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Alexander no era capaz de imaginar qué le había pasado. ¿Qué hacía prestando atención a aquella mujer? Ella leía su mente, así que obviamente era un vampiro, pero no le habían informado de su presencia. James le había dado una lista con todos los miembros del Clan del Norte, las ciudades en las que residían y quiénes solían estar en otros territorios del clan. Aquel vampiro tenía que ser un visitante.

¡Maldita sea! Un asesino andaba suelto intentando comenzar una nueva era de exterminadores de vampiros, no tenía tiempo para hacer nuevas amistades… aunque fuesen bellezas morenas.

Alexander miró el atestado salón de baile y frunció el entrecejo. Hacía tiempo que se habían ido los confidentes con los que había coincidido, y su información había sido de lo más insuficiente. No tenían ninguna pista, aunque la policía de Londres estaba haciendo más preguntas que nunca.

Al día siguiente se reuniría con los miembros del clan que tenían contactos con la policía londinense. Alexander no esperaba mucha ayuda de los investigadores humanos; le preocupaba más que los miembros de Scotland Yard empezaran a tener ideas extrañas sobre el asesino en serie al que estaban persiguiendo.

Era hora de dejar el baile. Serguéi tenía que saber que estaban tras su pista, sobre todo desde que había eliminado a dos vampiros del Clan del Norte enviados para acabar con él hacía unas semanas. La lógica decía que no era probable que se presentara en una reunión social, así que no tenía sentido que se quedara en aquella molesta celebración.

Alexander reflexionaba sobre el asunto mientras se abría paso entre invitados y gorrones.

Todas las víctimas eran mujeres, casi todas normales y corrientes. Serguéi elegía a sus víctimas en los barrios bajos o en los bosques de los alrededores de Londres, y luego las dejaba a la vista de todos. Y por último, en el cuello de todas habían encontrado un collar de granates.

Alexander esperaba que esto último fuera la perdición de Serguéi. A menos que el vampiro lo hubiera planeado con mucha antelación, lo que Alexander dudaba, sería relativamente fácil encontrar la tienda o tiendas en las que los había comprado.

¿Cuántas tiendas dentro y en los alrededores de Londres venderían collares de granates?

—¿Príncipe Kourakin?

Alexander miró con impaciencia al humano que se le había acercado. La rubia tenía un aspecto que había visto un millón de veces, un aspecto que solo le producía aburrimiento.

—¿La conozco, señora?

La mujer sonrió y sus ojos brillaron con un destello de invitación.

—¿Cómo habéis sabido que soy francesa, alteza?

Alexander leyó rápidamente su mente. Era una zorra viciosa que disfrutaba recibiendo dolor tanto como infligiéndolo. No tenía recuerdos de Serguéi.

—Llámelo intuición, señora.

—Llamadme Delphine, por favor.

Alexander sabía que la mujer esperaba que le dijese su nombre de pila. Sabía que quería terminar en su cama. Sabía que nunca la habían rechazado hasta la fecha. Pero a él le importaba un comino.

—Señora, no estoy interesado en lo que tiene usted que ofrecerme.

Delphine se erizó como un gato y sus ojos se convirtieron en dos ranuras mientras lo miraban con hostilidad manifiesta. Parecía dispuesta a soltarle un desaire, pero si era así, se contuvo y lo miró intrigada.

—No os interesa una mujer.

No era una pregunta; Delphine había pensado en la única razón posible que podía motivar un rechazo. En cierto sentido tenía razón, pensó Alexander, pues no le había tentado una mujer desde hacía mucho, mucho tiempo.

Hasta que vio a la bruja de pelo negro.

Volvió los ojos al rincón del salón donde estaba ella de espaldas. Delphine debía de estar observándole atentamente, pues maldijo con ganas.

—¡Siempre esa puta! Todos los hombres del salón corren tras ella como perrillos falderos. ¡Le sacaría los ojos!

Alexander se volvió hacia Delphine.

—No lo hará; ni siquiera se acercará a ella. Le gusta a usted.

En sus ojos resplandecía un fuego vivo y la sorprendida Delphine asintió con la cabeza.

