1906-1925
Il Bucca

Nadie sabe cómo jugaba Boca en esos tiempos. Era un clubcito; no hay registros, los diarios importantes no contaban sus triunfos y derrotas. Sabemos de su primer trofeo confirmado: la copa de la Liga Central de Foot Ball —que pese a su nombre rimbombante, era un torneo de barrio:

—Señor Luis Cerezo, a vos, señor representante del Club Atlético Boca Juniors, os hago entrega del primer premio de la primera división de esta liga, que en buena ley habéis merecido.

Peroró, con prosopopeya que ya sonaba antigua, el organizador del campeonato. Y sabemos del primer partido internacional, diciembre de 1907, cuando el Universal de Montevideo mandó una delegación de veintitantos muchachos que fueron recibidos como amigos y llevados de paseo —al zoológico y en tranvía— por los jugadores locales antes del partido. Y sabemos que en 1908 el Club Atlético Boca Juniors consiguió afiliarse a la Argentine Football Association. Era un problema: los dirigentes del club no sabían en qué división anotarse. Hubo debates, peleas a los gritos. Algunos insistían en que convenía la tercera, para no hacer papelones, y otros les contestaban que eran unos agachados, que Boca estaba para la segunda. Entonces se les ocurrió una solución perfectamente futbolística: organizaron un partido contra Ferro Carril Oeste, de segunda, para ver si les daba el pinet. Boca ganó 4 a 0 y el equipo se inscribió en segunda con confianza.

Para eso necesitaban una cancha un poco más decente —que llenara los requisitos de la Association: un campo en condiciones, una casilla con un par de duchas, una mínima tribuna. Los muchachos buscaron y buscaron y terminaron por encontrar un terreno en la isla Ingeniero Huergo, en el margen del margen. En esa cancha jugaron el primer campeonato, contra una serie de equipos importantes: Belgrano Athletic, Bernal, Continental «B», Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires, Royal de Núñez, La Plata, San Isidro II y Villa Ballester, entre otros. Era, ya, un campeonato que abarcaba toda la ciudad: los nuevos tranvías eléctricos les daban la posibilidad de jugar partidos lejos —y el precio del «boleto obrero» los hacía accesibles.

Los muchachos se conformaban con no descender, pero el equipo estaba para más y terminó segundo en su zona, detrás del Club Atlético San Isidro. Así que se clasificó para jugar la semifinal de segunda contra Racing en la cancha de Quilmes. Era el partido más importante de sus pocos años, pero a la hora señalada a Boca le faltaban dos jugadores. Los esperaron; al cabo de un rato el árbitro dijo que tenían que empezar. El árbitro, dicen, era socio del Racing Club. Los de Avellaneda se aprovecharon y metieron un gol; después, cuando llegaron Vergara y Priano —que habían tenido un problema con el bondi— Boca apretó a Racing contra su arco pero no consiguió meter ni un gol. Había sido, de todas formas, un debut sorprendente.

—Si los pibes no se habrían perdido en el tranvía capaz que salíamos campeones, salíamos.

—Sí. O por lo menos les hacíamos pasar un julepe tremendo.

—Todo culpa del tranvía, Giuseppino, culpa del tranvía.

«El árbitro Rodrigo Campbell informó que el encuentro semifinal se suspendió un minuto antes de tiempo a consecuencia de las amenazas de los partidarios del club Boca Juniors», contaría The Standard, diario inglés: en esos días los diarios no mandaban cronistas a un partido de segunda, y se basaban en el informe del árbitro o, incluso, del capitán de alguno de los equipos. «Durante el encuentro les había llamado la atención a varios integrantes de ese equipo y a cinco minutos del final y como consecuencia de una falta de Marcelino Vergara en perjuicio de un jugador de Racing Club, le pidió que se retirara de la cancha. Esto hizo que aquel lo amenazara con los puños. Luego se enfurecieron los simpatizantes de Boca Juniors y ante la amenaza de estos dio por finalizado el encuentro un minuto antes del final. Cuando se retiraba de la cancha tuvo que ser protegido por la fuerza policial, a la que se convocó para guardar orden». El espíritu belicoso de tanos y argentinos peleaba con cierta idea del fair play británico, que también resistía: eran tiempos en que un capitán de Boca, Donato Abbatángelo, sacó de la cancha a un compañero que le había entrado demasiado fuerte a un contrario, por ejemplo.

