Sefiní
Hacía media hora que se había terminado: me iban quedando unas pocas imágenes, una ronquera extrema, las piernas muy cansadas, el recuerdo de un momento en que creí que era posible. Boquita acababa de perder su primera final de la Libertadores en un cuarto de siglo. Yo entonces no sabía que esa noche, en el estadio Municipal de Manizales, se terminaba también un gran momento de su historia. Yo no sabía que Bianchi estaba yéndose; tampoco supe, pese a estar allí, que estaba produciendo uno de los pocos escandaletes de su carrera, cuando no salió —ni mandó al equipo— a recibir las medallas de plata y dijo que no había ido porque no sabía que existían, porque era la primera vez que perdíamos y entonces no sabía que al segundo le daban una medalla —y la prensa del continente supuso que era un típico síntoma de argentinidad aguda.
Yo no sabía nada de eso cuando vi, en la puerta del vestuario, a Mauricio Macri. Estaba solo, parecía aburrido y fui a darle la mano y comentamos un par de cosas del partido y le dije que estaba trabajando en este libro:
—Así que dentro de un par de semanas te llamo para que conversemos un poco sobre el tema.
—Todo bien.
Me dijo, amable y yo le dije que ya que íbamos a hablar de fútbol quizá pudiéramos incluso estar de acuerdo en un par de cosas.
—Sí, con tal de que no le metas ideología.
Me dijo el presidente.
—Bueno, un poquito quizá le meta. Y vos un poquito de la tuya vas a poner también.
Le contesté, y él me miró y se fue. Ellos siempre llamaron ideología a lo que piensan los otros: es un clásico. Poco después empezaron, también clásicos, los rumores: que Santella y el Mellizo se habían peleado, por ejemplo, antes del partido, porque el jugador no le avisó que estaba medio lastimado —que lo quiso engañar— y en el calentamiento lo descubrieron y lo dejaron afuera. La historia era otra: el cuerpo técnico de Boca sabía que el Mellizo estaba mal y trataron de ocultarlo por si llegaban a recuperarlo. Lo que los periodistas de la tele no pudieron soportar fue no enterarse —y, para cubrir ese error, echaron a rodar la versión de que había sido una pelea de último momento y millones de argentinos tuvieron que creerlo.
—Yo estaba lesionado. Claro que podía haber entrado y salido a los 10 minutos y quedaba como un héroe, el periodismo no especulaba y yo me hacía el héroe con los hinchas: entré aunque estaba hecho mierda pero tuve que salir. Me quedaba tirado en el piso, ponía cara de enojado, que te querés morir… Una pelotudez total. Y me quedé con la bronca de no jugar ese partido. Si por lo menos hubiera jugado por lo menos te sacas las ganas, pero no pude. Y encima internamente todos sabíamos que ellos no eran mejores. Ni iguales.
Me dirá el Mellizo. La derrota siempre trae estas colas. Pero lo peor llego más tarde en esa noche de tristezas y de equívocos. Afuera los colombianos celebraban con mesura: sin siquiera un pinche muerto para poner sabor local en el festejo. De vuelta en el hotel de Pereira, Carlos Bianchi estaba preocupado por su madre. Había tenido problemas de salud y estaba sufriendo, en esos días, un tratamiento complicado. Bianchi tenía miedo, como un presentimiento. Estaba comiendo con su familia en el hotel de Pereira cuando le dijeron que había llamado su madre:
—No, mi madre no puede haber llamado.
Bianchi sospechó lo peor y llamó a un pariente que trabaja en su restorán de Belgrano para preguntarle si había pasado algo:
—Sí, se murió la Nona.
Bianchi se quedó con el teléfono en la mano, lloró, puteó, le dieron pésames. Lo que tanto había temido acababa de pasar: era, decididamente, una noche espantosa. Estaba por irse a dormir cuando Margarita, su mujer, pegó un grito: la llamaban de Buenos Aires para avisarle que la que se había muerto era su madre, no la de su marido.
—Nosotros sabemos cuánto nos duele no haber ganado la copa. Empezamos a trabajar desde el 2 de enero con una meta. Estamos satisfechos de haber llegado a la final, pero también con un gusto amargo.
Al otro día, Carlos Bianchi, en una entrevista en La Nación, ponía en marcha su sistema de señales. Pero, entonces, nadie se dio cuenta:
—El que practica deporte sabe muy bien que no se puede ganar siempre. ¿Cómo se llama el técnico de Los Angeles Lakers? Phil Jackson. Perdió la primera final de básquetbol y parece que tiene ganas de dejar.
—¿Y usted?
—¿Yo? Yo estoy hablando del técnico de los Lakers. Chau, felicidades.
La noticia estalló el domingo a la noche: Bianchi se había ido de Boca. Esa tarde se lo había comunicado a Macri, ya era definitivo, no tenía vuelta atrás. Y enseguida empezaron los rumores: que tenía ganas de largar e iba a aguantar hasta diciembre para ir a Tokio pero que sin ese partido el resto del año no tenía sentido, que estaba cabreado porque varios dirigentes no lo trataban bien, cabreado porque le vendían demasiados jugadores, cabreado porque le compraban jugadores que no quería y no le compraban los que sí, que la coexistencia entre él y Macri era casi imposible, que era cierto que quería dedicarse a la familia y descansar, que tal, que cual.