—Ahora márchese y olvide que hemos hablado.

Los ojos de Alexander recuperaron el color normal cuando Delphine se alejó lentamente.

No causará más problemas, pensó con satisfacción. Entonces se preguntó por qué había utilizado sus poderes mentales en aquella mujer por una causa tan nimia, pero se dijo que así protegía a los suyos de cualquier peligro. Habría hecho lo mismo por cualquier vampiro… ¿o no?

Irritado por haber olvidado momentáneamente el asunto que tenía entre manos para ponerse a pensar en aquella mujer, Alexander inspeccionó la sala de baile por vigésima vez aquella noche y se fijó en Kiril. Estaba hablando con una mujer pelirroja que llevaba un vestido plateado, Lady Joanna. Debía de ser la vampiro que James y él habían encontrado con Kiril en aquel castillo, hacía mucho tiempo. Los dos vampiros tendrían mucho de qué hablar… o quizá no.

Alexander decidió conceder unos momentos a Kiril.

Dispuesto a esperar, algo que le resultaba muy difícil, dio un suspiro. Una morena con unos pendientes de artesanía le dirigió una mirada ardiente. Alexander se desentendió de la descarada invitación.

¡Maldita sea! Había esperado recabar más información, pero la noche estaba resultando infructuosa. Tendría que estar fuera, vagando por las calles y no atascado en aquel salón de aire cargado.

Sus pensamientos volvieron a dirigirse hacia la mujer de azul. Solo había conocido dos vampiros capaces de leer mentes con la facilidad que tenía él, y ambos eran ya ancianos. No era probable que ella fuera tan vieja. Conocía a todos los ancianos de Europa, y ella no parecía ni asiática ni africana.

—¡Mi querido príncipe Kourakin!

Al oír una voz conocida, Alexander bloqueó todos los pensamientos de su mente y se volvió, encontrándose ante un pomposo hombrecillo que le hacía una extravagante reverencia.

Al recordar que tenía muchas entradas en el cabello, Lord Jeffrey Higgings se irguió rápidamente y se arregló unos mechones errantes sobre su brillante calva. Las regordetas manos le temblaban al enderezar la espalda y sonreía como un tonto, poniendo al descubierto el hueco que tenía entre los incisivos, que destacaba aún más debido a los restos de chocolate que se le habían quedado en las encías.

—Es ciertamente un gran honor que os hayáis dignado asistir a nuestro baile, príncipe Alexander. Mi esposa se siente muy complacida, sí, sí, sí, así es. Y cuando se siente muy complacida, Dios mío, prepara platos exquisitos para… —Los ojos del hombre estaban iluminados por el placer mientras dejaba la frase sin terminar. Sus dedos regordetes, engalanados con sortijas de diamantes, se retorcieron como si estuviera jugando con unas llaves invisibles.

Alexander se sentía muy incómodo al ver que le regalaban tantas sonrisas. ¿Por qué aquel hombre estaba tan contento? No tardaría mucho en descubrirlo.

—Pastelillos, tartas y frutas exóticas, sí, sí, sí. —La voz de Lord Higgings subía una octava con cada exclamación, haciendo que varias parejas que estaban bailando tropezaran y se detuvieran a observar el espectáculo que estaba organizando el hombrecillo.

Ajeno a todo, el lord volteó la mano enguantada en el aire y exhaló un sonido que habría parecido una carcajada si no hubiera sido tan ensordecedor.

—Dos príncipes rusos en una celebración, mi mujer me hará pastel, sí, sí, sí, lo hará. ¡Y chocolate! Dios mío, hará que le lleven el chocolate más delicioso. —Nada más decirlo, el hombrecillo cayó en un respetuoso silencio, con la mirada cada vez más perdida.

Sorprendido al ver su mano en el aire, Lord Higgings la bajó y la apoyó en su redondeado vientre. Alexander no sabía qué clase de respuesta se esperaba de él. Apenas tenía tiempo para escuchar toda la charla insulsa con la que le castigaban, pero despreciar al hombre que había organizado el baile era algo que no podía permitirse. Consideró la posibilidad de introducir un pensamiento en la mente del hombre para hacerle partir, pero le preocupaba que Lord Higgings no fuera un hombre muy equilibrado. No quería arriesgarse a causar un daño, o mejor dicho, más daño del que ya sufría, en la mente de aquel hombre.