La ciudad, en esos días, crecía demasiado rápido: al cabo de un año los xeneizes tuvieron que mudarse a un terreno cedido por el gobierno nacional en la isla Demarchi. Cada mudanza no era sólo un pequeño desarraigo: también suponía el trabajo de rellenar el terreno, nivelarlo, alisarlo, construir una cabaña para que los muchachos se cambiaran. Todos colaboraban: jugadores, familiares, socios, algún atorrante con la ilusión de un cuartito de vino. Era paradójico: esos clubes que se habían creado para formar grupos cerrados sólo podían sobrevivir si se abrían, si se popularizaban y se insertaban en el barrio: si el barrio los aceptaba como propios. Y aun si lo conseguían siempre siempre estaban al borde de la quiebra, la desaparición: las cuotas sociales no alcanzaban para nada, las recaudaciones eran tan escasas. Cada vez que necesitaban plata para camisetas, pelotas, viáticos o el alquiler del campo organizaban kermeses, bailes, funciones de cine. O una rifa como la de marzo de 1908; Primer Premio, un gramófono con veintisiete cilindros; Segundo Premio, un reloj de plata con ocho días de cuerda; Tercer Premio, un reloj de acero con cadena. Con esos dineros se pagaba el alambrado de la cancha, por ejemplo, un techo para el vestuario, seis pelotas.

Pero el equipo empezaba a mover gente; seguía jugando bien en el campeonato de segunda y en 1911, cuando la Association inventó una nueva categoría —la Intermedia Extra— entre la primera y la segunda, Boca estuvo entre los que ascendieron. Ese año, en una expedición a La Plata para jugar contra Estudiantes, «Boca Juniors llevó tras de sí a La Plata a no menos de trescientos admiradores, que victorean a mandíbula batiente a los muchachos», contaba el diario La Mañana. Y decía poco después, cuando Boca volvió a Montevideo para jugar contra los amigos del Universal, que «se encargaron 43 pasajes de tercera clase en el vapor Río Uruguay. El famoso comerciante de la Boca, Priano, tuvo que preparar 25 kilos de pan dulce, 50 litros de moscato, 36 planchas de ravioles, media ternera adobada, un queso pisentín, contra la voluntad de Banchero, que lo quería de rayar. Se han alquilado sombrillas chinescas, sandalias, gorros frigios y banderas con los colores del club».

En 1912 el gobierno volvió a desalojarlos —«para dar paso al progreso», decía la orden pertinente— y tuvieron que jugar en canchas ajenas hasta que la Comisión Directiva decidió cortar por lo sano: por 200 pesos al mes —el equivalente de doscientas cuotas de socio— alquilaron un terreno bastante grande en Wilde, unos diez kilómetros al sur, y armaron una cancha que imaginaron como definitiva. Los socios no estuvieron de acuerdo, y fue la primera rebelión xeneize: mil doscientos de los mil quinientos asociados decidieron dejar de pagar sus cuotas mientras el club siguiera en el destierro. En esos dos años de Wilde, Boca estuvo a punto de desaparecer. La historia puede llegar a ser un precedente: Boca Juniors era y debía ser de la Boca. El equipo volvió a jugar en canchas prestadas —pero cercanas— mientras buscaba la instalación definitiva.

En 1912 el país estaba al borde de sí mismo. El viejo régimen se derrumbaba: los conservadores que habían dominado el Estado desde su formación tuvieron que aceptar que la Argentina ya no era la de entonces. Se habían pasado décadas rogando que vinieran inmigrantes blancos laboriosos y educados, y muy pocos se dignaban cruzar el océano. Cuando los italianos y españoles y judíos y franceses y croatas y alemanes por fin se decidieron, los señores locales descubrieron que el aluvión les cambiaba la patria —y les gustó muy poco. Así que intentaron refugiarse en tradiciones recién inventadas: hicieron del gaucho, al que habían exterminado prolijamente unos años antes, el prototipo de la argentinidad, y crearon una historia argentina hecha por próceres —sus abuelos— que los recién llegados debían adorar. La batalla cultural seguiría años; en el campo político, su derrota fue tener que permitir elecciones por sufragio universal —de varones— con la ley Saenz Peña.

