1905
La Fundación Mítica

Dicen que los pibes volvieron cabreros de aquel partido en el puerto. Que habían perdido por tercera o cuarta vez seguida. Que estaban hartos de jugar en el Independencia Sud, que el capitán era un tirifilo fayuto y engrupido, que mucha parla pero cuando había que ir al frente arrugaba como papusa del meublé o, dicho de otro modo, que le faltaban huevos. Dicen que la bronca, de todas formas, no les había sacado el hambre y que pasaron por el boliche de Priano a comprarse las «tres y dos» de siempre: tres de faina y dos de fugaza. Dicen que aquella tarde los pibes se quedaron charlando en un banco de la plaza Solís, en plena Boca, donde, ahora, la villa se mezcla con las ruinas de lata y los vecinos te recomiendan no pararte. Dicen que hablaron hasta tarde y que cada vez que se acordaban les subía de nuevo la mostaza y que, entonados, decidieron que la única manera de zafar era tener su propio club. Además, dicen, en esos días, no había nada más canchero que fundar un club: un modo de demostrar que tenían ganas, que creían en el futuro, que estaban haciéndose un lugar en la ciudad que también se estaba haciendo. Un modo, más que nada, de ser un poco más. Los pibes, dicen todos, eran cinco hijos de genoveses que no llegaban a los veinte y se llamaban Baglietto, Scarpatti, Sana y los hermanos Farenga. De los tres primeros se sabe que eran alumnos de una escuela de comercio irlandesa en el centro; que querían pelechar. De los hermanos no se sabe tanto.

Era el 1° de abril, 1905: en Inglaterra o Francia, el día de los Inocentes; acá era sábado y ya había oscurecido. Dicen que los pibes estaban entusiasmados con la idea y que fueron a la casa de lata de Baglietto para seguirla ahí, pero que los padres los echaron y quedaron en encontrarse al día siguiente. Y también dicen que el domingo los pibes invitaron a varios amigos más después de los ravioles y siguieron hablando del club y de fundarlo y que no se ponían de acuerdo y discutían a los gritos hasta que los padres de Baglietto los echaron de nuevo. Y que el lunes 3 se juntaron otra vez en la casa de Farenga, en Solís al 200, y trataron de hablar más bajo y más tranquilo pero que no lo consiguieron porque les faltaba lo peor: ponerse de acuerdo en algún nombre. Fundar un club era dar con un nombre.

—Y, Boca tiene que estar, muchachos, tiene que decir Boca. ¿Si no de dónde somos, nosotros?

—Sí, pero también tiene que estar Italia. También de ahí somos, nosotros.

—Nosotros somos argentinos, gil.

Y dicen que, después de varias horas, los pibes se quedaron con cuatro: Hijos de Italia, Defensor de la Boca, Boca Juniors y Estrella de Italia. Y que la discusión siguió y que primero decidieron dejar los nombres con Italia: que estaba bien que sus padres llegaron desde allá pero que ellos no se iban a pasar toda la vida como los viejos, llorando por el paese: que ellos eran argentinos. Y que Defensor de la Boca no estaba mal pero que Boca Juniors tenía una ventaja decisiva: que el fútbol era cosa de ingleses y que un club parecía mucho más importante con Juniors que con Hijos. Y que, además, ponerle Juniors serviría para suavizar un poco el golpe de la palabra Boca: muchos porteños desconfiaban de ese barrio taura. Entonces escribieron un acta que decía que ese día, 3 de abril de 1905, habían fundado el Club Atlético Boca Juniors.

La historia del origen inglés es un lugar común. El football llegó a Buenos Aires con los marineros de su Majestad en tiempos de Rosas, pero no terminó de instalarse hasta 1867, cuando los hermanos Hogg y media docena de sus compatriotas fundaron el Buenos Aíres Football Club y organizaron los primeros partidos oficiales —entre ellos, y sin llegar a juntar veintidós. Todavía entonces los criollos se reían de esos rubios que usaban los pies en lugar de las manos: que andaban corriendo a las patadas. El football empezó a difundirse en 1882, cuando el escocés Alexander Watson Hutton se hizo cargo del Buenos Aires English High School y lo incluyó entre sus actividades y otros colegios y los empleados de los ferrocarriles lo imitaron. Los ingleses, en esos años, dominaban el mundo tratando de no mezclarse en él; en Surrey, Bengala, Kenya, Temperley o Hurlingham vivían igual, brindaban del mismo modo por la reina Victoria, jugaban los mismos juegos, hablaban el mismo idioma, comían las mismas porquerías. No querían modelar el mundo a su imagen y semejanza: las formas del mundo les importaban poco mientras pudieran armar en él trocitos de Inglaterra para su uso exclusivo. Su idea del poder consistía en poder ser iguales a sí mismos en cualquier circunstancia.