—¿Habéis hablado de otro príncipe ruso? —dijo Alexander, fingiendo interés—. Entonces creo que debo excusarme para ir a buscarlo.

Aún no se había alejado dos pasos cuando la voz de Lord Higgings le detuvo en seco.

—Un momento, ahí está.

Irradiando inconfundible energía nerviosa, la cabeza de un hombre apareció entre la multitud mientras Alexander se detenía con irritación apenas disimulada.

Cerró brevemente los ojos y se pellizcó el puente de la nariz. Estaba resultando una velada endiabladamente larga.

—Mi querido príncipe, os presento al príncipe Mijaíl Belanov. —Lord Higgings se acercó tirando de un joven de aspecto nervioso—. Príncipe Belanov, el príncipe Kourakin. —Hizo una reverencia y se alejó para alivio de los dos hombres.

—Parece mentira la cantidad de problemas que puede causar un hombre de su tamaño —gruñó Mijaíl al ver al hombrecillo agitar las puñetas de las mangas mientras hablaba con animación con otros invitados.

Alexander escrutó detenidamente la mente de Mijaíl en busca de recuerdos de Serguéi y luego asintió con la cabeza para indicar que estaba de acuerdo.

—Debería estar satisfecho ahora que nos ha presentado. Sin duda su esposa le dará mucho chocolate por eso. —El seco comentario que salió de sus labios sorprendió a Alexander, aunque siguió impertérrito. ¿Cuándo había dicho una gracia por última vez?

Mijaíl tendió la mano y sonrió.

—Sí, sí, sí, mucho chocolate.

Alexander frunció la comisura de la boca para esbozar una sonrisa al estrecharle la mano al otro ruso. No se le había ocurrido hasta entonces, pero hacía muchos años que no sonreía. Le costaba creer que hubiera recuperado el sentido del humor, pero ¿por qué no? Sentía casi todo lo demás.

Al contrario que con el deseo que había sentido al encontrarse con la mujer de pelo negro, aquel redescubrimiento del humor no molestó a Alexander. De hecho, casi había olvidado lo agradable que era la sensación de encontrar algo divertido.

Al darse cuenta de que había estado silencioso un largo rato, Alexander volvió a prestar atención al príncipe.

—Creo que no nos conocíamos, pero vuestro apellido me resulta familiar.

Mijaíl inclinó la cabeza para saludar a un conocido que pasaba.

—Es posible que hayáis oído hablar de mi padre, Dimitri Belanov.

—Ah, sí. —Alexander recordaba el apellido y la tragedia a la que estaba ligado. Recordó al zar hablando de Dimitri Belanov durante una de las visitas regulares de Alexander a palacio—. El trabajo de vuestro padre para mejorar las relaciones entre Inglaterra y Rusia y el donaire de vuestra madre fueron tema de conversación en San Petersburgo durante muchos años. Su muerte fue una pérdida para todos nosotros.

Mijaíl asintió con la cabeza.

—¿Pasáis mucho tiempo en Inglaterra? —preguntó Alexander para llenar el silencio.

—Sí, el trabajo de mi padre le mantenía ocupado en Londres… Buenas noches, Ambrose. —Mijaíl sonrió a un hombre vestido con una elegante chaqueta verde que estaba tratando de llamar su atención. Alexander escrutó la mente del tal Ambrose y vio que era un buen hombre.

—Mijaíl, reservadme algo de tiempo para luego; hay un tema de cierta importancia que me gustaría comentaros.

—Por supuesto. —Mijaíl sonrió y se volvió hacia Alexander con una expresión de disculpa—. Perdonad la interrupción, por favor. ¿Por dónde iba? Ah sí, el trabajo de mi padre lo mantenía aquí y mi madre era una dama inglesa a la que le gustaba estar cerca de su casa. —Mijaíl miró al hombre que tenía enfrente y le preguntó—: ¿Acabáis de llegar a Londres?

