Teoría del Bostero 10
La Doce
Al Foca lo conocí en una sala de espera del aeropuerto de Kuala Lumpur. Ya llevábamos como treinta horas de viaje y todavía nos faltaban diez o doce; la ruta a Japón puede ser infinita.
—¿Ustedes son periodistas?
Preguntó el Foca y yo y dos más le dijimos que sí. Yo estaba volviendo al periodismo deportivo, o algo así: iba a cubrir el Mundial 2002 para un programa de televisión. Después le preguntamos si él también. Era, de alguna forma, gentileza: no lo parecía.
—No, yo soy hincha de Boca.
El Foca era tamaño familiar, morocho, buena panza, y estaba yendo a Tokio con sus amigos M. y M.; los tres habían conseguido —vaya a saber cómo— una cantidad de entradas para el Mundial y viajaban por razones de trabajo: para hacerse unos miles revendiendo. En aquella escala nos contaron un par de historias —y lamenté mucho no poder grabarlas. Después, ya en el aeropuerto japonés, un raro nipón vino a buscarlos en una camioneta pintada de azul y oro con estrellas; el Foca me pasó un número de celular y quedamos en quizá llamarnos. Pocos días después Julio Grondona salió en Clarín diciendo que no había barras argentinos en Japón. Yo lo leí, pensé que no era muy muy cierto y llamé al Foca:
—Hola, Bigote, cómo estás.
—Bien y vos.
—Bien. ¿Estás en tu hotel?
—Sí.
—Ah, entonces aguantá un rato que vamos para allá.
Me dijo, antes que yo pudiera decirle que quería entrevistarlos. Media hora después los tres bosteros estaban con sus bolsos en la vereda de mi hotel de Roppongi:
—Che, estamos en bolas. Todavía no pudimos vender nada y no tenemos un mango. Nos tenés que hacer un gran favor.
El Mundial no había empezado —y el negocio de reventa tampoco. Era casi lógico que no tuvieran fondos.
—Sí, Bigote, tenés que aguantamos dos o tres días en tu hotel.
—Pero hermano, mi habitación es así chiquita, no hay lugar.
Es cierto que yo tenía cierros prejuicios.
—No seas hijo de puta, Bigote, vos también sos bostero, no nos podés dejar así en la calle.
También eso era, de alguna forma, cierto. El Foca, M. y M. llegaban a mi pieza sin que nadie los viera y dormían en unos almohadones en el suelo. Tres noches compartimos el albergue: en esos ratos los escuché contar historias de la Doce —donde llevaban muchos años aunque ninguno tuviera más de treinta. Antes de que se fueran les grabé la entrevista:
—El grupo nuevo quiere tratar de que no haya mucha violencia. Es más fiesta, queremos que Boca gane y hacemos fiesta en la tribuna y nos vamos a nuestras casas.
—Pero a veces hay goma…
—Sí, a veces sí, pero si se puede evitar, este grupo que hay nuevo lo trata de evitar.
—Al final son más buenos que Lassie…
—No, no somos tan buenos. Pero ahora está muy controlado, hay mucha policía en las canchas, los pibes están muy marcados.
Después me dijeron que aunque los ingleses frieran diez veces más, ellos el jueves no iban a correr porque Boca no corre y que si estaban en el suelo se iban a levantar y seguir peleando aunque estuvieran por matarlos y que si podían ver los partidos todo bien pero que habían venido para hacer diferencia y que lo que más les impresionaba de Japón era su cultura:
—Ellos tienen cultura, son muy tranquilos, no se enojan por nada. El otro día viajamos en el tren y nos colamos, como todo argentino. Y cuando quisimos salir teníamos que pasar unos molinetes y les dijimos que perdimos el boleto y fueron muy amablemente a hacernos pasar. Si estaríamos en Argentina te hacen pagar el doble o te coimean o te quieren llevar en cana. Acá son muy distintos, tienen otra cultura. A mí me gustan.
Dijo el Foca, y le pregunté qué le gustaba de ser argentino:
—Y, lo mejor es el espíritu que tenemos nosotros. Eso que nos odian en todos lados porque nos imponemos, donde está el argentino siempre es más que otros, no arruga ni en pedo. Eso es lo lindo que tenemos los argentinos. Vos donde ves un argentino siempre hay quilombo, la pilotea en cualquier lado…
Fueron mis primeras vacaciones con la Doce.
