1926-1940
Las Cuentas Claras

Veinte años antes el fútbol era un entretenimiento de ingleses locos y argentinos aburridos; en 1926 había ganado tanto peso que el presidente Marcelo T. de Alvear decidió reunir a las dos Asociaciones que se dividían su control. «El football, por el notable incremento que ha adquirido en todo el territorio de la República», decía en su dictamen, «y por la acción benéfica que desarrolla, necesita una dirección única para su mejor reglamentación y eficacia». La «acción benéfica» tenía que ver con cierta idea de la patria: «las brillantes condiciones de la raza argentina», había escrito Alvear años antes, «deben encontrar en los deportes las fuentes de su belleza y su salud». Y entonces Alvear fusionó las dos centrales futbolísticas en una «Asociación Amateur Argentina de Football». La denominación era amplia, aunque cargaba con una palabra que ya empezaba a estar de más.

La palabra era «amateur»: hacía tiempo que los jugadores de primera división cobraban por jugar. Solían ser cifras modestas —el salario de un empleado medio— y variaban bastante. Algunos habían arreglado premios por parado, otros un sueldo mensual: los clubes tenían que hacer malabarismos con su contabilidad para disimular esos egresos. En sus balances, la compra de aserrín, por ejemplo, o de semillas de césped se llevaban sumas increíbles. Y otros muchos jugadores conseguían un empleo sin trabajo en la empresa de algún dirigente —o en la repartición pública que un influyente pudiera negociar.

La plata cambió todo: jugar un partido ya no era una cuestión de placer personal sino una obligación contraída con un club que pagaba un sueldo y un espectador que pagaba para verlo. Y ganar un partido —un campeonato— ya no era una cuestión de honor sino de supervivencia. El «amateur marrón» era un arribista que pretendía vivir de lo que para otros era puro hobby. El deporte dejaba de ser un privilegio de los dueños del ocio para convertirse en una salida laboral posible —y, pronto, muy deseable. Era, en un país que se veía a sí mismo como un triunfo de la democracia, una movida democratizadora: la posibilidad de dedicarse al fútbol ya sólo dependería de la voluntad y el talento de cada quien —y no de la billetera de papá. El viejo aristocratismo sólo sobrevivía entre los dirigentes, que seguían sin cobrar por su trabajo: seguían siendo gente bien con mucho tiempo para entregar a su pasión improductiva.

Eran días de expansión: la economía nacional crecía, el mañana se anunciaba feliz y el mito del progreso incesante seguía siendo central para los millones que habían decidido construirse un futuro con el sudor de sus frentes, Boca se hizo grande en ese marco: cuando el fútbol pasó de ocio a producción. En ese marco también fue apareciendo la clásica garra xeneize: el empecinamiento laboral, laborioso, de inmigrantes que se desloman para hacer la América. Ya no el entretenimiento, el arte por el arte, el juego pour la gallerie, sino el trabajo puro y duro. Eso fue —sigue siendo— Boca.

En esos últimos años marrones Boca Juniors se mantuvo arriba. Al volver de la gira por Europa la Asociación lo había declarado Campeón de Honor —un título que no existía y no volvió a existir y fue para un cuadro que ni siquiera había jugado en el torneo. Boca ya era grande. Aquel equipo ganó invicto el campeonato del ’26 con quince triunfos y dos empates. Solía jugar con Tesorieri, Bidoglio y Mutis; Médici, Garasini y Elli; Tarasconi, Cerrotti, Bissio, Cherro y Evaristo —y tenía fama de pelearlas todas, No había perdido un partido oficial desde marzo de 1924: en junio de 1927, cuando Lanús nos ganó por 2 a 1, se interrumpió la mejor racha de la primera división argentina: sesenta partidos —más de tres años— sin perder.

Pero en los tres años siguientes el predominio no se concretó: segundos cada vez —y siempre cerca: a un punto de San Lorenzo en 1927 y de Huracán en 1928, perdiendo una final con Gimnasia y Esgrima de La Plata en 1929— Queda, de aquellos años, el 6 a 0 a River en el ’28: los primos se habían quedado con nueve jugadores por lesiones y, cuando faltaba más de un cuarto de hora, «se me acercó el capitán de River y me pidió que no les hiciéramos más goles» —contaría después Domingo Tarasconi. No fue necesario: el árbitro se apiadó de ellos y dio por terminado el partido cuando faltaban diez minutos.

Y queda, también, la semifinal del ’29 —cuando el campeonato se jugó en dos zonas— que había que disputar con San Lorenzo: en el primer partido, en pleno verano, los noventa minutos terminaron 2 a 2 y, cuando el árbitro dispuso que se jugaran treinta más, los jugadores se negaron. Los hinchas los chiflaban pero no hubo caso: decidieron jugar otro partido. Que también terminó 2 a 2; de nuevo, ante el llamado del juez, los jugadores se negaron a jugar el alargue: les parecía inhumano. Por suerte el tercer partido terminó Boca 3, San Lorenzo 1, y no hubo más debate.

En 1930, en cambio, Boca Juniors ganó 29 de los 35 partidos, hizo 113 goles y se llevó el último campeonato del «amateurismo». Todavía lo llamaban así.

