24

Angélica se arrastró escaleras abajo, con los pies descalzos para no hacer ruido, y entró en la biblioteca. Era humillante darse cuenta de que el miedo le impedía dormir.

Había soñado con un monstruo con aspecto de perro que buscaba su sangre y, por mucho que había tratado de librarse del rabioso animal, al final la capturaba. Y cuando sus dientes estaban a punto de clavarse en su cuello, había despertado. Después, ya no pudo conciliar el sueño.

Llegó hasta el asiento de la ventana que se había convertido en su favorito y apartó las cortinas para ver la casa que había al otro lado del jardín.

A los pocos minutos suspiró. Por mucho que miraba, no veía a nadie patrullando los jardines, aunque sabía que estaban allí. Kiril le había hablado aquella tarde de los vampiros que vigilaban la casa, probablemente para disuadirla de cualquier idea de fuga.

No era probable que escapara, pero Kiril siempre era muy cauto.

—¿Angélica?

Oyó la suave voz de Alexander en el salón a oscuras. No entendía por qué para él era importante no comprender que estaba asustada, pero lo estaba.

—¿Sí? —respondió resueltamente, irguiendo la espalda. No sabía por qué la había obligado a dejar la cena, pero al llegar a casa su ira había cedido. Tampoco tenía un interés especial por quedarse. Por lo único que estaba resentida era por su actitud.

Angélica se dio la vuelta al acercarse Alexander. El camisón rozó sus pies, recordándole que estaba a medio vestir. Su primer impulso fue cubrirse, pero eso solo serviría para llamar su atención sobre zonas que no quería que él mirase. En cualquier caso, era ridículo molestarse por su indumentaria cuando el blanco camisón la cubría de pies a cabeza.

—¿Qué haces fuera de la cama? —preguntó Alexander al llegar a su altura, mirando el asiento vacío que había a su lado.

Viendo la dirección de su mirada, Angélica lo señaló.

—Adelante. No podía dormir, eso es todo. ¿Por qué estás despierto tú?

Alexander miró por la ventana al vampiro que estaba al lado de un viejo roble.

—No suelo dormir mucho —respondió por fin, mirando el camisón de arriba abajo y luego volviendo a mirar por la ventana.

Angélica asintió con la cabeza, aceptando sin problemas lo que unos días antes la habría sorprendido.

—¿Piensas decirme por qué me has hecho abandonar la cena?

—Desafiaste a aquel hombre y te convertiste en objetivo de su violencia —dijo Alexander sin inmutarse, aunque en su voz se notaba la irritación.

—¡Él fue quién me desafió! —protestó Angélica.

—No deberías haber discrepado.

Angélica se puso en pie, indignada de nuevo.

—Se merecía que lo machacaran, Alexander, y tú lo sabes.

—Le sacaste de sus casillas hasta el punto de que estuvo pensando seriamente en hacerte daño, Angélica —dijo Alexander sin dejar de mirar por la ventana. Su calma la hizo irritarse aún más.

—¡Que se hubiera atrevido!

Angélica se quedó paralizada al ver la expresión de Alexander.

—Si lo hubiera hecho, tendría que haberlo matado.

Hablaba en serio. Angélica supo que lo habría hecho y por eso se había enfadado.

Alexander debió de leer los pensamientos de Lord Jeffrey y había visto que le deseaba hacer daño de verdad. Estaba enfadado porque ella había estado a punto de provocar que un hombre le hiciese daño.

Angélica se sentó lentamente.

—¿Iba a hacerme daño?

—Lo planeaba.

—Quieres decir, después de salir de allí…

—Hice un trato con él —dijo Alexander con sequedad. Angélica no lo dudó ni un minuto.

—¿Fuiste tras él? —susurró.

Alexander se puso en pie y le ofreció la mano para que lo siguiera. Angélica vaciló apenas un momento antes de darle la mano. Sabía que Alexander no le habría hecho daño a Lord Jeffrey.

Él era el guardián de las leyes de los vampiros y no podía saltárselas. Habría disuadido a Lord Jeffrey de alguna otra forma.

—Es hora de que te vayas a dormir.

Se ruborizó al oír aquello. Revivió el recuerdo de su beso, pero lo alejó con un gran esfuerzo de voluntad.

Alexander se detuvo al pie de las escaleras y esperó a que ella subiese. Cuando Angélica llegó a la puerta de su dormitorio, se desvaneció tan silenciosamente como había llegado.