Para millones de argentinos, la Doce es un nombre amenazante: el de la barra brava más famosa, la encarnación de una forma del mal. Algunos la presentan como la hinchada más fiel y seguidora, y otros —o, a veces, los mismos— como una banda de animales fuera de la ley: bestias, monstruos, bárbaros, salvajes son palabras que aparecen, sin comillas, en los diarios. Ni siquiera los hinchas de Boca se ponen de acuerdo sobre ellos:
—Yo ahora voy a la Tribuna de socios.
Dice Julio Lozano, que supo ir a la zona de la Doce:
—Lo que pasa es que si vas a la Doce te podés comer un garrón, que te afanen, por ejemplo. Es una boludez que te afanen los de tu propia hinchada. Pero igual me gustan los de la Doce: me gustan a lo lejos.
—No, yo a veces voy con ellos. El año pasado, por ejemplo, entré a Independiente en el medio de la barra brava y me sentí totalmente seguro. Jamás sentí violencia ni agresión en carne propia por parte de la hinchada de Boca.
Dice Hugo Noval, un ingeniero de cuarenta y pico que pasó de la Boca a un barrio cerrado en San Fernando: un señor bien sucedido. Es lo que notó Pablo Alabarces, el doctor en fútbol, en muchas hinchadas:
—Los otros hinchas de pronto hablan pestes de las barras —que son unos delincuentes mercenarios hijos de puta, que por culpa de ellos hay violencia, todo eso— pero también están orgullosos de la propia: es la que tiene más aguante, los muchachos nos defienden, en tal viaje me salvaron la vida.
—Yo siempre me acuerdo de cuando descubrí la tribuna de Boca, a fin de los ochentas. Tenía trece años y fue increíble ese partido, porque era como descubrir esa atmósfera que rodea al fútbol, ese folklore. Era una época de mucha violencia en el fútbol y no había tantos controles como ahora. Entonces te encontrabas con muchos mamados y mucha movida marginal que, por un lado, me daba mucho miedo pero también esa cosa de decir aguante la gente de Boca.
Dice Martín Bentura, veintipico, empleado público:
—Ir a la cancha era esa cosa de ser guapo, del aguante: la Doce es lo mejor y no la corre nadie, y todo eso. Pero con el tiempo la cosa se va relajando y uno termina viéndola de otra manera. Ahora no me interesa la Doce, porque son todos mercenarios. Mejor sería que se contratara a un grupo que cante, aliente, lleve los bombos, pero que no haga quilombo ni afane.
Es una de las ideas más habituales: que los de la barra son hinchas diferentes porque encontraron una forma de profesionalizarse, de ganar plata con el fútbol o, por lo menos, de seguir a su equipo a todas partes sin pagar por eso. El fútbol es un negocio en el que, salvo los hinchas, todos ganan: jugadores, dirigentes, intermediarios, periodistas, empresarios del espectáculo, fabricantes y vendedores de productos deportivos. Todos le sacan plata, y el hincha basa su orgullo en poder decir que él es el único que no. Pero los barras son, supuestamente, los hinchas que no cumplen con ese requisito.
—La barra es como la burocracia de la hinchada. Hay cosas genuinas, porque los tipos vienen de abajo, siguiendo al club y todo eso, pero hay algunos que al final usufructúan todo eso: como la burocracia de un sindicato, igual. Pero forman parte del folklore, son los muchachos, tienen que estar.
Dice Pablo Alabarces. Y un técnico de fútbol me contaba que en un equipo —grande— donde trabajó, una noche fueron ocho o diez barras a la concentración y se sentaron a charlar con varios jugadores. Y se empezó a hacer tarde y él se acercó a pedirles que se fueran, todo bien, muy amables, y ellos lo invitaron a un café:
—No se embale, maestro, usted acá está bien, gana guita, los empleados ganan, los periodistas ganan, los dirigentes se la llevan, el cocacolero se la lleva, acá todos se la llevan… ¿Los únicos boludos somos nosotros, que encima nos hacemos cagar a palos por la policía, por los contrarios, por todo el mundo? No, nosotros queremos nuestro pedazo también.
Y el técnico me dijo que se quedó helado porque le parecía que la idea tenía cierta lógica:
—Y los jugadores lo aceptaron: les daban el dos por ciento de los premios.
Es uno de los temas. En cualquier caso, las barras son un territorio misterioso, gran productor de enigmas y malos entendidos —y algún escándalo de tanto en tanto y, alguna vez, la muerte.
—Vos ya sabés con quién estás hablando.
