31
Angélica esquivaba a los conocidos mientras recorría el salón de baile en busca de Mijaíl.
Vio a Joanna hablando animadamente con varios amigos. Sin ganas de sonreír a los extraños, se fue en dirección opuesta, hacia una planta que había visto antes.
Le recordaba la otra planta tras la que se había escondido unos días antes, aunque parecía que habían transcurrido años. Estando detrás de aquella planta había visto por primera vez a Alexander. Y allí había conocido a Nicholas.
Qué extraño resultaba pensar que su vida había cambiado tanto simplemente porque había decidido esconderse detrás de unas hojas gigantes.
Angélica acarició la delgada corteza de la planta, percibiendo su fragilidad. Unas pequeñas manchas, debidas seguramente a alguna plaga, afeaban varias hojas, mientras que otras se habían enroscado como si hubieran estado demasiado expuestas al sol. Y sin embargo, la planta seguía en pie.
Era como la vida misma, ¿no? Mantenerse en pie incluso cuando las cosas se ponían feas o cuando otros trataban de erosionar tu firmeza.
—¿Me concedes este baile?
Se dio la vuelta. Nicholas estaba a unos pasos, igual que aquella primera vez. Angélica no estaba preparada para enfrentarse a él, para decirle que no podía estar con él. Pero él no esperó su respuesta y la cogió de la mano antes de que pudiera darle una negativa.
Angélica se puso a la defensiva; tenía los nervios de punta y pensó en recurrir al sarcasmo, como acostumbraba, pero decidió no hacerlo. Ya no necesitaba el sarcasmo ni las grandes hojas, ni cabalgadas a la luz de la luna por verdes praderas. Angélica Shelton Belanov ya se había escondido bastante del mundo. Pronto sería madre.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Nicholas cuando empezaron a bailar.
—Bien, gracias —respondió suavemente—. ¿Y tú?
Nicholas guardó silencio y apartó un momento la mirada de la suya.
—Bien, aunque estaré mejor cuando me cuentes qué ocurre.
—Tienes razón, Nicholas, no me encuentro bien. Tengo que decirte algo.
—¿Qué es, amor mío? ¿Qué te inquieta?
¿Por qué tenía que ser tan dulce? Angélica reprimió el deseo de echar a correr mientras él la conducía rítmicamente por la sala de baile. Respiró hondo y lo miró a los ojos.
—No puedo casarme contigo, Nicholas.
Nicholas estuvo a punto de tropezar, pero se recuperó de inmediato.
—¿Por qué?
Angélica consideró todas las razones posibles que podía darle. Pensó en un millón de excusas, pero ninguna le satisfacía. Nicholas siempre se había portado de maravilla con ella y merecía la verdad.
—Estoy embarazada —dijo, tensando el cuerpo, lista para que Nicholas la dejara allí plantada y se fuera. O quizá montara una escena, la insultara y se fuera. No la pillaría por sorpresa ni lo culparía. ¿Cómo podían habérsele ido las cosas de la mano hasta tal extremo?
—¿Vas a casarte con él?
La pregunta la sorprendió. ¿Cómo es que estaba tan tranquilo? ¿No se había enfadado?
—No.
Sintió que el hombro en el que apoyaba la mano se ponía rígido y supo que Nicholas estaba tratando de calmarse.
—¿Y no cambiarás de idea mañana?
Angélica no entendía adónde quería llegar con sus preguntas, pero no le negó las respuestas. Se merecía eso y mucho más.
—Quizá no sea justo ocultarte su identidad, pero mereces saber que no nos casaremos. Él no me quiere, Nicholas.
—¿Y tú le amas? No… no respondas a eso. No quiero saberlo. Podemos superarlo, Angélica. Cásate conmigo, ya, hoy, y tu hijo será mío.
A Angélica se le llenaron los ojos de lágrimas mientras negaba con la cabeza.
—No puedo, Nicholas. No puedo hacer…
Nicholas la interrumpió antes de que terminara.
—No digas que no puedes hacerme eso. Si se trata solo de mí, he de decirte, Angélica, que yo te quiero. Lo peor que puedes hacerme es abandonarme. Y si no se trata de mí, ¿de qué se trata? ¿Es que no deseas casarte conmigo?
Si al menos se enfadara, pensó Angélica con desesperación. Su indignación habría sido mucho más fácil de soportar que aquella terrible tristeza de su voz.