En 1893 Watson Hutton & Co. fundaron la Argentine Association Football League, que sesionaba y existía en inglés. Pero, como dice el autor anónimo de una buena historia, «en esa época ya aparecieron algunos apellidos criollos en los equipos: Laforia, González, Susán, Arcuri y otros». El criollismo es un camino ancho.

Y poco a poco el football empezaba a convertirse en pasión de multitudes: es casi misterioso. Los mismos barcos, los mismos marineros habían traído el cricket, el rugby, el remo, el tennis, y sin embargo el football les ganó por goleada. Alguna vez habría que entender por qué uno de los deportes posibles —y no cualquiera de los otros— consiguió tal dominio. Es obvio que, en esos tiempos de constitución de la sociedad moderna, de ruptura de los vínculos tradicionales, un deporte colectivo tenía ventajas sobre los individuales: hay algo muy fuerte en ese modo de sentirse parte, aliado con otros en busca de lo mismo. La sensación de armar algo más fuerte que uno en esa suma: la última tribu. Y, desde el punto de vista del espectador a punto de convertirse en hincha, es más fácil identificarse con un equipo que sigue siendo el mismo más allá de los cambios de hombres. Pero había otros deportes colectivos que se ofrecían al éxito. El cricket es un plomo intragable pero el rugby por ejemplo, es muy parecido al football y, sin embargo, se quedó en minorías.

El football tiene un par de ventajas: parece menos peligroso, requiere más habilidad y menos fuerza física y sus reglas son más claras: lo entienden incluso los que no lo entienden. Se puede tocar la pelota con todo el cuerpo salvo con la mano, la pelota puede ir en cualquier dirección, cuando alguien la tira afuera un contrario la vuelve a poner en juego, no se puede violentar al contrario; sólo el off-side es complicado —pero los partidos informales nunca lo incluyeron— y, pese a su simpleza, ofrece cantidad de situaciones y variantes. Pero siempre creí que la ventaja inicial es que el football es mucho más adaptable: cuatro chicos con una pelota de papel pueden jugar a algo que se parece mucho al football; en cambio el rugby, por organización y por su extraña bola, sólo se arma cuando se arma un partido más o menos en serio. Y, sobre todo, el football tiene el goal. En otros deportes colectivos, los equipos hacen muchos tantos: un partido de básquet puede terminar 90 a 85, uno de rugby 35 a 15: el momento supremo —el de la conquista— se vuelve, por repetido, un poco pavo. En cambio el gol sucede tan de tanto en tanto que cada vez es única: un gol no es el resultado de la lógica del juego —como en el básquet o el vóley o el fútbol americano— sino un azar, una obra extraordinaria, un acto casi mágico. El fútbol, todo el fútbol, es el contagio de la magia del gol.

El football, en cualquier caso, se imponía. En 1902 se cobró por primera vez una entrada a un partido —y cuatro o cinco mil espectadores solían vivar al campeón habitual de esos años, el Alumni de Watson Hutton y los hermanos Brown. Acá el fútbol era cosa de elegantes: era curioso, porque a esa altura, en Inglaterra, el crecimiento del fútbol tenía que ver con que era el deporte de la nueva clase obrera. Pero los ingleses siempre se fueron a las colonias para convencer a los nativos de que las guarangadas de su país eran distinguidas. En Buenos Aires todavía les creían. Las señoras decentes no podían concurrir porque los señores jugadores se exhibían en pantalones cortos, pero los partidos eran muy british todavía, inundados de patadas y fair play, que terminaban con cada equipo dando los tres hurras por el contrario y los demás:

—To Alumni referee and public hip hip!

—Ra!

—Hip hip!

—Ra!

—Hip hip!

—Ra!