Dice, casi conspirativo, cuando por fin consigo su número, el contestador del celular de Rafael Di Zeo, la cabeza visible de la Doce. Rafael Di Zeo es un muchacho de cuarenta y de Lugano que empezó a salir en los diarios cuando aquella pelea con los de Chacarita y terminó de hacerse mediático en octubre del año 2003, la noche en que la policía lo fue a buscar a su departamento de Flores para detenerlo por orden del juez Mariano Bergés. Los diarios contaron que le habían interceptado una llamada a su novia suboficial de policía y la acompañaron hasta el edificio. En la planta baja la novia zumbo atrasó a sus colegas reclamándoles la orden de allanamiento; el hincha aprovechó la ventaja para descolgarse con una sábana hasta el noveno piso y escaparse por los techos. La historia es bonita y puede que, además, sea cierra. En el departamento, dijo la policía, había una 38 y una mágnum; Rafael Di Zeo siempre diría que se las plantaron.
Di Zeo cayó preso dos meses más tarde, en la puerta del estudio de su abogado: las entregas pactadas suelen ser así. De hecho estuvo menos de tres semanas en la cárcel; el primer día de 2004 salió a la calle con fianza.
—¿Te parece que uno que te llama sabe con quién está hablando? ¿Vos sos ese tipo que la gente cree?
Le preguntaré, cuando consiga verlo, y él me dirá que a él, de últimas, que sepan o no sepan le importa tres carajos:
—Yo no quiero que sepan. A mí lo que me importa son mis amigos. La gente sabe quién soy por los medios, por lo que vendieron en su momento de mí. A mí me vendieron como un monstruo y por supuesto no lo soy. La cosa está clara: la gente que es buena conmigo, yo soy buena con ellos. A mí no me importa cómo son con los demás, a mí me importa cómo son conmigo. Si con los demás el tipo es un remal tipo, es un hijo de puta, a mí eso no me interesa.
—¿Y los que son malos con vos?
—Yo les voy a responder de la misma forma.
—¿Cómo?
—Si son malos yo voy a ser malo con ellos, es así.
—¿Y en qué consiste ser malo?
—Yo qué sé, según de dónde lo mires, hay distintas formas.
Dirá y se quedará callado, sonriente, como quien dice para qué te voy a contar, y yo le preguntaré qué es lo peor para él.
—La traición. Lo peor es la traición. Y más en un hombre: un hombre que te traiciona no es hombre.
—¿Y la traición de las mujeres no es tan grave?
—Bueno, la mujer te puede traicionar en el amor. Y ahí ya sabés lo que tenés que hacer: salidera, la puerta de la jaula está abierta. Pero la mujer es distinta, porque de chica la crían de otra manera. Entonces por ahí le podés aceptar algunas cosas que no le vas a aceptar a un hombre… Yo siempre me manejé con códigos, los códigos de la calle. Yo no necesito que me firmen ni firmar nada, cuando comprometo mi palabra yo la cumplo. Vengo de una familia que me enseñaron eso, mi viejo italiano… nosotros cuando empeñamos la palabra la cumplimos.
—¿Qué más dicen los códigos?
—Y, yo no mandaría en cana a nadie, ni a mi peor enemigo. Yo mis problemas con mi peor enemigo los arreglo yo solo, en la calle. Yo estuve en cana, sé lo que es estar en cana, a nadie mandaría en cana, yo. Eso también es código.
—¿Y qué más dice?
—Dice un montón de cosas, viste. Pero son cosas más secretas, más privadas de nosotros.
Me dirá Rafa Di Zeo cuando por fin lo encuentre.
Me trataron como a una reina. Los muchachos de la Doce aquella noche, me trataron como a una verdadera reina.
No fue, me queda claro, amor a primera vista. Yo había llamado muchas veces a M., mi compañero de cuarto japonés, y nunca habíamos conseguido arreglar una cita. Pero aquella noche, ya desesperando, me dijo que fuera a la Bombonerita, la cancha de básquet del complejo de Casa Amarilla: me dijo que él no iba a estar pero que hablara con P. para que me atendiera. P. estaba y me atendió muy bien; había, también, varios cientos de muchachos más: la Doce se encuentra, dos horas antes de cada partido, en la Bombonerita; de allí salen marchando.
—Así que estás haciendo un libro de Boca, qué bueno. ¿Y cómo va a ser?
Me decía uno. Yo le contaba y después le preguntaba algo.
—No, andá preguntale a Rafa.
Me cortaba.
—Esta pasión de Boca te hace que el resto no te importa un carajo. Esto es más que la vieja. ¿Vos sabés cuántos días de la madre me he pasado acá?
Me decía otro y yo le preguntaba.