Tras atravesar el dormitorio y meterse en la cama, se preguntó qué haría Alexander durante las horas en que la mayoría de los humanos dormía.

No se iba a dormir, de eso estaba segura. ¿Bajaría a la biblioteca a leer?

Acurrucándose entre las sábanas, se propuso dejar de pensar y tratar de dormir. Cerró los ojos e imaginó un rebaño de ovejas en un prado. Unas pacían y otras correteaban por la colina que imaginaba con claridad. El sol lucía y Angélica se relajó bajo las mantas.

Quizá después de todo iba a dormir, pensó, mientras veía las ovejas lanudas recostadas al sol. Empezaba a adormilarse cuando de pronto apareció el lobo enseñando los colmillos.

Se incorporó en la cama respirando agitadamente, mirando todos los rincones del dormitorio como si esperase que el lobo se materializara en cualquier momento.

—¡Esto no funciona!

Apartando las frazadas, se dirigió al armario y rebuscó entre las ropas hasta que encontró un vestido. Iría a la biblioteca a coger un libro, pero completamente vestida, por si se encontraba con Alexander.

—¿Qué haces? —La profunda voz de Alexander resonó en la puerta.

Sorprendida, Angélica dio un grito y dejó caer el vestido que había elegido.

—¿Estás loco? ¿A quién se le ocurre aparecer de esa manera precisamente esta noche? —dijo, irritada.

Alexander no parecía en absoluto arrepentido de sus acciones, antes bien se acercó a ella y se inclinó para recoger el vestido del suelo.

—¿Pensabas ir a alguna parte? —preguntó con suspicacia.

Angélica le arrebató el vestido.

—A la biblioteca, por si te interesa. No te lo he dicho antes, pero tengo pesadillas. Cada vez que cierro los ojos para contar ovejas, aparece un lobo que se las quiere comer.

Sabía que parecía ridícula, incluso infantil, pero no podía evitarlo. Miró a Alexander preparada para enfrentarse a su mirada implacable, pero se quedó con la boca abierta.

—¿Has sonreído? —preguntó asombrada. Había abierto unos ojos como platos al ver curvarse los labios de Alexander, y si no se equivocaba, ¡se le formaba un hoyuelo en la mejilla derecha!

—No —dijo Alexander fríamente, impasible el ademán, como siempre; pero Angélica no pensaba rendirse. Había buscado algo en que pensar y aquella era la válvula de escape perfecta para su mente sobrecargada.

—¡Creo que tienes un hoyuelo! —dijo echándose a reír. Alargó la mano y le tocó la mejilla derecha antes de que él apartara el rostro.

—¡Basta, Angélica! —ordenó el hombre con vehemencia.

Angélica se burló de él con buen humor.

—No hasta que admitas que has sonreído.

Las cejas de Alexander se convirtieron en una sola.

—No pienso hacer nada semejante. Y ahora vuelve a la cama.

—¡Oh, vamos! —dijo Angélica con voz zalamera—. Solo una sonrisa.

Sujetando las manos que habían emprendido el camino hacia su rostro, Alexander trató de intimidarla con una mirada fría, pero fracasó miserablemente.

—Así no se sonríe, Alexander —dijo, soltándose las manos y tocándole las comisuras de la boca para levantarlas—. Se hace así. —Su voz se suavizó al sentir el impacto de su presencia física. Era tan fuerte, tan vital, tan viril…

Alexander dio un paso atrás y se aclaró la garganta.

—Necesitas descansar. Si te tranquiliza, me sentaré en esa silla que hay al lado de la ventana hasta que te duermas.

Angélica asintió en silencio, tratando de no mostrar cuánto le hería su rechazo. Tenía razón, por supuesto, pero le escocía que pudiera ser tan imparcial cuando ella le deseaba tanto.

Eso, Angélica Shelton Belanov, es una bendición, se dijo. Volvió a la cama, cerró los ojos y le oyó moverse por la habitación hasta que se sentó, como había prometido.

Respira despacio, piensa en ovejas… A los diez minutos de esforzarse por dormir, Angélica cayó en la cuenta de que no podía olvidar las sensaciones que le daban vueltas en el estómago.

—¿Alexander? —murmuró. Él calló tanto rato que Angélica pensó que no respondería. Le oyó suspirar y finalmente respondió.

