2003
La Edad de Merecer
Después de casi cuarenta años de ver fútbol, yo empecé a creer en los técnicos hacia marzo o abril de 2003. Y no fui original: creo que muchos millones de personas empezamos a creer en esos días que el director técnico era algo más que un señor más o menos simpático, más o menos chinchudo, más o menos astuto, que aprovechaba la habilidad de once jugadores para tener un empleo muy bien pago —y que, a lo sumo, había algunos que la aprovechaban mejor que otros. Quiero decir: nunca pensé que un técnico realmente pudiera hacer la diferencia, hasta esos días.
Fin de abril, digamos: los argentinos acabábamos de elegir un nuevo presidente sin el menor entusiasmo y con el 22 por ciento de los votos, y Boquita se había clasificado fácil para octavos de la Libertadores, iba primero tranquilo en el Clausura y parecía sólido como un perro de bronce. Ese equipo que el año anterior temblequeaba, hacía dos buenas y tres malas, se había convertido en un bloque sin fisuras. Lo increíble era que los jugadores eran los mismos que el año anterior andaban a los tumbos: nada del otro mundo, finalmente. Y lo único que había cambiado era el director técnico.
—Con Bianchi de técnico yo sabía que podía haber algunos jugadores patadura pero con él íbamos a ganar cualquier cosa. Así venga el peor jugador que haya, Bianchi lo ponía en condiciones y sabía que íbamos a ganar.
Me dirá después un hincha, almacenero en Ciudad Oculta.
—Bianchi es el Maradona de los entrenadores. El hace que todos jueguen bien, que hagan lo que saben hacer.
Me dirá otro, empleado público. Y confieso que me pasé horas y horas preguntando a todo tipo de gente —jugadores, periodistas, técnicos, hinchas, dirigentes— cuál sería el secreto de Carlos Bianchi, y no llegamos a ninguna conclusión. Porque algunos hablan de esa capacidad para poner a cada jugador en su lugar, de no pedirle cosas raras y alentarlo a que haga lo que sabe. Hablan de la sencillez con que imagina el fútbol, con que plantea los partidos, y de lo fácil que les resulta a sus jugadores entender lo que quiere. Hablan de que sus equipos se arman siempre más o menos parecido, dentro de lo posible: una línea de cuatro con dos centrales muy sólidos y dos laterales que suben alternados, un cinco que muerde por delante de esa línea, un ocho y un once tirados a las puntas que marcan mucho y se suman a los laterales para subir la pelota, un enganche que la para y la piensa y distribuye, un delantero por afuera, habilidoso, un delantero por adentro, grandote y eficiente —y que todos presionan como perros. Hablan de su inteligencia en trabajar con un gran preparador físico —Julio Santella— que le da segundos tiempos superiores. Hablan de su habilidad para darle confianza a todos los jugadores —incluidos los suplentes que, en sus equipos, suelen sentirse tan necesarios como los titulares. Hablan de la cantidad de jóvenes que juegan en sus equipos —y dicen que los buenos técnicos son los que se bancan pibes sin foguear; que los otros tratan de zafar con veteranos. Hablan mucho de su capacidad de hacerse respetar:
—El jugador está sometido a muchas presiones: las decisiones del dirigente, la influencia de un periodismo que critica a todos y las puteadas de la gente. El jugador olfatea cuánto cede este técnico frente a la presión interna, lo huele de acá a la China. Entonces esos técnicos que muestran en su procedimiento que nada de esto los condiciona, consiguen una credibilidad súper. Son los tipos que, en estos tiempos de fútbol empresario, consiguen decir bueno, este negocio del fútbol es un negocio hasta acá. De acá para adentro no es un negocio: yo soy el responsable, yo elijo los jugadores, yo armo el equipo y después juzgame. Entonces un tipo como Bianchi, que pone límites a todo eso, se consigue que el jugador le crea, le crea a muerte. Cualquier entrenador que consigue erigirse en líder de su grupo tiene el ochenta por ciento de la batalla ganada. Lo de la sapiencia viene después. El entrenador tiene que generar una credibilidad muy amplia, un respeto, para que el jugador se entregue. Cuando el tipo se entregó, chau, ahí va a sacar provecho.