—Hace unos días, sí.

—Permitidme que os lleve al club. En Londres hay algunos pasatiempos bastante agradables si se sabe adónde ir.

Alexander meditó la inesperada oferta de hospitalidad. Por lo que deducía de las constantes sonrisas y saludos que recibía Mijaíl Belanov, era un hombre conocido que podía facilitarle la entrada en toda clase de celebraciones y fiestas. James era una buena llave maestra para entrar en la sociedad londinense, pero ir acompañado por el príncipe Belanov podía resultar muy productivo para su búsqueda.

—Me encantaría, príncipe Belanov.

Mijaíl esbozó una sonrisa encantadora.

—Tendréis que llamarme Mijaíl si vamos a pasar juntos más tiempo. Tanto «príncipe» se me sube a la cabeza, y mi hermana os contará que la idea que tengo de mí mismo ya está bastante inflada.

Alexander asintió con la cabeza. Mijaíl tenía sentido del humor, y apreciaba su franqueza.

Aunque un vistazo a los pensamientos del joven le revelaron que una de las razones por las que el joven deseaba su amistad era su hermana. Por qué insensata razón Mijaíl se había convertido en casamentero era algo que se le escapaba, pero tampoco le parecía importante.

—Entonces supongo que tendrás que llamarme Alexander, aunque he de decirte que me encanta el «principeo».

Mijaíl se echó a reír.

—Será mejor que me vaya. Unos amigos quieren ir mañana a White’s. Es el paraíso de los jugadores, y el club de caballeros más exclusivo de la ciudad, así que no se permite la entrada a los irritantes jovenzuelos a la moda. Te conseguiré un pase de invitado. ¿Qué te parece si nos vemos en Saint James Street al mediodía?

—De acuerdo —dijo Alexander, asintiendo con la cabeza a su compañero, que se alejó inmediatamente.

—¿Príncipe?

Alexander oyó el incómodo timbre de la voz de Kiril y al volverse lo vio al lado de Lady Joanna.

—¿Sí?

—Acaba de llegar un mensaje de la casa de Lady Joanna. Uno de sus contactos en el cuerpo de policía ha comunicado que ha habido otro asesinato. La policía comprobó que se había desangrado a la víctima, pero curiosamente no se ha encontrado ni rastro de su sangre.

Alexander entrecerró los ojos para meditar la noticia. Serguéi acababa de cometer su mayor error.

—¿Dónde han encontrado el cuerpo?

Fue Lady Joanna quien respondió.

—Aquí, en Londres.

Lady Joanna, quiero que todos los vampiros de Londres acudan a mi residencia esta noche, ¿podrás organizarlo?

—Sí, príncipe Kourakin, lo haré.

† † †

Mijaíl asió la mano de su hermana al ver la tensión reflejada en su rostro. Temía que aquella reunión hubiera estado demasiado concurrida para su categoría. Maldita sea, debería haber hecho caso de su intuición y mantenerla lejos de las grandes concentraciones.

—¿Te encuentras bien, Ángel?

Angélica intentó en vano esbozar una sonrisa y miró angustiada hacia Lady Dewberry.

Reprimió un suspiro cuando se dio cuenta de que la robusta señora estaba enfrascada charlando con sus chismosas amigas. Lo último que Angélica quería era que Lady Dewberry se preocupara por ella.

—Mijaíl, creo que es muy posible que me haya vuelto loca —dijo Angélica en voz baja.

Mijaíl se echó a reír, aunque sus ojos conservaron la seriedad cuando observó a su hermana.

—Sinceramente, lo dudo, querida hermana. Tú no permitirías que algo así ocurriera, y mucho menos teniendo un concepto tan alto de tu mente como tienes.

Temblando ligeramente, Angélica trató de adoptar un aire jovial.

—Bueno, querido, tengo una noticia para ti. Creo que he visto a alguien que es como yo.

La sonrisa de su hermano se desvaneció rápidamente al oír aquella revelación. Recorrió el salón con la mirada como si fuera capaz de ver a alguien con el don de Angélica, y luego cerró los ojos con fuerza.