Y manos estrechadas y el tercer tiempo de cerveza y chistes malos, bloody bastards, los cachetes muy rojos. El football, a principios de siglo, seguía escribiéndose en inglés.

No hay modo de saberlo: cuando alguien empieza algo ignora adónde llegará. En general los principios son muy parecidos entre sí; el inicio del Sportivo Sacachispas no pudo ser muy diferente del de Boca. Cuando alguien empieza algo que será importante —una empresa, un libro, una revolución, un club de fútbol, un amor— no sabe cuál será el resultado y, en general, no se preocupa por documentar esos inicios —que no tienen por qué importarle a nadie. Después, cuando aquel fin de semana de discusiones entre cinco pibes del barrio de la Boca se convirtió en el acto fundacional de Boca Júniors, hubo que inventarlo. Por eso se contaron tantas historias, se imaginaron tantas. Es lo normal; el origen siempre se reescribe. Lucas, Marcos o Mateo tuvieron que reinventar la historia de aquel muchacho palestino, Thomas Alva Edison el mito de su niñez vendiendo diarios, la Argentina un abogado creando una bandera celeste y blanca que ya llevaba siglos en los ejércitos reales.

En el caso de Boca lo hicieron a lo bestia: unos años más tarde, cuando alguien se interesó por la cuestión, descubrió que los papeles de los primeros años, todas las actas del origen, ya no estaban. Se dijo que se habían perdido en una inundación: sabemos que la Boca es inundable —nos lo cantaron todas las hinchadas—, pero una creciente que se lleve tanto documento es bien extraña. Muchos mitos de origen incluyen una inundación: variantes del diluvio universal. Es cómodo, muy útil: a partir de esa desaparición es posible crear un principio a la medida de la historia. Boca también consiguió eso: todo quedó sintetizado en cinco chicos que abandonaron un grupo que no ponía los huevos suficientes y se reunieron contra la voluntad de sus mayores y decidieron dejar de ser como ellos para ser verdaderos argentinos, es decir; una mezcla de italiano, castellano, inglés —y algunas otras cosas. Eran la primera generación de argentinos tal como lo entendemos ahora: los hijos de aquellos inmigrantes, nacidos en la Argentina y argentinizados por la escuela sarmientina. Y el fútbol les permitía decirles a sus padres que estaban inventando sus propios usos y costumbres.

Eran días de —muy relativo— desahogo. En esos tiempos un obrero ganaba unos cien pesos por mes; la canasta básica familiar se calculaba en ciento sesenta. Muchos de esos inmigrantes y sus hijos corrían la coneja. Pero confiaban en el futuro venturoso que la Argentina parecía ofrecerles y, por el momento, habían conquistado algo de ocio. Ya no tenían que trabajar catorce, quince horas por día; ahora eran a lo sumo diez o doce, y les quedaba tiempo. Entre las diversiones posibles aparecían la música, los bailes, las apuestas, los paseos por el centro o por Palermo, el teatro popular, el circo. Y el gran invento de esos días: el deporte.

—Ma che é questo che stai facendo?

—I beg your pardon…

—Mi amico diche que qué e questo que fachen.

—Oh, hablaba castellano. Nada, just sporting.

Hasta entonces, el sport era cosa de ricos. Los ricos se estaban librando de los mandatos religiosos que decían que el cuerpo era el lugar del pecado y la perdición, y descubrían que era una fuente de placeres y una herramienta que había que trabajar para que trabajara bien. Y que un rico ocioso podía tener los mismos músculos que un estibador siempre y cuando los consiguiera en una actividad que no le reportara beneficios: un deporte. El sport era, por supuesto, una forma de exhibir la riqueza: la posibilidad de perder el tiempo jugando a la pelota o tirando florete o lanzando jabs con la derecha estaba reservada para los que no tenían que ocupar sus vidas en ganársela. A principios del siglo XX la expansión del ocio inició la era del deporte para todos. Por eso proliferaron los grupos de amigos, los desafíos, los clubcitos. Por eso y porque los extraños se reunían en todo tipo de asociaciones y sociedades para no sentirse muy solos en esta sociedad ajena y porque algunos gobernantes suponían, con el barón Pierre de Coubertin, que «el deporte distiende en el hombre los resortes tensos por la cólera nacida de la cuestión social». Era todo un programa.

