15

Estupendo, sencillamente estupendo —murmuró Angélica con mal humor al abrir los ojos y ver que tenía la cabeza tapada por la ropa de cama. Había planeado buscar a Alexander y acosarlo a preguntas hasta rendirlo y que le contara todo lo que quería saber, pero le había empezado a doler el estómago y se había quedado dormida.

¡Qué mala suerte tener un estómago tan sensible en semejante momento! ¡Y ahora se estaba ahogando con sus propias frazadas!

—Muy buenas noches, bella durmiente.

La radiante sonrisa de Mijaíl entró en su campo visual cuando este apartó las mantas de su cara y le retiró varios mechones de cabello de la frente.

—No estarás enferma, ¿verdad?

Angélica se negó a devolverle la alegre sonrisa y acarició la incipiente barba de su hermano.

—No andarás por ahí con este aspecto, ¿verdad Mijaíl? ¿Cómo piensas impresionar a las damas así?

Mijaíl se pasó la mano por la barbilla y sonrió.

—No creo que esto las disuada. Resulta que las mujeres de Londres opinan que me da un aire más peligroso.

—¿En serio? ¿Eso dicen? —dijo Angélica, incorporándose en la cama. Se le acababa de ocurrir que quizá Mijaíl supiera dónde estaría Alexander aquella noche. Si al menos pudiera encontrar la manera de preguntar sin delatarse…

Mijaíl seguía sonriendo y Angélica miró hacia la ventana.

—¿Qué hora es? —preguntó, aparentando toda la indiferencia que pudo.

—Casi ha pasado la hora de cenar, perezosa. Más te valdría levantarte y ordenar que te preparen un baño, si no quieres llegar tarde al baile de disfraces.

¡Vaya! Se había olvidado por completo del baile. La necesidad de saber algo más sobre otros posibles lectores de mentes había neutralizado la necesidad de ir al baile a buscar un marido rico. Podía decirle a Mijaíl que no se encontraba bien y librarse de aquel baile, que probablemente sería tan aburrido como todos los demás, pero… la cálida sonrisa de su hermano le hizo tragarse sus excusas. Mantener a Mijaíl sano y sonriendo de aquella manera era lo más importante del mundo. Ahora tenía que asistir a aquel baile y fomentar su amistad con Lord Nicholas, así como con otros buenos partidos.

—¿De qué te vas a disfrazar?

—Estaba pensando en un aristócrata medio ruso, medio inglés. ¿Y tú?

—Mijaíl, me haces una gracia indescriptible —dijo Angélica con sarcasmo—. Los hombres lo tenéis más fácil. Os ponéis unos pantalones oscuros y una chaqueta y ya estáis presentables para todas las ocasiones. Y yo he de ponerme un disfraz porque, de lo contrario, las mujeres que asistan al baile no dejarán de criticarme hasta que sienta la necesidad de dejarlas plantadas.

—«No niego que las mujeres sean idiotas» —dijo Mijaíl con regocijo.

Angélica no hizo caso de la sonrisa de su hermano y agitó la mano para que se levantara de la cama. Apartó las mantas y, dirigiéndose al armario, comentó:

—Parece que se te olvidó el resto de la cita de George Eliot.

—Ah, ¿sí? —dijo Mijaíl con aire inocente, viendo que su hermana abría el armario y descartaba un vestido tras otro.

—La frase entera es: «No niego que las mujeres sean idiotas: Dios Todopoderoso las creó para que hicieran juego con los hombres».

—Oh, vaya, sí, parece que esa parte se me olvidó. En fin, me voy; Angélica, te veré dentro de un rato.

Angélica eligió una túnica griega de seda blanca y dorada y se volvió hacia su hermano.

—Pues vete ya, cobarde.

† † †

—¡Ese hombre es increíble! —dijo Angélica mirando con una mueca al barón, que en aquel momento bailaba con una rubia disfrazada de María Antonieta.

—Los hombres son unos cerdos. Es un hecho, no una pregunta —dijo Joanna, encogiéndose de hombros mientras daba un golpecito en el hombro desnudo de Angélica—. Aunque he de dar cierto crédito a ese hombre, pues, por el aspecto que tienes esta noche, es increíble que no intentara nada más que darte un pellizco en el trasero.