Todo empezó con una huelga: los jugadores de los principales equipos se negaron a jugar el campeonato de 1931 si la Asociación no eliminaba una «cláusula candado» que les impedía cambiar de club a voluntad: en esos días, cualquier jugador que intentara hacerlo —dinero mediante, por supuesto— podía ser suspendido por meses o por años. Y pedían también que se dejara de jugar en verano —porque unos meses antes un jugador de Gimnasia y Esgrima, Héctor Arispe, se había muerto insolado: ya entonces, la muerte era el argumento decisivo.

La huelga no era fácil: el gobierno militar de Uriburu había mostrado su mano dura, pero el fútbol ya era algo distinto y el temible general recibió a los players en la Casa Rosada. Los jugadores en huelga asumían su lugar de trabajadores; los dirigentes aprovecharon el blanqueo y declararon, por fin, que el fútbol era una actividad lucrativa. «El football amateur ha muerto hace tiempo en nuestro ambiente», decía Crítica, «pero lo que se hará desaparecer ahora será la ficción de tal, que aún se mantenía»: se sinceraron empleos y contratos y, en mayo de 1931, empezó el primer campeonato del fútbol profesional.

Lo jugaban dieciocho equipos, a partido y revancha, y muy pronto Boca se puso primero y así llegó al último partido de la primera rueda: locales contra River. En Boca jugaba Pancho Varallo, el delantero de Gimnasia y Esgrima y la selección argentina que habíamos comprado poco antes. Varallo ganaba 800 pesos por mes: diez veces más que en Gimnasia, una fortuna.

—El que me pidió fue Cherro. Vos vas a Boca y hacés capote, me dijo en el Mundial. No, qué voy a ir a Boca, decía yo. Y cuando me vinieron a buscar yo dije que no, yo de Gimnasia no me muevo. En Gimnasia ganaba 30 pesos por partido ganado y en Boca me daban 4000 pesos por el pase y otros 800 más por mes. Después lo subieron de 4000 a 8000 y yo seguía diciendo que no. Mis tíos me decían pero Pancho, tu papá no conoce los billetes de cien, firmá, dale. Vas a acomodar a toda tu familia. Después, un tío mío pidió 10 000 pesos; yo seguía diciendo que no, pero mi tío se llevó a los tipos a dar una vuelta y cuando volvieron, me convencieron. De esa manera pasé a Boca.

Varallo tenía veinte años y ya era un nueve consumado: no muy habilidoso, con un pique corto demoledor y una pegada de burro. Los hinchas a veces lo puteaban; cuentan que después de cada gol, cuando se abrazaba con Roberto Cherro —que le daba muchos de los pases— siempre decían lo mismo:

—Déjalos que hablen, Panchito. Vos seguí haciendo goles.

—Sí, Toro. Que griten ahora esos hijos de puta…

Y muchos los hicieron con un truco que ahora suena ingenuo: ciertas tardes, cuando andaba torcido, Varallo empezaba a renquear y le decía a Cherro que se iba a la punta porque le dolía la rodilla.

—Entonces algunas pelotas me hacía el que no las podía correr pero cuando me ponían un pase de gol el rengo corría como loco y marcaba los goles, era la renguera del perro la que yo tenía.

Pancho Varallo era muy tanguero y de tanto en tanto se tomaba un vino con Gardel o un champagne con bataclanas en los cabarutes de Corrientes. Lo cual no le impidió ser el mayor goleador de Boca en el profesionalismo; 181 goles en 206 partidos, a un promedio de 0,86 por partido.

Varallo era una compra rutilante, pero nada comparado con Carlos Peucelle, la nueva figura de River. Boca y River se habían peleado por él; River le ofrecía una prima de 10 000 pesos por firmar el contrato; Boca un poco menos con un sueldo mayor. Peucelle eligió a River. Diez mil pesos equivalían a veinte mil entradas populares: como si ahora pagaran 200.00 mil pesos —la recaudación de un partido cualquiera— por un gran jugador.

El negocio del fútbol se consolidaba. Se había establecido un ecosistema de compra y venta: los clubes del interior les vendían sus mejores jugadores a los equipos chicos de Buenos Aires que, a su vez, tras un año o dos, vendían los mejores a los grandes. Pero esto no había empezado con el blanqueo del profesionalismo. Ya en 1925 Crítica hablaba de «un verdadero caso de inmoralidad deportiva: cada vez que se acerca el inicio de la temporada futbolística, aparece en el interior el espectáculo de la compra de jugadores. Las entidades norteñas mandan emisarios para hacerse de buenos elementos. Actualmente se hallan entre nosotros algunos mercachifles que se dedican a la pesca de cuantos pequeños cracks aparezcan para llevarlos a los equipos porteños».

Desde 1931 las mismas prácticas pasaron a ser legales. Los jugadores ya eran mercadería pero no terminaban de ser caros. Aunque lo parecían; las compras y ventas se convirtieron en un asunto fascinante: «En el campo del fútbol hay ahora un solo asunto que apasiona a todos los clubes y todos los aficionados: las transferencias, Se ha convertido la plaza futbolística en una bolsa de transacciones comerciales. Los miles se mencionan como níqueles», decía El Gráfico. «A propósito de la constitución de los cuadros, vemos que impera un criterio equivocado: se busca al hombre cotizado, tratando de constituir un plantel de estrellas antes que un equipo homogéneo. Se busca la atracción del público por las cifras de los pases antes que por la conquista de victorias». El profesionalismo —la democratización— empezó a crear su mercado. Suele pasar que la democracia cree mercado —y, a veces, viceversa.

