13
Angélica se puso rápidamente un traje de montar color verde esmeralda y salió de casa con un lacayo siguiéndola a discreta distancia. El caballo que montaba era un hermoso castrado de buen carácter, lo que hizo la cabalgada mucho más agradable.
La muchacha sonreía al sol y se encontraba al borde de la risa. Tres días seguidos con sol… el mundo era un lugar amable.
Sí, echaba de menos Polchester Hall, desde luego, su casa y su caballo. Sí, tenía que encontrar un marido y rápido. Y sí, había conocido a un hombre que la atraía hasta decir basta y ciertamente la confundía… pero había decidido no pensar en nada de eso, al menos durante unos minutos. De alguna manera, se sentía totalmente en calma y la tarjeta lujosamente decorada que su doncella le había llevado a la habitación tenía mucho que ver con ese estado.
Lord Nicholas Adler, un hombre al que sabía que le gustaba y que podía gustarle, le había pedido que fueran a cabalgar juntos al parque.
Era una buena señal. Por la información que poseía su tía, sabía que Nicholas era rico. Era amable y la hacía sentirse bien, al contrario que muchos otros hombres que conocía. También era de la clase de hombre que podía mantener a cierta distancia, al igual que él también desearía disponer de cierto espacio propio, y nunca averiguaría la verdad sobre ella.
Si todo iba bien y Nicholas se lo proponía, ya no tendría que preocuparse más por las finanzas, ni suyas ni de su hermano. Y cuando estuvieran casados y establecidos, podría seguir viviendo su vida con la paz y sosiego de siempre. Leyendo, cabalgando y tocando el piano; cómo echaba de menos la calma de su antigua vida.
Angélica respiró hondo al verse rodeada por la vegetación de Hyde Park. No tardaría mucho en reunirse con Nicholas y pensaba esforzarse para adivinar cuáles eran sus auténticas intenciones.
—Sooo —dijo una voz femenina, sacando a Angélica de sus cavilaciones. Se volvió y miró hacia la entrada más cercana del parque, donde una mujer pelirroja intentaba recuperar el control de su montura. Los rasgos de aquella mujer eran realmente extraordinarios; los ojos, del color del cielo despejado, eran los únicos rasgos dulces de aquel rostro angular, de pómulos pronunciados y nariz afilada.
Estaba haciendo lo que debía hacerse, pero el caballo no obedecía sus instrucciones.
Sin hacer caso del lacayo que esperaba a un lado, Angélica dio media vuelta con su montura y se acercó a la mujer.
—¿Necesita ayuda?
La pelirroja levantó los ojos y sonrió, aunque las comisuras de su boca revelaban el esfuerzo que tenía que hacer para mantener controlado al caballo.
—La verdad es que no se puede hacer nada. Le ha asustado un conejo y le ha dado un pequeño ataque. Se calmará enseguida.
Como si la hubiera oído, el caballo retrocedió otro par de pasos y se detuvo.
Angélica estaba impresionada por los nervios de acero de aquella mujer. Aunque un caballo estuviera bien domado, no dejaba de ser un animal y siempre podía asustarse por una cosa o por otra. Recordó una ocasión en que una liebre se cruzó en el camino de Shura durante uno de sus paseos y el animal casi la tiró al suelo.
Tras sacudirse unas motas invisibles del traje de montar, la mujer de los nervios de acero puso al caballo en movimiento y se acercó a Angélica.
—Gracias por su oferta; me llamo Joanna.
A Angélica le gustó la franca sonrisa de Joanna y respondió con otra.
—Soy Angélica y no tiene que darme las gracias; es obvio que no necesitaba ninguna ayuda.
—Podría haberla necesitado —dijo Joanna con seriedad, recogiéndose tras la oreja algunos mechones de pelo rojo—. Maldito pelo, siempre estorbando. A veces me gustaría cortármelo al rape.
Angélica rio al ver la irritación de su cara.
—Si le sirve de consuelo, es un cabello maravilloso.
Joanna enarcó las cejas al mirar a la mujer que tenía delante.
—¿Una mujer que no se reconcome de envidia en Londres? Creo que acaba de convertirse en mi mejor amiga.
Angélica se echó a reír y señaló el extremo de Hyde Park.
—¿Le importaría dar un paseo conmigo, mejor amiga? Tengo un rato libre antes de reunirme con un conocido.
Joanna le hizo un saludo militar con la mano derecha y azuzó al caballo para que se pusiera en movimiento.