Me dirá un señor que lo conoce mucho. Y también hablan de su intensidad para motivar a sus jugadores antes de los partidos importantes —con palabras que son pocas y simples pero siempre las precisas. Hablan de sus conocimientos: que cuando le dice por ejemplo a uno de sus jugadores cuidare con el ocho de ellos que trata de hacer la diagonal de adentro afuera, en algún momento del partido ese ocho va a tratar de hacerlo y el jugador va a estar preparado para enfrentarlo bien. Hablan de sus precauciones: que nunca menosprecia a ningún contrario, que insiste mucho en eso de que hay que jugar siempre igual, que no hay equipos chicos. Hablan de su seriedad: que no habla al pedo. Hablan de su capacidad de sacarle presión al jugador:
—Bianchi te hace un discurso que te tranquiliza, te saca esa responsabilidad, esa locura. En un medio que es muy loco, en ese mundo tan histérico que se arma alrededor del fútbol, esta cuestión del sentido común no es una boludez: es una bocanada de aire fresco.
Dice un ex jugador. Y otros hablan de su idea de la disciplina y de los códigos: que todo lo que pasa adentro de un equipo de fútbol pasa adentro del equipo de fútbol, y el primero que lo cuenta afuera se queda afuera sin remedio. Hablan de su omnipresencia: que se entera de todo, que sabe lo que hace cada uno de sus jugadores —y, algunos sospechan, lo que piensa. Hablan de su lealtad: que banca a sus jugadores hasta las últimas consecuencias, que si se tiene que pelear con los dirigentes por sus jugadores lo hace sin problemas. Hablan de su suerte: que tiene el celular de Dios y que eso ayuda. Hablan de que cayó en el sitio indicado: que es más fácil ganar en Boca porque a nosotros no nos importa cómo ganar, mientras ganemos. Hablan de su dedicación: que se pasa todas las horas que sean necesarias trabajando, que lo que le gusta es trabajar. Hablan de su sencillez; que aunque gana fortunas nunca lo van a ver exhibiendo riqueza ni avergonzando a los que no la tienen. Hablan incluso del misterio de lo que lleva en ese maletín que siempre lleva, y hablan de tantas otras cosas. Y también dicen que es cascarrabias, orgulloso, perfeccionista y más exigente que la peor maestra pero que eso no importa, porque te hace ganar: te hace ganar.
Pero nada de todo eso termina de explicarlo. Es probable que no tenga explicación. Carlos Bianchi gana y gana y es, además, el técnico perfecto para esta época en que los jugadores cambian sin cesar: el tipo que te da la impresión de que es capaz de ganar partidos con los jugadores más diversos —con cualquiera, diríamos en la cancha. Carlos Bianchi es la última etapa del largo camino que recorrieron esos señores desde aquellos tiempos en que eran un gordito simpático que se ponía un buzo azul que decía Entrenador y los hinchas no sabían ni su nombre, hasta estos en que, para muchos, el DT parece estar muy por encima de sus jugadores, y gana más, y se lleva más gloria.
—Eso de ir a la cancha tranquilo porque Boca va a ganar o que dará batalla hasta el último minuto, se da sólo con Bianchi. Obviamente, los títulos lo avalan.
Me dijo en esos días un hincha:
—A mí me molesta un poquito porque la gente se aburguesa y se acostumbra siempre a ganar. Pero bueno, mientras nos dure tenemos aprovechar, ¿no?
En mayo le ganamos 4 a 2 de visitantes a un equipo brasilero que nos había ganado el primer chico en la Bombonera con un gol de un tal larley. El Paysandú, en octavos, nos dio el único susto de esa Libertadores: en cuartos el Cobreloa perdió acá y allá, en semifinales el América de Cali —que venía de eliminar a las gashinas— se comió dos acá y cuatro allá. Tevez era una máquina desatada y el resto del equipo funcionaba sin problemas. La final fue contra el Santos: el mismo que nos había ganado la primera final continental, cuarenta años antes: mi primer partido por la radio.
