1998-99
La Edad de Oro
Vos fíjate cuáles son los países más difíciles de gobernar: las potencias, con más gente y espacio, como Estados Unidos, Rusia, Brasil, Francia o China. En cambio los chiquitos como Suiza, Liechtenstein o Luxemburgo son prolijitos, chiches, ordenaditos. Se pueden manejar sin un gran esfuerzo. Bueno, Boca es como Estados Unidos, todo lo que se resuelve tiene trascendencia. Por eso es difícil de gobernar. ¿Pero sabés cómo se emprende un proyecto serio en ese club? Acabando con el conventillo. No puede ser que los jugadores ventilen los detalles de la convivencia del grupo con los periodistas, Por eso cuando llegue lo primero que voy a hacer es reunidos y aclararles que el primero que hable fuera del grupo sobre un tema que afecte a la convivencia, se va. Fundar un código disciplinario es fundamental en cualquier plantel. Pero en Boca es más urgente todavía.
Dijo, cuando ni siquiera había llegado, Carlos Bianchi, Su frase era un compendio de los famosos códigos del fútbol —y parece que los códigos del fútbol funcionan en el fútbol o, al menos, Carlos Bianchi siempre lo creyó.
Para acabar con ese conventillo, los dirigentes de Boca habían pensado primero en Daniel Passarella. El defensor todavía entrenaba a la selección argentina pero ya había anunciado que la dejaría después del Mundial de Francia —y se había destacado por su estilo policial de persecución de pelos, aritos y narices. Unos meses antes el gran referente gashina había confesado que «de chico» era hincha de Boca —otra decepción horrible de los primos—, y muchos lo habían leído como un guiño.
Pero a principios de mayo Macri y Bianchi se citaron en un hotel de Madrid —todo tan elegante— y hablaron varias horas; al final pareció que había un acuerdo, que recién se anunció tres semanas más tarde y debía empezar cuando el Mundial se terminara. En Francia 98, como era casi costumbre, un equipo bocaless no hizo gran cosa. Y a mediados de julio Bianchi se presentó en Buenos Aires; Macri lo subió en su avión para llevarlo a Tandil, donde el equipo hacía pretemporada:
—Mirá que si no ganamos un campeonato, la próxima te traigo en carreta.
Le dijo el ingeniero.
—Me parece que lo decís porque si yo no gano a vos se te complican las elecciones del año que viene.
Le contestó el canillita. Todo eran sonrisas y vaselina fina.
—Mirá que en ese equipo había figuras, gente con cartel, con personalidad, pero el Pelado fue muy inteligente en eso de acomodar bien todos los temperamentos, de acomodar muy bien a cada jugador y decir esto es así y se hace así porque yo digo. Bianchi imponía su seguridad y su serenidad, vos lo mirabas y no te cabía duda de que las cosas eran así. Dirá, mucho después, José Basualdo —que ya lo había tenido en Vélez. Basualdo había jugado en Boca con Bilardo y con Veira sin el menor éxito. En esos días estaba exiliado en Deportivo Español, pero el técnico nuevo lo pidió de vuelta:
—En la primera charla que tiene con el técnico, a los diez segundos, el jugador ya te sabe cómo es. Es algo nato. Decir este técnico me parece medio chanta, este técnico me parece que es medio versero y no hace nada, o este no, este la tiene clara o este va a esperar para ver cómo viene. El Pelado no, él siempre fue concreto. A cada uno le dio su rol, su libertad, su poder dentro del grupo. Nos fuimos todos para un mismo lado, no había variantes, no había esquemas complicados, era muy simple, era sencillo: cuando tenemos la pelota, la jugamos nosotros y cuando no la tenemos, nos cerramos en bloque y tratamos de recuperarla. No como esos grandes técnicos que buscan fantasmas dentro del fútbol, que no hay.
