Teoría del Bostero 14
Dios y Mi Huevo Izquierdo

Lo estoy intentando pero es bien difícil: no creo que pueda seguir escribiendo estos párrafos si persisto en agarrarme el huevo izquierdo para me que salgan como yo querría. Las cábalas fueron uno de los primeros temas de polémica que tuve con mi hijo: él —ocho, nueve años— me tomaba el pelo:

—Vos siempre decís que esas cosas no tienen ningún sentido, papi, que son boludeces, pero bien que lo hacés.

Y yo no tenía nada razonable para contestarle. La cabala es, por supuesto, el triunfo de la magia sobre la razón. Y es un triunfo que tantos racionalistas celebramos, apoyamos con nuestra credulidad de perfectos incrédulos.

—Yo tengo varias cábalas, hasta puedo hacer vudú.

Dice Julio Lozano y va a buscarlo; un muñeco de trapo de unos veinte centímetros. Detrás, en su jaula de alambre, chilla una cotorra:

—Sí, sí, ¿no me creés? Tengo un muñeco que me compré en Brasil y en determinados momentos lo pincho. Y siempre funciona, aunque no es para usarlo siempre, no hay que gastarlo. Lo usé en la final de River contra el Cienciano y Salas se fue lesionado antes de los 15 minutos. Y también en el partido contra el Milan. Es creer o perder. También tengo un chancho, una alcancía con los colores de Boca, que lo pongo arriba del televisor apuntando para el lado que atacamos nosotros. El hincha de Boca es así. Y ni hablar de los mufas: a algunos no los podés ni nombrar. Después están esos amigos que si los invitas a la cancha y no te va bien, bueno, no volvés a llevarlos más, aunque sean muy amigos.

Si uno pudiera hacer algo, intervenir realmente en un partido de fútbol, quizá no nos produciría esa emoción tan intensa, tan desmesurada —que seguramente tiene que ver con la impotencia. Con no poder actuar: si pudiéramos, algo de esa energía se iría por ahí. Pero no podemos, y todo queda enganchado en la «emoción». Entonces, cábalas: para creer que hacemos algo. La cábala es, por supuesto, nuestra forma de participación más eficaz: gritar es bueno, alentar puede ser útil, pero agarrarse el huevo izquierdo es perentorio: nuestra parte indeclinable del trabajo, la responsabilidad que sí tenemos.

—Las cábalas son para los que no confían en sus propias fuerzas, los que tienen que esperar una ayuda de vaya a saber qué. Hay que confiar en lo que uno tiene.

Dijo alguna vez Carlos Bianchi, quizá sin saber que definía con precisión nuestra postura: somos espectadores, los que no tenemos fuerzas ni otra forma de intervenir —los cabuleros.

—Yo tengo una cabala muy grande en la vida que es mi mamá, que falleció.

Dice Rubén Baza, el almacenero de la Ciudad Oculta, y los ojos se le empañan. La cabala es democrática, más igualitaria: para alentar hay que estar en la tribuna; una cabala, en cambio, se puede practicar en cualquier parte. Nadie se priva de intervenir convocando a la suerte, los dioses, lo que haya:

—Entonces yo le rezo a la Virgen de Luján y a mi mamá, y les pido a morir… les pongo una vela, les rezo, en los penales le digo mami, poné las manos, meté el pie acá.

—¿Y sirve?

—Claro que sirve. En los últimos penales que atajó el Pato, contra River, le pedía mami, para el último penal, te pido. Que este gordito la patee afuera o que la atajes vos.

El fútbol, entre otras cosas, te enseña que la causalidad es casi un chiste: es increíble lo diferentes que pueden ser tantas cosas si una pelota va veinte centímetros más a la derecha o a la izquierda. Por esa minucia se decide, por ejemplo, la clasificación a una final: ingente cantidad de plata, felicidad de millones de hinchas, venta de miles de periódicos, contratos de publicidad faraminosos y, más que nada, la vida de una serie de muchachos. El que pateó, si pateó veinte centímetros más acá, puede conseguir un premio extra, la fama de ese gol que dio el triunfo, la chance de una transferencia que lo lleve a asegurar el futuro de los suyos. Pasan, entonces, cantidad de cosas que no habrían pasado si la pelota se hubiera corrido esos centímetros para el otro lado. Y eso sólo depende de algo confuso: tantas causas mezcladas que, al no poder analizarlas, las llamamos la suerte. El fútbol es un aprendizaje de la fragilidad de las cosas: que tantos efectos dependen de un azar milimétrico. La precariedad de casi todo —puesta en escena de manera que cualquiera puede verla. Es apasionante y aterrador al mismo tiempo: por eso, supongo, el fútbol es el reino indiscutido de la cábala.

