18

Desde el momento en que la llevaron a rastras a la temible habitación, Angélica fue incapaz de traspasar el impasible rostro de Alexander. ¿Cómo podía estar tan tranquilo? Por el amor de Dios, era un vampiro. ¡Un vampiro!

Había tratado de comprender lo que había visto y oído mientras corría hacia el muro. Nada de todo aquello le parecía ni remotamente posible, nada.

Pero era real; todo era real. Había visto crecer los dientes de aquel muchacho, había visto ensombrecerse sus ojos mientras miraba a aquella pobre niña. Por Dios, se había quedado paralizada. Durante aquellos horribles segundos en los que había estado segura de que iban a matar al recién nacido, no había sido capaz de pensar con claridad, ni siquiera para idear un plan de rescate. Había dejado la niña a su propia suerte mientras ella temblaba de terror.

Angélica aún temblaba, lo bastante para sentirse mareada, lo bastante para no querer dejarse llevar por aquellos razonamientos. ¡No iba a ponerse histérica otra vez!

Había tardado sus buenos cinco minutos en recuperar el aliento tras el primer ataque de pánico, pero esta vez no tenía cinco minutos que malgastar. Si ellos pensaban que sabía… lo que fuera… la matarían sin compasión, estaba segura.

Parece a punto de echar a correr. Será mejor que la sujete bien, por si acaso.

—¡No me toques! —Angélica se separó de Kiril de una zancada al oír sus pensamientos mentalmente. Maldita sea, los nervios la habían hecho perder el bloqueo.

—Angélica, por favor, no entiendo cómo has llegado hasta aquí, pero coopera y todo irá bien —dijo Joanna adelantándose.

Angélica no se había dado cuenta de su presencia en la sala y dejó escapar un suspiro de gratitud.

—Oh, Joanna, creía que me estaba volviendo loca, de veras que sí. Estaba empezando a pensar… —algo en la expresión de Joanna la obligó a interrumpir su desesperada diatriba. Unos momentos escuchando los pensamientos de sus amigos clarificaron el asunto hasta un grado no deseado.

No es posible que lo sepa. Aunque lo haya visto, su mente no le dejará creer que somos vampiros. Dios mío, que no lo sepa. Que no lo sepa.

—¡Pero eras mi amiga! ¿Cómo puedes ser…? Estoy segura de que no eres… —Angélica calló. Sus ojos se dilataron de dolor antes de llenarse de hielo. Así que nada era lo que parecía.

Joanna, Alexander y los otros dos formaban una especie de organización.

Alexander la había engañado, Joanna la había engañado, y ella… ella había engañado a Mijaíl y a Lady Dewberry. ¿Acaso aquella farsa no tenía fin?

De repente quiso estar en casa. Hacía solo unos días que había conocido a Alexander. Solo unos días antes había sabido que pronto se encontraría sin fondos. Hasta unos días antes solo había leído sobre vampiros en enciclopedias mitológicas.

Angélica miró a Alexander, que contemplaba el fuego del hogar, al otro lado de la habitación. Había bloqueado sus pensamientos, al igual que su amigo. Era horrible darse cuenta de lo mucho que había llegado a significar para ella.

Un vampiro…

Dios mío, iba a morirse.

—¿Angélica? —En la voz de Joanna vibró una nota de histeria al ver a su amiga desplomarse en el suelo. La rigidez que vio en los hombros de Angélica le impidió acercarse a la joven.

—¿Es un sueño? —Las palabras salieron de los labios de Angélica, pero parecían una afirmación más que una pregunta.

—No.

La voz de James hizo que Angélica levantara la cabeza; tenía la mirada inusualmente fija y el cuerpo tranquilo.