Con el mercado nacía el mito de los millonarios: River empezó a constituirse como el club que funcionaría a fuerza de billetes, el club rico. El mito terminaría de confirmarse en 1932, cuando los primos se compraron al goleador Bernabé Ferreyra por 45 000 pesos, con un sueldo increíble y una prima especial por goles contra Boca. Pero a principios de los treintas la historia no estaba jugada y podría haber sido diferente: es cierto que River había dejado la Boca para irse a un barrio más cajetilla, pero eso no era decisivo. El poder económico de Boca y River era parejo: cualquiera de los dos podría haber ocupado ese lugar. Y, sin embargo, fue River el que se instaló en el mito del ricachón, el club de la clase media acomodada —y nos dejó el papel de club del pueblo. Es un esquema dual que se repite en todos lados, y que se armó en una época en que era potente la idea de una cultura popular u obrera opuesta a la cultura burguesa: Gremio en Porto Alegre, Fluminense en Rio, Nacional de Montevideo, Unión, Newell’s Old Boys, Real Madrid son los cuadros pretenciosos, los millonarios del lugar; Internacional, Flamengo, Peñarol, Colón, Rosario Central, Atlético de Madrid son los populares. El reparto no refleja necesariamente la realidad contable de cada club: no está claro que River tenga más fondos que Boca pero a partir de ese momento ocupó, en el imaginario argentino, el lugar del copetudo. Y sus hinchas se reclutaron mayormente en la clase media, y los nuestros en los sectores populares. Sin darse cuenta, sin pensarlo, seguramente sin quererlo, los primos nos entregaron el lugar perfecto.

Aquella tarde, en todo caso, Peucelle había hecho un gol y River ganaba 1 a 0 cuando el árbitro cobró un penal para Boca. Varallo fue a patearlo; la cancha estaba en suspenso.

—Me hicieron un penal a mí. Cherro me acomodó la pelota en los doce pasos. Yo estaba nervioso. No se movía ni una hoja. Se sentían los ruidos de las chapas. Cerré los ojos y le di con alma y vida, a la derecha; el arquero consiguió sacarla, pero me viene a mí y le vuelvo a dar, pega en el travesaño y queda muerta al lado del pie izquierdo del arquero y antes que la sacara conseguí meterla adentro, je. ¡Dios mío! ¿Quién me la mandó esa pelota?

Contará Pancho Varallo setenta y tres años más tarde, en la misma casa que se compró con la plata de su transferencia de 1931. Varallo tiene noventa y cinco años y es el único sobreviviente de la final del primer Mundial de futbol, la que jugaron Argentina y Uruguay en Montevideo en 1930:

—Entonces el referí dio el gol, y vino uno y lo puteó, después vino otro y también lo puteó…

Los jugadores de River corrían al árbitro a patadas, entró la policía, el árbitro echó a tres, los tres no se quisieron ir, el árbitro se encerró en su casilla y dijo que no salía hasta que se fueran, el capitán de River dijo que eran todos o ninguno, los hinchas empezaron a tirar lo que podían: el primer Boca-River del profesionalismo fue suspendido a los 15 del segundo tiempo porque los primos se retiraron de la cancha. En las calles de la Boca la policía montada repartía palos y gases.

«Los desmanes de los hinchas son amparados por los dirigentes. Los actos de indisciplina y falta de respeto a la autoridad de los referees son también protegidos por los dirigentes, y de esa impunidad y aliento al pequeño núcleo primero, y al más grande después, de los espectadores y players incorrectos, ha nacido el ambiente de desagrado, de acritud, de intolerancia y desborde de apasionamiento que hace crisis a cada momento en los fields, del que todos se quejan pero sin que nadie se sienta culpable ni piense en la necesidad de corregirla con espíritu sano y amplia visión de las cosas», decía El Gráfico a propósito de aquel partido. Unos días después, la Asociación nos acordó los puntos.

Dieciocho partidos más tarde Boca ya era campeón, pero todavía faltaba la revancha con River en la cancha de Alvear —hoy Libertador— y Tagle, el día de Reyes de 1932. Los primos se jugaban el segundo puesto y las cargadas: lo de siempre. Pero al final del primer tiempo ya iban perdiendo 3 a 0. «Fue el de ayer un partido de esos en que, a primera vista, el resultado puede parecer una injusticia. En realidad los ataques de River Plate fueron equivalentes en número a los de Boca Juniors, pero se diferenciaron absolutamente en cuanto a la concepción y al remate. Además, Boca Juniors mantuvo siempre sus filas más compactas, en tanto que River Plate se desorganizó hasta facilitar a los rivales su positiva actuación», decía el comentario de La Prensa al día siguiente, estableciendo una línea de conducta. «Pero el encuentro de ayer no tuvo el vigor ni el espectáculo de los grandes partidos. Para que esto aconteciera, es justicia decirlo, hubiera sido necesario que se encontrara frente a Boca Juniors un rival de su talla».