La Boca no era una mezcla. O lo era mucho menos que el resto de la ciudad de Buenos Aires. La ciudad hervía de recién llegados: había pasado de doscientos mil habitantes en 1870 a un millón en 1900, y la mitad eran extranjeros. En sus calles se oían gritos en todas las lenguas y sonaban, mal tocadas, todas las músicas del mundo. El melting pot, el puchero de razas. Pero la Boca fue quizás el único lugar de la ciudad copado casi sin fisuras por un solo grupo: los genoveses, los xeneizes.

El barrio de la Boca se había organizado alrededor de un puerto menor: el Puerto Nuevo se impuso al de la Boca del Riachuelo y la condenó a un papel de segundón. Ya en esos días había políticos que insistían en que era necesario limpiar el Riachuelo, que bajaba mugriento de desechos industriales y caseros: tanino de las curtiembres, bazofia de los mataderos, la mierda de las casas de familia. Había también olores de sudor, pescado frito, albahaca y nueces, alquitrán, pizza, carne muerta y un aire de acordeones los domingos; la Boca crecía con las latas que los barcos traían como lastre, y aquellos inmigrantes genoveses.

La Boca era un barrio de trabajadores poco calificados, marineros y calafateadores, pescadores, albañiles, artesanos modestos y comerciantes que intentaban triunfar en la vida para que sus hijos fueran dotores algún día. Era uno de los confines y estaba lleno de conventillos, sociedades de socorros mutuos, bibliotecas, ateneos anarcos e izquierdistas. Un año antes de la creación del club, la Boca eligió al primer diputado socialista de América latina, el doctor Alfredo Palacios. El abogado tenía veinticinco años —seis o siete más que los muchachos fundadores— y se había hecho conocer poco antes por su estudio sobre La miseria en la República Argentina. El fútbol siempre le pareció algo así como el opio de los pueblos o una competencia desleal: «El hincha es un hombre que tiene la cabeza chiquita y se apasiona por cosas intrascendentes, olvidando los ideales superiores. Ese sentimiento fuerte que es la idolatría, el endiosamiento, eso es religioso», escribiría más tarde. Y los anarquistas de La Protesta estaban de acuerdo y escribían contra «la perniciosa idiotización a través del pateo reiterado de un objeto redondo» y concluían que «misa y pelota son la peor droga para los pueblos».

Los muchachos fundadores, nos dicen, no se metían en política. El club, entonces, era su militancia. Sus padres les decían que si dedicaran todo ese tiempo al estudio o al trabajo saldrían ganando. Pero el club —el nuestro, tantos otros— era su espacio propio, su lugar, su creación en un mundo donde todo parecía ya tan hecho, tan terminado de antemano. El club era su lugar para ser emprendedores en una sociedad donde todos querían emprender algo.

—El crecimiento del fútbol es la rápida difusión de una moda juvenil: querés estar en onda, jugá al fútbol.

Me dirá cien años más tarde Julio Frydenberg, el historiador que mejor ha estudiado este período:

—Y además eso te permitía formar parte de un núcleo muy cerrado de gente que tenía códigos nuevos, que incluía sólo a un pequeño grupo de iniciados. Ellos eran los que estaban en la cosa, los que sabían jugar, los que ganaban.

En los primeros partidos la cancha era una idea: un baldío del puerto con límites confusos. Estaba en la Dársena Sur, justo donde salían los vapores de Nicolás Mihanovich, en una laguna recién rellenada; las barrancas del coscado servían de tribuna. Cuentan que allí jugamos el primer partido: fue el viernes 21 de abril de 1905, contra la Asociación de Football Mariano Moreno, que nos hizo el honor de perder 4 a 0. Cuentan que el segundo partido también fue victoria: 2 a 1 al Presidente Roca. Y que, de ahí en más, se sucedieron cuatro o cinco derrotas: no eran siquiera una sorpresa. Cuentan que dos meses después, cuando el primer empate —de visitantes con Argentinos de Piñeiro— el partido se terminó mucho antes de tiempo, con la cancha invadida por el público local. El fair play se iba desdibujando.

