19
Angélica despertó ante las insistentes llamadas que oía en la puerta de su dormitorio. Dio un gruñido mientras se daba la vuelta en la gran cama, apretándose las mantas con firmeza.
Al no oír sonido alguno durante varios segundos, enterró la cabeza en las almohadas de plumas, convencida de que los golpes habían sido un simple sueño.
Pero sus esperanzas se volatilizaron cuando oyó que se abría la puerta.
—Allison, si eres tú, no me despiertes por favor.
Unos fuertes pasos le hicieron fruncir el entrecejo. ¡Definitivamente, su doncella pisaba con más delicadeza!
—Mijaíl, si la casa no está ardiendo, no quiero levantarme.
—No hay fuego, no, pero de todas formas has de levantarte.
Angélica abrió los ojos enterrados en una almohada que en aquel momento se dio cuenta de que no era suya. Aquella voz.
Los recuerdos irrumpieron en su mente con dolorosa fuerza y la obligaron a saltar al suelo por el otro lado de la cama.
—Puedes bajar las manos, Angélica. No voy a hacerte daño.
Vio que Alexander parecía sincero y cansado. Que estuviera viva después de una noche entera era una forma de confirmarlo, a menos que…
Se llevó las manos al cuello en busca de marcas.
—No seas ridícula. Estás ilesa y seguirás así. Te dije que no había razones para que me temieras.
—¡Yo no te tengo miedo! —dijo Angélica, irguiendo la espalda y subiéndose la hombrera del camisón, que le había resbalado por el hombro—. ¿Qué? Cuándo… —Calló para no sucumbir a la histeria.
Vampiros. La palabra resonó en su cabeza y otra vez estuvo a punto de echarse a reír histéricamente. Menuda broma. No podían ser vampiros, pero lo eran. ¡Lo eran! Y ella estaba en un dormitorio ajeno, Dios sabía dónde… y con el camisón de otra. ¡Ay, Dios!
Alexander se sentó en el borde de la cama exhalando un suspiro.
—Es un cuarto de invitados de mi casa. Lady Joanna te trajo el camisón y te ayudó a ponértelo. Estás bajo mi protección y nadie te hará daño. ¿Alguna pregunta?
Angélica se exprimió el cerebro en busca de alguna. Tenía tantas que no se le ocurría por cuál empezar. ¿Cómo es posible que seas un vampiro? ¿A cuántas personas has matado? ¿Por qué no vas a matarme?
—¿Qué va a ser de mí? —dijo, sin querer sentarse, aunque él la había invitado a ello por señas.
—Ningún humano ha de conocer nuestra existencia. Normalmente eso no supone un problema, ya que podemos hacer que nos olviden si en alguna ocasión nos descubren accidentalmente.
Angélica no pudo evitar interrumpirle.
—Borráis sus recuerdos.
Alexander asintió con la cabeza.
—No es exactamente borrar. Solo podemos introducir sugerencias en sus mentes que les hagan creer que no han visto nada, o en algunos casos que han visto otra cosa.
A Angélica no le costó creer que algo así era posible. Conocía mejor que la mayoría cómo funcionaba una mente humana. Era bastante fácil si se sabía leer pensamientos e introducirlos en mentes ajenas.
—No podemos hacerte olvidar, Angélica, por la sencilla razón de que tu mente es demasiado fuerte. Así que tendrás que quedarte aquí hasta que decidamos qué hacer contigo.
—¿Aquí? —Angélica repitió la palabra con aire estúpido. ¿Qué quería decir con «aquí»?
—Sí, en mi casa. Por razones en las que no voy a entrar ahora, no puedo quedarme vigilándote durante el día, así que pasarás las horas diurnas con la duquesa de Atholl.
Angélica apenas oyó la frase completa. Era una prisionera. Su prisionera.
—Es imposible que me quede aquí. Imposible. Mi reputación quedará por los suelos… no habrá boda y Mijaíl… ¡Mijaíl!
¡Su hermano estaría buscándola frenéticamente en aquel preciso momento! Si se ponía demasiado nervioso…
Dio la vuelta a la cama al momento; el peligro que corría su hermano le hizo olvidar el temor que Alexander le inspiraba.
—Por favor, no puedo quedarme aquí. Tengo que ir con mi hermano.
—Angélica, no hay necesidad…
—¡No, no lo entiendes! —Se arrodilló ante él y le cogió la mano—. Por favor, Alexander, por favor. Tengo que ir con Mijaíl. ¡Si se preocupa por mí, puede que le dé un ataque y se muera!
Alexander la levantó, se puso en pie y le cogió la cara con las manos.