En esos días el fútbol era sobre todo un relato. El partido más esperado podía reunir a veinte, treinta mil personas; todos los demás aficionados, en cambio, empezaban a escucharlo por la radio y, sobre todo, lo leían en los diarios o en la revista El Gráfico. Para ese entonces la difusión de la escuela pública había conseguido que la mayoría de los nuevos porteños supieran leer: la lectura dejaba de ser privilegio de los más educados y pasaba a ser una de las maneras en que un empleado o un obrero se conectaba con el mundo. Aparecían los diarios populares, y Natalio Botana, el director de Crítica, entendió que el fútbol podía ser una de sus armas: no sólo contó y apoyó la gira de 1925; también intervino para sostener el blanqueo del profesionalismo y la creación de un campeonato fuerte —que le permitiera vender más ejemplares. Cuentan que la idea le vino de El Diente, uno de sus canillitas preferidos, que le dijo que si quería vender mucho tenía que dedicarle una página entera al fútbol. Entonces Botana decidió que le entregaría esa página a un jovencito muy literario, de prosa refinada:

—¿Yo? Pero si yo no entiendo ni un comino de fútbol.

Le contestó Pablo Rojas Paz.

—¡Mejor! Así dirás cosas nuevas. Te confío la tarea de embellecer el fútbol…

O sea: contar historias. Y, entre otras cosas, Rojas Paz terminó de consagrar un nombre: el Jugador Número Doce. Eran los tiempos en que el fútbol se comunicaba por escrito. Ahora —desde hace más de veinte años— todos podemos ver la mayoría de los partidos: la televisión los lleva a todas partes. Pero entonces cada partido era la creación de un grupo de narradores, los periodistas deportivos: fueron ellos los que inventaron una época y una épica argentinas; fueron ellos los que les contaron a millones cómo era aquello que debía apasionarlos. Y, cuando los millones empezaron a apasionarse a través de esos relatos, el fútbol se convirtió en la famosa pasión de multitudes: la emoción llegaba en unas voces con interferencias, tantos discutían durante toda la semana una jugada que ninguno había visto. Ya no era necesario ser del barrio o ir a la cancha o estar cerca: se podía ser hincha a la distancia. A veces, incluso, ir a la cancha era una decepción: las jugadas de peligro no eran tan peligrosas, el ritmo se hacía lento cuando no lo animaba la voz del narrador.

Y el interés se volvía nacional: en muchos pueblos y pueblitos se enteraban por los diarios y las radios de que existía un equipo que se llamaba Boca Juniors y parecía lleno de empuje y espíritu de pueblo. Muchos, en esos pueblos y pueblitos, soñaban con la ciudad y hacerse de Boca era una forma de acercar los sueños.

El auge del periodismo deportivo produjo un cambio central en el ecosistema del fútbol. Al principio había cientos de clubes y todos tenían posibilidades de desarrollo más o menos equivalentes. En este escenario darwinista, donde los más fuertes tenían nuevas armas, se fueron disolviendo las fidelidades locales; los más grandes empezaron a reclutar fuera de su hábitat original —y se hicieron más grandes: concentraron la pasión popular, El Gráfico organizó en esos días un primer concurso de popularidad: sus lectores tenían que votar a su club favorito. Boca fue primero con 15 125 pero River lo seguía de cerca, con 14 432. Independiente tenía casi 12 000, San Lorenzo y Racing 8500, Huracán, Estudiantes y Gimnasia más de 7000, Vélez y Platense 6500, Chacarita y Ferro 4,000, Talleres y Quilmes más de 3000 y al final venían Tigre, Atlanta, Lanús y Argentinos Juniors. Pero poco después un diario, República Ilustrada, hizo una encuesta semejante y Boca duplicó a River y dejó chiquito a todo el resto. Empezaba la mitad más uno.

Se cerraba un proceso: los primeros hinchas se habían hecho de Boca porque vivían en el barrio o tenían alguna relación con la inmigración genovesa. Ser de Boca, entonces, era reafirmar una identidad previa, darle una bandera; te hacías de Boca porque formabas parte de un grupo, de una identidad. Pero en esos años el movimiento se invirtió; te hacías de Boca para formar parte de un grupo, de una identidad. No por confirmar tu identidad previa sino para integrarte en una nueva. Ser de Boca era formar parte de una idea de esfuerzo, de garra, de pueblo —y de victoria.

Boca ya era Boca. Tanto que, en enero de 1932, Borocotó dedicaba una página de El Gráfico a pintar a los «Hinchas de Boca Juniors». Me tomé el trabajo de revisar la colección: no encontré páginas similares dedicadas a los hinchas de otros cuadros.

«Boca Juniors tiene ese tipo de hincha que no lo posee nadie y que fue el puntal sobre quien se afirmó en sus primeros años de vida, cuando había que cotizarse para pagarle el viaje a Benincasa. Es el que gritó temeroso en aquel match que Boca iba ganando y el contrario atacaba: “¡Cerrutitu, a pupa!”. Es el que rompió el silencio en aquel partido con River Plate en 1919 gritando: “¡Attenti a u negru!”. Es el viejito de ojos lacrimosos que lloran siempre una juventud lejana; es el viejito de andar encorvado que ha visto nacer al “Buca” sin sospechar que llegaría a tanto. Es el que aprendió de fútbol por amor al lugar. Es ese que solemos ver en la tribuna hablando con sus recuerdos junto al bastón que sostiene su figura para que no se arquee tanto, para contener ese apresuramiento por irse a lo hondo de la tierra (…).