—Será mejor que cabalguemos. Si Peter sigue mirando la hierba durante más tiempo, caerá en la tentación y se pondrá a comer, y entonces tendré un gran problema entre manos.
Angélica sonrió y empezaba a correr por la hierba cuando se dio cuenta de que solo las seguía un lacayo.
—¿Vas sin compañía? —preguntó asombrada.
Joanna se rio al ver la expresión de Angélica.
—No tanto como quisiera. Thomas, mi lacayo, ha quedado algo rezagado, pero no tardará en alcanzarnos.
Angélica levantó una ceja al oír a su nueva amiga.
—¿Rezagado? ¿Es una nueva forma de decir que le has dado esquinazo?
—Bueno, si prefieres hablar con tecnicismos… —dijo, y cambió de tema—. Bueno, cuéntame dónde has estado escondida. Estoy completamente segura de no haberte visto antes y últimamente he asistido a tantos bailes y funciones que apenas puedo dejar de sonreír —dijo Joanna para entablar conversación.
Antes de que a Angélica le diera tiempo a contestar, Joanna se volvió en la silla y se señaló la mejilla.
—¿Ves esto? —preguntó.
Angélica trató de reprimir la risa al mirar algo que parecía un grano.
—¿Sí?
—¡Ajá! ¡Lo que pensaba! —dijo Joanna, mirando fijamente la expresión confusa de Angélica—. Es como un grano, ¿verdad?
Angélica asintió.
—¡Ahí lo tienes! —añadió Joanna—. Yo no tenía un grano al principio de la estación, créeme. ¡Seguro que es una señal de que hago demasiada vida social!
Angélica no pudo menos que echarse a reír. Joanna tenía una maravillosa propensión a coquetear con el ridículo.
—Si tanto las desprecias, ¿por qué asistes a tantas reuniones?
—Una persona que no sabe vivir en sociedad, o no lo necesita porque es autosuficiente, o es un animal, o es un dios —dijo Joanna con convencimiento.
—Aristóteles —dijo Angélica complacida. Haber conocido a una mujer a la que le gustaba citar a «personas muertas», como decían muchas conocidas suyas, era un placer, desde luego.
—Exacto —dijo Joanna, mirándola con renovado respeto—. Bueno, sé que no soy una diosa y la alternativa me resulta totalmente inaceptable. Y tampoco soy un animal, así que hago vida social.
Angélica reflexionaba mientras cabalgaban entre los árboles. Ella detestaba la vida social.
¿Eso la convertía en un animal?
—Trato de creer que eso tiene sentido, Joanna, pero me resulta muy difícil.
Joanna se echó a reír y detuvo el caballo.
—Tú y yo, querida, tenemos que vernos más a menudo, mucho más a menudo.
† † †
—Es graciosísima, Mijaíl, y he pasado un rato muy divertido… —Angélica alargó el brazo por encima de la mesa y cogió el salero de plata antes de que su hermano se echara más sal en los huevos—. ¡Sabes que no es buena para ti!
Mijaíl elevó los ojos al techo y se resignó a una vida insípida.
—Con lo pequeña que eres, puedes ser una auténtica tirana, Angélica.
—Entre reyes y tiranos hay una única diferencia; los reyes buscan el bien de sus súbditos, los tiranos únicamente el suyo propio.
Mijaíl dejó de echar sal a los huevos y sacudió la cabeza.
—No entiendo cómo puedes ser capaz de memorizar todas esas ridículas citas y soltarlas después. ¿De dónde proceden?
Angélica tomó un sorbo de café de la delicada taza de porcelana decorada con flores.
—Esa en concreto es de Hespérides, una obra de Robert Herrick.
Mijaíl masticó vigorosamente y la señaló con el tenedor.
—Voy a cerrar con llave la puerta de la biblioteca. Ningún hombre o mujer debería leer tanto como lees tú.
—Estás en un error, mi querido hermano. —Angélica sonrió y cogió el Times, que estaba junto a la bandeja de Mijaíl—. En mi opinión, leer es la clave del conocimiento. El conocimiento es la clave de la sabiduría. Y como nuestro buen amigo Horacio escribió entre el año 68 y el 65 a. C.: «¡Atrévete a ser sabio!».
—¡Princesa Belanov! —dijo su tía con un tono de reproche que le borró la sonrisa del rostro.
