12

–¿Henry?

Serguéi alzó la vista y reconoció al hombre que había conocido unos días antes en una cena celebrada en Kent.

—Siéntese, siéntese, Jonathan. Hemos estado esperándole, ¿verdad, señoras?

Las dos elegantes mujeres que había a su lado rieron por lo bajo. Ambas tenían las mejillas sonrosadas a causa del vino que él les había servido.

—No sabía que estaba acompañado. Si lo hubiera sabido, me habría arreglado mejor —dijo Jonathan, sentándose a la mesa.

—¡Tonterías! Señoras, este es mi buen amigo Jonathan. Parece tener la impresión de que no está vestido adecuadamente, pero yo digo que con su aspecto puede sentarse a comer. ¿Qué opinan ustedes?

Las mujeres no dijeron nada, pero la pelirroja dejó escapar otra risa tonta.

—Os gusta reír, ¿eh? —Serguéi guiñó el ojo con picardía y se llevó la mano de la mujer a los labios, poniendo la palma hacia arriba en el último momento.

—Oh, Henry…

El aroma de la sangre femenina estaba a punto de hacerle perder la cabeza, aunque no del todo. Decidió disfrutar de ella despacio. Sería su postre.

—Y ahora —dijo Serguéi levantándose y frotándose las manos—, a cenar.

Las damas rieron y los tres humanos miraron hacia la puerta, esperando que entraran los sirvientes con bandejas.

—Creo que tus criados han equivocado la hora, Henry —señaló Jonathan.

—¿Qué vamos a cenar Henry? ¿Es algo especial? —dijo la rubia pecosa con excitación—. ¡Por favor, dínoslo!

Serguéi sonrió y rodeó la mesa hasta situarse detrás de la silla de Jonathan.

—No te lo diré, querida. ¿No prefieres que te lo enseñe?

Serguéi esperó a que crecieran sus dientes y rodeó el cuello de Jonathan con las manos. Las mujeres se quedaron unos momentos en trance mirando la blancura de sus colmillos, que brillaban a la luz de los candelabros; entonces gritaron.

Un sonido escalofriante llenó la habitación cuando Serguéi soltó el cuello de Jonathan y asió a la rubia.

—¿Querías saber lo que había en el menú, querida? —dijo inclinándose hacia ella mientras la sujetaba por la cintura—. ¿Te lo imaginas ya? —La mujer cayó al suelo, muerta de miedo.

Asqueado de aquella debilidad, Serguéi la soltó y se dirigió hacia la puerta de la calle, donde estaba la pelirroja dando golpes, tratando de escapar. Su histeria tenía buen sabor.

Muy bueno.

Era una pena que solo pudiera pasar unos momentos con ella. Pronto llegaría gente.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó apretándose contra la puerta, al ver que el hombre se acercaba.

—Y ahora intentémoslo de nuevo, ¿te parece, querida? —Serguéi sonrió al meter la mano en el bolsillo. Las cuentas resbalaron en su mano seca—. Esta vez tienes que decir «Henry mío», o mejor aún, «Serguéi mío».

Le rodeó el cuello con la mano en el preciso momento en que la muchacha estaba a punto de gritar.

† † †

—Bienvenida, amor mío, te he echado de menos —dijo Serguéi entrando en el salón donde le esperaba su invitada. Deshacerse de los tres cadáveres había sido tedioso, pero por lo demás estaba de muy buen humor.

La mujer corrió a sus brazos abiertos y lo estrechó con fuerza.

—Tenías razón.

—Ah, ¿sí? —La voz de Serguéi era un poco condescendiente, pero la mujer no pareció darse cuenta. Estaba segura de que la amaba. Él se había encargado de que lo creyera.

—Me dijiste que habría asesinos y aunque al principio pensé que estabas equivocado, he de admitir que tenías razón. No pueden volver a hacer esto nunca más. ¡Hay que detenerlos!

Serguéi sonrió para sí, aunque se aseguró de que ella solo viera preocupación en su rostro.

Fueran del género humano o del género vampiro, siempre era muy fácil manipular a las mujeres.

—No te preocupes. Los detendremos. Cuando los clanes se den cuenta de que lo que sabemos es cierto, dejarán de esconderse. Lucharán contra ellos en lugar de inclinarse ante los humanos como esclavos.

Ella retiró la mano que él sujetaba y echó a andar. Serguéi contó sus pasos y, cuando llegó a treinta, supo que la tenía en su poder. Ahora ella le pertenecía.

—El príncipe Kourakin está más que capacitado; ¿por qué no vamos a verlo, Serguéi?

Se merecía una corona por esto, pensó Serguéi con placer. Todo se estaba desarrollando según sus planes.

—No podemos, amor mío. Si no puedo hacerles comprender la gravedad de la situación, me juzgarían. Solo necesito tiempo. Con un poco de tiempo puedo llevar al asesino ante los jefes y entonces sí me escucharán.

Ella asintió con solemnidad.

—Tu trabajo es fácil —prosiguió Serguéi—. Solo tienes que asegurarte de que los jefes no me encuentren hasta que me libre de los depredadores humanos.

—¿Quieres decir que vas a perseguir al asesino tú mismo? —dijo la mujer con algo de duda en la voz. Aunque Serguéi no tenía la menor intención de hacerlo, le fastidiaba que ella no le creyera capaz de llevarlo a cabo.

—¡Por supuesto! Ya he matado a muchos humanos que querían hacernos daño, ¿no? Protejo este clan con mucha más efectividad que cualquiera de nuestros jefes, querida. Ellos no pueden hacer lo que yo hago porque están atados por leyes ridículas.

La mujer tardó un momento, pero al final asintió con la cabeza.

—Tengo que irme.

—Sí, por supuesto. Ve a casa. Y acuérdate de engañarlos. Lo único que tienes que hacer es darme tiempo y confiar en mí. Todo saldrá bien.

Serguéi la vio retirarse y oyó sus pasos mientras se alejaba. La risa rebotó en las vigas del techo. Perfecto, todo iba a la perfección. Ella se aseguraría de que no lo encontraran y le daría tiempo para empezar la guerra más sangrienta que la humanidad había conocido.