Y cuentan, por supuesto, que al principio nadie tenía un peso: que no podían siquiera comprar un par de arcos. Y que un Juan Garibaldi y un Farenga decidieron visitar ciertas obras en construcción en la frontera del barrio para obtener los materiales, y que después dijeron que los había «donado el sereno de la obra de los japoneses» —y que todos se rieron y repitieron esa frase durante mucho tiempo. Pero seguían sin tener para las redes y uno de los primeros socios regaló la soga, otro las agujas. El Riachuelo, país de pescadores, estaba lleno de artesanos capaces de tramar una red.

Los primeros rivales eran otros equipitos de la zona y los muchachos del Juniors ganaban más a menudo que perdían. A veces, ir a jugar un desafío era un verdadero desafío. El público podía convertirse de pronto en batallón enemigo, el árbitro —cuando lo conseguían— no tenía ni idea o tenía ideas muy peculiares. Y más de una vez les pasó que, después de haber ganado el partido, el contrario hizo publicar en el diario La Argentina, donde salían esas cosas, un resultado falso.

Cuentan que la primera camiseta fue rosa y que les tomaron tanto el pelo que, enseguida, los muchachos les pidieron a las hermanas Farenga que les hicieran otra: una camisa blanca con rayas azules muy finitas, verticales, cuello blanco. Y que apareció un club de Almagro que tenía la misma y que jugaron un partido «por los colores» y que Boca lo perdió: que perdió sus primeros colores 3 a 1, y hubo que buscar otros.

Es el momento del mito más famoso: la bandera copiada. Dicen que Juan Brichetto, uno de los primeros socios, operaba el puente levadizo de acceso a una dársena del puerto. Que Juan Brichetto también era el jefe de una murga de la Boca, Los Farristas, y le prestó al club su primer local. Y que a él se le ocurrió aquello de buscar los colores del club en la bandera del primer barco que pasara. Y que el barco fue sueco y que por eso quedaron los colores que, antes de ser azul y oro, fueron sólo amarillo y azul.

Puede que la historia sea, incluso, cierta: tiene la ventaja de que pone en escena la influencia del azar, ya entonces. O dicho de otra manera: un signo llegado desde algún más allá. Y era, en cualquier caso, un gesto tan argentino: tomar lo que el mundo tenía, apropiárselo sin pedir permiso. El famoso crisol.

Así que la primera camiseta azul y oro fue una camisa azul con una banda amarilla que la cruzaba de derecha a izquierda en diagonal: la banda, nada menos. En 1906 los Juniors ganaron invictos una copa de la Liga Villalobos, una de las muchas que se disputaban en la zona. O eso dicen: siempre contaron que el presidente del torneo había desaparecido con la copa y que, por eso, nunca figuró en nuestras vitrinas —pero hay quienes sostienen que la copa nunca estuvo porque terminamos al fondo de la tabla. Después vendrían otras ligas barriales: la Liga Central, la Liga Albión. Los muchachos jugaban más o menos bien y se dejaban el alma en cada cancha —en cada potrero. De hecho ya tenían baldío propio, en la esquina de Pedro de Mendoza y Caboto y el club había reunido como trescientos socios —y crecía. Sus seguidores —los vecinos de la Boca— eran recién llegados al país, a este mundo: no tenían identificaciones claras, pertenencias. Un nuevo club del barrio —que no fuera muy malo, que ganara al menos un campeonato muy menor— les ofrecía colores, estandartes, su nombre, una causa común, razón para encontrarse, ocasión de medirse, la posibilidad de una victoria: el principio de una identidad. Los tanos, además, se sabe, son un poco brutos: los cien o doscientos vecinos y amigos y suplentes que se arrimaban a un partido de Boca no actuaban igual que los inglesitos o los cajetillas que miraban a Alumni o San Isidro. Gritaban, insultaban, aplaudían, se apasionaban más allá de toda conveniencia. Cinchaban por su equipo de otra forma, agregando su presencia a la de los jugadores —aunque nadie los llamara hinchas todavía.

