1925
Hacer la Europa

La carta había llegado en septiembre de 1923 pero a la mayoría de los dirigentes les pareció una soberana tontería y la olvidaron. Eran, una vez más, sandeces de gallegos. La carta venía de Madrid y estaba firmada por tres fulanos que decían que eran empresarios, un Zapater, un Isasmendi, un Ibáñez; decía que sabían del nivel al que había llegado el fútbol argentino y que sabían que uno de sus mayores exponentes era el Club Atlético Boca Juniors, y que por eso se ofrecían a organizar una gira deportiva por España para el primer equipo de tan respetable institución.

—No, querido, es perfectamente imposible. Se lo digo yo, que tengo mucho mundo.

—Qué va a ser imposible.

—Es, hagame caso, che, y además no sirve para nada. ¿Qué vamos a ir a hacer, semejante viaje, todo ese balurdo?

—Una serie de cosas. Entre ellas, ganar muy buena plata.

—¿Plata? ¿Está seguro de que dijo plata?

Dos dirigentes, Iglesias y Copado, estuvieron a favor desde el principio, pero tardaron más de un año en convencer al resto: recién el 13 de enero de 1925 la comisión directiva de Boca aprobó la propuesta de realizar una gira por Europa, y empezó a prepararla.

Había que arreglar ciertos detalles. La gira iba a ser larga —España, Francia, Alemania— y los jugadores estaban preocupados por sus trabajos y sus familias. Hubo conciliábulos: Alfredo Elli, el capitán, y Américo Tesorieri se sentaron con los dirigentes y les dijeron que los muchachos necesitaban plata. Las negociaciones duraron varias horas, y al final arreglaron en diez pesos por día. Trescientos pesos al mes era el salario de un obrero especializado y los muchachos estaban muy contentos. La mayoría pidió que se lo fueran entregando directamente a sus familias, y más de uno no lo podía creer: se iban a pasar tres o cuatro meses de viaje jugando al fútbol y encima se iban a quedar con buena plata.

El otro problema eran los refuerzos. Boca tenía un buen equipo, pero para una patriada como esa convenía conseguir alguna ayuda. Entre los cinco invitados estaba Manuel Seoane, que entonces jugaba en El Porvenir y terminaría siendo el máximo goleador del amateurismo, y un wing izquierdo que se llamaba Cesáreo Onzari, el mejor jugador del gran rival de los últimos campeonatos, Huracán. Un año antes, en la cancha de Sportivo Barracas, la Argentina recibía a Uruguay, que acababa de ganar la medalla de oro en las Olimpiadas de París. Argentina no había ido y envidiaba; ese día, Onzari hizo por primera vez un gol de córner, así que lo llamaron «gol olímpico». No fue lo único olímpico. Dos días antes, el partido había tenido que suspenderse porque el público invadía la cancha. Las autoridades de la Asociación decidieron poner un alambrado que la separara de las tribunas, y también se llamó «alambrado olímpico». Era un hito: hasta entonces, el público y los jugadores ocupaban el mismo espacio, sin más barreras que las líneas de cal. Desde ese día la separación entre protagonistas y espectadores, productores y consumidores pasó a ser un dato central en el fútbol de gran competición. Ese día Argentina ganó 2 a 1; del otro lado del alambre, Carlos Gardel —dicen— no gritó ninguno de los goles.

El barco salió del Puerto Nuevo el 5 de febrero de 1925; la Dársena Sur estaba llena de familiares, socios, hinchas de Boca y de muchos otros clubes: más de diez mil, incluidos unos trescientos socios y jugadores de River, con banderas blancas y rojas. Era un equipo argentino el que partía o, mejor: era el primer equipo argentino que salía «a conquistar Europa con su fútbol». Para eso llevaban, entre otros estandartes, una gran bandera nacional: la habían regalado los señoritos del Jockey Club, que también querían sumarse a la gesta.

La delegación oficial incluía a doce jugadores de Boca, los cinco prestados, el vicepresidente y el secretario del club. Pero también llevaba un periodista. Hugo Marini era el jefe de deportes de Crítica, el diario más vendido de esos años: era la primera vez que la prensa argentina hacía semejante esfuerzo para cubrir unos partidos de fútbol. Y ya desde el principio, la prensa decía lo que había que hacer: «Los aficionados argentinos están en el deber de despedir dignamente la primera embajada deportiva argentina que surcará el océano para hacer conocer en la vieja Europa la potencialidad de nuestro más popular deporte».

«El football argentino necesitaba que se le conociera en el extranjero, que pudiera presenciarse su verdadero adelanto y que se dejara una impresión acabada de sus valores efectivos», decía Crítica. «Porque nadie duda de que Boca Juniors honrará al deporte nacional demostrando ante los aficionados de Europa el progreso de nuestro football, sus grandes adelantos científicos, y sobre todo esa caballerosidad innata proverbial en los deportistas argentinos (…). Sólo así conseguiremos que se nos considere como somos y no como creen que somos». La famosa imagen argentina en el exterior estaba en juego.