—No hay necesidad de leer los pensamientos. Ya he visto bastante. —Era casi irritante su pasiva aceptación. Iba a morir, eso era un hecho. Ahora que lo sabía, no tenía sentido tener miedo. James se volvió hacia Alexander con rostro tan inexpresivo como el de sus amigos. En realidad, nunca había pasado nada parecido. Otros humanos habían tropezado con la verdad sobre su raza, pero ninguno era capaz de leer la mente. Resultaba fácil alterar sus recuerdos.

Aquella mujer no podía ser…

—¿Qué hacemos?

Alexander miró a Angélica y sintió que la piel se separaba de su cuerpo. El aroma de la joven llenaba sus pulmones, su histeria de unos momentos antes le había suscitado el ansia de protegerla, de ir hasta ella y abrazarla. ¿Y con qué objeto?, pensó con malestar, ya que era de él de quien ella estaba asustada.

A pesar de todo, sus dedos se morían por tocarla, por asegurarle que no permitiría que le ocurriera nada. Pero no estaba seguro de poder protegerla. Alterar la memoria de un lector de mentes con la fuerza que ella tenía no serviría de nada, y ningún humano debía conocer la existencia de los vampiros. Esa era la ley.

Alexander sabía que tenía que dar una respuesta a la pregunta de James, pero aun así se quedó paralizado viendo emerger a la nueva Angélica.

El olor a miedo pasó a ser un simple recuerdo mientras la expresión de la joven se volvía helada ante sus propios ojos.

Angélica se puso en pie lenta, orgullosamente y miró a todos los que la rodeaban con ojos fríos, como si no viera otra cosa que basura.

—No podemos dejarla ir —dijo James, estremeciéndose cuando las palabras que todos habían estado pensando resonaron en la habitación.

Angélica adelantó la barbilla y crispó los puños sobre su delicado vestido de muselina.

—Por supuesto que no —dijo Angélica en medio del silencio sepulcral—. Al fin y al cabo, «Mujer muerta no muerde». —Sonrió ante la ironía de aquella frase, que se había pronunciado en el juicio contra María, reina de los escoceses.

Lord Patrick Gray, pensó con sarcasmo, estarías orgulloso por las circunstancias en que has sido citado hoy.

Alexander frunció la frente al ver la actitud de desafío que adoptaba la joven. Estaba enfadado. Con ella, consigo mismo, con el mundo… Su rabia era un ser vivo, y requirió toda su energía para seguir pareciendo tranquilo.

—¿No hay otra solución, jefe? —dijo Joanna, aunque su inquietud no consiguió romper el aire helado de Angélica—. Es cierto que si fuera humana tendría que ser sentenciada a… a muerte —pronunció esta palabra susurrándola—, si no podemos anular esa parte de su memoria, pero es obvio que la ley no es aplicable en este caso. Es una lectora de mentes, muy potente, si lo que dice Kiril es cierto. Tendría tanto que perder como nosotros si fuera descubierta por lo que es.

Alexander sacudió la cabeza con tristeza, resignado al saber que solo había un camino.

—Lo que ella es, Lady Joanna, es humana.

Angélica miró al hombre alto que estaba al otro lado de la habitación y sintió el escozor de las lágrimas. ¿Qué había esperado de él? Él no la conocía, solo había hablado con ella un par de veces, ¿por qué iba a importarle que viviera o muriese? ¿Qué estupidez le había hecho creer, aunque fuera por un momento, que él la salvaría?

Le dolía el corazón y, por primera vez, se dio cuenta de lo cerca que había estado de amar a aquel extraño que la acababa de condenar con aquellas palabras pronunciadas en voz baja.

Puede que ella muriera esa noche, pero el príncipe Alexander ya estaba muerto. Para ella, ya no existía.

Kiril vaciló un momento antes de unirse a la conversación.

—¿No podríamos asegurarnos su silencio de alguna otra manera?

James le indicó por señas que continuara.

—Si un vampiro se responsabiliza de ella, se la podría perdonar.

—¿Responsabilizarse de ella? —preguntó James con interés. Aunque apenas la conocía, no quería que la mujer sufriera ningún daño.