—Yo no tengo cabalas.

Dice Marcelo Cristaldo: él no tiene cábalas, y me lo explica con detalle:

—Un suponer: yo vengo siguiendo todos los partidos, y si hay uno que no puedo verlo, se me hace que perdimos porque yo no lo vi. Era así, si yo los veía nunca perdimos y el día que no pude, justito perdimos. Pero cábalas, cabalas no tengo. Mi hermana sí tiene cábalas: si juega Boca, le prende una vela a un santo. Y si no le prendió esa vela, en mi casa ya sabemos que Boca pierde.

Muchas cabalas son casi banales: ponerse siempre la misma camiseta, sentarse en un determinado orden en un lugar determinado, pronunciar la misma frase en el momento culminante: la cabala apuesta a la repetición.

—Yo digo Napoleón Napoleón Napoleón. Cuando los contrarios se acercan yo digo Napoleón, sin parar Napoleón.

—¿Y eso funciona?

—Claro, loco, qué te parece.

No me parece nada: me agarro el huevo izquierdo. La cábala es ensayo y error: uno se sienta a la derecha y Boca empata; la vez siguiente se sienta a la izquierda y Boca gana, entonces otra vez la izquierda. Si vuelve a ganar, la relación de causa-efecto es evidente —y uno considera que sentarse a la izquierda pasa a ser su obligación de hincha, su aporte a la victoria. Federico Miliddi también es cabulero:

—Yo tengo miles de millones de cábalas, y trato de combatirlas permanentemente. Tengo una pelea interior, en eso de mantener una actitud más racional y no pensar que si voy por esta calle, en la que caminé la otra vez que salimos campeones, vamos a ganar un partido.

Dice Federico, anteojos a la Trotsky, y mira su reloj azul y oro.

—Pero sigo. Ahora tengo una que es sumamente ridicula: un día, el año pasado, volviendo de la facultad, Boca jugaba un partido bravo con Paysandú, y yo tenía que comprar un remedio en la farmacia, Buscapina. Ese día Boca ganó 4 a 2. Entonces, ahora, cada partido de copa que jugamos voy a la farmacia a comprar la Buscapina. Hasta el Once Caldas, la cábala era infalible. Siempre había funcionado.

La cábala es el hincha en acción: para bien o para mal, actúa. Martín Caulo ha hecho muchas cosas: dejarse el pelo largo, teñírselo de Boca tipo Diego, rapárselo del todo. Pero la más importante era no mirar los penales, en la cancha o por la tele. Y el otro día, contra el Once, no aguantó:

—Yo sé por qué perdimos: porque no me aguanté más la ansiedad y espié. Y ahí perdimos, claro.

Dicen que la victoria tiene muchos padres y la derrota ninguno, pero cuando se trata de cábalas, victorias y derrotas tienen millones de padres, tutores o encargados: los que hicieron o no hicieron lo que les correspondía. El utilero de Boca, Roberto Prado, supone que eso las hace un poco débiles:

—Yo no tengo cábalas. Es muy simple: contra el Bayern te vas a sentar igual que contra el Real Madrid, pero no va a estar Palermo. O te ponés la misma ropa y por ahí el Mellizo se puso otra. Yo no le doy tanta importancia a eso. Un equipo no gana por esas cosas.