»El HIJO DE AQUEL… Nació siendo hincha de Boca, ya llegó a hombre. Creció junto con el club en el cual depositó su cariño. Los dos llegaron a grandes y, ahora, ahora que Boca está cargado de títulos, hace el comentarista. Desde un boliche cualquiera, desde la lechería “La Chinche”, hace la historia de Boca contando de aquella cancha que estaba cercana a la “Laguna del piguyi”, de los tristes tiempos de Wilde, de las esplendorosas épocas presentes. Es un hincha positivo, no un ocasional, Si Boca hubiese perdido, si no hubiera llegado a grande, no importa, igual lo habría acompañado en su odisea. Estaría aún contra el alambrado de la rasposa cancha de Wilde. Habría demostrado que es de Boca, porque Boca es de él, es su vida misma. Lo conozco: lo traté, buceé en su interior. Para él, primero que nadie está Boca. Antes que los jugadores, que la señora, que los hijos, que el trabajo, que el estómago, que los mismos colores de Boca. Antes que todo y por sobre todo, las cuatro letras que componen el nombre querido; las cuatro letras suspendidas en el cielo de todas sus esperanzas.

»EL ESPECTADOR DE BUEN FÚTBOL. Boca rengueó mucho en los últimos tiempos. Ya no era el team de otras épocas. Sin embargo era y fue el mejor. Su triunfo justifica esa capacidad. Pero en otras épocas no muy lejanas, además de significar Boca la superioridad, ofrecía espectáculos de buen fútbol similares, acaso, a los que brindara el Racing de antes. Entonces, aquel espectador que concurría asiduamente a los matches de Boca Juniors para satisfacer su deseo de gozar del fútbol, insensiblemente se fue haciendo partidario del team que le ofrecía sus espectáculos predilectos, y cuando llegó el momento de defenderlo puso en la discusión el ardor que delató la existencia de un hincha que había llegado a esa situación sin proponérselo, inconscientemente, en agradecimiento.

»El QUE NO SABE NADA. Oyó hablar mucho de Boca. Se fue haciendo hincha, un hincha tranquilo que no ve fútbol ni lo ha visto nunca, que ni siquiera lee las crónicas. Es admirador de Boca por simpatía, porque, porque… por algo que no sabe. Ni siquiera recuerda el día en que nació ese cariño sereno, tranquilo. Le gusta Boca. No sabe por qué, pero le gusta. Eso es todo.

»El FURIBUNDO. Es un hincha furibundo. Es el que insulta a los jugadores cuando pierden y los defiende, al punto de jugarse la vida, cuando ganan. Es un hincha que tienen todos los cuadros, pero más “colo” en Boca porque es más exigente, porque está más acostumbrado a las victorias. Para él, o se es partidario de Boca o enemigo. No hay términos medios. Ni siquiera admite que haya quien no se preocupe por Boca, aunque sea para hablar mal. Es un hincha rabioso, uno de los que le hacen mal a Boca, a fuerza de quererlo bien.

»EL QUE SE ACOMODA. Ese pibe que al otro día de ganar Boca el campeonato salió a la calle con una camiseta boquense nuevita, ese se acomodó. Ese señor que habló de Boca en la mesa de su casa, ante la que nunca hablaba de fútbol; ese que declaró haberle gustado siempre Boca, ese se acomodó. Ese que participó de los festejos por sentirse alegre, pero sin importarle Boca, ese se acomodó. Todos esos son semejantes a los “revolucionarios” que aseguraban haber estado en Plaza Congreso durante la revolución del 6 de septiembre.

»El USURERO. Ese, que es hincha porque Boca gana, es un usurero. Coloca su caudal afectivo al mayor interés. Sabe que de treinta partidos podrá perder una media docena y empatar otros tantos, pero le queda la mayoría para tomar el pelo a los otros. Además, tiene grandes probabilidades de la satisfacción final al terminarse el campeonato. Ese se irá el día en que Boca comience a bajar… si es que llega ese día».

Tiempo después Roberto Arlt, en un aguafuerte, le agregaba un personaje más a esta descripción —acaso— demasiado amable: «Tan necesario es que los hinchas de un mismo sujeto se asocien para defenderse de las pateaduras de otros hinchas que son como escuadrones rufianescos, brigadas bandoleras, quintos malandrines, barras que como expediciones punitivas siembran el terror en los stadiums con la artillería de sus botellas y las incesantes bombas de sus naranjazos. Esas barras son las que se encargan de incendiar los bancos de las populares, esas mismas barras son las que invaden la cancha para darle el “pesto” a los contrarios, y en determinados barrios han llegado a constituir una mafia, algo así como una camorra, con sus instituciones, sus broncas a mano armada, y las cascarillas monumentales que le dan nombre, prestigio y honra». Era lapidario. Pero un cronista menor de esos mismos días justificaba esas conductas con argumentos casi clásicos: «Se ataca al fútbol por ciertos excesos. No es el fútbol sino esas minorías de hinchas. Pero habría que pensar en lo bien que hizo el fútbol a esas mismas minorías exaltadas (…). Porque el fútbol, con todos sus defectos, ha sacado al pueblo del boliche y lo ha llevado a los estadios. Si allí se ponen de manifiesto errores y defectos, ellos también serían exhibidos en las tabernas y serían, acaso, más graves».