Con la delegación también viajaba un hincha: Victoriano Caffarena, el Toro, era un xeneize con algo de dinero que se pagó el viaje; estaba ansioso por ayudar y formar parte, así que se improvisó como masajista y utilero. Era un tipo siempre dispuesto, simpático, agradable: los jugadores, para darle un gusto, lo llamaron el Jugador Número 12. Fue el comienzo.

Veintidós días de barco pueden aburrir a cualquiera; mucho más a una docena y media de muchachos ansiosos por el desafío que enfrentaban. Elli y Tesorieri hacían de técnicos: ellos organizaban el entrenamiento diario en la cubierta, trote y un poco de gimnasia. Trataron de no beber más de la cuenta y de mantenerse en forma, pero igual llegaron a Vigo levemente arruinados. Tuvieron unos días para reponerse y sobreponerse a los agasajos, fiestas y mariscadas con que los recibieron; por fin el 5 de marzo de 1925 Boca Juniors jugó su primer partido en Europa.

La ciudad paró para ver el partido; una tribuna se derrumbó y dejó varios heridos; los diarios hablaban de un representante del «mejor fútbol del mundo»: los muchachos estaban sorprendidos por semejante expectativa, pero se hicieron cargo. Boca le ganó 3 a 1 al Celta de Vigo. Hubo otros tres partidos en Galicia —dos victorias y una derrota— y la delegación se tomó el tren hasta Madrid.

El primer partido fue contra el Atlético y Boca ganó 2 a 1. El siguiente era en Chamartín contra el Real; de tan real, Alfonso XIII decidió que quería verlo. Pero se demoraba; tras esperarlo un rato, el árbitro hizo empezar el partido. El rey Alfonso llegó en la mitad del primer tiempo; el juego se suspendió un par de minutos para que el público lo aplaudiera —o lo insultara. Cuando se reanudó el partido un xeneize —Carmelo Pozzo— hizo el primer gol, salió corriendo a festejarlo y, cuando llegó al palco oficial, se paró ante su majestad y le hizo una profunda reverencia: nadie supo si era burla, homenaje o una dosis de cada.

Mientras tanto, en Buenos Aires, la gira era la gran historia del momento. Boca se había convertido en una especie de selección nacional oficiosa y cada día de partido había multitudes que seguían sus avatares frente a las pizarras de La Prensa o La Nación. Y Crítica, con su enviado exclusivo, vendía como nunca: el fútbol se había transformado en un relato heroico. Allá lejos, solos contra el mundo, nuestros muchachos defendían a patadas el prestigio de la patria. Ahora los chicos que jugaban en los potreros de la ciudad se llamaban a sí mismos Seoane, Tesorieri o Tarasconi, y les metían goles a gallegos imaginarios, le atajaban un penal a un vasco, insultaban a un árbitro andaluz.

En Madrid, Boca ganó un tercer partido antes de salir para el País Vasco, Allí la lluvia, las lesiones y —según el enviado especial— los referees vendidos nos valieron dos derrotas seguidas. Era el peor momento de la gira, y los franceses mandaron decir que, ante las pobres actuaciones del equipo, suspendían sus partidos. La noticia fue un golpe: el club perdería mucha plata y un poco de prestigio. Pero, a la larga, resultó beneficiosa: los jugadores, que venían jugando un partido cada tres o cuatro días, tuvieron dos semanas de descanso y entrenamiento y, cuando volvieron a jugar, en Pamplona, le ganaron 1 a 0 al Osasuna —y no perdieron nunca más.

Aunque se metieron en problemas bien a la argentina. Cuando llegaron a Barcelona los periodistas los esperaban en la estación de tren:

—A ese Zamora le voy a meter un gol de veinticinco metros.

Dijo Domingo Tarasconi y hubo escándalo: Zamora era el arquero mítico de España —y todavía lo es— y los locales no solían mostrarse así de vivos. Cuentan que, ya en la cancha, Tarasconi miró a Zamora y lo vio tan grande que le fue a pedir disculpas. El español las aceptó, al menos por un rato. Boca ganó 1 a 0, con gol de Tarasconi: un tiro de veinticinco metros.

Boca ganó dos partidos más en Barcelona; dicen que Onzari jugó tan bien que le ofrecieron un montón de plata para quedarse allí. Y dicen que Onzari les preguntó si estaban locos: él era porteño, jugador e hincha de Huracán, y ni se le ocurría jugar en otro lado.

En Alemania la gira empezó a parecerse a un paseo por el campo: los muchachos jugaron cinco partidos —cuatro victorias y un empate— con quince goles a favor y uno en contra. Quizá por eso, a último momento, los franceses se arrepintieron de su desaire y le pidieron al presidente de Boca que jugaran por lo menos un partido en París: era una especie de revancha. El 7 de junio los argentinos se vengaron: le ganaron 4 a 2 a un combinado francés —y cuentan que gritaron cada gol como si fuera el último. Bebieron, comieron, festejaron —con francesitas de lo mejor, dijeron las malas lenguas del momento— y se fueron a Burdeos para tomarse el barco.