—Mírame. Escucha. Sé lo del corazón de tu hermano. Está bien. De hecho, en estos momentos está en el club con varios amigos, totalmente convencido de que él y tú habéis desayunado juntos.
Angélica tardó un momento en calmarse.
—¿Cómo lo has sabido?
Alexander le acarició la mejilla con el pulgar, para tranquilizarla.
—Percibí su debilidad cuando nos conocimos.
Al desvanecerse el temor por su hermano, Angélica fue incómodamente consciente de las manos masculinas. Dio un paso atrás y apartó los ojos de la intensa mirada del hombre. Le parecía extraño darle las gracias cuando toda aquella situación era culpa de él, pero le estaba agradecida.
Dejando caer las manos en los costados, Alexander se dirigió a la librería que había al otro extremo de la habitación.
—Mijaíl no sabrá nunca que no pasas las noches en tu propia casa. Lo verás a menudo, sin duda, en las funciones a las que asistirás con Margaret. Ahora tengo que marcharme. —Se volvió con un grueso volumen en las manos y lo dejó en la cama, a su lado.
—Me parece recordar que eres una ávida lectora. Así podrás entretenerte hasta el baile de esta noche, en el que conocerás a Margaret.
Angélica, sintiendo que había recuperado el control, miró el libro encuadernado en piel y luego al hombre.
—¿Qué es?
—Kiril estará aquí en mi ausencia. Os conocisteis brevemente ayer, cuando huías por la cocina.
Había pasado por alto su pregunta, pero a Angélica no le importó. Los recuerdos de la noche anterior la obligaron a mirar hacia la ventana. Quizá cuando se fuera podría saltar por la ventana y huir. Pero ¿hasta dónde podría llegar? Por el amor de Dios, eran vampiros. Si los desobedecía, probablemente la matarían sin pensarlo dos veces.
Quizá si cogía a su hermano y a su tía y se metían en un barco rumbo a alguna lejana parte del mundo…
—Angélica. —Su nombre sonó como una amenaza y se volvió rápidamente.
—¿Sí?
—No cometas ninguna tontería. Si te portas bien, ni tú ni los tuyos sufriréis daño alguno.
Angélica trató de no parecer desgraciada al oír aquello. Sabía que Alexander no le había leído la mente, solo había supuesto lo que pensaba; y era una suposición muy acertada.
Fastidiada al descubrir que era muy previsible, respondió con calma.
—Por supuesto que no la cometeré. Muchas gracias por la advertencia —dijo, sonriendo dulcemente y viendo con cierta satisfacción que Alexander entornaba los ojos.
—Pórtate bien. —Con estas palabras, Alexander salió de la habitación y la dejó sola.
—Sábanas —murmuró, poniéndose en acción. Si Alexander creía que se iba a quedar sentada a esperar que cambiaran de idea respecto a dejarla vivir, se iba a llevar una buena sorpresa.
Con intención de retirar las sábanas, Angélica apartó las mantas. Un fuerte golpe hizo que se fijara en el libro, que había aterrizado a sus pies.
Muerta de curiosidad, se sentó en el suelo, aunque sabía que no debía hacerlo. El libro era más pesado de lo que creía, y mucho más viejo.
Pasó las páginas con delicadeza y dio con una inscripción: Un vampiro vive sin ser conocido, con su dolorosa sed. Vive, pero no deja huellas, así debe ser. Un día saldrá de la oscuridad, no más sed. Los Elegidos traerán la luz.
Aquellas sencillas frases le hicieron sentir escalofríos. Volvió la página.
- I. El castigo por beber sangre humana es la muerte.
- II. No se puede hacer daño a los humanos. No se les debe infligir dolor físico y solo cuando la propia vida corre peligro, puede matarse a un humano sin sufrir castigo.
- III. Los humanos no deben conocer la existencia de la raza de los vampiros.
Angélica pasó varias páginas; le resultaba difícil concentrarse en lo que estaba leyendo.
- XII. En caso de muerte de un vampiro, se celebrará una ceremonia fúnebre. Todos los miembros del clan en el que nació el vampiro deben estar presentes, así como todos los vampiros residentes en el territorio del clan.
- XIII. La ceremonia fúnebre comenzará con una lectura sobre la muerte del vampiro…
El aire se llenó de motas de polvo cuando Angélica cerró el libro suspirando. ¡Ese bastardo!
Tanto si Alexander la conocía mejor que la mayoría de la gente como si había sido un golpe de suerte, el hombre se las había arreglado para encontrar un método infalible de mantenerla en aquella habitación.