Santos llegó a la Bombonera invicto y Boca lo recibió con su equipo oficial de esa campaña: Abbondanzieri, Ibarra, Schiavi, Burdisso, Clemente; Battaglia, Cascini, Cagna; Tevez, Barros Schelotto y Delgado; no había un enganche ni un nueve grandote, sino tres delanteros hábiles que rotaban y se movían sin parar. Y que hicieron dos goles en un partido sin demasiados brillos. Dos goles no garantizaban nada, pero el Morumbí es nuestro estadio favorito: siete días después, allá en San Pablo, Boca jugó tan perfecto que no tuvo ni emoción. A los 20 del primer tiempo un gol de Tevez nos ponía 1 a 0 —3 a 0 en el total. Los brasileros siguieron intentando y consiguieron empatar a los 30 del segundo: les faltaban dos goles más para ir a los penales, y los hizo Boquita. El partido estaba por terminar 3 a 1, cómodo, tranquilo —la séptima victoria al hilo en la Libertadores—, y los suplentes, al costado, mostraban a la televisión sus camisetas con destino gashina: «Sigan participando». Era la quinta copa y, de algún modo, la más fácil —la que nunca había estado en peligro.
—Los de River no festejaron el título del Clausura, sino que se acordaron de que Boca tenía que perder la Libertadores con Santos.
Dijo por radio Diego Maradona. En un rincón de ese vestuario, Mauricio Macri se abrazó muy largo con su director técnico y seguía repitiendo que no lo podía creer:
—Otra vez la copa es demasiado, qué increíble. No lo puedo creer, no lo puedo creer.
Antes de salir para Tokio, como pedían los hinchas unos meses antes. Boca dejó solucionada la situación local. Sin grandes esfuerzos, sin mayores alardes, Boca llegó a la fecha 14 y al Monumental primero pero sin Tevez, lesionado: allí, por sólo 2 a 0, le ofreció a River uno de los mayores bailes de una historia de grandes bailes populares. Y dos fechas más tarde, contra Arsenal, volvimos a dar la vuelta en un campeonato local: los ocho puntos de ventaja sobre el segundo, San Lorenzo, eran definitivos, y era una forma de ir más tranquilos a Japón. El presidente Macri también podría ir más tranquilo: después de una campaña feroz, había perdido la segunda vuelta de las elecciones a jefe de Gobierno de Buenos Aires contra Aníbal Ibarra por más de siete puntos. El apoyo del gobierno de Kirchner y de partidos de la centroizquierda fue decisivo para que Ibarra le ganara al candidato de la derecha liberal y peronista.
—Está claro que a Macri la identidad boquense le funcionó, le dio un volumen de popularidad que de otra forma habría tardado mucho en construir.
Me dirá Artemio López, experto en imágenes y votos:
—En el caso de Macri pesó bastante: Macri tiene las mismas adhesiones abajo que arriba; las de arriba se las debe a su origen y a lo que representa como política e ideología; las de abajo se las debe a Boca, sin duda. Pero eso le da el impulso inicial, después las cuestiones políticas no te las resuelve. Al final Macri perdió las elecciones, y no es que se las ganó Franklin Delano Roosevelt, ¿me entendés?
El equipo era parecido al de la primera mitad del año menos el Chelo Delgado y el Negro Ibarra más la cosecha de la Libertadores: aquel delantero del Paysandú que nos había pintado la cara —Iarley—, el armador y capitán del América de Cali —Fabián Vargas— y un defensor muy elegante del Independiente Medellín —Luis Amaranto Perea. Bianchi había aprovechado el torneo para buscar refuerzos. Nada que se acercara siquiera a los grandes nombres del Milan: Seedorf, Shevchenko, Kaká, Rui Costa, Dida, Cafú, Costacurta, Inzaghi y seguían firmas. Otra vez tendríamos que jugar contra cientos de millones de dólares con un equipo de unas pocas docenas. Boca estaba, otra vez, empeñado en demostrar que algún almacenero había hecho mal las cuentas.
—En ese partido, Milan tenía la misma pareja de centrales que había jugado diez años antes contra Vélez. Y Boca no tenía ni un solo jugador del equipo que había jugado contra el Real Madrid.
Me diría después Mauricio Macri:
—Ellos habían podido conservar lo que querían y nosotros en tres años habíamos tenido que renovar todo el equipo. Es una competencia insufrible, insufrible… todo el tiempo tenés que estar produciendo nuevos jugadores.