Después se hablaría mucho de esa capacidad de Bianchi para armar el grupo y llenarlo de confianza. Pero en ese momento era el nuevo que tenía que dar examen frente a treinta muchachos acostumbrados a comerse técnicos con salsa. Aunque Bianchi tenía una ventaja:
—Cuando llegamos a Tandil nos encontramos con un grupo que se sentía en deuda, que estaba en penitencia y tenía que salir de esa situación. Entonces todo se hizo más fácil.
Contaría unos meses después Julio Santella.
—Cuando llega un técnico nuevo vos tenés la incertidumbre de lo que va a pasar, me querrá, no me querrá, a unos les gusta un jugador y a otro por ahí no. Aquella vez, así, de movida, el principal cambio me pareció el trabajo físico que empezamos a hacer con Santella, que es un fenómeno, y no sólo por cómo trabaja. Hicimos una buena pretemporada en Tandil y a partir de ahí arrancó todo.
Me dirá Diego Cagna, que también había llegado con el doctor Bilardo:
—No es que uno dice ah, viene este tipo, cómo trabaja, vamos a salir campeones. Pero ya nos sentíamos mejor, veíamos la claridad del técnico…
Bianchi los conquistó con un par de gestos. Les dio confianza —y no pidió más que un refuerzo, el de Hugo Ibarra, cuatro de Colón. Pero también se bancó echar de Boca a Claudio Paul Caniggia, famoso agitador.
—¿Vos, si podés elegir, de qué querés jugar?
—Y, yo… de enganche.
Le dijo Juan Román Riquelme. Y Bianchi le dijo que iba a jugar de enganche, que él lo bancaba a muerte, que la iba a dejar así chiquita; después les comentó a sus colaboradores que si ese pibe se convencía de su valor iba a ser el dueño del equipo.
—El 9 de agosto, cuando juguemos el primer partido del Apertura, ustedes dos van a ser la dupla de atacantes. Y tienen todo mi apoyo, jueguen como jueguen, de acá al final del campeonato.
Les dijo a Guillermo Barros Schelotto y Martín Palermo, dos platenses que se odiaban desde chicos, cuando empezaron a jugar en Gimnasia y Estudiantes. Y, para reforzar el mensaje, los puso juntos en la pieza.
—La confianza es muy importante. Vos pensás si este tipo se va a jugar por mí, me tengo que matar, no solamente por mí sino también por él.
Me dirá después Guillermo. La base de Bianchi era precisa: armar un equipo simple, claro, ordenado. Conseguir un estado físico que les permitiera jugar todo el partido al mismo ritmo —y ganar muchas veces en los últimos minutos. Tener la pelota todo lo posible. Presionar en toda la cancha. Jugar con mucho orden, respetar los relevos. Línea de cuatro, volante tapón, volantes por izquierda y derecha, enganche, dos adelante —uno por adentro y uno por afuera. Dentro de lo posible, porque siempre pensó que había que adaptar las tácticas a los jugadores, no los jugadores a las tácticas: buscar qué forma de jugar es la más adecuada para el plantel que tiene.
—Los que complican el fútbol son los técnicos. Sí, cuando llenamos a los jugadores de conceptos y de palabras, la embarramos. Si el fútbol es simple, viejo…
Suele decir el técnico.
—Lo mejor de Bianchi es la simpleza que tiene a la hora de dirigir, la tranquilidad. Uno no sabe qué es, porque si no lo haría y seríamos todos Bianchi. Pero tiene su personalidad, su mentalidad ganadora que le sabe contagiar a sus equipos… Él te dice que tenés que cumplir una función y basta. No es que tenés que ser Maradona en cada puesto. Si vos cumplís tu función y cada uno hace lo mismo, armás un equipo importante. Es una cantidad de cositas simples, chiquitas, que si vos las sumas, te termina dando Bianchi.