Al darse cuenta de que tenía el Times en la mano, pensó aprisa antes de responder en son de queja:
—Mijaíl, me has engañado. No hay ninguna foto en esta página.
Mijaíl se echó a reír mientras Angélica pensaba si tirarle el periódico a la cara.
—Lo siento, querida hermana —dijo, recogiendo el periódico y rodeando la mesa—. Me tengo que ir. Os veré a las dos más tarde, estoy seguro. —Mijaíl se inclinó para besar a su hermana en la mejilla y le susurró—: Guardad las apariencias; ahí radica la prueba; el mundo os dará crédito para lo demás.
Angélica se volvió cuando Mijaíl se alejaba ya.
—¿Quién dijo eso?
Mijaíl no se detuvo y fue ampliando su sonrisa conforme oía los refunfuños de su hermana.
Era una muchacha muy inteligente y a Mijaíl le gustaba dejarla intrigada.
Rio al imaginar lo que Angélica iba a hacer aquel día: seguro que lo pasaba hojeando todos los libros de la biblioteca para encontrar la cita.
Angélica vio salir a su hermano y se volvió con cautela hacia su carabina. Lady Dewberry hacía días que se moría por tener con ella una «charla sobre matrimonios» y Angélica temía que la mujer se hubiera decidido finalmente a soltarle el discurso que hubiera ensayado.
—Angélica. —La informalidad del comienzo seguramente caracterizaría el discurso. Angélica se puso cómoda cuando su tía ocupó el asiento que su hermano había dejado libre—. Durante estas últimas semanas he estado muy preocupada por ti, Angélica. Por eso mismo quiero hablarte con franqueza. —Lady Dewberry respiró hondo y se arrellanó en la silla. Angélica la miró con cariño, y se fijó en que todos los mechones plateados estaban exactamente en su sitio.
¿Cómo habría sido la vida si no hubiera tenido aquel don? ¿Habría sido una persona menos obstinada? ¿Habría leído menos y seguido más las creencias populares? ¿Se habría casado antes…, habría sido como Lady Dewberry, siempre tranquila y a prueba de todo?
—Hace mucho tiempo que tus padres fallecieron y sé que fue muy duro para Mijaíl y para ti. He intentado participar en vuestra educación lo mejor que he sabido, pero tú me preocupas, Angélica, porque no muestras ningún interés por el matrimonio. Y es lo más importante en la vida de una mujer.
»He ido a fiestas contigo para poder orientarte hacia los solteros más apropiados y con mejor reputación. Pero, querida, no muestras…, cómo diría…, ninguna emoción ante la perspectiva de encontrar al hombre indicado, y eso hace mi trabajo mucho más difícil.
Angélica veía que su tía estaba realmente preocupada por su futuro, y sintió una punzada de remordimiento por contribuir a su desgracia. Claro que su tía no iba a ser desgraciada durante mucho más tiempo, ya que pensaba casarse enseguida de una manera u otra.
—Tu madre también tardó en casarse…
—¿De veras? —dijo Angélica, enderezándose en la silla. En el pasado había hecho muchas preguntas sobre su madre, pero su tía nunca había estado muy dispuesta a hablar de su difunta hermana. Que lo hiciera en aquel momento y que le revelara aquel hecho en particular hizo que se estremeciera.
—Sí —reconoció Lady Dewberry—, pero tuvo muy buenas razones, te lo aseguro. En realidad se trató de un malentendido. Nuestro padre, es decir, tu abuelo, riñó con su hermano, tu tío abuelo Robert. Tu abuelo dejó de hablarle y, en un momento de locura, Robert secuestró a tu madre y se la llevó a la fuerza a su casa de las tierras altas.
Angélica trató de imaginar a su madre, arrastrada a las tierras altas en algún coche oscuro, pero no pudo. ¿Cómo es que no había sabido nada hasta aquel preciso momento?
Perdida en sus recuerdos, Lady Dewberry adoptó una expresión distante.
—Y por si eso no hubiera sido suficiente, el mensajero que tenía que llevar el aviso que hubiera llevado a tu abuelo a las tierras altas de inmediato, se perdió y nunca más volvió a saberse de él. Como tu abuelo no se presentó, Robert envió otros mensajes, sin saber que su hermano había embarcado hacia las Américas debido a que un investigador daltónico le había jurado que vio a tu madre en la cubierta del Elisabeth, rumbo a Boston.
—¡Dios mío! ¿Cuánto tardó mi abuelo en encontrar a mi madre?