Angélica dirigió una mirada irritada a su amiga, pero no hizo comentario alguno. Estaba más enfadada consigo misma que con nadie. Había perdido un tiempo considerable con el barón, pensando que era un posible candidato nupcial, cuando lo único que él quería era una aventura fácil. Tenía que ser más cuidadosa con su tiempo; después de todo, no disponía de mucho.

Y ahora que la velada empezaba a decaer, le dolían los pies y no había hecho ningún progreso. Nicholas no había aparecido y al ser un baile de máscaras era difícil reconocer a la mayoría de los invitados. ¿Cómo iba a encontrar al marqués que estaba en su lista de candidatos entre una masa de máscaras de colores?

—¿Le gustaría bailar, milady?

Joanna ocultó la sonrisa cuando Angélica se volvió hacia el hombre que se había acercado.

Parecía demasiado joven para ser un pretendiente.

—Gracias, pero me temo que los pies me están matando.

—Entonces, ¿podría quizá traerle un refresco, diosa mía?

Angélica oyó la risa que se le escapó a Joanna entre los dedos y trató valientemente de no entornar los ojos de ira. ¡Aquello no tenía ninguna gracia! Tenía que encontrar un marido y lo único que encontraba eran muchachos ridículos y hombres que jugaban a ser niños.

—Es usted muy amable, señor, pero creo que me voy a retirar a mi casa enseguida.

—Entonces quizá podría…

—¡No, le aseguro que no podría! —le interrumpió Angélica antes de que se le ocurriera sugerir que la acompañaba a su casa.

—Como desee mi Venus —dijo el muchacho, haciendo una profunda reverencia que Angélica acogió con alivio.

—¡Oh, mi Venus! —dijo Joanna con voz ronca para imitar al indeseado galán.

—Déjalo, Joanna. Eres terrible —susurró Angélica en el preciso momento en que se acercaba otro caballero. Mayor que el anterior e impecablemente vestido con una chaqueta de brocado verde, inclinó la cabeza sobre su mano.

—Princesa Belanov.

Angélica lanzó una mirada interrogadora a su amiga. Joanna musitó un nombre tapándose la boca con la mano. ¿Trenson? Imposible; ella no recordaba ningún Trenson… ah, pues claro.

Angélica sonrió de repente.

—Lord Trenton —dijo, haciendo una leve inclinación de cabeza. Era un buen partido.

Lord Trenton era viudo y un hombre inmensamente rico.

El lord le ofreció la mano, complacido por haber sido reconocido.

—¿Podría concederme este baile?

—Desde luego que sí. —Angélica captó el gesto de animación de Joanna mientras se dirigía hacia la pista de baile con Lord Trenton.

El hombre le puso la mano suavemente en la cintura y comenzó a desplazarla por el salón trazando círculos elegantes.

—La he estado admirando durante largo rato —dijo tras unos momentos de silencio.

Angélica no estaba muy segura de cómo reaccionar. La mayoría de sus conocidas habrían flirteado expertamente ante el comentario, pero ella no tenía práctica en esas lides.

—No ha podido ser mucho tiempo, Lord Trenton, pues no hace mucho que he llegado a Londres.

—Llámeme Richard, por favor.

Angélica tuvo la sensación de que esta familiaridad iba demasiado deprisa, pero se obligó a relajarse. Necesitaba un marido y aquel hombre bien podía servir.

—¿Voy demasiado rápido, princesa Belanov? No es mi intención. Pero me cuesta contenerme cuando va vestida de una manera tan… sensual.

Las alarmas sonaron en la cabeza de Angélica. ¿Qué pretendía aquel hombre?

—La forma en que la seda se ajusta a sus caderas, a sus pechos, hace que un hombre…

—¡Alto! —Incapaz de creer lo que estaba oyendo, Angélica puso los brazos rígidos para que el hombre se detuviera. Había oído aquellos pensamientos en su mente antes, pero nadie había sido tan descarado como para decirlos en voz alta. ¡Era obvio que aquel hombre estaba desquiciado y no iba a dejarla en paz!

—Lord Trenton, haga el favor de dejarme ir. Ya no tengo ganas de bailar.

Pareció que Lord Trenton iba a discutir con ella, pero entonces se detuvo bruscamente, con la mirada fija detrás de Angélica, y dejó caer las manos.

