22

Kiril ayudó a Angélica a bajar de la carroza ducal.

—La duquesa y Lady Joanna os esperan dentro —dijo, señalando un pequeño establecimiento conocido por sus deliciosos bollos y su aromático té.

—Gracias, Kiril.

—De nada, princesa. Vendré más tarde a recogeros —dijo, señalándole la cafetería y quedándose donde estaba. Angélica sabía que él no se iría hasta ver personalmente que entraba, y saberlo casi le hizo sonreír.

Dentro del edificio había varias mujeres sentadas alrededor de mesas con manteles de encaje blanco, con teteras y platos de cerámica.

Angélica recorrió el atestado salón con la mirada hasta que un reflejo rojo captó su atención. Joanna era muy fácil de distinguir con aquel hermoso cabello.

—Pareces una hoguera —dijo Angélica, sentándose al lado de su amiga.

—¡Ya estás aquí! —dijo Joanna alegremente. Había estado esperando con impaciencia mal contenida mientras miraba los pastelillos de las mesas de alrededor—. Por Dios, Angélica, estoy segura de que engordaré cien kilos esta misma tarde si me dejo llevar por el impulso que me oprime.

—Esas tartaletas tienen un aspecto divino, ¿verdad? —respondió Angélica riéndose—. Quizá deberíamos pedir al camarero que nos traiga una muestra de todo lo que tienen.

—No te atrevas ni a insinuármelo —dijo Joanna, fingiendo horror—. Yo lo haría, sabes que lo haría.

Las dos mujeres callaron cuando el camarero, tras percatarse de su presencia, puso delante ellas un carrito con docenas de pasteles, tartas y otros manjares.

—¿Puedo ofrecerles algo de nuestra selección de pastelería, señoras? —preguntó con educación.

Angélica casi se echó a reír cuando Joanna se puso el dedo enguantado en la boca, para pensar. Tras varios segundos de completo silencio, la pelirroja señaló varios dulces de la bandeja, sin mirar ni una vez el rostro del camarero.

—Tomaremos este, ese, ese, ese y aquel. Ah, y ese también —dijo Joanna con altanería.

—¡Ay, Joanna, tenías que haber visto su expresión! —dijo Angélica riendo cuando el camarero se fue, anunciando que serviría el té enseguida.

—Sinceramente, me importa un comino. El establecimiento ganará una pequeña fortuna con nosotras, ¿qué más quieren?

—Cierto —dijo Angélica. Al ver el tercer juego de cerámica en la mesa, cayó por primera vez en la cuenta de que la duquesa no estaba presente.

—¿Dónde está la duquesa?

—¡Angélica, por favor, te dije que me llamaras Margaret! —dijo la duquesa acercándose a la mesa en aquel preciso momento. Un camarero corrió a ponerle la silla cuando se sentaba.

—¿Qué me he perdido?

—Acabo de pedir todo lo que tienen en la cocina. Aparte de eso, nada, Excelencia —dijo Joanna.

—Bueno, eso está bien, pero dudo que sea suficiente. Me siento como si tuviera una colonia muerta de hambre en el estómago —protestó Margaret en el momento en que cuatro hombres con guantes blancos depositaban bandejas de dulces en la mesa—. Bien, muy bien. Si siguen viniendo así, hoy voy a ser una mujer muy feliz.

Angélica se mordió el labio y tomó la delantera.

—Si estás de tan buen humor, entonces quizá pueda pedirte un favor.

La duquesa se apartó de la boca el bollo que estaba a punto de morder.

—Angélica, sabes que no necesitas pedir favores, solo tienes que pedirme lo que quieras y, si puedo, te ayudaré.

—Muy bien, ¿recuerdas nuestra conversación de ayer en el baile, sobre maridos? Bueno, un pretendiente me ha pedido acompañarme a una cena que se celebra esta noche en la residencia de los Summers y me preguntaba si sería posible que asistiéramos. Sé que no puedo ir sin ti y…

—No digas nada más. Claro que podemos ir. No tengo nada planeado, así que es una opción mucho mejor que no hacer nada. Enviaré una nota a los Summers para conseguir invitaciones. Lo único que tienes que hacer, querida, es citar a tu soltero en la cena.

—Gracias —dijo Angélica, aliviada al oír que todo se desarrollaba según sus deseos.

Después de lo que había ocurrido aquella misma madrugada, sabía que tenía que alejarse de Alexander todo lo posible y concentrarse en conseguir un marido. Aunque no era probable que Alexander volviera a acercársele con la misma intención después de haberlo rechazado, Angélica no quería arriesgarse. Si aquella madrugada le había enseñado algo, era que no era capaz de pensar con claridad cuando Alexander Kourakin la besaba.

Cogió un pastelillo.

—¿Y quién es ese hombre? —quiso saber Joanna.

Angélica tragó el bocado y bebió un sorbo de té caliente para diluir el sabor del pastelillo.

—Se llama Nicholas.

—Mmmm, Nicholas —repitió Joanna cerrando los ojos—. Una vez conocí a un Nicholas. Nos conocimos en un pueblecito de las afueras de una gran ciudad francesa.

Margaret se rio.

—Parece que todas tenemos un Nicholas en común, queridas. Cabello castaño oscuro y ojos negros como la noche. Han pasado más de trescientos años y aún recuerdo sus ojos.

—¿Trescientos años? —dijo Angélica, mirándola boquiabierta. ¿Cómo es que no había pensado antes que los vampiros no viven el mismo tiempo que los humanos?—. Entonces, ¿sois inmortales?