—Lo siento, Nicholas.
Nicholas dejó de bailar, se dirigió con ella al borde de la pista y le besó las manos. Cuando la miró a los ojos, a Angélica casi se le partió el corazón.
—Tú le amas —dijo el hombre, mirando hacia las grandes puertas del salón—. No quiero dejarte, pero he de hacerlo. Me duele el corazón, Angélica. Me duele por tu dolor y por el mío. Te he dicho que estaba dispuesto a aceptarte, con niño y todo, pero no quiero que luego te arrepientas.
—Nicholas —dijo Angélica suavemente, apartándole un mechón de cabello de los ojos—. No sé qué decir.
—Lo siento, querida; te he colocado en una posición en la que realmente no hay nada que puedas decir. Si cambias de opinión, sabes dónde encontrarme.
Y con una inclinación de cabeza, se fue.
Angélica se sintió como si acabara de recibir un baño de agua helada. Se le puso la carne de gallina y le temblaron las manos.
—¿Angélica?
¿Es que no iban a dejarla en paz? Esbozando una falsa sonrisa, Angélica se volvió hacia su hermano.
—Te he estado buscando por todas partes —dijo alegremente, esforzándose por contener la bilis que le subía por la garganta. Acababa de romperle el corazón a un buen hombre, un hombre maravilloso. Santo Dios, quería meterse debajo de las mantas y dormir. Ya no podía casarse por dinero. Estaba embarazada y tenía que buscar la manera de contarle a Mijaíl que pronto estarían en la ruina.
Mijaíl sonreía despreocupadamente y Angélica deseó arrojarse en brazos de su hermano y pedirle que matara a todos los dragones, como una vez había prometido hacer.
—Lo siento, no quería hacerte esperar. Aunque me alegro de que vinieras con la duquesa, ya que he tenido que quedarme en casa un largo rato.
—Ah, ¿sí? ¿Qué ha sucedido? —dijo Angélica, mirando la terraza vacía y preguntándose cómo podía convencer a su hermano de que la dejara salir a respirar aire fresco. Necesitaba desesperadamente estar sola, tanto que estaba dispuesta a contarle cualquier mentira para conseguirlo.
—Ha pasado algo de lo más extraño. El señor Hoisington apareció cuando estaba a punto de salir. Le recuerdas, ¿verdad? Era el abogado de nuestro padre.
Angélica contuvo la respiración, con el corazón en la boca.
—Bueno, llegó hablando de unos barcos, que les había pasado no se qué, y que deberíamos dar gracias al cielo porque los habían encontrado. Yo no sabía de qué estaba hablando, pero cuando conseguí que el hombre se tranquilizara, me contó que nuestros barcos habían vuelto, y con tantas mercancías que la empresa había ganado mucho más dinero de lo que estaba previsto. —Mijaíl enarcó las cejas y miró a su hermana—. Ahora que tenemos este botín, imagino que te dedicarás a recorrer todas las joyerías.
—Mijaíl, necesito aire —dijo Angélica, tan abrumada por el alivio que sintió las piernas de gelatina.
—¿Te encuentras bien? —dijo Mijaíl, serio ya, cogiéndola del brazo.
—Sí, sí. Es que hace demasiado calor aquí dentro. El aire fresco me sentará bien, estoy segura.
Salieron a la terraza que, según comprobó Angélica con placer, seguía estando vacía.
—Mijaíl, no quiero parecer descortés, pero ¿te importaría mucho dejarme sola?
Mijaíl frunció el entrecejo y miró los oscuros jardines.
—No creo que sea una buena idea, Angélica.
—Por favor. No tardaré —prometió—. Déjame sola dos minutos y luego me reuniré con todas esas chismosas que rodean a la duquesa.
Mijaíl asintió con desgana y volvió al salón de baile.
—No tardes.
—No tardaré —dijo Angélica, volviendo la espalda al salón de baile y dejando escapar un suspiro. Sus emociones eran tan confusas que apenas podía hilar un pensamiento coherente.
Se dirigió hacia el rincón derecho de la terraza para no ser vista y al llegar a la barandilla, su cara se ensombreció. Estaba cansada, cansada de tanta fiesta y tanto baile. Cansada de conspiraciones asesinas, de vampiros y de humanos.