En esas fotos las camisetas parecen usadas, los botines se ven lustrados pero viejos; algunos jugadores tienen rodilleras, otros una media más clara que su par; unos se cierran el escote con cordones, otros no. Los dirigentes de la época ya hablaban de fútbol-espectáculo y, para eso, contrataban extranjeros —uruguayos, paraguayos, brasileños sobre todo—, pero había aficionados que se quejaban de que las defensas empezaban a imponerse a los ataques y que el fútbol ya no era lo mismo que en sus buenos viejos tiempos: que la gente se había vuelto materialista, resultadista, y prefería ganar con lo justo antes que aplaudir destrezas y firuletes como antes. Era cierto que los equipos ya no jugaban con un zaguero que se quedaba cuidando el área y otro que salía a romper más adelante; ahora los dos se estacionaban atrás y a veces, incluso, el seis bajaba a defender.

—No, ya casi jugamos con tres ñatos atrás. Si esto sigue así en cualquier momento le van a pedir al cinco que lo corra al insider de ellos.

—No le extrañe, don Chicho. Pero si eso pasa va a ser la fin del fútbol, mire lo que le digo.

Y algunos le echaban la culpa a Boca: los hinchas xeneizes eran demasiados, no sabían apreciar el buen fútbol y pedían más que nada garra, esfuerzo. Se habían acostumbrado a que el equipo campeón del ’31 los entregara por carradas, decían, y ya no podían pensar el fútbol sin tirarse al piso. Y, como les iba bien, los demás empezaban a imitarlos. El fútbol se estaba transformando para mal —y Boca era el pionero de ese cambio, decían. Era una idea: en esos años ningún equipo salió campeón con menos de cien goles a favor —en 34 fechas— y los mejores goleadores —Erico, Bernabé Ferreyra— terminaron su carrera con más de un gol de promedio por partido. En esos días se fue a probar a Boca el mejor jugador que nos perdimos: todavía quedan algunos viejos que dicen que José Manuel Moreno fue el futbolista más grande de la historia —y había nacido en la Boca y era hincha de Boca y quería jugar en Boca y alguien en una prueba lo rechazó por morfón y se fue a probar en River y marcó una época.

Boca ya era el club más popular en un país que empezaba a ser otro una vez más. La depresión mundial de 1929 llegaba con atraso a estas playas doradas: los precios de las exportaciones argentinas habían bajado mucho, los productos que importábamos de Europa estaban muy caros o no se fabricaban. El general Uriburu había inaugurado la era del cuartelazo echando a don Hipólito Yrigoyen, y el nuevo gobierno decidió cerrar las puertas del puerto a los «hombres de buena voluntad»: el flujo de inmigrantes, que había hecho patria durante cuarenta años, se había terminado. En los barrios bajos —cerca de Puerto Nuevo, de Retiro, de la Boca— aparecían los primeros «barrios de las latas»: villas miseria primitivas.

En 1932 Boca salió cuarto: nos pasamos el campeonato mirando desde atrás a River, que había encontrado en Bernabé Ferreyra una beca increíble. Ese año Bernabé, la Fiera, llegó a la undécima fecha con quince goles —y en todos los partidos había hecho al menos uno. River triplicó sus recaudaciones y Crítica ofreció una medalla de oro al primer arquero que le aguantara los noventa minutos. Los hinchas en las canchas ya podían seguir los resultados de los demás partidos: una revista muy mal impresa que se llamaba Alumni daba las claves para leer unos marcadores de chapa que había en cada estadio. Los marcadores decían, por ejemplo, A 3 J 2 y la Alumni te explicaba que A era Chacarita y J Racing. Era un aprendizaje: el fútbol también servía para entender que el destino de uno depende de muchos destinos ajenos, cruzados, caprichosos.

En 1933 fuimos segundos, a un punto de San Lorenzo. El entrenador era un gran ex jugador, Ludovico Bidoglio, que, cuando le ofrecieron el cargo, puso una sola condición: que fuera ad honorem. En el ’34 la directiva lanzó una conscripción de socios: se necesitaba mucha moneda para mantener esos equipos profesionales del futbol-espectáculo. Habían traído a un zaguero espectacular, el brasileño Domingos da Guia, y a un insider derecho paraguayo, Delfín Benítez Cáceres; mientras tanto el líder del equipo, Roberto Cherro, se enojó por una historia de plata y se fue a Sportivo Barracas: los dirigentes tuvieron que ir a buscarlo con la cola entre las patas. Roberto Cherro era un petiso gordito que se llamaba Cerro —pero los tanos de la Boca, en su cocoliche, le cambiaron el nombre para siempre. Jugaba de diez —de «insider izquierdo»— y dicen que, pese a su estatura, cabeceaba como nadie. Por eso lo llamaron Cabecita de Oro: los apodos de aquellos tiempos serían ingenuos en cualquier salita rosa de estos días. Y empezaba un cinco que sería un ídolo histórico. A sus dieciocho años Ernesto Lazzatti vivía en Bahía Blanca y se destacaba en la liga local. Un tío suyo, que lo sabía fanático de Boca, mandó una carta a la Comisión de Fútbol del club diciendo que «acá hay un pibe que juega muy bien al fútbol. Es centrehalf y tiene un gran porvenir. Necesita una prueba en un club grande y como él ama a Boca…». El tío pedía que le mandaran 40 pesos para pagar el tren; alguien, en la Boca, decidió que podían correr ese riesgo: pese al profesionalismo y al fútbol-espectáculo, el mercado era bastante silvestre todavía. El pibe llegó, se probó, gustó, se consiguió un contrato que le aseguraba 150 pesos por partido ganado —y 500 por ganarle a River— y durante doce años fue el patrón de la primera de Boca.