Aprovechando la oportunidad, Angélica se apartó de él y estuvo a punto de tropezar con una figura alta, Alexander. Lo reconoció al instante. Iba vestido de negro y su única concesión al baile era un antifaz de seda negra que enmarcaba sus ojos. Con la mandíbula prieta y taladrando con la mirada los ojos del hombre con el que había bailado, parecía el diablo. Luego la miró y le levantó la mano con que ella empuñaba el antifaz para que volviera a cubrirse con él.

Angélica percibió movimiento a su espalda y supo que Lord Trenton se había ido. Ahora solo quedaban ellos dos en medio de los invitados que bailaban el vals.

Ella dio un paso hacia delante. Él le rodeó la cintura con el brazo y comenzaron a moverse.

Enseguida se dio cuenta de que era un extraordinario bailarín, que la guiaba sin esfuerzo y sin empujarla en lo más mínimo. Su cabeza apenas le llegaba al hombro, así que tenía que echarse hacia atrás para verle la cara.

—Gracias por lo que has hecho.

Alexander no dijo nada y Angélica comenzó a salir de su aturdimiento. Había querido hablar con él durante todo el día y ahora le vinieron a la mente todas las preguntas que tenía que hacerle.

—Traté de alcanzarte cuando te fuiste.

—Ah, ¿sí?

No la miraba, lo que hacía más difícil hablar con él, pero Angélica estaba decidida a hacerlo.

—Sí, después de que yo… después de sacarte de quicio, dijiste…

—No vuelvas a hacerlo de nuevo. —Ahora sí la estaba mirando. Su ira anterior aún era palpable, pero ella estaba demasiado concentrada en sus preguntas para preocuparse por eso.

—Dijiste que la última vez que alguien trató de leerte la mente resultó herido —continuó.

—Angélica —dijo con tono de advertencia.

El antifaz se le había ladeado y sus ojos le suplicaban que le dijera lo que necesitaba saber.

—¿Hay otros como yo? ¿Como nosotros? ¿Por eso dijiste lo que dijiste? Alexander, por favor, dímelo. Necesito…

Alexander le puso la mano en la barbilla y apoyó el pulgar sobre sus labios para evitar que hablara. De repente Angélica no pudo pensar, solo sentir.

No tenía ni idea de cómo habían llegado hasta el centro del salón, pero ahora estaban rodeados por docenas de rostros borrosos y disfraces ridículos. La pista de baile estaba abarrotada y nadie parecía prestarles atención. Estaban solos entre la multitud y Alexander tenía las manos en su rostro y en su cintura, mientras que las suyas descansaban sobre los brazos masculinos.

—Alexander —susurró. Estaba confusa, perdida en el momento. Todas las preguntas habían abandonado su mente y los problemas habían salido volando por las puertas de la terraza junto con las sensuales notas del vals de Mozart.

Alexander acarició sus labios con el pulgar y ella se pegó más a él, ajena al escándalo que estaba a punto de causar. De repente sintió un deseo incontrolable de saborearlo. Acarició el pulgar masculino con la punta de la lengua. Los ojos de Alexander cambiaron a un color plata cálido. Adelantó la cabeza, pero se detuvo.

—¿Alexander? —dijo, recuperando poco a poco los sentidos y con la carne de gallina a causa de un frío que no había sentido antes.

—Tengo que irme.

—¿Qué? —La música había terminado y las parejas se alejaban de la pista. ¿Cómo no se había dado cuenta de que ya no había música?

—Ve con tu hermano, Angélica.

Ella lo miró llena de confusión. Tenía razón, tenía que ir con su hermano. Tenía que pensar en Mijaíl y recuperar el control de sí misma. Un momento más y habría arruinado todas las posibilidades que tenía de hacer un buen matrimonio y salvar su situación financiera.

Y lo más horrible era que si no hubiera sido por Mijaíl, no le habría importado nada. No le importaba lo que los demás hombres o el resto de la sociedad pensara de ella. No le importaba nada cuando estaba cerca de aquel hombre.

—Tengo que irme. —Angélica levantó la máscara para cubrirse el rostro y dio media vuelta para salir de la pista de baile. Cuando llegó al borde y miró atrás, Alexander ya no estaba.