Había otras cuentas imposibles: ya no llegaron a Tokio diez mil argentinos: el 3 a 1 hacía que cada sanguchito japonés fuera una cena de lujo —por no hablar de aviones y de hoteles. En el Sheraton de Yokohama, el domingo 14 a la mañana, veinte jóvenes sudacas hacían lo que hacen los jugadores antes de los partidos: convencer al tiempo de que pase. Algunos jugaban al truco o a la escoba con sus mates, otros paseaban por la red; Vargas y Perea miraban una película de acción en japonés, Abbondanzieri y el Mellizo se peleaban por el televisor de la pieza común, Burdisso tocaba la guitarra, Tevez escuchaba cumbias en su habitación; poco después lo visitaría Carlos Bianchi para decirle que lo iba a reservar para el segundo tiempo: llevaba un mes y medio sin jugar y todavía no había recuperado su mejor estado.
—Vamos a jugar la final del mundo. Los quiero concentrados. No tengamos miedo a equivocarnos. Intentemos todo. Los únicos que no se equivocan son los que no intentan nada. Por eso les pido por favor que no tengamos miedo.
Les dijo Carlos Bianchi antes de mandarlos a la cancha. Se había pasado semanas preocupado, pensando cada detalle: por ejemplo, que los laterales de Boca eran bajos y que el Milan podía complicarnos por arriba —y por eso, entre otras cosas, incluyó a Perea. O que el Milan marcaba muy pegado al arco en las pelotas paradas —y por eso ensayó una serie de jugadas. Había armado un equipo para aguantar el vendaval; Abbondanzieri, Perea, Schiavi, Burdisso, Clemente; Battaglia, Cascini, Cagna, Donnet; Iarley y Guillermo.
—Vos en un partido así ves entrar a esos tipos y pensás sí, estamos entre los mejores, pero ahora vamos a ver quién es mejor. Yo creo que hay una admiración de Sudamérica hacia los europeos que también tiene un poco de sobrevaloración. Y ahí te dan muchas ganas: a este le voy a ganar, a ver si es tan bueno como dicen. Está esa rebeldía de mostrar que la cosa no es tan así como la pintan.
Me dirá Guillermo Barros Schelotto. Y el partido fue una clásica final: áspera, trabada, los dos equipos relojeándose sin arriesgar de más. En Buenos Aires, otra vez, tantos habíamos madrugado: era raro saber que éramos millones haciende lo mismo pero cada uno —o dos, o diez, o quince o veinte— por su cuenta, en livings, dormitorios, bares, pasillos de la villa.
Al principio del partido Boca se metió un poco atrás. Y pareció que se venía la noche cuando el sueco Tomasson aprovechó un contraataque y la metió a los 23 del primer tiempo. Por suerte, el empate llegó enseguida: el Mellizo pasó a Cafú y se la tocó a Iarley, que pateó de primera; Dida tapó con rebote y Donnet, en una posición difícil, la mandó adentro de una volea de zurda antes de que ellos pudieran agrandarse.
En el segundo tiempo los italianos se tiraron más atrás y esperaron, defendiendo bien. Pero Boca tampoco se descuidó. El partido seguía muy calculado, muy ajedrez tenso cuidadoso. A los veintipico entró por fin Carlitos Tevez, y se vio que no estaba en su mejor momento. Boca tuvo un par de chances, pero ninguna entró: venía el alargue. Los jugadores se reunieron alrededor de Bianchi:
—Bueno, estamos bien, terminamos bárbaro, lo único que tenemos que hacer en el suplementario es seguir como en estos últimos 30 minutos, que los dominamos, manejamos el ritmo del partido. Sigamos haciendo lo mismo.
Y el Flaco Schiavi dijo no, vamos encima que los liquidamos, si están muertos, nosotros los pasamos por arriba. Y parecía verdad: los argentinos estaban más enteros que los italianos, tenían más resto físico. Era lo contrario del lugar común, que supone que los europeos siempre tuvieron mejor preparación atlética. Fue, entre otras cosas, el gran triunfo de Santella. Que, en esos días, les contaría a un par de periodistas que años antes, en su primer entrenamiento con la Roma, les dijo a sus nuevos jugadores que se tiraran al piso para hacer unos abdominales. Y que le dijeron no, no podemos ir al suelo.