Dirá mucho después el único que estuvo en Boca tanto como él: Guillermo Barros Schelotto. Aquel equipo empezó festejando la patria: el 9 de julio de 1998, en un amistoso contra Rosario Central, le metió cuatro goles: «Si Boca jugara de ahora en más como lo hizo en este primer tiempo del amistoso con Central, si Boca jugara así, sería nomás el Boca de Bianchi, como lo fue aquel gran Vélez. Porque a Boca ayer y por momentos, se le pegó rápido el estilo del técnico, ese que como el Vélez campeón tocaba rápido en el medio para después abrir la cancha, y meter desbordes o centros letales», decía, al día siguiente, el comentario de Clarín. No habían pasado nueve minutos de partido cuando el Mellizo Guillermo se escapó por la izquierda y le puso el primer centro de gol a Palermo. Y el segundo fue a los 25. Riquelme manejó todas las pelotas, Samuel fue el puntal de la defensa, Cagna el capitán. Había esperanzas.
El Apertura 1998 empezó regular: dos ganados, dos empatados, nueve goles a favor pero seis en contra: era mucho para un técnico que siempre quiso armar sus equipos «de atrás para adelante». En la quinta fecha, Bianchi les dijo a sus jugadores que no se confiaran: tenían que jugar contra Huracán, que estaba casi descendido:
—Es verdad eso de que la confianza mata al hombre. Y si nosotros menospreciamos a los contrarios, nos pueden dejar culo p’arriba.
Boca ganó 6 a 2, fue baile, hubo tacos, sombreros y otros lujos. Cuando se acabó el partido, Bianchi los puteó en varios idiomas:
—Eso no se hace. Los buenos profesionales no sobran a los contrarios. La mejor manera de respetarlos es haciéndoles todos los goles que se pueda, sin tratar de gozarlos. La verdad es que hoy ustedes me defraudaron, no esperaba esa actitud. ¿Por qué no tiraron tacos cuando estábamos 0 a 0?
Boca llegó al partido con River —fecha 12— primero, invicto, con seis puntos de ventaja sobre Gimnasia y Esgrima. Los primos llevaban siete años sin ganarnos en su cancha y aunque ya se habían bajado del campeonato, querían darse ese gusto. Pero ese día jugó el equipo del póster.
El arquero era Córdoba, un colombiano que empezó dudoso y se fue afirmando. El cuatro, Ibarra, marcaba correcto y era salida permanente. El dos era un clásico bostero: el Patrón Bermúdez dejaba pasar al hombre o a la pelota, pero nunca los dos. A su lado, Samuel el implacable, timing y solidez. Y el tres, Arruabarrena, un entusiasta que se cansó de llegar al fondo y tirar centros. Los cuidaba, de adelante, el cinco, el Chicho Sema, que corría detrás de todo lo que se moviera. Cagna era el ocho: generoso y ordenado. Y el puesto de volante por izquierda empezó para Navas y terminó en Basualdo, que hablaba, organizaba. Un poco mis adelante estaba el cerebro, Riquelme, un prodigio de lentitud velocísima, y después los dos puntas: el Mellizo enloquecido por afuera, Palermo insistente y optimista por adentro.
Aquel día contra River, varios amigos nos confabulamos para llevar a otro amigo, Jorge Lanata, con leves antecedentes gashinas, a una cancha de fútbol por primera vez en su vida. Fue un fracaso: a los 15 minutos ya se quería ir del Monumental, y se fue a los 25. Decía que era muy aburrido y, además, muy violento. Que era aburrido era cierto. Aquel Boca-River fue un partido muy malo. Pero Córdoba le atajó un penal a la Gata Gallardo —que entonces todavía era un Muñeco— y mantuvimos el cero y pareció que el equipo estaba madurando.
«Ya se conoce el perfil, bien definido, del equipo de Carlos Bianchi. La solidez tiene más espacios en su estructura que las improvisaciones. Y así, la regularidad ha tenido hasta ahora más cabida que el brillo», decía Clarín.