—Libre. —Pronunció la palabra con reverencia. Ya no tenía necesidad de casarse. No tendría que vestirse para asistir a bailes nunca más. Era libre de volver a su finca del campo. Allí podría criar a su hijo y olvidar. Olvidar el dolor que había causado a Nicholas, olvidar las intrigas… olvidar a Alexander.
Angélica apoyó los brazos en el antepecho esculpido en forma de parra y contempló el jardín lleno de sombras. Estar sola en la terraza era un acto de desafío, su manera de hacer algo impropio, de librarse del dolor que sentía. ¿Tenía algún sentido todo aquello?
—Hola, princesa. Permitidme que me presente. Me llamo Serguéi.
Angélica apenas tuvo tiempo de tragar una bocanada de aire antes de ser arrastrada por encima de la barandilla.
† † †
—¿Dónde está?
Margaret se volvió al notar ansiedad en la pregunta.
—¿Alexander? ¿Cuándo has llegado, pícaro? La verdad es que no…
Alexander la interrumpió mientras recorría el salón con la mirada.
—Margaret, no tengo tiempo para cumplidos. Estoy buscando a Angélica. ¿Dónde está?
La duquesa lo miró con interés.
—Estaba bailando con Nicholas hace un momento. Estoy segura de que volverá enseguida.
Alexander frunció el entrecejo e inspeccionó la sala de baile con los ojos. No había tardado mucho tiempo en darse cuenta de que no podía vivir sin ella, pero su Angélica siempre iba un paso por delante.
—¿Y qué hace con él?
—Es su novia, ¿qué puede haber más normal que el hecho de que bailen los dos? —Margaret también inspeccionó la sala en busca de la joven que había llegado a considerar como una hija.
—No por mucho tiempo.
—¿A qué te refieres? —La duquesa centró su atención en el hombre que tenía al lado.
Alexander le había parecido enfadado un momento antes, pero ahora lucía su habitual personalidad: impasible y con dominio de sí.
—He dicho que no será su novia mucho tiempo.
Margaret frunció el entrecejo al oír la noticia.
—¿Y por qué no va a serlo?
—Porque se va a casar conmigo.
—¿Qué? —Margaret no habría parecido más sorprendida aunque lo hubiera ensayado—. ¿Qué quieres decir?
Margaret vio que Alexander inspeccionaba la estancia por última vez y luego se volvió hacia ella. Lo que vio la hizo retroceder sin poder evitarlo. Alexander Kourakin, el hombre que no mostraba sus emociones, el hombre que nunca perdía el control, estaba sonriendo.
—Voy a pedirle que se case conmigo.
—¿Qué es lo que has dicho? —preguntó James poniéndose al lado de su esposa.
—Alexander va a pedirle a nuestra Angélica que se case con él —dijo Margaret, incapaz de creérselo.
James miró a su amigo y frunció el entrecejo.
—No podréis tener hijos.
—No puedo pensar con claridad cuando ella está a mi lado, pero cuando no está, no puedo pensar en absoluto. Mi primera obligación con el clan, aparte de engendrar hijos, es ser un buen jefe. Y sin ella no puedo serlo.
El grupo se echó a reír y James dio unos golpecitos a Alexander en el hombro.
—Bueno, maldita sea. La quieres, ¿no?
Ahora le tocó a Alexander mostrarse desconcertado.
Margaret le dio un beso en la mejilla a su esposo y también se echó a reír.
—Creo que acaba de darse cuenta.
—Bueno, ¿dónde está la joven? —preguntó James, buscando a la aludida con la mirada.
—Estaba bailando…
Una voz irrumpió en la cabeza de Alexander.
Alexander.
—Está aquí, acabo de oír su voz —dijo Alexander, interrumpiendo las explicaciones de Margaret.
James miró a su alrededor.
—No la veo por ninguna parte, Alexander. No te preocupes. Kiril estará con ella, o Mijaíl. Seguro que vuelve enseguida.
—¿Duquesa? —dijo Mijaíl Belanov, acercándose al grupo con alguna vacilación.
—Vaya, hola, Mijaíl, ¿ocurre algo? —preguntó Margaret al ver preocupación en el rostro del joven.
—No exactamente —dijo Mijaíl, mirando a los hombres con algún remordimiento—. Solo que no encuentro a mi hermana. Hace unos momentos estaba en la terraza, dijo que quería respirar aire fresco, pero ha desaparecido.
Alexander sintió un nudo en la boca del estómago. Algo no iba bien, algo…
Alexander.
Alexander echó a correr.