absorta unos momentos antes. Los colores eran vivos y excitantes, pero en cierto modo muy tristes.
—Sí, es muy hermoso, ¿verdad? —dijo, atrapada de nuevo en el torrente de emociones que corría ante ella.
Alexander miró su perfil mientras se esforzaba por imaginar en qué lugar habría podido ver belleza.
—Yo no lo llamaría hermoso, precisamente.
Angélica le miró sorprendida, estirando la espalda ante su tono sarcástico.
—¿Por qué no? —preguntó.
En vez de responder, el hombre le hizo otra pregunta.
—¿No es un tema demasiado viril para una persona tan inocente como usted?
Angélica no sabía por qué el hombre se esforzaba tanto en llevarle la contraria y mostrarse condescendiente, pero estaba empezando a enfadarse. ¿Demasiado viril? Quería reírse. El hombre sin rostro del cuadro se estaba muriendo.
—La verdad es que no —respondió sencillamente.
Alexander arqueó una ceja.
—¿No tiene miedo a la muerte?
—No —repitió ella.
Alexander se sorprendió de la sencillez de la réplica de Angélica, cuyo rostro traslucía seriedad.
—¿Tan fuerte es su fe?
Angélica se echó a reír, cubriéndose la boca con la mano enguantada. Lo último que quería era que Lady Dewberry la oyera y fuera a entrometerse en su conversación. Su tía la había llevado a rastras al museo, aunque Angélica no tuvo que sufrir el interminable parloteo de su tía sobre el arte barroco… esta vez no.
—No tiene nada que ver con la fe, príncipe Kourakin; se trata de que morimos todos los días.
Alexander la miró interesado.
—¿Te molestaría explicarte?
—El hombre que pintó este cuadro está muerto. Murió al día siguiente.
Alexander casi sonrió por lo paradójico de la situación. Qué poco sabía que «el hombre que pintó este cuadro» estaba frente a ella en aquel preciso instante.
—¿Cómo lo sabes? El artista es desconocido.
Angélica hizo un gesto con la cabeza.
—Eso no importa. Somos quienes somos debido a nuestras experiencias, así que es lógico que cambiemos constantemente. ¿Y la persona que éramos antes? Esa persona ha muerto. —Señalando el lienzo, dijo—: Murió y quienquiera que fuera entonces, ya no existe.
Alexander pensó que tenía razón. El hombre que había reído y amado, el pintor que había disfrutado de cada momento de su existencia, estaba muerto y bien muerto.
Ella se volvió a mirarlo, deseando que la tomara en serio.
—Ayer era una persona diferente, una persona con un dolor constante. Ahora soy alguien nuevo. Parecido, pero diferente —dijo, respirando hondo—. Ayer fallecí y me siento feliz siendo la persona que soy ahora. Y te lo debo a ti.
Alexander la observaba en silencio. Quería pintarla. Quería besarla hasta que le mirase con algo más que gratitud.
—Además —continuó ella, encogiéndose de hombros y volviéndose hacia el cuadro—, estoy completamente segura de que si el cielo y el infierno existen, están aquí, en la Tierra. Así pues, ¿qué debemos temer?
El cielo y el infierno estaban en aquel preciso lugar y Alexander había saboreado ambos. Y al ver cómo miraba su cuadro, supo que también ella había conocido los dos.
—Dudo que haya mucha gente que piense como tú —dijo finalmente.
Angélica hizo un mohín, vagamente decepcionada porque él no hubiera reconocido su agradecimiento.
—Puede que no se den cuenta, pero piensan igual. ¿Qué crees que desean todas las mujeres?
Ante su deliberado silencio, Angélica continuó:
—Amor.
—Sí, claro —dijo Alexander con ironía. Había estado pensando en dinero, joyas y atención.
Angélica no tomó en cuenta su respuesta.
—Precisamente, ¿y qué es el amor? La mayoría lo ve como algo inaprensible que irradia un miembro del sexo opuesto y a lo que se aferra con todas sus fuerzas.
—Presumo que tú lo ves de manera diferente —dijo Alexander, sorprendido al darse cuenta de que estaba interesado por sus poco convencionales ideas.
—En mi opinión, el amor es la emoción que se siente al conocer a alguien que hace que te sientas como quieres ser. Sentimos amor por alguien que nos muestra la luz, que nos empuja para que nos convirtamos en lo que siempre hemos querido ser y nunca nos habíamos dado cuenta. Amamos a la persona que nos hace querernos a nosotros mismos.