Además del orden y la simplicidad, los jugadores empezaron a notar que Bianchi tenía otros valores. Le resultaba central, por ejemplo, conseguir que cada jugador se sintiera bien: cuidarlo incluso más que lo que él mismo pensaría. Cuando volvían de una lesión, por ejemplo, siempre los hacía descansar una o dos semanas más, para que se recuperaran del todo, «porque el cuerpo es el único capital que tiene el futbolista».
—Si un tipo te cuida más que vos mismo… ¿cómo no te vas a jugar entero por él?
Bianchi intentaba armar un sistema de lealtades, un grupo cerrado a su alrededor que, llegado el caso, estuviera dispuesto a dar todo por él.
—Y además no se quedaba con once o doce o trece, sino con todo el plantel y hasta muchas veces les daba más importancia a los que no jugaban: los mimaba o los cagaba a pedos, que también es importante. Y muchos técnicos no lo hacen.
Dirá Cagna. Bianchi buscaba esa lealtad casi incondicional —y la conseguía.
—Lo que más me llamó la atención de sus equipos es el compromiso que asumían sus jugadores. Iban a cada pelota como si fuera la última.
Dijo una vez un contrario, Néstor Gorosito:
—Bianchi los banca en todo, en las discusiones con los dirigentes, en los problemas con los periodistas, con la hinchada, en todo. Y si después les dice que entren descalzos a la cancha, los tipos van y lo hacen sin problemas.
Tres semanas después, la fecha 15, Boca recibía a Talleres; seguíamos primeros, seis puntos arriba de Gimnasia. La cancha ardía: recaudaron más de 700 000 pesos-dólares —y ya llevaban más de siete millones, el doble que River. Boca ganando es un negocio inmejorable. Llovía y la Doce se desaforaba. Ya parecía posible: muchos nos mirábamos con esa cara de no querer decirlo para no mufarlo pero mirá si esta vez sí. En un palco Maradona gritaba con sus hijas; al lado, en el de Macri, Valeria Mazza y Naomi Campbell no sabían muy bien qué se hace en esos escenarios. Y el partido empezó con un golazo del Mellizo: el mejor de su carrera, esquivando muñecos dibujados. Era el alivio, la tranquilidad. Que se rompió diez minutos antes del final con el empate de Talleres. Gimnasia estaba ganando y se venía a cuatro puntos: nada terrible, pero era una amenaza. Hasta que, en el minuto 40, Bianchi hizo entrar al chico Adrián Guillermo por Basualdo y, en el 48, el pibe se escapó por la derecha, metió un centro y Palermo lo mandó guardar. Entonces se escuchó, por primera vez, un canto que después se haría costumbre:
Vení, vení,
baila conmigo,
que un amigo vas a encontrar,
y de la mano
de Carlos Bianchi
todos la vuelta vamos a dar.
Carlos Bianchi, a todo esto, estaba sepultado bajo una masa de jugadores que se tiraron a abrazarlo. Después, frente a la prensa, el técnico y sus jugadores siguieron diciendo que todavía no se sentían campeones. Parecía que Bianchi había prohibido la palabra. Pero la sensación estaba muy presente. El sábado siguiente, en Rosario, volvimos a ganar con un gol de Palermo cuando faltaba poco. Y el domingo Gimnasia perdió con Talleres: si empatábamos el siguiente ya estábamos —e incluso si perdíamos no era grave.
—El Pelado no te volvía tan loco. Antes de viajar al estadio te da una charla también, de diez, quince minutos, y ya está.
Dirá el Pepe Basualdo:
—Y después en el vestuario te refresca un poquito lo que te dijo antes y te da las marcas, te dice las ubicaciones. Porque encima cuando vos llegás tiene la hoja grande con todo el equipo contrario, con sus movimientos, tenés el equipo nuestro con lo que él quiere que hagamos y nada más. O sea que vos mirás y ya sabés lo que tenés que hacer. Y ya está. Y no le erra, Bianchi, no le erra.
Los jugadores confiaban en él: cuando les decía que iba a pasar tal cosa, en general pasaba. Así que le hacían caso en el partido y —más importante— entraban tranquilos, sabiendo que el Pelado la había pensado y se hacía cargo.