Abrió el libro de nuevo. Las leyes que dictaban si ella era prisionera o debía morir estaban en su propio regazo, y Angélica no podía evitar leerlas.
Había llegado a la página veintiocho cuando oyó música.
¿Habría vuelto Alexander? Tenía muchas preguntas que hacerle. Muchas cosas no tenían sentido. Los vampiros que seguían esas normas no podían ser los bebedores de sangre ni las sombras asesinas sobre los que había leído durante toda su vida.
Tenía que hablar con él. Secuestrador o no, era inevitable.
Cogió una sábana, se envolvió en ella y salió de la habitación. El pasillo era largo y luminoso. Era inquietante haber esperado algo oscuro y húmedo.
—La pesadilla de una imaginación calenturienta —murmuró para sí descendiendo por la escalera. Al ver el salón, le temblaron los dedos, pero se mordió el labio y siguió la música por un corredor empapelado de color burdeos. Las notas eran más nítidas ante una puerta de madera oscura que en el resto de la casa.
Podía hacerlo, pensó frenéticamente. Podía enfrentarse a él. Solo era Alexander… el hombre que le había enseñado a bloquear los pensamientos. El hombre que la había besado en el museo…
—¡Esto no me ayuda!
Se quedó escuchando con la mano en el pomo. La puerta resonaba con las vacilantes notas del piano y entonces lo supo.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo y bajó la mano. No era él. Sabía sin sombra de duda que Alexander Kourakin no haría nada vacilando.
Imaginaba que si él quería tocar el piano y no sabía hacerlo, golpearía las teclas hasta que la mera fuerza de su voluntad produjera música.
Entonces, ¿quién estaba al piano? La curiosidad que la había mantenido en la habitación del piso de arriba la empujó ahora adelante.
Angélica se sorprendió al ver a Joanna sentada al piano, con el entrecejo fruncido para concentrarse mientras intentaba leer la pieza, relativamente fácil, de Mozart.
Aunque su primera reacción fue saludar a su amiga, se quedó en silencio, observando.
Joanna era un vampiro, al igual que los demás, pero parecía muy… normal. Como había tenido la oportunidad de conocerla mejor en los últimos días, sabía que aquella mujer tenía objetivos, sueños, gustos y manías que no eran diferentes de los humanos.
Guardándose sus observaciones por el momento, habló por encima de la música.
—El piano no es tu fuerte, ¿verdad?
La música se detuvo bruscamente y Joanna se volvió con el rostro iluminado por una sonrisa de alivio que pilló a Angélica desprevenida, y más cuando se levantó y echó a correr hacia ella para abrazarla.
Recorrió el rostro de Angélica con la mirada como si tratara de ver a través de su piel.
—He de ser sincera; estaba muerta de preocupación por ti, Angélica. Estaba casi segura de que te encontraría llorando con un ataque de histeria o negándote a salir de la cama.
Angélica sonrió irónicamente.
—Has de saber que esto último lo he estado considerando durante un largo rato.
Joanna se echó a reír y luego se puso seria.
—No estarás enfadada conmigo, ¿verdad?
Angélica se encogió de hombros mientras la llevaba hacia el asiento de la ventana.
—Admito que al principio sí. Pero es difícil seguir enfadada con una mujer que arriesgó su vida para salvar la mía.
Joanna adoptó una expresión suplicante al sentarse.
—He pasado toda la noche pensando en lo que ocurrió anoche, como estoy segura que han hecho todos los que estuvieron presentes, y he llegado a la conclusión de que podrías pensar que te traicioné por no contarte lo que yo era. —Joanna miraba por la ventana al pequeño patio mientras buscaba las palabras exactas—. Tienes que entender que nosotros… los vampiros, no tenemos libertad para explicar a los humanos qué somos.
—Eso he aprendido —dijo Angélica con cierta amargura.
Joanna la miró frunciendo el entrecejo.
—Lo que ocurrió ayer fue un acontecimiento horrible para ti, sí, pero hay buenas razones para nuestro secretismo y nuestras estrictas leyes. ¿Crees que tu raza no haría nada y nos permitiría vivir libremente si supieran de nuestra existencia?
La primera reacción de Angélica fue decir que sí, pero no habló. ¿Serían ellos, los humanos, tolerantes con una raza totalmente diferente cuando aún había miembros de su propia raza esclavizados por tener diferente nacionalidad, o color de piel, o por creer en una religión diferente?
—Tenemos aspecto humano, actuamos como humanos y al mismo tiempo tenemos una fuerza superior, mejor vista, oído, agilidad… nos tacharían de depredadores que vamos detrás de la sangre humana.