—Bianchi se fue por lo mismo que se fue la otra vez: por el quilombo con los dirigentes.
Me dijo un periodista que me pidió que no lo nombrara y que, me dijo, había hablado con Bianchi:
—Carlos me dijo «ahora Boca tiene que armar un equipo nuevo. Es el mejor momento para un técnico, a mí me encanta ese desafío. Pero no en las condiciones que quiere Macri, que quiere armar el equipo él. Si él tiene ganas de dirigir que se compre los jugadores que se le dé la gana, que se siente en el banco y que lo puteen a él».
Y otro periodista —que tampoco se hizo cargo de nada— me dijo que era peor: que se iba por un problema de dineros:
—Bianchi tenía un contrato con Boca que decía yo te voy a demostrar a vos que yo soy un técnico barato: yo voy a ganar un millón y medio de dólares en tanto y en cuanto las ventas superen en tanta plata a las compras. Te voy a demostrar que, como administrador del fútbol de Boca, soy útil al club. Así que si se supera tal diferencia me vas a dar una plata extra porque el club está ganando mucho conmigo. Y parece que lo estaban zarpando: que no le liquidaban lo que correspondía, que dibujaban los números de las ventas y entonces él no cobraba lo correcto.
En fin eran rumores, más rumores. Lo cierto fue que Bianchi se había ido de Boca y los hinchas ya empezaban a extrañarlo:
—No sé cómo vamos a hacer para reemplazarlo.
Me decía uno.
—Parece tan difícil. La etapa de Bianchi fue espectacular. Es cierto que Macri reorganizó el club, pero no debería haber dejado que se fuera, es un error nefasto que no lo haya cuidado. La seriedad, la tenacidad y la humildad de Bianchi van a ser irremplazables.
Otro me decía que nos esperaban las antiguas zozobras:
—Ahora vamos a volver a flotar por ahí. Creo que Bianchi tenía algún secreto, algo especial, que seguramente no se volverá a repetir. Lo que hay que reconocer es que algo les transmitía a los tipos para que funcionara de esta forma, con esa mística que generaba.
A mí me hubiera gustado entender mejor cuál era su secreto. Por eso, y para que me contara historias, quise entrevistarlo. Aun sabiendo que no es alguien que hable —que realmente hable— en las entrevistas, quise entrevistarlo. Para eso fui a su restorán a dejarle un libro mío y una carta donde le explicaba lo que estaba haciendo y le pedía una cita. Cuando entré, una noche de fin del invierno, casi choqué con él y su mujer en el pasillo. Margarita me saludó primero: habíamos hablado unos minutos en Manizales. Con él no había conversado nunca.
—¿Qué dice, cómo está?
Me dijo y me dio la mano, muy amable, sonriente.
—La última vez que nos vimos fue en Manizales.
Me dijo, y yo no quise decirle que fue la única y que ni siquiera nos hablamos —que nunca habíamos charlado— porque no había por qué arruinar ese momento agradable. Entonces charlamos un ratito de bueyes perdidos y, cuando estaba por irse, le dije que había venido a dejarle ese libro y la carta porque estaba trabajando en Boquita y me sería tan útil charlar con él un rato.
—Bueno, usted sabe que a mí las notas periodísticas…
—Sí, yo sé, pero esto no es una nota sino un libro. Y yo, al fin y al cabo, no soy un periodista deportivo…
—Claro, ya lo sé.
Me dijo él y de pronto se le encendió una sonrisa:
—Bueno, en realidad sí, en realidad usted empezó como periodista deportivo, yo lo leí en su curriculum.
Dijo, y se reía: le gustaba mostrarme que sabía, que me tenía registrado y a mí, por supuesto, me halagó. Bianchi lo repetía, se jactaba con la sonrisa ancha:
—Sí, yo sé que usted empezó como periodista deportivo, eso no lo debe saber mucha gente.
Me dijo otra vez y después me dijo que le dejara el libro y la carta, que él si acaso me llamaba. No me llamó, claro, pero en ese cruce breve yo creí que había entendido algo: si este señor sabe y recuerda este dato sobre mí, qué no sabrá de lo que sí le importa. La obsesión, las ganas de control, me parecieron la llave de su secreto. O, quizás, una parte muy pequeña de él. Pero a mí me pareció que había entendido y me fui casi satisfecho.
—Yo creo que Bianchi es un genio y que tiene claro como nadie el manejo de un equipo de fútbol, pero Boca es más grande que cualquier persona.
Me dijo, más tarde, un amigo.
—Y eso incluye a un director técnico, un presidente o un jugador. Seguramente no vamos a llegar a cuatro finales seguidas de la Libertadores, ni a ganar tantos campeonatos, pero Boca no va a dejar de ser el más grande porque se vaya Carlos Bianchi.
Me dijo, y yo también lo creo. Porque, al fin y al cabo, lo que conseguía Carlos Bianchi era ganar muchos partidos de fútbol. Y Boquita es mucho más que eso.