Porque el fútbol tampoco era el fútbol. Pero empezaba a serlo, poco a poco. El 24 de junio de 1906, con el presidente José Figueroa Alcorta en la tribuna, un equipo local le ganó por primera vez a uno extranjero. El visitante era Sudáfrica; el local, por supuesto, el Alumni de los hermanos Brown. El partido terminó 1 a 0, el presidente aplaudía entusiasmado: el fútbol todavía se llamaba football y ya empezaba a mezclarse con el Estado, a constituirse en un arma de la patria: «El público, al enterarse de la victoria, dióle la importancia de un triunfo nacional», decía Caras y Caretas. «El triunfo de Alumni en fútbol significaba una nueva era para la República. Roto el hielo entraremos en calor seguramente, y hoy en habilidad física, mañana en conocimientos científicos, pasado en enjundia literaria, asombraremos al mundo con nuestros triunfos y conquistaremos para la patria el honor y la gloria tan anhelados». Oíd mortales ya era un grito de gol. Quizás por eso ese mismo año el presidente de la Argentine Football Association, un Martínez de Hoz, decidió que sus reuniones empezaran a hablarse en castellano en vez de inglés.

Pero el juego seguía siendo lo que los ingleses habían inventado: pases largos, sacrificio, velocidad, potencia. Aunque los argentinos estaban recreándolo, cambiando sus modales. Unos años más tarde el entrenador —el coach— de un equipo inglés que pasó por Buenos Aires dijo que los locales «son hábiles en el dribbling y rápidos, pero su punto débil es que son individualistas y tratan de brillar por sobre sus compañeros. Nunca alcanzarán el éxito hasta que reconozcan que hacen falta once hombres para marcar un gol». Allí estaban las primeras diferencias. El football era cuestión de asociación, de método, de fuerza; el fútbol cosa de individuos, intuición, picardía. La ciencia contra el arte, la urgencia contra la pachorra. La productividad contra el placer, el orden contra la avivada. La franqueza del pase largo o la corrida contra la hipocresía de la finta, el engaño de la gambeta que te dice una cosa para hacer al fin otra. Supuestas características criollas contra condiciones británicas presuntas: la Argentina se buscaba a sí misma, trataba de armar su propia imagen, y el deporte podía ser una de las maneras. El fútbol argentino se inventaba por oposición al inglés: empezaba a bocetar la mano de Dios y el mejor gol de la historia.

«El uso y abuso de la superioridad física fue criticado por periodistas y público, y los referees, llevados por la corriente, cambiaron las modalidades reglamentarias, castigando fouls con excesivo celo, hasta transformar el juego vigoroso en otro más sutil, rápido y elegante. Esta es la diferencia primordial que existe hoy entre nuestro fútbol y el europeo», escribió años más tarde Chantecler, el gran comentarista de El Gráfico, en un artículo que titulaba «La viveza criolla, característica principal de nuestro fútbol». «Aquel es más pesado, lento, fuerte, disciplinado y armónico en la acción conjunta. El nuestro es más liviano, veloz, afiligranado, con menos acción colectiva y más derroche de habilidad personal». La palabra clave, sin duda, es derroche: contra la eficiencia sajona, el derroche latino.

Y, como éramos más chiquitos que ellos, menos atléticos —pero más ingeniosos—, hicimos de necesidad virtud e inventamos «artimañas y tretas que hicieron escuela para aumentar sus recursos técnicos y, al competir contra los extranjeros, dieron excelentes resultados», decía Chantecler, y daba muchos ejemplos. La forma de provocar un córner o un out era uno de ellos: «Es una astucia utilizada por defensores o atacantes con buen éxito (…). Cuando un forward, al llegar próximo a la línea del goal, se ve en la imposibilidad de hacer el centro o con muy escasas probabilidades para gambetear, entonces simula una u otra cosa, pero en verdad shotea la ball de improviso contra el cuerpo o las piernas del defensor y esta, rebotando, sale de los límites de la cancha. Esta jugada, realizada contra equipos extranjeros que nos han visitado, ha producido la sorpresa y admiración de los mismos, que no conocían un recurso de juego tan sencillo…».

«De por sí solo, aquel fútbol inglés muy técnico pero monótono no habría logrado ejercer la influencia requerida por el espíritu de nuestras multitudes», diría uno de los escritores decisivos de El Gráfico, Eduardo Lorenzo, Borocotó. «Carecía de ese algo típico que nos llega a lo hondo, que nos enronquece la voz en un grito que surge del corazón cuando la pelota es recogida por la red temblorosa; y tuvimos que adornarlo con el dribbling que encandila las pupilas, que es patrimonio de estas tierras».