—Casi dos años.
—¡Dos años! —Angélica no podía creerlo. ¿Su madre había pasado dos años con su tío Robert esperando a que la rescatara su padre? ¿Cómo se habría sentido? ¿Qué habría hecho durante todo ese tiempo?
—Sí, dos largos años. Así que ya ves, no se le puede echar la culpa a tu madre por tardar en casarse. En realidad, nada más regresar a Londres conoció a tu padre y al cabo de un mes se casaron.
En opinión de Angélica, fue un noviazgo muy corto, aunque su madre, sin duda, tendría sus razones. Y recordó que su padre había sido el hombre más encantador que había conocido.
Guapo, valiente, fuerte e inteligente, su padre era un diplomático nato y su madre debió de enamorarse perdidamente de él. ¿Qué mujer no se habría casado con él al momento?
—Necesitas un marido, querida, alguien que te cuide y te dé hijos —dijo Lady Dewberry frunciendo el entrecejo para seguir el hilo de su discurso—. Quieres tener hijos, ¿verdad?
—Por supuesto —respondió Angélica sin vacilar. En realidad, tener un hijo era lo que más deseaba en el mundo, aunque nunca se lo había dicho a nadie.
—Muy bien —dijo Lady Dewberry, asintiendo con aprobación—. Ahora que sé que te gustan las citas, permíteme que te diga una, querida. «Tu esposo es tu señor, tu vida, tu guardián…» —vaciló, tratando de recordar el resto del famoso pasaje de La fierecilla domada de Shakespeare.
Angélica esperó unos momentos y continuó en voz baja:
—«Tu cabeza, tu soberano; el que cuida de ti y por mantenerte se somete a las más arduas labores en mar y tierra».
—Sí, muy bien —dijo Lady Dewberry sonriendo—. Son las palabras exactas. Ahora espero que prestes más atención a mis consejos sobre ciertos caballeros.
No era una pregunta, así que Angélica no respondió, sino que se limitó a asentir con la cabeza.
—Bien. Y ahora pasemos al tema de cómo ha de comportarse una señora…
† † †
Media hora después, Angélica se dirigía a la biblioteca respirando a pleno pulmón. El discurso había durado tanto que no le habría extrañado que las palabras «matrimonio», «marido» e «hijos» le salieran espontáneamente de la boca.
Poco sabía su tía que se estaba abriendo camino precisamente en esa dirección; incluso creía haber hecho cierto progreso aquella misma mañana.
Nicholas la estaba esperando donde le había dicho, pero se había comportado de manera extraña. Apenas unos momentos después de que Joanna y ella llegaran a su altura, le había dicho que tenía que asistir a una reunión muy importante y se había ido.
Al menos le había prometido que la compensaría llevándola a dar un paseo en coche por la tarde.
Angélica cerró la puerta de la biblioteca y miró el reloj de pared para asegurarse de que no iba a llegar con retraso a la cita con Nicholas.
—Cuarenta minutos más —dijo, sonriendo mientras miraba las estanterías llenas de libros.
Tenía que encontrar quién había escrito la cita que Mijaíl le había espetado por la mañana.
—¿Princesa Belanov? —El débil golpe en la puerta le hizo levantar la vista del libro que acababa de sacar de una estantería cercana.
—¿Sí?
Una doncella asomó la cabeza e hizo una reverencia.
—Ruego me disculpéis, princesa, pero Lady Dewberry os espera en el salón. Un hombre ha venido a visitaros.
—Gracias —dijo Angélica mientras la doncella hacía otra inclinación de cabeza y desaparecía. ¿Un caballero de visita? Esperaba que no fuera aquel horrible Lord Anthony. Le habían dicho que iba por allí casi todos los días. Menos mal que estaba Herrings. El inquebrantable mayordomo no cedía ni un milímetro desde que Angélica le había dicho que no quería recibirle.
Mientras se acercaba al salón, recordó que tenía que ser amable con aquel caballero, quienquiera que fuese, sobre todo después de la conversación con su tía.
¿Sería Nicholas? Puede que hubiera llegado pronto…
—¡Ya estás aquí, querida! —exclamó Lady Dewberry cuando Angélica entró en el salón—. Mira quién ha venido a visitarte.
Angélica estuvo a punto de abrir la boca al verlo. Intentó sonreír, pero recordó su beso y se ruborizó. ¿Por qué aquel hombre causaba aquel efecto sobre su persona?