—Yo les pregunté por qué no, y me dijeron que porque no tenían las colchonetas. Era el campo de la Roma, un pasto espectacular, un día de sol, precioso. Yo les dije que me sorprendía, que el hábitat del jugador es el pasto, que ni estaba mojado ni hacía frío ni nada. No me entraba en la cabeza. Pero bueno, se fueron a buscar las colchonetas. Y yo entonces pensé qué hijos de puta, algún día lo van a pagar: el entrenamiento se paga alguna vez. No es sólo un ejercicio, es también qué ponés, cómo movilizas tus energías. Y los europeos tienen un comportamiento muy profesional, de rutina profesional, y el tema es cuánto plus van a poner llegado el caso. Y ese día en Tokio me acordé de eso, porque cuando hubo que poner ese plus, los nuestros lo pusieron. A valores parejos, el hambre es un estímulo que puede hacer la diferencia.
Contaría, aquella vez, Julio Santella. Y Boquita siempre fue sinónimo de hambre.
Esperábamos el alargue cuando apareció en las pantallas un flash urgente del informativo: Saddam Hussein acababa de ser detenido por un destacamento americano. Era la noticia bomba, la que el mundo esperaba o no esperaba desde el principio de la guerra de Irak: fue curioso descubrir que, entonces, no me importaba en lo más mínimo. Tiempo después Margarita Bianchi me contaría que ella lo había pensado:
—Qué lástima, vamos a tener que compartir los titulares de los diarios.
En el alargue Boca estaba más entero. Pero la pelota no entró cuando la tuvo Tevez, y el Pato salvó una cantada de Shevchenko. Poco después el árbitro dijo que penales. Y ahí jugó, además de la suerte, el resto físico y moral. Más tarde, Seedorf diría que Cafú no quiso patear y que él tuvo que hacerlo aunque estaba muy cansado. El que empezó fue Andrea Pirlo, gran especialista, y se lo atajó el Pato. Después lo metió Schiavi; Rui Costa también y Dida se lo atajó a Battaglia: estábamos como al principio. Pero enseguida Seedorf, el batidor, lo mandó a la tribuna, y Donnet volvió a embocarla y Costacurta, de puro muerto, pateó la tierra para un pif penoso —que el Pato recogió. Después Costacurta diría que tenía «agotadas las energías mentales». Si Cascini la metía éramos, una vez más, campeones.
—Estos chicos se merecen todo.
Dijo, poco después, Carlos Bianchi al borde de las lágrimas.
—Mis jugadores son lo más grande que hay, se merecen cualquier cosa. Boca demostró un gran orgullo para superar la diferencia física y experiencia que tenía el Milan.
Bianchi ya había ganado la Intercontinental diez años antes, también contra el Milan, dirigiendo a Vélez: ese día se convirtió en el único técnico del mundo que la ganó tres veces. En el vestuario de Boca todo era, de nuevo, saltos, chorros de agua, revoleo de camisetas, gritos y más gritos. Bianchi y los suyos miraban todo con sonrisas enormes. El ingeniero Macri festejaba la victoria contra el club de su modelo más exitoso, el cavaliere Berlusconi. Tevez charlaba con Maradona desde Cuba.
—Fue muy raro el partido ese. De la emoción ni cambié camisetas: parecía maricón, lloraba mucho.
Diría Carlos Tevez:
—Lo que pasa es que, yo te digo una cosa: son demasiado lindos para jugar al fútbol. Mira mi pelo. Vos mirabas el pelo de Maldini: cremita, las puntitas bien hechas, una facha, ojitos claros. Yo me miraba y decía no, las mujeres que deben tener estos muchachos… Muy facheros todos. Hasta el negro Seedorf era lindo: era negro y lindo, mirá cómo serán.
En un rincón el héroe del día, Roberto Abbondanzieri, gritaba en un teléfono:
—Sí, papá, sí, estoy muy bien. ¿Y me viste atajar los penales?
Lo había visto. Todos lo habíamos visto. Estaba culminando el período más increíble de la historia del club —de cualquier club argentino, me imagino. Yo le digo a mi hijo que el fútbol no es así, pero no estoy seguro de poder convencerlo. Mi hijo, en estos días de diciembre, tiene doce años y nueve copas con Boquita.