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–¿James?

Margaret esperó a que su marido se incorporara en la cama y la mirase de frente. Su marido estudió su expresión antes de dirigir la mirada a su vientre ligeramente abombado.

—¿Qué sucede?

—Absolutamente nada que tenga que ver con nuestro hijo, así que puedes apartar esa mirada de preocupación de mi ombligo, ¡muchísimas gracias!

James Murray, duque de Atholl y jefe del Clan de los Vampiros del Norte apartó la ya indiferente mirada y suspiró.

—Margaret, hay momentos…

Margaret alargó la mano y le acarició la barba castaña de tres días.

—Momentos en que te preguntas por qué me amas tan profundamente; sí, lo sé.

James no pudo menos que reírse mientras esperaba que su mujer le contara qué la mantenía en vela.

—Estaba pensando en el futuro de nuestro hijo y… James, ¿cómo va a encontrar una compañera para toda la vida? Nuestra raza se está muriendo; cada siglo quedamos menos.

Su marido no hizo comentario alguno. Margaret se recostó y miró el ornamentado techo en busca de respuestas que no podía encontrar.

—¿Dónde están los Elegidos? ¿Cuándo llegarán? Los necesitamos, James. Nuestro hijo los necesita. No quiero que termine como la mayoría de los de nuestra clase: sumidos en la oscuridad, sin ganas de vivir.

James le acarició los rojos rizos y suspiró.

—Puede que los Elegidos solo sean una leyenda, Margaret, pero no tienes por qué preocuparte; encontraremos la manera de salir adelante, siempre lo hemos hecho.

—¡No pueden ser una leyenda! El libro de historia habla de ellos, del único linaje humano que puede procrear con vampiros; si lo encontramos, podremos evolucionar. No volveríamos a tener sed nunca más, James, imagínatelo. Imagina a los hijos de nuestros hijos sin necesidad de sangre para sobrevivir… tiene que ser verdad. El libro de historia no miente nunca, James.

James apartó las frazadas. El jefe que llevaba dentro necesitaba alejarse de su emotiva esposa. Sus pies tocaron el suelo. Quería pensar con lógica, como debe hacerlo el cabecilla de un clan. Margaret observó las anchas espaldas del hombre que amaba. Lo vio agachar la cabeza y suspirar. Al cabo de un momento, estaba de nuevo a su lado y la atraía hacia sí, acariciándole el cabello.

—No temas, amor mío, todo irá bien.

Margaret asintió con la cabeza apoyada en su pecho y dijo con voz ahogada:

—No suelo ser tan infantil, ya lo sabes. Es el embarazo; me hace ver visiones.

James rio entre dientes.

—No temas que olvide lo feroz que eres realmente, cariño. Recuerdo especialmente un campo de batalla en Francia en el que los hombres se encogían de miedo solo con verte.

—Y al verte a ti —dijo Margaret, sonriendo.

Un pacífico silencio cayó sobre ellos mientras el reloj de pared contaba los segundos.

—¿Y Serguéi? —preguntó Margaret al cabo de un rato.

El primer impulso de James fue apartar a su mujer, pero la abrazó con más fuerza.

—¿Vamos a convertir esto en una sesión de preocupaciones?

Margaret le acarició el brazo con los dedos mientras pensaba en voz alta.

—Causó estragos en el territorio del Clan Occidental. Diez de los nuestros fueron exterminados, con el doble de humanos. No fueron capaces de detenerlo y ahora está en Inglaterra. ¡Al paso que va Serguéi, alertará a los humanos de nuestra existencia y traerá otra era de ejecutores de vampiros! Le llaman Ladrón de Sangre en los periódicos; piénsalo, por lo que sabemos…

—Calla ahora. —James sabía que Margaret tenía razón. Era lo que Serguéi quería. Durante años había despotricado contra las leyes de los vampiros, aprovechando cada reunión como una oportunidad para conseguir seguidores entre los súbditos leales de los clanes. Serguéi quería vampiros para reinar sobre los humanos, y cuando se lo prohibieron, decidió pasar a la acción sin contar con los jefes. Si conseguía que su existencia atrajera la atención de los humanos, la guerra estallaría como había ocurrido en otras ocasiones.