La lógica está de su lado, porque además, para que funcionen las cábalas de trece millones de bosteros las cábalas de diez millones de gashinas tienen que dejar de funcionar en ese mismo acto. Pero sabemos que la lógica no tiene nada que ver con todo esto. Aquí el pensamiento mágico se mezcla con la religión: la cabala se confunde con el pedido santo. No parece haber muchas diferencias: se apela a lo que haya, sean palabras de ensalmo o mismos zolcilloncas o santa maría auxiliadora. Aunque esté claro que no alcanza con pedir. O, por lo menos, no le alcanza a cualquiera:

River, River, compadre,

la concha de tu madre,

River, River, compadre,

la concha de tu madre:

le rezaste a la virgen

para salir primero;

para ganarle a Boca

te faltó poner huevo,

te faltó poner huevo.

Juan Martín Ceppi Pedriel es un señor elegante, cuarentón, arquitecto con estudio propio en San Isidro, pero cuando Boca jugó la primera semifinal de la Libertadores frente a River, junio de 2004, estaba en Carmen de Areco, donde tiene una oficina. Boca ganó:

—La semana siguiente, para el partido de vuelta, traté de acordarme de todo lo que había hecho en aquel momento para repetirlo. Así que me fui desde mi casa en San Isidro hasta Navarro, ahí almorcé en el mismo lugar y seguí para Carmen de Areco e hice lo mismo que la otra vez. Lo gracioso fue que cuando llegué a Carmen de Areco, respetando todo lo que había hecho para la previa del partido, me encontré con que habían llevado la Virgen de Carmen de Areco a mi oficina, por una festividad que había: me la había mandado el de arriba. Y ahí llegó una señora que se la quería llevar, porque la idea era que la Virgen fuera rotando por todo el pueblo, por las casas de las familias, pero yo le pedí que me la dejara hasta el otro día, sin decirle para qué era. La señora se puso tan contenta… Cuando se fue la señora, agarré la Virgen y le puse velas, de todo. Y me puse a mirar el partido en mi oficina y a diez metros, detrás de un gran vidrio, estaba la Virgen. Cuando River pateaba los penales yo miraba, pero cuando pateaba Boca yo salía de la oficina, no miraba el televisor, me ponía frente a la Virgen. Hasta el último de River, que me fui con la Virgen y el Pato lo atajó.

—¿Sos muy creyente?

—No, no voy a misa ni nada. Digamos que sólo soy católico. Pero ese día, cuando llegué al pueblo, que la Virgen justo estuviera ahí me pareció una señal. Después le escribí una carta a la Virgen para agradecerle.

—¿Pusiste que era por Boca?

—No. No me pareció, ponerle eso.

Es raro que los dioses se dediquen a esas cosas. Bianchi solía decirlo:

—El fútbol no es tan importante como para que Dios se preocupe por eso. Con las guerras o la falta de trabajo en el mundo, Dios ya tiene para estar suficientemente ocupado. El fútbol, por más que se haya comercializado y mueva fortunas, sigue siendo un juego.

Esa debía ser una de sus diferencias con su ex jefe: Mauricio Macri sí le pide que se ocupe. Aquella noche, a la salida del vestuario en Manizales, después del Once Caldas, no lo vi demasiado afectado. Tiempo más tarde se lo diría, y él me lo explicó:

—No, no estaba, porque le había jurado a Dios que si me dejaba ganarle a River en los penales no me quejaba si perdíamos la final. Lo único que quería era que River no pase a la final. Me agarró tal locura esa noche… estaba en casa con mis hijos, no vi casi nada. Me puse tan loco, iba, caminaba, daba vueltas. Si nos ganaban por penales y salían campeón de la Libertadores, más campeón del campeonato local, nos teníamos que ir del planeta, era terrible, ir a penales después del gol de Tevez, por un gol de Nasutti… yo le decía te juro que no hago problema si perdemos la final, pero por favor te pido que nos hagas ganar los penales.

—¿Y le hacés estos negocios a Dios?

—Sí, sí, sí. Aparte yo le juré que no le iba pedir nunca más nada, a partir del tercer título le juré que no le pedía nunca más nada, que hiciera lo que quisiera.

—O sea que lo engañaste, le volviste a pedir…

—Esa noche le pedí, después de años, después de años. Y por eso después en Colombia le dije a Carlos no te confíes con los penales, tenemos que ganar antes, vamos a perder en los penales, salgamos a buscar el partido… Pero bueno, ya está.

Porque claro, uno no puede pedir eternamente.