—O sea que no podemos amar a nadie si antes no nos amamos a nosotros mismos —dijo Alexander.
—Exactamente —dijo Angélica sonriendo.
Alexander se acercó y le satisfizo ver que ella retrocedía un paso.
—¿Y cómo te explicas que, sin apenas conocernos, mi deseo más profundo sea besarte hasta vaciar tu cabeza de pensamientos?
—Eso será lujuria —respondió Angélica sin aliento. Sabía que su conversación había ido más allá de los límites del decoro, pero no le apetecía retroceder—. Una emoción muy diferente que se siente con mucha más frecuencia, aunque es más rápida que el amor.
—Ah, princesa, creo que debajo de todas esas racionales ideas sobre el amor hay una romántica.
Angélica se mantuvo firme y no se dejó intimidar por la expresión de ave de presa del hombre.
—Si es romántico esperar que el amor sea eterno, entonces supongo que sí lo soy.
—¿Y si nunca encuentras el amor? ¿Morirás sin experimentar la lujuria?
Angélica miró su atractivo rostro y sus ardientes ojos grises y se preguntó por qué proseguía aquella conversación. Era obvio que él tenía mucha experiencia, mucha experiencia en el campo de la lujuria, y ella sentía que le flaqueaban las piernas bajo su hechizo.
—Entonces no me habré perdido mucho —dijo, fingiendo creer en lo que no creía.
—¿Acaso sugieres que podrías pasar toda la vida sin ser besada y creer que has vivido plenamente? —preguntó Alexander. Solo les separaba un par de centímetros.
—Un beso sin sentimiento es meramente el roce de una piel con otra; eso ya lo he sentido antes.
Alexander se dijo que aquella testaruda necesitaba una lección y, enredando los dedos en su cabello, la atrajo hacia sí y la besó.
Percibió la sorpresa de Angélica cuando sus labios se fundieron. Ella le puso las manos en los hombros para empujarlo, pero se quedó quieta absorbiendo su aroma, su energía, absorbiéndolo a él.
Alexander dejó escapar un gruñido, incapaz de creer lo que estaba haciendo Angélica.
Cerró los ojos e inclinó la cabeza para intensificar el contacto. Sus lenguas se encontraron y cuando gimió Angélica, se multiplicó el deseo de Alexander. Quería más de ella, mucho más.
El aroma de su sangre se introdujo en su cabeza y lo hizo retroceder.
Angélica se tocó los labios con reverencia mientras lo miraba de frente.
—¡Pero Angélica! ¡Estás aquí! —dijo Lady Dewberry, apareciendo en aquel preciso momento. Antes de que Angélica pudiera formular una frase coherente, Alexander hizo una inclinación de cabeza.
—Ha sido un placer —dijo, con la misma expresión impasible que cuando había llegado, y se alejó antes de que su tía llegara a su altura.
—¿Qué es eso, Angélica? ¡No debes hablar con hombres cuando no haya nadie cerca, niña! ¡Es una falta de decoro!
Angélica vio a Alexander desaparecer en la siguiente sala y se volvió hacia su carabina.
—Era un amigo de Mijaíl, Lady Dewberry, el príncipe Kourakin.
—Ah —dijo Lady Dewberry, más tranquila después de oír el nombre del príncipe. Corrían rumores sobre él y se decía que no solo era un buen partido, sino que tenía una considerable fortuna—. Bueno, si es amigo de Mijaíl, supongo que no está tan mal, pero aun así tu obligación es llamarme cuando se te acerque un caballero.
—Tienes razón, por supuesto, tía Dewberry, procuraré no cometer el mismo error dos veces —dijo Angélica sonriendo, aunque sus pensamientos seguían con Alexander. Cada vez que él aparecía, se sentía sin aliento y lista para el combate, y cuando no estaba cerca, lo buscaba sin cesar. Y el beso. Había demostrado sin lugar a dudas que estaba equivocada. Besar era… mucho más de lo que había imaginado.
—¿Volvemos a casa? —dijo Lady Dewberry, interrumpiendo sus pensamientos.
—Sí —respondió Angélica. Quería estar sola después de lo que acababa de pasar. Necesitaba pensar—. Estoy muy cansada y me gustaría descansar un rato antes de cenar.