—¿Sí?

Angélica se acarició los brazos con las manos, pensando que incluso su voz la hacía temblar.

—No puedo dormir.

Le oyó moverse hasta que notó un movimiento en el colchón; se había sentado a su lado.

Se volvió y le miró la cara, que estaba en sombras.

—¿Todavía tienes miedo?

—No —respondió la joven con franqueza.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—Yo… —Angélica cerró los ojos y se preguntó cómo había llegado a meterse en aquel enredo. Aunque sabía que era ridículo esconder sus pensamientos a aquel hombre. Él le había enseñado a bloquearlos, la había salvado de convertirse en presa de la ley de los vampiros, y había hecho Dios sabía qué para asegurarse de que no iba a sufrir ningún daño de manos de Lord Jeffrey.

—Ya sé que no me quieres, pero no puedo dejar de pensar… bueno, en los besos.

—¿Besos? —repitió Alexander lentamente. Incluso en la oscuridad, Angélica intuyó sus cejas enarcadas.

—Sí. —Había admitido la mitad, así que se figuró que no le perjudicaría añadir el resto—. Besos contigo.

Alexander se quedó en silencio durante un largo rato y Angélica comenzaba a preguntarse si diría algo cuando sintió los dedos masculinos en la parte de su pierna que había quedado destapada.

Tenía una mano dura y áspera que producía escalofríos en toda su piel mientras la subía por la pierna, arrastrando el camisón en su avance.

Antes de que supiera cómo había pasado, Alexander había levantado las sábanas y estaba tendido a su lado.

No dijo nada. No quería romper el hechizo que se había formado.

Alexander, apoyado en el codo, continuó levantándole el camisón hasta que los faldones estuvieron a la altura de su cintura y sus bragas de algodón blanco quedaron a plena vista.

Aunque cada movimiento la llenaba de éxtasis, Angélica sintió la necesidad de cubrirse.

Alexander le cogió la mano.

—No lo hagas —dijo suavemente, besándole los dedos—. Eres muy hermosa.

Continuó el pausado recorrido de los dedos y pronto llegaron insoportablemente cerca de sus sensibles pechos.

—Alexander —susurró Angélica.

Alexander se inclinó sobre ella, atrayendo su cuerpo y besándola hasta que la joven dejó de pensar. Angélica se dejó arrastrar por las sensaciones que estremecían su cuerpo de placer. Todo él era duro como una roca… era su protector.

De repente le molestaron las ropas de Alexander. Quería sentir su piel como él sentía la suya. Angélica manipulaba el sexto botón de la camisa masculina cuando Alexander se detuvo.

Dejó de besarla y se irguió para escuchar.

—¿Qué…?

—Silencio —ordenó Alexander, escuchando. Angélica solo oía el rumor de las ramas movidas por el viento.

—Hay un vampiro acercándose a la casa —dijo Alexander, bajando del lecho.

Angélica recordó al vampiro que Alexander andaba buscando y miró hacia la ventana con expresión preocupada.

—¿Amigo?

—Sí.

Angélica se incorporó en la cama y se sujetó las sábanas contra el pecho mientras él se dirigía a la puerta.

—No pensarás irte, ¿verdad? —Su voz traicionó el miedo que aún sentía.

—Volveré enseguida, no te preocupes.

Angélica asintió y volvió a acostarse. Miró al techo y empezó a contar.

Había llegado a sesenta y cuatro cuando volvió Alexander.

—¿Va todo bien? —preguntó con voz vacilante. El miedo con el que se había familiarizado en las últimas horas estaba desapareciendo, dejando agotamiento en su estela.

—Todo va bien.

Alexander fue a la cama, se tendió a su lado y la rodeó con el brazo.

—Ahora duerme. Yo velaré.

Angélica aceptó su protección con la misma facilidad que había aceptado sus caricias. Se acurrucó contra él y cerró los ojos; de repente se le ocurrió una extraña idea. Alexander Kourakin era el único hombre que le daba seguridad.

—¿Alexander? —dijo abriendo los ojos a la oscuridad de la camisa masculina.

—¿Mmmm?

—¿Qué harás cuando termines tu trabajo?

—Volver a Moscú.

Angélica respiró hondo y encajó la repentina tensión que invadió su pecho. Cuando el sufrimiento se convirtió en un dolor apagado, cerró los ojos una vez más.

Hasta que la venció el sueño.