El partido contra Independiente fue casi un trámite: los noventa minutos que había que dejar pasar para meterse en el festejo. Y pasaron, sin grandes novedades: 0 a 0. La cancha era un infierno de gritos y de gusto y, adentro, la vuelta olímpica se hizo tumultuosa. Julio Santella se encontró en un lugar que nunca hubiera imaginado: dando la vuelta sobre los hombros de Carlos Bianchi. Era una situación inédita, una especie de inversión de los roles habituales, donde el jefe prócer reconocía el trabajo de uno de sus subordinados hasta el punto de llevarlo en andas. Esa imagen fue, al otro día, tapa de Clarín Deportivo y marcó una idea sobre la preparación física y su importancia en Boca y en el fútbol actual.
Esa tarde hubo fiesta en toda la Argentina. Que, en el centro de Buenos Aires, se mezcló con otra fiesta. Los radicales celebraban que su candidato había ganado las internas de la Alianza —y sería, muy probablemente, el próximo presidente del país. Por muchos miles de votos Fernando de la Rúa dejó atrás a Graciela Fernández Meijide —y le ofreció la vicepresidencia a su aliado Chacho Álvarez.
El campeonato terminaría tres semanas después con números de fábula: invictos en 19 partidos con 45 puntos, 45 goles a favor y 17 en contra, y un goleador alucinante: Palermo había hecho 20 goles, más de uno por partido —y los segundos estaban a 8 puntos y River fue decimoquinto, 23 puntos más atrás. Aquella tarde, en la conferencia de prensa, Carlos Bianchi, relajado, sonriente, dijo por primera vez la palabra «campeón» y dijo, también, algo que entonces parecía un lugar común: «Boca ganó un campeonato pero el martes vuelve a entrenarse a las nueve de la mañana, como siempre. Acá tenemos que seguir siendo protagonistas todo el tiempo». No sabíamos que ese final era sólo un principio.
Aunque de pronto no pareció tan simple: el Clausura ’99 no empezaba. A fines del ’98 el juez Víctor Perrotta había suspendido los partidos de la B, por «falta de seguridad». Entonces muchos jugadores dejaron de cobrar y, a principios de febrero, Futbolistas Argentinos Agremiados declaró una huelga en solidaridad con ellos. El país estaba raro: Menem se retiraba, la desocupación crecía incontenible y no había fútbol. El miércoles 3 de marzo Boca organizó un partido de entrenamiento con Chacarita, para que los muchachos hicieran un poco de fútbol. Esa mañana, bien temprano, había hinchas de Boca en la platea y a alguien se le ocurrió mandar a los cien o doscientos funebreros a la tribuna de socios, detrás del arco de la Casa Amarilla.
Las hinchadas de Chacarita y Boca habían sido relativamente amigas, pero llevaban más de diez años muy peleadas. Y cuando alguien les fue a contar a los muchachos de la Doce que los de Chaca ocupaban su lugar, armaron un operativo súbito: en media hora —mientras Boca ganaba 3 a 0— aparecieron veinte tipos en cuatro coches, se bajaron corriendo y entraron en la tribuna con palos y navajas. Los visitantes intentaron una resistencia que no funcionó; la televisión mostraría a todo el país, ese mediodía, hinchas de Boca pegando como en bolsa, pateando a un fulano en el suelo. Hubo diez heridos, fue un escándalo serio, Mauricio Macri salió por todos lados a decir que Boca no tenía nada que ver:
—Boca no es responsable por lo que pasó. Pero vamos a poner los archivos de socios del club para que se comparen las fotos. Acá nosotros no cubrimos a nadie.
Poco después la policía detuvo a Rafael Di Zeo, que aparecía en las imágenes y figuraba en todos los diarios como el nuevo jefe de la Doce: aunque ya llevaba varios años, fue su presentación en sociedad. Rafael y su hermano Femando se pasaron cuatro semanas presos.