—Oh, no —dijo Joanna rápidamente. Añadió un terrón de azúcar al té y lo removió lentamente mientras Margaret atacaba el cuarto pastelillo.

—Podemos vivir unos seiscientos años, aproximadamente, aunque la mayoría de los vampiros no llega a cumplir tantos.

—¿Por qué no?

Joanna tomó un sorbo de té y se encogió de hombros. No le gustaba pensar en la mengua de la pasión, como tampoco a los humanos les gustaba pensar en la muerte.

—Vivir tantos años no es tan fácil como parece —dijo Margaret con expresión triste, recordando a los muchos amigos que habían optado por irse al otro mundo—. Llega un momento en que la oscuridad empieza a invadir el alma y ya nada resulta satisfactorio. ¿Cuánto crees que puede escribir un escritor antes de que deje de producirle placer hacerlo?

Angélica no sabía la respuesta. Ni siquiera podía imaginar lo que era vivir tantísimo tiempo.

—Yo antes escribía. Durante unos cien años de mi vida, me daba más alegría que ninguna otra cosa. —Dejando la taza sobre el platillo, Margaret se estremeció para sacudirse de encima la melancolía—. No he tocado una pluma en años. Las palabras que antes me proporcionaban placer ya no me llegan al alma. —La duquesa movió la cabeza, como para despejarse, y se echó a reír—. Escucharme hace que todo suene muy trágico. Pero todavía me queda mucha alegría dentro.

Angélica no quería continuar con un tema que, obviamente, ponía incómodas a las dos mujeres, pero no lo entendía y tenía la sensación de que se estaba perdiendo algo importante.

—No lo entiendo. ¿Los vampiros mueren cuando pierden la pasión?

Joanna negó con la cabeza.

—No. La pérdida de la pasión lleva a la pérdida de las ganas de vivir. Muchos vampiros, al llegar a los cuatrocientos años, prefieren irse.

Suicidio. Angélica entendió lo que Joanna estaba diciendo, aunque no entendía por qué alguien podía hacer algo así. Mientras hay vida hay esperanza, ¿no decían eso?

Claro que después de pasar cien años siendo desgraciada, quizá pensara de otra manera.

Entonces recordó algo que Alexander le había dicho dos días atrás.

—¿Tiene eso alguna conexión con que vuestra raza se esté extinguiendo?

Ambas vampiros la miraron sorprendidas, como esperando que aclarase la pregunta.

—Alexander lo mencionó de pasada pero no me explicó nada más —añadió Angélica.

Margaret apartó su bandeja con una mueca que significaba que estaba llena.

—Se está extinguiendo, cierto. Verás, las mujeres de nuestra raza no son fértiles hasta los quinientos años.

—¿Y la mayoría elige morir antes de que eso ocurra? —preguntó Angélica.

—Exacto —dijo Joanna, poniendo fin al tema—. ¡Vamos a comer!

Angélica trató de encontrar sentido a todo lo que había descubierto, pero pronto se dio cuenta de que estaba demasiado cansada para seguir pensando.

Durante los cinco minutos siguientes se dejó llevar por el hambre que le había estado atenazando, hasta que vio que Margaret y Joanna la miraban sorprendidas.

—¿Qué? —preguntó Angélica con la boca llena de suflé de chocolate.

Tras otro momento de silencio, la duquesa se echó a reír.

—Dios mío, Angélica, tienes buen apetito para estar tan delgada. Angélica se encogió de hombros y mordió un bollito de mantequilla.

—Bueno, la verdad es que tengo hambre cuando estoy muy cansada.

Joanna la miró sorprendida y luego pareció pensar en otra cosa.

—Voy al cuarto de baño, queridas. No te acabes los panecillos, Angélica. ¡Todavía no he empezado a comer en serio! —dijo la duquesa, abandonando la mesa entre risas.

Al poco rato, Angélica se volvió hacia Joanna.

—¿Qué fue lo que te llamó antes la atención?

—Oh, nada, es que a nosotras nos pasa lo mismo. Solo tenemos hambre cuando nos esforzamos demasiado físicamente.

—Ah —murmuró Angélica, sonriendo tras un momento de reflexión—. Entonces supongo que algunos de esos comensales que he sorprendido en las fiestas con montones de comida debían de ser vampiros.

Joanna sonrió.

—No lo creo, Angélica —dijo Joanna con suavidad—. Nuestro apetito es por una clase diferente de nutriente.

—Ah.

Angélica se sentía algo tonta y descentrada. Era fácil olvidar que Joanna no era humana. Su amiga era un vampiro y los vampiros vivían cientos de años con un alimento de una clase diferente.

Joanna puso la mano sobre la de Angélica.

—No bebemos sangre humana.

—Lo sé —dijo Angélica asintiendo con la cabeza, aunque la voz le salió como un chirrido.

—En realidad no es tan horrible como parece. La mayor parte de las veces se sirve en vasos… como el vino tinto.

—Joanna, por favor, no sigas. Ya sé que tienes buena intención, pero las comparaciones no lo harán más fácil de… bueno… de digerir —dijo Angélica, dirigiendo una lánguida sonrisa a su amiga.

—Supongo que no querías hacer un juego de palabras —dijo Joanna secamente.

—¿Qué juego de palabras? Yo… —Angélica tardó un momento en recordar lo que había dicho y luego se echó a reír.

—Por Dios, Joanna, eres insoportable.

—Gracias, he estado practicando durante siglos —respondió la otra y Angélica rio con más ganas.