A fines del ’34 Boca era campeón profesional por segunda vez: «Boca Juniors, el cuadro de la popularidad múltiple, posiblemente el que goza de mayores simpatías, no solamente en todo el país, sino en las repúblicas hermanas», decía La Cancha, «ha culminado su magnífica campaña de este año conquistando el más largo de los campeonatos efectuados en nuestra tierra desde la implantación del fútbol».

En 1935 Boca tenía un equipazo: no hace mucho quedaban todavía algunos viejos que juraban que fue el mejor de la historia: Yustrich, Da Guía y Valussi; Vernieres, Lazzatti y Arico Suárez; Tenorio, Benítez Cáceres, Varallo, Cherro y Cusatti. Ese año Boca fue el primer bicampeón del fútbol profesional en la Argentina —y tenía más socios que nadie: casi 25 000. Pero trataba de seguir reclutando. Para eso usaban técnicas que ahora parecen muy modernas:

—Te regalaban camisetas en los parques.

Me contará Enrique Freire, un fabricante de hebillas de La Matanza que ya lleva casi ochenta años de bostero:

—Yo me acuerdo del Parque Avellaneda, porque ahí vi a Ludovico Bidoglio, Médici, Arico Suárez, que nos regalaban la camiseta de Boca y un carnecito que decía «socio para toda la vida». El carnet no tenía valor, pero hacían propaganda. Boca ya tenía una gran hinchada, pero quería que se agrandara más. Y llevarse ese carnet que decía que vos eras de Boca para toda la vida era emocionante… era un orgullo.

El problema era que no había dónde poner a tanta gente. Boca jugaba siempre a cancha llena, entre tribunas de madera en el predio alquilado de Brandsen y Del Valle Iberlucea. No había plata —«¿Dónde hay un mango, viejo Gómez?» es una ranchera de 1933— pero las tribunas se llenaban igual. Los hinchas iban a la cancha con sacos y sombreros: se endomingaban, dejaban la ropa de fajina en casa. Ir a la cancha no era un modo de asomarse a los márgenes sino una forma de integración social, una manera de constituir un conjunto. Los gobiernos de la Década Infame supusieron que ese orden futbolístico los favorecía, y decidieron favorecer al fútbol. «El momento difícil que atraviesa el mundo debe brindar al fútbol la heroica misión de conducir al pueblo por el camino del deporte, que es el camino de la paz, y la de contribuir, cada vez más, a secundar al Estado en el engrandecimiento de nuestra patria», escribió Jacinto Armando, presidente de la AFA poco después. «El deporte se propone, en una función subsidiaria del Estado, el encauzamiento de la juventud».

En 1937 terminó de legalizarse el poder de los cinco grandes sobre el fútbol argentino: Boca, River, Independiente, Racing y San Lorenzo consiguieron que las votaciones en la AFA se decidieran por voto proporcional —proporcional a la cantidad de socios, capital y antigüedad en primera. Algunos hablaron de voto calificado: lo era. Con ese método los cinco grandes tenían el doble de votos que los otros trece equipos de primera juntos —y podían imponer sin inconvenientes su criterio. La grandeza despertaba sospechas: algunos empezaron a llamar a Boca «Sportivo Penales», porque decían que nos daban demasiados. Ciertos periodistas se hacían eco de la infamia, y la Doce reaccionaba: «Si usted es boquense, no compre el diario El Mundo», decían por ejemplo unas pintadas que aparecieron cerca de la cancha. Casi setenta años después, Pancho Varallo aceptará que esas cosas pasaban:

—Y sí, hubo cositas. Sinceramente sí, siempre hubo un poquito de ayuda para los grandes, pero entonces se los ayudaba un poquito más, A la AFA le convenía que arriba vayan esos equipos.

Un nuevo presidente de la AFA, Ernesto Malbec, había dicho, al asumir, que «es necesario que utilicemos todos los medios a nuestro alcance para que desaparezca para siempre esa sospecha, terrible, bien o mal fundada, del soborno a los árbitros y a los jugadores, que llevará al fútbol, si no la destruimos, al más grande de los desprestigios y, por consiguiente, a la ruina». En esos años apareció la palabra bombero para nombrar a los árbitros ladrones: en un partido entre River y San Lorenzo un réferi Mascías dio un gol para San Lorenzo y los de River —cuándo no— empezaron a tirar porquerías a la cancha. La policía los reprimió con mangueras y, ya reprimidos, el árbitro ayudó a sus colegas a retirar las mangueras. Al día siguiente, Crítica lo mostró en una foto con manguera en la mano; el epígrafe decía «El bombero Juan Bartolomé Mascías dio un gol en off-side». Ya había un nuevo sentido.