Durante una décima de segundo, Angélica deseó que Alexander Kourakin aprobara el examen de Lady Dewberry. Sabía instintivamente que con él nunca se aburriría. Era inteligente, había viajado mucho y, si lo ocurrido dos días antes era una prueba de algo, también era generoso y comprensivo.
Y lo más importante, sabía cómo era ella y no había echado a correr en la dirección opuesta. Él era como ella.
El pensamiento desapareció de su cabeza en el momento en que él se acercó. Aquel hombre era demasiado enérgico, demasiado poderoso. Nunca le daría libertad y esperaría obediencia completa. Angélica dudaba que la obediencia ciega formara parte de su carácter.
No, no. Nicholas era una pareja mucho mejor. Además, Angélica dudaba que Alexander tuviera la menor intención de casarse y ella tenía que casarse, y pronto. No, él no entraba en la lista de maridos posibles, aunque le había dado un regalo de valor incalculable: paz.
—Príncipe Kourakin —dijo, haciendo una reverencia casi imperceptible y sonriendo al hombre que a sus ojos era casi un héroe… un héroe potencialmente peligroso—. Confío en que esté pasando una buena mañana.
Él no sonrió, ni le dirigió la ardiente mirada que ya empezaba a resultarle familiar, sino que se volvió hacia Lady Dewberry.
—¿Puedo ofrecerle un té? —preguntó su tía.
—Me encantaría —respondió Alexander.
Para gran sorpresa de Angélica, Lady Dewberry asintió y sonrió.
—Me ocuparé al momento. Normalmente no dejaría sin compañía a mi sobrina, pero sois amigo del príncipe Mijaíl, así que confío en vuestro buen juicio —dijo y, dirigiendo una mirada a Angélica que significaba «sé educada», salió del salón.
—¿Vuestro buen juicio? —Angélica vio salir a su tía con mucha confusión en la cabeza.
¿Cómo había accedido a dejarla sola con Alexander?
Alexander no dio señales de oírla ni de notar su confusión.
—Tienes que dejar de hacer lo que haces.
Angélica entornó los ojos al oír aquella orden.
—¿Qué quieres decir?
Alexander fue más allá con su sinceridad.
—Me refiero a que debes dejar de ver a Nicholas Adler.
La confusión desapareció del rostro de Angélica mientras la sangre empezaba a hervirle.
¿Quién se creía que era para decirle lo que tenía que hacer?
—No sé en qué momento has llegado a la conclusión de que puedes decirme lo que tengo que hacer. Pienso ver a quién me plazca.
Cuando Alexander se recuperó del cortante comentario, su respuesta brotó en forma de gruñido.
—No sabes dónde te estás metiendo. Es un asunto peligroso, y no permitiré que vayas de aquí para allá como una diana que espera el disparo.
Angélica no pudo menos que tartamudear.
—¿Te has vuelto loco? ¿Cómo es posible que creas que puede ser peligroso para mí que vea a Nicholas?
Angélica se dio cuenta en aquel preciso momento de que él conocía sus movimientos.
¿Cómo se había enterado de que Nicholas y ella eran algo más que simples conocidos? Le invadieron las sospechas y entornó los ojos.
—¿Me estás siguiendo?
La risa masculina fue breve y desdeñosa.
—Tengo cosas más importantes que hacer. Y esta es mi última palabra sobre el tema. Te deseo buenos días.
Haciendo una ligera reverencia, se volvió para salir del salón y dirigirse hacia el carruaje que le esperaba. Cuando llegó a la puerta, un conocido hormigueo en la mente le hizo volver los ojos grises hacia Angélica. La joven estaba ante el sofá, con unos mechones de cabello negro enmarcando su rostro y un aspecto de lo más inocente.
Alexander se acercó a ella en silencio. Angélica no se movió, impasible ante la furia silenciosa del hombre. No dejaba de pensar en que él no tenía derecho a entrar en su casa y darle órdenes. Aquel hombre era insufrible y no iba a dejar que la intimidara.
Pero era difícil no sentir miedo al ver la ira que bullía en sus ojos.
Cuando las manos de Alexander la asieron por los brazos y la izaron del suelo, Angélica solo pudo lanzar un ligero chillido.
Alexander habló con voz sosegada y mucho más peligrosa por ello mismo.
—No te atrevas a intentar eso de nuevo, ¿me oyes? La última persona que intentó leer mi mente terminó retorciéndose de dolor.