Angélica percibió la ira y la tristeza de su amiga. ¿Realmente sus leyes eran por una causa justa?
—El ellos de que hablas es mi raza. Somos muchos los que merecemos tu confianza.
Joanna sonrió con tristeza.
—Los vampiros son tan malos jueces del carácter como los humanos. Algunos depositarían inevitablemente su confianza en gente que no es de fiar, y entonces ¿qué sucedería? Solo se necesita una persona para divulgar la noticia de nuestra existencia, y entonces vendrían a buscarnos con horcas y estacas, como han hecho en el pasado.
Angélica admitió que lo que decía Joanna era verdad. Para la raza de los vampiros, el secreto era un imperativo de supervivencia. Aunque no excusaba el hecho de que hubieran querido matarla a ella.
Pero no la habían matado, ¿no? Por el contrario, habían buscado la manera de sortear sus leyes. ¡Le dolía la cabeza!
—Un momento —dijo Angélica levantándose y mirando por la ventana con los ojos abiertos como platos—. Es de día, ¿cómo puedes entrar y salir a la luz del sol?
Joanna asió la mano de Angélica y la obligó a sentarse de nuevo.
—Es posible que sea porque no tengo ningún problema con la luz del sol.
Angélica no dijo nada, esperando que se explicara. Joanna se aclaró la garganta.
—Bueno, supongo que debería explicártelo, aunque no me gustaría destruir todos tus prejuicios…
—¡Joanna! —protestó Angélica.
Joanna se echó a reír.
—Bien, es así. Hace varios cientos de años, cuando los jefes se dieron cuenta de que la única manera de coexistir pacíficamente con los humanos era mantenerlos, quiero decir manteneros, quiero decir, tú sabes lo que quiero decir…
—¡Sí, sí, no voy a ofenderme! —la apremió Angélica.
—Bien, era mantenerlos en la ignorancia de nuestra presencia. Como eliminar la idea de vampiro de todas las mentes humanas era prácticamente imposible, decidieron fomentar la rumorología.
—¿Así que los jefes difundieron rumores sobre vampiros? —preguntó Angélica confundida.
—Sí —respondió Joanna—, y pronto fue del conocimiento público que los vampiros no podían pasear a la luz del día ni tocar cruces. Todo el mundo sabe que ellos, o sea, nosotros, dormimos en ataúdes y nos convertimos en murciélagos.
A Angélica se le iluminaron los ojos cuando empezó a comprender.
—Lo hicieron así para que los humanos creyeran que los vampiros eran criaturas míticas, de esa forma el vecino que va a trabajar de día nunca podría ser un vampiro.
Joanna asintió con la cabeza y Angélica se sintió impresionada por la solución tan sencilla que los jefes habían ideado.
—Entonces, ¿es verdad que aborrecéis los ajos?
Joanna entornó los párpados y se echó a reír.
—Es verdad, no soporto que el aliento me huela a ajo.
—Yo tampoco —dijo Angélica con una mueca—. Aunque me encantan. Hacen soportables los platos más inapetentes, cuando no sabrosos.
—A mí nada me parece inapetente —dijo Joanna.
Angélica soltó un bufido muy poco femenino y preguntó:
—¿Y cómo consigues que te guste todo?
—Es muy fácil —dijo Joanna, encogiéndose de hombros—. Espero a tener hambre para comer.
Angélica agachó la cabeza para tratar de entender si su amiga hablaba en serio.
—¿Y cómo contribuye eso a que la comida sepa mejor?
—«La mejor salsa del mundo es el hambre» —citó Joanna.
—La mejor salsa… un momento, conozco esa cita. ¡Es del Don Quijote de Cervantes!
Joanna la miró contrariada mientras se ponía en pie.
—¿Es que una mujer no puede decir nada que no sea atribuido a un hombre?
—¡Oh, vamos! —dijo Angélica riéndose. Entonces se dio cuenta de que la tarde no estaba resultando tan desgraciada como había temido—. Joanna, ¿vas a asistir al baile de esta noche?
—Sí.
—Bien —dijo Angélica—. Te necesitaré a mi lado. Me parece que me asusta un poco conocer a la duquesa.
Joanna dejó de examinar una pintura cercana para mirar a su amiga.
—No tienes por qué preocuparte, Angélica. Margaret es una mujer fabulosa. No deberías ni siquiera pensarlo… limítate a vivir tu vida de la misma forma en que lo has hecho siempre y mira el resto como una inconveniencia temporal. Estoy segura de que los jefes pronto encontrarán la forma de salir de este embrollo.
Angélica deseó tener tanta fe como ella.