El football también se escapaba de las manos originales: ahora sí empezaba el fútbol. En 1912 fue Quilmes Athletic Club el que interrumpió la racha de diez años de los chicos british del Alumni. Y desde 1913 hasta 1918, Racing fue el primer equipo bien «criollo» —lleno de apellidos tanos y gallegos— que se hizo fuerte en el fútbol argentino. Junto con eso el público también cambió: se hizo más numeroso y, sobre todo, más popular. «Los hinchas de antes se vieron desalojados de las canchas», escribió más tarde El Gráfico. «La mersa los expulsaba, y la galera y los guantes patito, junto a las chicas de sombrero, buscaron el rugby, el cricket». El football había muerto y el fútbol no era un pasatiempo para caballeros.

El fútbol es un deporte colectivo y, muchas veces, un espectáculo falsamente colectivo: en sus mejores días el colectivo sirve de fondo y red para que brille el héroe. En sus primeros años Boca había tenido jugadores correctos, muchachos entusiastas, xeneizes apasionados, pero todavía estaba por llegar el primer ídolo —o, como ha dejado de decirse, el primer «crack». La Nación, ya en enero de 1913, trataba de definir esa raza en una nota de su sección Sports. La sección Sports estaba basada en las carreras de caballos pero cada tres o cuatro días sacaba algo sobre fútbol: «El afán de buscar en otros clubs al jugador para los teams, prescindiendo de los propios, ha creado entre nosotros a un tipo de jugador conocido con el nombre de “crack”. El crack es un jugador de renombre, entre cierto público afecto a las piruetas de este, ineficaces siempre, que no pasa la pelota y a veces marca los tantos en bonita forma con mucho dribbling, por su solo esfuerzo. Para llegar a esto ha hecho perder a sus compañeros infinidad de oportunidades, pero al crack eso no le preocupa: su fama exigía un goal como el último que marcó. El crack no es un jugador eficiente, pero muchos clubs lo buscan. Se hace rogar, impone condiciones, liega a pedidos a veces reñidos con el sport, los días de matches es necesario ir a la casa a buscarlo para que juegue, no paga cuotas en los clubs, ni gastos, ni ropa de juego (todo salvado discretamente por la comisión) y una vez en el field o es un negligente o riñe con el contrario, protesta las decisiones del referee o gambetea satisfaciendo su afán de lucimiento para ser en muchos casos el origen de la derrota de su team. Cuando finaliza el match una pierna enferma, un golpe violento o cualquier dolencia imaginaria dice que han sido los responsables de su mala actuación».

El primer crack de Boca, cuentan, no era tan terrible y apareció en 1911: se llamaba Pedro Fournel y lo llamaban Calomino. En las fotos, Calomino tiene todo el aspecto de un sobreviviente de otras guerras; la cara flaca y angulosa, los ojos muy saltones, el gesto más bien triste, Pero dicen que era un prodigio por la punta derecha, el primer imparable y, dicen, también, que fue el que inventó la bicicleta: esa maniobra en que la pelota sigue su camino entre las piernas del futbolista que cada vez amenaza con tocarla y no la toca: la síntesis del fútbol criollo, engaño, finta. Y que la hinchada le gritaba dae, Calumin todavía en genovés, y que salvó al equipo tantas veces. Cuentan que un día Boca fue a jugar a Rosario contra el Tiro Federal —y que tuvo el privilegio de que lo acompañara la increíble cantidad de ocho simpatizantes. Pero que cuando terminó el primer tiempo los rosarinos ganaban 4 a 0 y los hinchas decidieron ir a esperar el tren de vuelta. Y que el desdén terminó de despertar a los jugadores y, sobre todo, a Calomino. Se volvieron a encontrar más tarde, en la estación, y los hinchas les preguntaron cómo había terminado el partido.