Serguéi era un peligro para su raza, pero James no permitiría que Margaret se pusiera nerviosa por este asunto, y mucho menos cuando podía afectar a su hijo.

—Se le detendrá, querida. Anoche recibí un comunicado de Isabelle diciendo que había enviado a buscar a Alexander.

Margaret arqueó las cejas mientras se incorporaba para mirar a James a la cara.

—¿Alexander está en camino? —Hacía mucho tiempo que no veía a su viejo amigo… demasiado tiempo. Se había retirado tras la muerte de Helena y se había aislado de cualquiera que se preocupara por él. Margaret había intentado con todas sus fuerzas sacarlo de la oscuridad que había elegido, pero había fracasado. A pesar de su pena, Alexander seguía siendo el más fuerte, un ejecutor nato de la ley de los vampiros.

—Sí.

Margaret suspiró, se acurrucó en el pecho de James y cerró los ojos. Si Alexander estaba en camino, Serguéi no podría causar problemas durante mucho más tiempo.

—Muy bien. Vamos a dormir.

† † †

Alexander observó el líquido espumoso de su vaso y ahogó una maldición. No quería aguachirle. Quería sangre.

El viaje desde Moscú había sido largo y pesado, y por primera vez en su vida tenía los nervios a flor de piel.

—El hombre del rincón pronto se aproximará a nosotros, príncipe.

Alexander recorrió con la mirada el recinto de la pequeña taberna. Las mesas eran baratas, las sillas apenas se tenían en pie y los ocupantes aún estaban en peor estado. Estaba en una guarida de ladrones y encima no parecía que fuera por una buena razón.

Aunque habían encontrado a la última víctima de Serguéi a la vuelta de la esquina aquella mañana, en la mente de aquellos hombres no había nada que se relacionase con vampiros; solo pensaban en violación y asesinato.

Cambió de postura en la desvencijada silla, dando la espalda a la rata de alcantarilla que había en el rincón y que había estado fantaseando con rebanarle el cuello a Alexander, sin más finalidad que entretenerse, desde el momento en que había entrado en aquel lóbrego cuchitril horas antes.

—¿Quieres algo? —preguntó Alexander, pasando por alto el comentario de Kiril.

—No, príncipe —respondió Kiril, sin apartar la vista de la rata en ningún momento. A Alexander le hacía gracia el talante protector del vampiro. Ningún hombre, fuera cual fuese su tamaño, era amenaza para él, ni siquiera en el debilitado estado en que se encontraba.

Alexander tamborileaba en la mesa con los dedos cuando su mirada se cruzó con la de una moza que pasaba. La chica sonrió y se ajustó el corsé de colores chillones para que sus pechos resaltaran sobre sus frágiles huesos.

—Entonces, ¿qué vais a tomar? —preguntó, ladeando la cadera y mirando primero a Alexander y luego a Kiril; aunque su falda levantada y su mohín indicaban que no le importaría que la tomaran a ella, Alexander no volvió a mirar su semidesnudo cuerpo.

—Otro —dijo, señalando su vaso. La chica asintió con la cabeza, obviamente decepcionada, y se dirigió hacia la sucia barra que había al fondo.

Kiril se aclaró la garganta y se pasó la mano por el cabello. Ambos se habían vestido informalmente para aquel vagabundeo, pero ni con una sencilla camisa y un sencillo pantalón podían tomarlos por otra cosa que por caballeros.

—Quizá debiera ocuparme de él antes de que cause problemas —dijo con algún titubeo en la voz.

Alexander miró al joven sentado al otro lado de la mesa. Kiril había acudido a él hacía cuarenta años, asegurando que quería pagar su deuda. Alexander tardó un momento en recordar que casi dos siglos antes había salvado a aquel muchacho. El cabello de Kiril había oscurecido y llevaba barba, pero los ojos seguían siendo los mismos. El muchacho había estado a su lado desde entonces. Su leal sirviente.