—No, acá el único que habla es Rafa, papá. Los demás somos todos as de bastos.
En el playón había mucho movimiento: el trabajo de sacar los palos, desenrollar los trapos, templar los bombos, ultimar detalles de organización, saludarse, besarse. En el medio de todo, un grandote de pelo blanco cortado taza tipo Martín Karadagian caminaba con aire mayestático: lo seguía una corte en zapatillas de correr. La corte iba cambiando pero, en general, estaba hecha de muchachos que le pedían entradas. Él repartía. Tenía una frase, una palabra para cada uno pero, cuando lo fui a saludar, Rafael Di Zeo miró para otro lado; enseguida, quince o veinte muchachos grandes me miraron muy torvo. Era un despilfarro: uno solo alcanzaba para desgraciarme sin esfuerzo.
—Che, ¿qué está pasando?
P. me dijo que los muchachos decían que yo les había soltado la mano: que había hablado mal de ellos alguna vez y que ahora venía a hacerme el bueno. Yo me puse casi digno y le dije que para nada, que no había hablado mal de ellos por la simple razón de que nunca había hablado de ellos, que yo solía hablar de otras cosas, y que no entendía de qué estaban hablando. La confusión duró varios minutos muy molestos; después Fernando Di Zeo, el hermano menor, jogging de Boca y una gorra de béisbol, vino a decirme que estaba todo bien, que ya salíamos para la cancha, que marchara con él. Y ahora caminamos, cientos, por calles de la Boca. Todo sereno, casi callado, pasos en el asfalto. Los contrarios están a cientos de metros, cantidad de policías y vallas de por medio. Hay controles: hacemos cola, nos cachean.
—Yo creía que entraban más directo.
—¿Ves que todos se creen cosas de nosotros? No, a nosotros también nos cachean y yo prefiero que me cacheen y me filmen, así después si se arma cualquier quilombo van a ver que yo no tuve nada que ver, que yo no tenía nada.
Me dice Fernando Di Zeo. Los policías nos palpan con algún cuidado; al costado, una pila de encendedores se hace grande. Aunque palpan también con sus prejuicios: yo tengo uno y nadie me lo saca.
—De nosotros se dice cualquier cosa. Vos vas a ver que la mitad no es cierto. Es pura mala Fama. Pero ojo, la mala fama te jode y te sirve. Con las hinchadas contrarias te sirve para hacerlas arrugar; con los jueces te mata. La mitad es mala fama, ya vas a ver.
Ya voy a ver —ellos van a tratar de mostrármelo. Soy el único invitado a una gira de prensa por la tribuna de la Doce.
—Te dicen barrabrava, barrabrava. ¿Y qué es barrabrava? Un término que utilizó cierto periodismo para vender diarios y revistas, y darle una emotividad, una explosión al título. Pero, barrabrava, barrabrava…
Dirá el Rafa Di Zeo, casi hamlet, cuando por fin pueda charlar con él. No ha sido fácil. Al día siguiente del partido me dio una cita, nueve de la noche, en una estación de servicio de Barracas. Llegó una hora más tarde, con tres amigos tamaño familiar, y nos sentamos a tomar un cafecito. Entonces me empezó a preguntar cómo iba a ser el libro —este libro— y quién estaba y quién no estaba y qué había dicho quién y el resto de los datos. Después de un rato largo me dijo bueno, dale, la podemos hacer; yo saqué el grabador y él me dijo sí, no, pero no ahora:
—Ahora estoy hasta las manos, estoy llegando tardísimo a otro lado.
Quedamos para dos días después pero no vino, y para tres más tarde pero menos, y pasaron otros diez de llamadas sin éxito y ahora estamos de nuevo en la Bombonerita. Son las cuatro de la tarde, un sol que raja, y los muchachos de la Doce están por jugar su partidito semanal. El Rafa tiene pantalones cortos, las piernas flacas blancas, una pulsera con la virgen en la muñeca izquierda.
—Yo digo que somos la barra de Boca, pero barrabrava… ¿Por qué? ¿Porque te subís al paraavalancha a alentar a tu equipo? ¿Porque alguna vez te has peleado? ¿Y quién no se peleó alguna vez en su vida? Yo quisiera saber si todos esos alguna vez no se pelearon, me entendés? ¿Qué iban, al colegio de señoritas, que no se pelearon? Es la gente de este país, que vive en una hipocresía terrible.
—¿Entonces vos cómo te definís?
—Como un tipo común y silvestre, hincha de Boca, que daría la vida por Boca.