—Ganamos, cómo va a terminar.

Dijo Calomino.

—No digás pavadas.

—Qué pavadas ni pavadas. Ganamos 5 a 4, se lo perdieron por no tenernos fe.

Boca ascendió a primera división en 1913. Pero no por habérselo ganado; fue porque hubo un cisma en la Association y la nueva Federación Argentina de Football se llevó una cantidad de equipos. La Asociación Argentina de Football tuvo que llenar los agujeros con varios cuadros de segunda y promovió a Estudiantil Porteño, Ferro Carril Oeste, Ferro Carril Sud, Comercio, Platense, Olivos, Banfield, Riachuelo y Boca Juniors. Y la pregunta del millón aparece de nuevo: ¿por qué Boca? ¿Por qué Boca consiguió ser Boca?

«Boca Juniors no es un centro aristocrático. No es el punto de reunión del elegante de nuestros paseos ni del aristócrata modelo. Es tal vez en tal condición el único club argentino amplio y fuerte constituido por obreros, que buscan en el football un desahogo a sus faenas y labores cotidianas. Poco a poco, con esas dificultades que luchan los que carecen de apoyos materiales fue ascendiendo y de un núcleo de entusiastas, con un field mal hecho, salió el Boca de hoy, fuerte, amplio, lozano y prestigioso», publicaba La Mañana en 1912. Si entonces ya era «el único club argentino amplio y fuerte constituido por obreros», sigo sin saber por qué, entre tantos equipos posibles unos años antes, fue Boca el que sobrevivió y se impuso —y no cualquier otro. Pero supongo que una historia sin misterio no es una buena historia y además, hay que aclararlo: en esos días ese único club argentino tururú jugaba en primera por el cisma y todavía perdía con Tiro Federal, Argentinos de Rosario o Ferrocarril Sud.

El fútbol emergía como una forma de enfrentamiento donde todo podía suceder. El equipo de la Boca, barrio pobre y temido de casitas de lata, le podía ganar a Belgrano Athletic, por ejemplo, club de ingleses y argentinos ricos que vivían en mansiones arboladas. Durante milenios el deporte fue una preparación para la guerra: las carreras y la lucha grecorromana entre griegos y romanos los entrenaban para pelear mejor. Los torneos medievales eran simulaciones de la situación de la batalla. Pero en algún momento pasaron de preparación a reemplazo: el deporte se convirtió en la guerra por otros medios —incruentos, reglamentados: maneras de solventar enfrentamientos entre naciones, ciudades, barrios, grupos.

Un partido de fútbol establecía una realidad acotada por cuatro rayas en el suelo donde cualquier resultado era posible —porque era sólo eso, un resultado deportivo. Pero, al mismo tiempo, permitía la ilusión de que los que solían perder no siempre perdían: una ilusión de igualación social: que el pobre puede ganarle al rico en algo.

Pero entre los dos equipos más exitosos de la Boca del Riachuelo no había grandes diferencias de origen social. Por un lado estaba Boca Juniors. Por el otro, un equipo creado cuando dos equipos incipientes y rosados, La Rosales y el Santa Rosa, se unieron para intentar sobrevivir —y le copiaron el nombre a un viejo equipo uruguayo, el River Plate de Montevideo. En algún momento River decidió que su fundación había tenido lugar el 25 de mayo de 1901; hay muchos documentos que permiten pensar que en realidad River apareció, con ese nombre, tres años después. Está claro que el fútbol, al principio, era ajeno. Quizá por eso los dos equipos mayores vienen del borde, de la orilla. Podríamos postular que Boca está un poco más adentro: por sus nombres, River Plate es el río, Boca Juniors es el lugar donde ese río se mezcla con la tierra.