La violencia, en esos años de la primera Década Infame, se repetía tanto que sorprendía muy poco. Pero la muerte siempre fue escandalosa. Aquel domingo, mayo del ’39, jugaban —prólogo a la primera— las cuartas divisiones de Lanús y Boca en la cancha del sur, y «el ánimo intemperante del público afecto al club Lanús gravitó de entrada en el ambiente, cargándolo de gestos amenazantes, de insultos y de agresiones de hecho», decía el cronista del diario La Razón. «Fueron frecuentes en las entradas y las tribunas las escenas de pugilato. En canto, ¿qué hacía la policía? Pues permanecer inerte y pasiva, sin ojos y oídos para ver y escuchar lo que estaba sucediendo».

Los ánimos del público, contaba el cronista, calentaron a los jugadores y en el segundo tiempo hubo expulsiones y trompadas y, al final, la entrada de una docena de muchachos lanusistas dispuestos a pegarles a los boquenses pa’ que tuvieran o tuviesen. Los chicos de la cuarta intentaban enfrentarlos o escapar, algunos hinchas trataron de ayudarlos, la gresca era cada vez más brutal hasta que la policía procedió. «Pero ¿cómo procedió? Lo hizo con el mismo espíritu con que había permanecido impasible: con espíritu parcial y banderizo», decía La Razón. «Los más exaltados fueron los agentes Luís Estrella y Salvador Prizzi. El primero extrajo su revólver y lo descargó íntegro sobre la masa compacta del público de las tribunas. Las detonaciones provocaron indecible alarma entre el público, que corrió presa de intenso pánico en todas direcciones. A la vista del cronista se ofreció un espectáculo de contornos impresionantes, en medio de los ayes de dolor proferidos por las víctimas de las agresiones. Ante la evidencia de la gravedad de lo ocurrido, vimos al agente autor de los disparos arrancarse la chapa de su uniforme, para evitar ser identificado. Hasta anotamos el número de esa chapa, que es el 4414…».

Los disparos del agente Estrella hirieron a cuatro hinchas de Boca y mataron a dos: Luis López, 41, socio xeneize y gallego nativo, y un chico de nueve años, Oscar Munitoli, que llevaba un prendedor azul y oro. Los dos cayeron con balas en la espalda. Era la primera vez que hinchas de Boca morían en una cancha —y fue motivo de una de esas investigaciones que nunca encuentran nada. Una hora después se jugó el partido de primera. «Hemos progresado, pues, en nuestra desgracia», decía La Razón. «Del botellazo clásico hemos pasado al balazo. Y ahora ya no se puede decir que estos lamentables episodios son obra exclusiva del público. El público los prepara y la policía los completa. Pues ella es responsable del doloroso saldo de la jornada de ayer, al haber hecho varios goals contra la cultura de un país que sigue repitiendo la vieja frase —no por vieja más cierta— de que cuenta con la mejor policía del mundo».

Eduardo Sánchez Terrero, yerno del presidente de la Nación Agustín P. Justo e hincha de Boca, se hizo cargo de la AFA en 1937. El año anterior su suegro y presidente había autorizado, por un decreto del Poder Ejecutivo, unos préstamos especiales —a modo de subvenciones— para edificar estadios: así se construyó el Monumental de Núñez; así, los dirigentes de Boca pudieron emprender por fin la construcción de la cancha propia en un terreno propio. Para dirigir el proceso, Sánchez Terrero pasó de la AFA a la presidencia de Boca: era un señor aristocrático, socio del Jockey Club, un crema de la sociedad de aquellos años. La mezcla de imagen popular y dirigentes ricos era un modelo que funcionaba bien —y seguiría funcionando mucho tiempo.

La construcción duró casi treinta meses. El equipo, mientras tanto, no se armaba: en el ’36 y el ’37 Boca no pasó del tercer puesto —en años de torrente de goles: desde septiembre del ’36 hasta abril del ’38 no hubo ni un empate 0 a 0 en la primera división del fútbol argentino. En el ’38 fuimos quintos, sextos en el ’39 —y aun así seguíamos recaudando más que nadie. Es fácil resumirlo en tres renglones; la Doce, entonces, tuvo que pasarse cuatro años sin títulos y se desesperaba. Era la primera vez que sucedía, y encima hubo que jugar en estadios prestados hasta el 25 de mayo de 1940: ese día, Pedro Calomino izó la bandera nacional en el mástil de la Bombonera y un arzobispo la roció de agua bendita para librarla de todo mal agüero. Quizá pensaban, entre otras cosas, en la inauguración oficial del Monumental, un año antes, que había resultado 4 a 2 —para Independiente.

La cancha no estaba terminada, pero en la Argentina eso nunca fue condición para inaugurar una obra pública. Estaba, sí, lo suficientemente avanzada como para poder usarla, y ese día hubo unas cincuenta mil personas. Las crónicas no hablaban del temblor de esas tribunas de cemento: a nadie se le había ocurrido todavía aquello de que la Bombonera no tiembla sino late. El partido contra San Lorenzo terminó 2 a 0 y unas horas después murió a pocas cuadras de la cancha Juan Bricchetto, aquel trabajador del puerto que había visto la bandera sueca cuando buscaba los colores de su cuadro.