Angélica sintió la fuerza de aquellos brazos que la elevaban del suelo como si fuera una muñeca. Vio la cólera reflejada en la mirada de acero del hombre. Oyó un rugido que sonó como el de un león. No le cupo la menor duda de que quien hubiera osado irrumpir en la intimidad de Alexander habría sufrido terribles dolores…
Y aun así su temor desapareció. No tenía miedo. Sabía con una certeza que no podía explicar que aquel hombre no iba a hacerle daño.
—¿Se da cuenta mi hermano de que le lees la mente?
Angélica no sabía de dónde había sacado esta idea, pero pareció calmar la ira de Alexander, que la depositó lentamente en el suelo, entornando los ojos hasta que solo fueron unas estrechas ranuras.
—Voy a seguir viendo a Nicholas con o sin tu bendición. Y si continúas amenazándome y levantándome a pulso, tendrás que romper tu amistad con Mijaíl, porque pienso hablarle de tu don.
—Haced lo que os plazca, princesa —dijo Alexander con una ligera inclinación, esta vez acercándose a ella.
Angélica se dio cuenta de que por primera vez estaba realmente asustada. Con los labios a unos centímetros de los suyos, Alexander era más temible que nunca.
Y entonces la besó, y Angélica se rindió a la pasión. Esta vez no fue una lenta exploración, como el otro beso, sino un ataque ardiente a sus sentidos.
Dando dos pasos, la puso contra la pared. De no ser porque estaban unidas al tronco para sostenerlo, a Angélica se le habrían doblado las piernas.
—Alexander. —Fue una petición, un ruego, un deseo. Le acarició el pelo con los dedos mientras Alexander inclinaba la cabeza y le besaba toda la barbilla y luego en el cuello.
—Prométemelo —susurró Alexander.
Le acarició la sensible piel de la oreja con la lengua y ella tembló.
—¿Qu…, qué?
—Prométeme que no lo verás.
El mundo de Angélica empezó a dar vueltas cuando le recorrió la columna con los dedos.
¿Qué le estaba haciendo? Él quería que le prometiera…
—No —dijo empujándole los hombros con desgana. No quería que desapareciera la pasión del hombre.
—Estás jugando con fuego, Ángel. —Sus palabras eran suaves, casi una caricia, y su claridad fue lo que hizo que Angélica se pusiera rígida. Ella apenas era capaz de pensar con claridad, sin embargo Alexander no estaba en absoluto afectado.
Estaba observándola y su aliento acariciaba la punta de su nariz y sus mejillas. Tenía que demostrarle que no la iba a intimidar. Pero estaba intimidada, maldito fuera aquel hombre.
—Cuando conquistamos sin peligro, el triunfo no conlleva gloria. Pierre Corneille.
Angélica no sabía cómo se le había ocurrido aquella cita. No tenía ni idea, aunque estaba descubriendo que bajo coacción surgían toda clase de tonterías de su boca.
Alexander la miró con una expresión que habría podido ser cómica y dio un paso atrás.
Pareció que iba a decir algo, pero entonces, sin pronunciar palabra, se fue.
La confusión y la vergüenza se cebaron en el alma de Angélica al mismo tiempo. Debería sentirse victoriosa, pero, lejos de ello, se dio cuenta de que deseaba que volviera la pasión del hombre.
Había deseado que él la besase, ahora se daba cuenta y en cierto modo se escandalizaba.
¿Qué había pasado finalmente con su razonamiento? ¿Acaso el discurso de Lady Dewberry no había hecho mella en ella? Estaba buscando un marido, lo que significaba que debía alejarse al máximo de los hombres con los que no tuviera ningún futuro. Hombres como Alexander.
Cuando se volvió para salir del salón, se le ocurrió una idea repentina.
Alexander había dicho que había causado mucho dolor a la última persona que había intentado leer su mente. ¿La última persona que había intentado leer su mente?
Angélica se quedó paralizada al darse cuenta de lo que implicaba la frase. Había otros seres capaces de leer la mente. No solo Alexander… ¡había más!
Y si él conocía a otros como ella, ¿por qué no se lo había dicho? ¿Había supuesto que lo sabía?
Se recogió la falda y salió corriendo del salón en dirección a la puerta principal. Tenía que saberlo. ¿Había otros seres como ella? ¿Y si no era una persona anormal? ¿Y si procedía de un lugar que generaba seres como ella? ¿Y si ella tenía que ver con aquellos seres?