Los dos vecinos participaban de ligas distintas, circuitos diferentes, y recién jugaron su primer partido en agosto de 1908, en una fecha libre de sus torneos: Boca Juniors ganó 2 a 1, y no se sabe mucho más de ese partido. Y después siguieron cruzándose muy poco. Pero ya en 1911 un diario local, La Mañana, convocó a un «gran concurso de football» para decidir «¿cuál es el club que goza de más simpatías en La Boca, River Plate o Boca Juniors?». Y de movida los primos lo impugnaron: «¿Cómo creer, señor director, que se pueda abrir un concurso comparando a un club de primera liga con otro de segunda?», preguntaba un lector protogashina. «¿Quién discute que el concurso será ganado por River Plate, club que desde hace muchos años viene actuando con resultados sorprendentes y atrayéndose las simpatías de toda la Boca?». Los «muchos años» del lector eran, a lo sumo, los nueve que habían pasado desde la fundación de River, pero es cierto que ya llevaban dos años en primera. Y el debate era más complicado: dos semanas más tarde, cuando se cerró la votación, sobre 84 364 votos, Boca había recibido 55 050: ya entonces, dos tercios del barrio estaban con el equipo de segunda.

El primer partido oficial entre los dos recién se jugaría el 24 de agosto de 1913, en la cancha de Racing: «Por primera vez se enfrentaron los vecinos de la Boca. El partido, que estaba anunciado para las 2.30 de la tarde, comenzó una hora después, originando esta demora protestas del numeroso público», decía al día siguiente la crónica de La Prensa —el diario más importante de aquel país.

«Lógico era presumir que la gran expectativa del público concurrente se vio defraudada, en virtud de que los jugadores, cuya actuación en los primeros momentos fue correcta, se dedicaron más tarde al juego brusco, actitud que concluyó por deslucir el partido y quitarle el interés que en realidad tenía». La historia es que a los 10 minutos del segundo tiempo los primos ganaban 2 a 0, y a los 25 Boca se quedó con diez jugadores —por una lesión, en tiempos en que no existían los reemplazos. A los 33 Boca metió su primer gol, y después, «ante el temor de un empate, los delanteros de River Plate redoblaron sus esfuerzos y lograron elevar a su vez algunos ataques a la valla contraria. En uno de ellos, Virtú —el arquero de Boca— recibió un centro de Praga y cayó al suelo, donde fue atropellado por algunos jugadores de River Plate. Con tal motivo, varios hombres de los dos cuadros se tomaron a golpes de puño, triste espectáculo este que terminó con la intervención del juez y de los linesmen que actuaban en el partido. Estando en la ofensiva Boca Juniors terminó el encuentro con el triunfo de River por dos goals contra uno. Como exponente de buen football el partido no tuvo interés alguno, pues los jugadores que actuaron en forma individual apelaron con excesiva frecuencia al juego brusco».

Aquel primer partido oficial dio la tónica de cómo serían, en los noventa años siguientes, los doscientos y pico que vendrían: expectativa, lucha, nervio. Y esa derrota sería —ya se vería con los años— una maniobra para confundir al enemigo.

En septiembre de 1913 el campeón del año, Racing Club, aceptó jugar un amistoso con los muchachos de la Boca. Estaba claro que Racing era el equipo del momento, tenía jugadores hábiles y ágiles —y nos había ganado cada vez: eran mejores. Pero ese día los xeneizes se juramentaron para dejar todo en la cancha, A fines del primer tiempo el ocho de Boca, un Bertolini, metió un gol; durante todo el segundo tiempo los muchachos corrieron y metieron, se tiraron al piso cada vez que hizo falta y, al fin, consiguieron mantener el resultado. Habían ganado pero, sobre todo, empezaban a crear un estilo que terminaría por definirnos. La idea, más que nada, de que se podía vencer a rivales mejores si uno estaba dispuesto a poner todo: que la voluntad vale más que las exquisiteces, que no hay nada imposible.

—¿Vos lo viste jugar al flaquito ese que tienen de once? ¿Viste cómo la pisa?

—No.

—Y claro, cómo lo vas a ver si me pasé el partido respirándole en la nuca.