—Sí —dijo Lady Joanna dando un paso adelante, mirando directamente a los ojos de Angélica—. Yo podría hacerme responsable de ella, con tu permiso, jefe.

Kiril frunció el entrecejo.

—Si causara problemas, tú serías quién pagaría, Joanna, y no puedo permitir que lo hagas. Yo…

—¿Que no puedes permitírmelo?

James cortó en seco la airada réplica de Joanna.

—Es un hermoso gesto, Lady Joanna. Pero me temo que no eres lo bastante fuerte para contener a la muchacha, ni tú tampoco, Kiril.

—No entiendo —dijo Joanna. Miró a Angélica como si intentara ver algo que pudiera explicar el poder que los demás tanto temían.

Angélica, que se había quedado en silencio durante este diálogo, miró a James, que se paseaba inquieto por la habitación.

—Su mente es más poderosa que la tuya, Joanna. No solo no podrías llevar a cabo tus deberes de guía si ella no deseara cooperar, sino que podría jugar tranquilamente con tu mente. De hecho, me temo que su mente es más fuerte que la de la mayoría de los vampiros del clan, como Kiril ha podido comprobar por sí mismo.

Joanna cerró la boca y bajó los ojos al ver desperdiciada otra posibilidad de salvar la vida a su reciente amiga.

Angélica seguía callada, sin creer en ningún momento que pudiera hacer lo que el duque sugería. A pesar de todo, no intentó comentarlo, pues sabía con seguridad que no iban a creerla.

Menos mal que la sugerencia de Kiril no le había dado esperanzas. No quería volver a sentir miedo, y la resignación era la única forma de enfrentarse al miedo a la muerte.

A pesar de la indiferencia que sentía en aquel momento de su vida, no dejaba de apreciar lo que Joanna y Kiril habían intentado hacer por ella. Aunque no entendía qué implicaban los deberes de guía, ni siquiera si podía aceptar la proposición, se daba cuenta de que la mujer había estado dispuesta a correr un gran riesgo por ella.

Mijaíl. El nombre de su hermano cruzó su mente. Iba a sufrir mucho. Ojalá pudiera evitarle el dolor. ¿Y si le daba un ataque? Oh, Dios mío, no.

—Dejadme con ella. —La voz profunda que había estado en silencio retumbó en la pequeña habitación.

Angélica cerró los ojos con fuerza, para no llorar. ¿Por qué le estaban haciendo esto? ¿Es que ninguno tenía alma? ¿No podían matarla y terminar de una vez?

No podía ver a Alexander desde donde estaba, detrás de Joanna, pero sabía el aspecto que tendría su rostro. Inexpresivo, como siempre, salvo durante aquella décima de segundo en que había creído que estaba a punto de sonreír, el día anterior.

Los tres vampiros salieron arrastrando los pies, sin protestar. Se quedó a solas con Alexander. Todos sus instintos la impulsaban a golpearle, a luchar hasta que él le arrancara el último aliento. Pero no podía. Tenía que suplicarle por su vida, suplicarle por la salvación de su hermano.

† † †

Alexander miró a Angélica, inmóvil frente a él y con los ojos fijos en la alfombra que había bajo sus pies.

¿Por qué no se movía? Ninguna mujer que hubiera conocido él se había enfrentado a la muerte con tanta calma. Claro que Angélica era diferente de todas las mujeres que había conocido.

La luz del fuego que tenía detrás proyectaba su sombra de tal manera que llegaba hasta ella.

Se dio cuenta de que quería tocarla. Protegerla de todo, incluso de sí mismo.

¡Qué engorro! ¡Aquella mujer era un maldito problema!

—Ningún humano ha de saber de nuestra existencia.

Angélica levantó el rostro y le clavó la mirada. Alexander vio exactamente lo que había esperado ver en la profundidad de aquellos lagos azules: ira.