—No hace falta; pronto nos iremos.

Kiril miró a su alrededor y sacudió la cabeza con asco. Alexander comprendió aquel gesto.

Los hombres que se apiñaban alrededor de las mesas eran, como poco, ladrones. El hombre medio calvo y con mechones mugrientos en el cráneo que se sentaba dos mesas más allá acababa de darle una paliza a un viejo para quitarle el dinero. El muy bastardo solo había encontrado unas míseras monedas en el bolsillo del hombre, pero había disfrutado enormemente a la vista de la sangre con la que se había manchado las manos.

—La rata está a punto de acercarse —advirtió Kiril sin dejar de observar al tipo que jugueteaba con un cuchillo en el rincón de la taberna. Alexander había leído la mente de aquel hombre y sabía que con él no tenía ni para empezar.

Bebió un sorbo de la insípida pinta de Kiril para borrar el amargo sabor de boca que sintió al recordar los pensamientos de aquel hombre, que había desechado rápidamente. Se trataba de un violador y un asesino que estaba pensando en visitar esa misma noche una casa pintada de naranja, en la que había visto a una niña de unos cinco años con un precioso cabello rubio.

—Aquí tiene, señor —dijo la camarera, dejando la cerveza sobre la inestable mesa y todavía sonriendo, con la esperanza de que los caballeros cambiaran de idea.

—Gracias. —Alexander asintió con la cabeza y le dio monedas suficientes para pagar la bebida y alimentarse durante varias semanas.

—Oh, señor… —dijo la mujer, apenas sin habla—. Yo… yo, le doy las gracias con todo mi corazón, ¡de veras que sí!

Alexander vio que Kiril se ponía tenso y supo que la noche se volvería aún más desagradable de lo que había sido hasta entonces.

—¿Qué tenemos aquí, Molly? ¿Te está ofendiendo este tipo? —La rata se acercó a la mesa y cogió las monedas de la mano de la camarera.

—¡John, por favor! —protestó Molly débilmente.

Alexander observó el breve diálogo con los ojos entornados. Al parecer, John era un cliente habitual de aquel tugurio y creía que podía molestar a cualquier recién llegado sin que el dueño pusiera pegas. Alexander era hombre de pocas palabras, pero quiso ayudar a la mujer y dijo en voz baja:

—Dale las monedas a la chica y márchate.

John emitió un gruñido.

—Me parece que no. Has ofendido a nuestra Molly y vas a pagarlo.

Kiril fue a ponerse en pie, pero Alexander se lo impidió. Era obvio que John creía que su estatura y sus anchos brazos lo intimidarían. Lástima que además tuviera cabeza de alcornoque.

Alexander esperaba no verse en la necesidad de darle una lección.

—Solo te lo diré una vez más. Dale las monedas y vuelve a tu rincón.

Las carcajadas llenaron el tugurio cuando John señaló con la cabeza a varios compinches, que fueron acercándose a la mesa sonriendo, con las intenciones escritas en el rostro.

—¡Por favor, John, déjale en paz! —gritó Molly a John en el momento en que Alexander echaba atrás su silla, rascando el suelo con las patas con tanta fuerza que despertó a los huéspedes que dormían en el piso de arriba.

La mente de Alexander no dejaba de dar vueltas mientras esperaba que atacaran los rufianes. ¿Por qué se molestaba con aquella escoria? No tenía la costumbre de interferir en asuntos humanos. Sí, dejar ilesos a aquellos bastardos aquella noche significaría que la niña en la que pensaba John no viviría para ver el día siguiente y que muchas otras personas resultarían heridas, pero eso no era asunto suyo. Era el protector de su pueblo, los vampiros, y ya era carga suficiente para tener que sentirse responsable además de las vidas de millones de seres de otra estirpe. Había habido muchísimos inocentes… había visto morir a muchísimos inocentes en su vida; mujeres, niños y ancianos a los que no había podido salvar.

Pero podía salvar a la niña. ¡Por todos los infiernos, vaya fastidio!

Los hombres se miraron entre sí y luego centraron la atención en Alexander.