Aunque a menudo no alcanzaba. En los campeonatos de esos años, Boca Juniors andaba cómodo por el medio de la tabla. Era, todavía, uno de tantos. Por lo menos los dirigentes entendieron y, tras dos años de exilio, consiguieron devolver la cancha al barrio: en mayo de 1916 armaron todo un operativo para llevar las tribunas de Wilde a la esquina de Pérez Galdós y Ministro Brin, en plena Boca, y los xeneizes las ocuparon otra vez:

«Boca 2, San Isidro 1. Lugar: La Boca. Espectáculo interesante y movido. Sucursal de Genova, con castaños, pescado frito, “bon Barbera”. Larga caravana por las calles adyacentes al field. Jornaleros, burgueses y comerciantes menudos, de riguroso “footing” como ejercicio digestivo. Todos traen caras de pascuas, más bien dicho de tortas pascualinas, y más de uno condecora la solapa con un pingajo de “pomidoro” o un tallarín seco. Los aromas primaverales allí se pierden con las emanaciones del Riachuelo y las bocanadas de las cachimbas», contaba un cronista de El Nacional, que decía que en los partidos de locales siempre había por lo menos cuatro mil espectadores. «El idioma nacional no se conoce, en buen patuá ligur se comenta la chance del favorito y nadie es un optimista convencido. Que la “gamba” de Benincasa no anda bien, o que Solans tiene un orzuelo, es motivo sobrado para que golpeen más fuerte los corazones. En la cancha hay una concurrencia numerosa, salpicada por el percal tricolor de las “ragazzas” del barrio. Comienza el match, y la fiebre de la pasión enardece a tal honesto lustrabotas que la víspera pulía charolas en su mezquina tienda: “¡Eh, mássalo Píerini! ¡Rumpe a gamba!…” ».

Boca empezó a ser Boca en 1917: recién vueltos al barrio. Aquel año el equipo perdió sólo dos partidos sobre veinte y salió tercero a varios puntos del campeón Racing —que llevaba cinco al hilo. Pasarían quince años hasta que volviéramos a bajar de un tercer puesto. Fueron los años en que Boca terminó de hacerse Boca.

Y, para completaría, el 18 de agosto de 1918 le ganamos a River por primera vez. Fue otra vez en la cancha de Racing, y el 1 a 0 sirvió para sacudirse una mufa que ya duraba años, Esa noche el barrio no durmió.

A principios de 1919 la ciudad estaba en llamas. Una docena de sindicatos se habían declarado en huelga por reivindicaciones laborales y las manifestaciones de apoyo a la revolución rusa desbordaban esquinas y plazas. Los trabajadores de la metalúrgica Vasena, en Parque Patricios, también pararon: pedían la reincorporación de sus compañeros despedidos, una jornada de ocho horas —en vez de once— y el descanso dominical. El martes 7 de enero al mediodía la policía mató a cuatro huelguistas de Vasena; el jueves 9 un cortejo de decenas de miles de obreros custodiado por doscientos sindicalistas armados acompañó los ataúdes a la Chacarita. Ya en el cementerio, policías y bomberos escondidos entre las tumbas mataron a docenas de manifestantes. El presidente Hipólito Yrigoyen le había encargado la represión al general Luis Dellepiane, que «un escarmiento que se recordará durante los próximos cincuenta años». Se definía la Semana Trágica. La FORA anarquista convocó a la huelga general; la FORA sindicalista —más dispuesta a negociar— tuvo que seguirla. Yrigoyen hizo algunas concesiones y recordó, al mismo tiempo, que no le temblaría la mano para seguir matando. La huelga se fue deshaciendo: fue la última gran tentativa anarquista en la Argentina.

En la Boca también hubo escaramuzas; quedan fotos de obreros en camisa gritando sin sonido, y una comisaría custodiada por soldados con ametralladoras. El campeonato de fútbol empezaría dos meses más tarde pero, al cabo de cinco partidos, se suspendió y la Asociación volvió a partirse en dos. La Asociación Amateurs de Football se llevó la mayoría de los equipos —los mejores equipos. Boca se quedó en la Argentina junto con Huracán, Estudiantes de La Plata y Porteño. Se les sumaron Eureka y Sportivo Almagro y armaron un campeonato perfectamente devaluado. Fue tan caótico que la Asociación lo terminó cuando quedaban varios partidos por jugar: Boca, que iba primero con siete puntos de ventaja sobre Estudiantes, fue declarado campeón. Esa fue la primera estrella en nuestro escudo: Boca Juniors tenía una rara suerte —o habilidad— para explotar las crisis de las instituciones.