—¿Disfrutas torturándome? —Las mordaces palabras de Angélica le recorrieron la piel y enfriaron el ardor que hervía en sus venas.

—No parece que te esté torturando nadie.

Alexander no pudo ocultar su sorpresa cuando ella dio un paso hacia él.

—¡Mátame ya y que el diablo te confunda! ¡Acaba de una vez!

Se detuvo y estiró la mano para guardar el equilibrio y no caerse; entonces se dio cuenta Alexander de lo equivocado que estaba.

—¡Maldita sea! —murmuró, salvando el espacio que había entre ellos y sujetándola por los brazos. Sondeó con la mirada los ojos femeninos, como si quisiera hacerla entender.

—No voy a matarte. ¿Lo entiendes, Angélica? Nadie te hará daño. Estás a salvo.

Angélica no respondió. Su mirada estaba helada y su cuerpo tembloroso. Estaba aturdida. ¿Por qué aquel hombre prolongaba su desdicha? ¿Por qué no le había dicho que iba a protegerla?

Alexander la rodeó con los brazos y la levantó en vilo mientras llamaba a James.

—¿Alexander?

Meciendo suavemente a Angélica, Alexander hizo una mueca en dirección a su amigo.

—Sírvele un vaso de ese whisky que han traído los de las tierras altas.

James obedeció sin preguntar nada y Alexander siguió meciéndola suavemente.

—Está conmocionada —dijo James, mientras entregaba a Alexander el vaso de líquido dorado.

Levantó la cabeza de Angélica para ayudarla a beber, pero la joven no cooperó. Había cerrado los ojos en el momento de apoyar la cabeza en el pecho masculino. Al menos su respiración se ha tranquilizado, pensó Alexander.

—¿Cuál es tu plan? —preguntó James, señalando con la cabeza el cuerpo que llevaba en brazos.

Alexander dejó el vaso sobre una mesita de cerezo y se sentó en el sillón que había al lado del fuego. Había estado en aquella misma postura solo unas horas antes, pero ahora tenía que lidiar con una mujer en las rodillas.

—No lo sé exactamente, pero no podemos hacerle daño, James.

James, que ya lo había meditado antes, se sentó frente a Alexander.

—A mí tampoco me gustaría que resultara dañada, pero la ley es muy clara.

—Sí. Sobre ciertas cosas. La ley dice que ningún humano puede conocer nuestra existencia. Por tanto podemos interpretarla para que nunca tengamos que hacer daño a un inocente que tropieza con nosotros. No podemos manipular su memoria para que olvide, y ahí está la clave. Ella no es un humano corriente; no encaja en la definición.

—Alexander, aun así puede ser peligrosa. No me gustaría empeorar las cosas con antelación, pero ¿has pensado que muy bien podría estar aliada con el asesino? No se nos había ocurrido antes, pero ¿no podría el asesino ser una mujer?

Alexander entornó los párpados y miró a su amigo.

—Pues claro que el asesino podría ser una mujer, pero ella no lo es. ¿Crees que esto es una comedia, James? Ella no sabía nada de nosotros. Por lo que yo sé, ni siquiera sabía que existieran otros lectores de mentes.

El duque de Atholl se puso en pie, contrariado.

—¡Maldita sea, tienes razón! Parece que no puedo pensar con claridad.

Alexander comprendía aquella sensación. Él tampoco pensaba con claridad y tal vez por eso dijo:

—Yo me responsabilizaré de ella.

—¿Qué? —dijo James, deteniéndose para mirarle.

—Se quedará aquí y será responsabilidad mía hasta que Serguéi sea capturado y hayamos encontrado al asesino. Después tendremos tiempo de barajar otras alternativas.

Tras este fallo se hizo el silencio, aunque no duró mucho. El fuego chisporroteó, crujió la madera que tenía bajo los pies y el latido del corazón de Angélica llenó sus oídos. Alexander supo con total seguridad que la paz acababa de salir de su vida.