—¿Quién? ¿Dónde? ¿Estás segura?

Angélica asintió con pesar.

—Sí, estoy segura, aunque no sé cómo se puede estar segura de algo así.

Antes de que Mijaíl pudiera responderle, Lady Dewberry le golpeó el hombro con el abanico.

—Príncipe Belanov, creo que ya es hora de irse a casa.

Mijaíl miró a Angélica antes de asentir cortésmente.

—Por supuesto, mi querida señora. Creo que estaba empezando a sufrir un ataque de hastío.

† † †

Cuando todo el mundo se fue a dormir, Angélica salió de su dormitorio y bajó las escaleras de puntillas y descalza. El sueño escapa a aquellos que tienen algo en su mente y Angélica tenía la suya llena.

Llegó a la planta baja y giró a la derecha, en dirección hacia la parte trasera de la casa, a la sala donde estaba el piano de cola. Si hubiera estado en el campo, habría cabalgado hasta que se le hubiera despejado la cabeza. Echaba mucho de menos su caballo, el terreno que rodeaba Polchester Hall. En Londres, incluso un simple paseo quedaba fuera de cuestión cuando el cielo se oscurecía.

—Estás en Londres, para bien o para mal, y será mejor que te acostumbres.

La voz de Angélica resonó en la gran sala de música. Sus pies descalzos la llevaron hasta la ventana, en cuyo alféizar tomó asiento, dando gracias en silencio todo el rato por la alfombra turca que ofrecía una semblanza de calidez.

Volvió a recordar al hombre del baile. ¿Sería el que había hablado con ella? ¿Podía oír los pensamientos ajenos? ¿Había oído los suyos?

Había tantas preguntas que hacer… aunque la posibilidad de conseguir respuestas, más que emocionarla, la asustaba.

Lo que más le interesaba saber era por qué no había sospechado hasta entonces que algo así fuera posible. ¿Por qué no se le había ocurrido que existieran otros seres como ella?

La idea la aturdía; ¿y cómo iba a encontrar a esa persona? Podría estar en cualquier parte del mundo. ¿Y si se habían cruzado sin enterarse?

Las infinitas posibilidades giraban en su cabeza, haciéndola sentirse más desolada que nunca. Tenía que detener aquellos pensamientos locos antes de que la arrastraran a un auténtico frenesí. Siempre se había sentido orgullosa de su carácter realista. Ahora más que nunca necesitaba agarrarse a esa sensatez. No podía soñar despierta, no podía permitírselo. Los sueños se tienen durmiendo.

—¿Angélica?

Angélica levantó los ojos y vio a Mijaíl, vestido todavía formalmente y mirándola con aire intrigado. Tenía que haber estado muy enfrascada en sus pensamientos para no haber oído la puerta principal al abrirse.

—¿Una velada placentera? —preguntó con actitud zumbona. Siempre le había hecho mucha gracia que su hermano no fuera capaz de hablar con ella sobre asuntos de naturaleza sexual. Ambos sabían dónde había estado Mijaíl, aunque él nunca lo admitiría.

Mijaíl atravesó la habitación en penumbra aclarándose la garganta y se sentó a su lado, en el alféizar.

—Muy placentera, sí. ¿Qué estás haciendo aquí?

Angélica estaba segura de que, si hubiera habido luz, habría visto rubor en las mejillas de Mijaíl.

Se encogió de hombros y recitó uno de sus poemas preferidos, de Charlotte Brontë:

—Amo las horas silenciosas de la noche, pues en ellas surgen los sueños dichosos, revelando a mi vista embelesada lo que mis ojos despiertos no percibirían.

Mijaíl frunció el entrecejo.

—Creo que Brontë se refería a los bellos sueños que se tienen mientras se duerme, querida hermana —dijo, levantándose y tendiéndole una mano para ayudarla—. Vamos, te acompañaré a tu cuarto.

Angélica levantó el rostro hacia su hermano.

—Debería olvidarlo, ¿no crees?

Mijaíl lo pensó un momento y alargó los brazos para estrecharla entre ellos.

—Sería lo mejor, Ángel.