En 1921 el tango canción ya era la música que Buenos Aires escuchaba y los equipos se convertían en los estandartes de sus barrios. El fútbol empezaba a ser uno de los pilares de ese mundo que los varones argentinos reservaban para sí: la esquina, el café, el juego —los prostíbulos—: Un espacio libre de mujeres, donde se hacían «cosas de hombres».

Boca Juniors había ganado un segundo campeonato de la Asociación Argentina, pero los mejores equipos seguían en la Amateurs. En esos días el club tenía problemas económicos y poco más de mil socios. Los clubes cajetillas —ingleses y criollos— se basaban en la restricción y selección de socios; los nuevos clubes futboleros, en cambio, necesitaban muchos socios para sobrevivir. Y los campeonatos —aunque fueran devaluados— traían público, publicidad, renombre: Boca empezaba a despegar del pelotón.

Ayudaban, por supuesto, ciertos jugadores: Ludovico Bidoglio, un zaguero que —dicen— tenía una técnica exquisita; Domingo Tarasconi, un centroforward que hizo 192 goles en 238 partidos, y, sobre todo, Mérico.

Américo Tesorieri —o Tesoriere o Tesoriero— había nacido en la esquina de la cancha de Boca y siguió viviendo por ahí toda su vida. Mérico debutó en primera a los dieciocho años y fue, quizás, el jugador más popular de su época; lo raro es que era arquero. Era la primera vez que un arquero ocupaba tal lugar en el imaginario: Mérico ya era famoso en Boca, pero terminó de consolidarse en la selección. En los Sudamericanos de 1921 y 1924 no pudieron meterle ni un solo gol: «No era un arquero: era un Dios en la valla», escribió alguien entonces. «Llegó un momento en que parecía un enajenado; con la pelota en sus manos se reía mofándose de sus rivales y les emitía un ja, ja, ja del que no tenía conciencia, que ni siquiera recuerda. Al llegar a Buenos Aires y leer los periódicos se preguntaba algo extrañado: “¿Todo eso hice?”». Américo Tesorieri era flaco, alto, pulóver gris de cuello alto, aspecto distinguido —y tenía su carácter: en 1922 el plantel de Boca incluyó otros tres arqueros. Ni siquiera había dinero de por medio, pero a Mérico no le gustó el gesto, discutió con el presidente del club, se fue a Sportivo del Norte y le dijo a la prensa —que empezaba a interesarse en esas cosas— lo que tantos jugadores dirían o sentirían de ahí en más:

—Yo soy Américo Tesorieri. Con todas mis culpas y con todos mis defectos, yo soy Américo Tesorieri. Yo tengo escritas algunas páginas en la historia de Boca, Los que me critican tienen sus páginas en blanco.

Mérico recién volvió al año siguiente, cuando un nuevo presidente lo fue a buscar y le pidió disculpas. En las tribunas, los muchachos pudieron volver a cantar esa canción que parecía de murga —y que terminó siendo pionera:

Tenemos un arquero

que es una maravilla:

ataja los penales

sentado en una silla.

En 1926, con Mérico en el arco, Boca ganó el campeonato con 67 goles a favor y 4 en contra: era un abuso. Jugó hasta 1929 y se retiró a los treinta. Entonces le dio por la melancolía y empezó a escribirla en verso:

“Las canchas me hacen penar,

porque ya no puedo jugar.

Entonces, mi bien, ¿a qué ir?

¿Recuerdas a un muñeco de gris?

Todos los aplausos eran para ti,

los golpes, los denuestos, para mí.

Escuchemos, querida, por radio el partido,

está muy fría la tarde,

y más frío el olvido”.

Tesorieri fue de los primeros en conocer esa forma de la fama; quizá por eso fue de los primeros, también, en sufrir la tristeza de descubrir que, a los treinta años, ya era sólo un recuerdo.