La ley del Clan establecía que ningún humano podía ser herido a menos que atacara a un vampiro. Él había dedicado su vida a defender la ley del Clan, así que Alexander esperó. Uno, dos, tres, cuatro… pasaron los segundos; a los diez segundos estarían encima de él y comenzaría la lección.

—Llévate a Molly de aquí.

Kiril asintió con la cabeza. Nunca había discutido una orden de Alexander, pero era obvio que no le hacía ninguna gracia dejarlo solo en la pelea que se avecinaba.

—Bueno, bueno, ¿qué tenemos aquí?

Alexander vio al pequeño calvo moverse hacia él con expresión de desprecio. Eran tres, un número decepcionante. El feo maleante que estaba perdiendo el pelo, un delgaducho con la nariz torcida a la izquierda y el animal que se llamaba John. Le habría gustado hacer un poco de ejercicio, pero no era probable que aquel lamentable grupo le permitiera moverse a conciencia.

—Sé un buen chico y vacíate los bolsillos. —El feo enseñó un cuchillo oxidado mientras se acercaba. Alexander se limitó a mirarlo y a fruncir el entrecejo. El olor del entusiasmo de aquellos sujetos le daba náuseas, pero el olor de su sangre le abría el apetito.

—Entonces date prisa —dijo con sencillez, mirando fijamente el cuchillo. El feo se sintió ofendido por su actitud y embistió por un lado. Los clientes corrieron hacia la puerta mientras Alexander esquivaba con facilidad el ataque, saltaba de lado y enviaba al hombre volando sobre varias mesas hasta el otro extremo del local.

A continuación cargó el de la nariz torcida, con el cuchillo levantado. Alexander levantó una mano y atenazó al hombre por la muñeca, rompiéndole varios huesos. John retrocedió un paso cuando su compinche cayó a tierra, gritando de dolor.

Alexander miró hacia donde estaban los dos hombres caídos y persiguió al tercero, que había echado a correr hacia la puerta. Atrapó a John por el cuello en el momento en el que el último cliente salía del edificio. El rufián giró sobre sus talones con el cuchillo por delante y le arañó el pecho. Dando un gruñido, Alexander lo tiró al suelo y le dio tal pisotón en la pierna que oyó crujir los huesos.

—Ahora, hasta las niñas correrán más deprisa que tú —dijo, acariciándose con un dedo el corte de la camisa. La herida había dejado de sangrar un segundo después de que le arañara el cuchillo, pero la camisa necesitaba un zurcido. Mejor aún, la quemaría.

John estaba inmóvil, desmayado a causa del dolor. Alexander no sentía ninguna satisfacción por aquel alarde de violencia; más bien se sentía vagamente mareado.

Se alejó del cuerpo encogido y salió del tugurio. Kiril estaba apoyado en la pared, con las piernas y los brazos cruzados.

—¿Te has ocupado de la mujer?

Kiril asintió con la cabeza.

—No tendrá que volver a trabajar, a menos que quiera.

—Bien. —Alexander echó a andar sin decir una palabra más.

Aunque un humano habría tardado al menos su buena media hora, los dos vampiros apenas tardaron unos minutos en llegar a la residencia de tres plantas de Park Lane.

—Notifica al jefe del Clan del Norte nuestra llegada —dijo Alexander, entrando en su estudio y cerrando la puerta. Estaba oscuro. Una sola vela ardía sobre la mesa que había en el centro de la habitación. El polvo que se había acumulado en las gruesas cortinas había formado dibujos negros sobre el verde tejido y el empapelado color burdeos estaba desgastado por los bordes; hacía más de una década que no ponía los pies en aquella casa.

—Príncipe —dijo Kiril, entrando en la habitación.

—¿Sí?

—Acaba de llegar un mensajero del duque con una misiva.

Alexander cogió la carta.

—Gracias, Kiril. Ahora ve a descansar.

Kiril asintió y desapareció por el pasillo, mientras Alexander terminaba de leer.

Por lo visto, la noche no había hecho más que empezar.