Tuvimos suerte, y todavía no sabíamos cuánta. Pero esta gira sirvió para que empezáramos a saberlo —y por eso fue un suceso que sobrepasó con mucho a Boca Juniors. Fue el descubrimiento de una condición: «Boca Juniors causó admiración no por el triunfo en sus partidos sino por el estilo de su juego, la facilidad del movimiento de sus hombres, el dominio absoluto de la pelota, la habilidad para el esquive y para el pase, que hizo decir de nuestros players que más parecían hombres de circo que jugadores de fútbol…», diría años más tarde el enviado especial Hugo Marini: era la confirmación de que teníamos un estilo.

Tuvimos suerte: la Argentina podría haber producido jockeys pluscuamperfectos, handballistas excelsos, inigualables pelotaris, golfistas infalibles: nada, en principio, lo impedía. Y podía haber dado futbolistas de nivel canadiense, kenyata, ruso, boliviano. No digo siquiera malos jugadores: buenos, correctos, interesantes como los belgas o los yugoslavos, que se defienden y nunca ganan nada. Era perfectamente posible: nada en la lógica de nuestra historia —de ninguna historia— nos predestinaba particularmente para el fútbol. Y sin embargo, casi desde el principio la Argentina se convirtió en uno de los centros del mundo futbolero. Y el fútbol se convirtió en el deporte del mundo. La FIFA tiene 203 países afiliados; el Comité Olímpico Internacional, que reagrupa a todos los deportes —incluido el fútbol—, tiene 199. Y la Argentina, por un raro azar, es uno de los siete países que ha ganado un Mundial de fútbol —y nadie duda que es una de las potencias del fútbol mundial. Cada vez que se acerca un Mundial —el espectáculo más visto en el planeta— recuerdo una vez más lo triste que sería ser chileno o peruano, norteamericano o español, quiero decir: de alguno de esos 190 países que saben que no pueden esperar el triunfo más esperado. Nosotros, argentinos, sí. Debe ser una compensación por vaya a saber qué.

El Mosella llego al puerto de Buenos Aires el domingo 12 de julio, cinco meses después de la partida. Diez remolcadores lo custodiaron a lo largo del canal, haciendo sonar sirenas y bocinas. El día anterior, Crítica había convocado al Puerto Nuevo:

«Usted, señor deportista, entusiasta lector nuestro, habrá tenido interés en asistir, en tierra lejana, a los memorables encuentros del popular conjunto boquense, campeón de campeones. Usted, leyendo ávidamente las informaciones cablegráficas de nuestro enviado, habrá lamentado no hallarse en el extranjero donde el deporte nacional libraba una lucha recia para enaltecer aún más los prestigios de los atletas argentinos (…), narrada minuciosamente, por nuestro representante en la gira, el hábil y conocido periodista Hugo Marini. Pero, al leerlas, es como si usted hubiera presenciado todos los “matches”, como si hubiera vivido todas las inquietudes de la triunfal delegación, como si los hubiese alentado con su: ¡Bravo, Boca Juniors!».

En ese mismo barco viajaba Albert Einstein: más tarde contaría que no podía creer que semejante multitud hubiera ido a recibirlo. Tenía razón: eran miles y miles que vivaban a los muchachos argentinos que «habían dejado tan alto nuestro pabellón en cada rincón del Viejo Continente». La gira de Boca fue también eso: una forma de volver victoriosos a la tierra abandonada, un modo de demostrar a los que se quedaron que los que nos fuimos teníamos razón. Aunque, curiosamente, il paese no haya estado entre los países visitados.

«Cuando los jugadores abandonaron el desembarcadero, el entusiasmo fue delirante», contaba la crónica del día siguiente. «Se oían, repetidos de viva voz, los nombres de los más populares, mientras todos se abalanzaban ya para abrazar a sus predilectos, ya para besarlos, llorando de emoción. Bidoglio, Tarasconi y otros fueron levantados en andas y, a la voz de “¡A pie hasta la cancha! ¡A pie!”, se organizó una compacta manifestación, a cuya cabeza marchaban los más entusiastas llevando banderas y estandartes. Omnibus de todos los tipos y vehículos de diversa índole, engalanados prolijamente unos y de aspecto pintoresco otros, siguieron a la ruidosa caravana. Durante el trayecto, la gente estacionada en las aceras aplaudió vivamente el paso de los jugadores. Pero donde el entusiasmo adquirió caracteres nunca vistos fue en la Boca. Las calles Almirante Brown y Brandsen estaban atestadas de público. Volaban sombreros y ramos de flores; menudeaban los abrazos y besos y no faltó medio alguno para hacer más ostensible la alegría ambiente». La idea del «argentino que triunfa en el exterior» no es nueva, y la gira de 1925 fue uno de sus grandes momentos. Con ese antecedente, Boca dejó definitivamente de ser el equipo de un barrio; empezaba a ser una rara pasión nacional.