Boca Juniors fue campeón en 1919,1920, segundo en 1921 y 1922 y de nuevo campeón en 1923 y 1924. Es cierto que el campeonato estaba dividido en dos y que varios de los buenos estaban en la otra asociación pero, aun así, el xeneize se había convertido en uno de los equipos poderosos.

El fútbol ya era uno de los divertimentos principales de los porteños y era, también, una fuente de complicaciones y violencia. Ya se hablaba, como siempre, de los buenos viejos tiempos: «La falta de castigo de los violentos es una causa de que los escándalos se reiteren», decía Crítica y reseñaba lo habitual: «Un árbitro ha tenido que ser sacado de la cancha en compañía de un regimiento de vigilantes. Por otro lado, que el jugador Fulano de Tal tenga que ser llevado a un hospital a consecuencia de una jugada loca, y luego que el dirigente Sultano encierre a los jugadores en una casilla hasta aclarar ciertos hechos vandálicos. Y así un domingo tras otro como si los espectadores y jugadores fuesen a las canchas con el exclusivo afán de divertirse ocasionando escándalo con el intento de desprestigiar nuestro football. Las familias que otrora acudían a las canchas, poniendo entre los aficionados las figuras gentiles del bello sexo, brillan hoy por su ausencia», decía Crítica, y ofrecía una solución: «Si se clausuraran las canchas de los clubes que permiten esos escándalos, el mal se cortaría bien pronto y de raíz».

En ese clima de incertidumbre, Boca no paraba de ganar, pero el club todavía no estaba a la altura. En 1922 los dueños del terreno dé Pérez Galdós y Ministro Brin, donde estaba la cancha, lo reclamaron y la Comisión tuvo que tomar una decisión. Las buenas campañas habían traído algo de plata: resolvieron comprar un terreno en Brandsen y Del Crucero —que después se llamaría Del Valle Iberlucea— y construir una cancha nueva, propia. Era un problema: mientras durara la obra, el equipo tendría que andar de acá para allá, jugando de prestado. Además era un salto riesgoso, pero valía la pena intentarlo. Los muchachos que habían fundado el club, los hijos de los tanos inmigrantes, ya eran laburantes o tenderos o artesanos con tallercito propio. Yrigoyen le dejaba paso a Alvear, los que habían llegado a hacer la América ya la estaban haciendo, y haciendo la clase media argentina: la Argentina.

En poco tiempo el club pasó a tener ocho mil socios: la mayoría se acercaban por el fútbol, pero ya había otras actividades —básquet, pelota paleta, bochas, box— que convertían a Boca en un centro de reunión dentro del barrio. El año anterior el otro equipo grande de la zona, River Plate, había escapado: consiguió un terreno en Palermo y se dejó encandilar por las luces del norte. Boca se había quedado con el barrio y ya lo desbordaba. En eso estaba cuando saltó el escandalete: Crítica, el diario de Botana, salió a denunciar que los jugadores de Boca eran profesionales.

—¿Cómo, profesionales? Si los muchachos juegan por la gloria.

—Por la gloria y por una moneda, don Giuseppe.

Es cierto que Boca ya pagaba premios a sus jugadores. No era un sueldo, pero esos incentivos no correspondían a la idea de amateurismo que había predominado. Empezaba a derrumbarse la noción de que jugar al fútbol era un pasatiempo y/o una patriada.

La nueva cancha se inauguró el 6 de julio de 1924, con un amistoso contra Nacional de Montevideo: 2 a 1. Dicen que la palabra «bostero» nos viene de ahí: porque al lado de la cancha había una Fábrica de ladrillos donde usaban bosta de caballos como combustible —y que el olor era tremendo. De todas formas, en esos días y por muchos años, sólo nuestros enemigos nos decían bosteros. La nueva cancha, con o sin bosta, era la más grande de Buenos Aires: en sus gradas de madera cabían veinte mil espectadores —y entre ellos, ese día, estaba el presidente Alvear, varios de sus ministros y un ramillete de embajadores extranjeros. Boca merecía una visita de estado: el origen se estaba terminando. Il Bucca, el clubcito de los viejos genoveses, había despegado.