—Pero cuando dicen que no parecés un barra lo que están diciendo es que no sos morocho…
Le digo, recordando algo que él mismo dijo hace unos meses: «¿O te creés que para ser de la Doce hay que ser de una villa? El problema que tienen conmigo es que se creen que soy un negro de mierda, que ando todo el día diciendo “eh, papá, te doy un tiro”. Y se equivocaron: no soy ningún negrito de mierda. Lo que no quiere decir que si alguien me busca, no voy a reaccionar».
—¿Sabés por qué lo dicen? Porque cuando me conocen se dan cuenta que tengo algo acá adentro del bocho, no aserrín. Cuando Ríe el tema de Béliz, Bergés, Quantín, Castrilli y todos esos, vinieron por nosotros pensándose que éramos cuatro negros que estábamos improvisando, que andábamos borrachos todo el día con dos nueve en la cintura amenazando a la gente por la calle. Y se encontraron que no somos cuatro negros, que pensamos, que no es así.
—¿Y cómo es?
—Y, no es así. La Argentina cambió. Esa es la Argentina de otro tiempo, esta es distinta. Ahora hay que usar la inteligencia también, porque si no te sabés manejar terminas como ellos quieren que terminemos, todos culo p’arriba.
Los muchachos se mueven cual escuadrón estrictamente organizado: parece que cada cual supiera lo que tiene que hacer y, cada tanto, Fernando o Rafael dan una orden casi imperceptible, un movimiento de cabeza, medía palabra, una mirada. Los muchachos suben, van a sus lugares, colonizan el espacio de la tribuna con sogas y banderas retorcidas que la atraviesan de arriba abajo, en vertical: los trapos sirven para marcar el territorio y, sobre todo, para agarrarse cuando hay que pasar más de dos horas marcando el ritmo de los cantos en equilibrio sobre un fierro. Todo sucede sin gritos, sin corridas: con la precisión de lo que ya se hizo tantas veces.
—Una buena hinchada es un laburo de toda la semana.
Dice Fernando, y habla por su celular. La Doce es el reino de los celulares: todos se comunican todo el tiempo, frases cortas y pocas consonantes al final.
—Con el paso del tiempo nos vamos organizando. Cada uno sabe lo que tiene que hacer, todo lo que cada uno hace lo trata de mejorar, y va saliendo bien.
Me dirá su hermano Rafael.
—Claro, se ve que ustedes armaron una estructura en que cada uno tiene una función, sabe cuál es su lugar, su jerarquía…
—No, no tiene jerarquías la hinchada de Boca. Si tuviera jerarquías sería una institución, una institución de gobierno. No tiene jerarquías.
—Bueno, vos sos el jefe.
—No, yo soy un representativo más, no soy el jefe.
—Los muchachos siempre dicen no, si querés saber algo anda a hablar con el Rafa, acá el que habla es Rafa.
—Sí, pero porque tengo ascendencia con ellos porque me ven como alguien por ahí que la gente me entiende más, o por ahí me expreso mejor…
—No seas modesto.
—No soy modesto. Por ahí me ven como un referente de ellos, pero la hinchada de Boca no tiene jefatura ni nada que se le parezca. Somos un grupo de amigos, más que nada un grupo de amigos. Yo siempre digo que somos una familia, una familia.
—Cuando estás ahí vos sos el que da las órdenes, el que dice para dónde hay que ir…
—No, yo puedo decir vamos a hacer esto o lo otro pero también está en cada uno si lo hace o no lo quiere hacer.
—Sí, pero en general lo hacen. Todos aceptan que el que tiene derecho a decir qué se hace sos vos.
—Por eso te digo, porque me ven como un referente, entonces lo aceptan.
—Bueno, eso es ser el jefe.
—No sé, un jefe da órdenes. Yo no doy órdenes.
—¿Das sugerencias?
—Posiblemente sugiero o creo o pienso que por ahí es mejor de esa forma y el que lo pueda aceptar, bien.
—¿Cómo se gana esa posición?
—Y, con el paso del tiempo, con los códigos que se manejan dentro de la hinchada. Te imaginas que yo no hace dos años que estoy en esto.
Yo me imagino —y me imagino, también, algunas razones por las cuales Di Zeo prefiere no decir lo que todos te dicen: que es el jefe. Su ex jefe y modelo, José Barritta, el Abuelo, se pasó más de siete años preso como «jefe de una asociación ilícita». Él mismo, ahora, tiene una causa pendiente con la misma acusación —junto con su hermano y quince muchachos más— por la pelea con Chacarita, y las penas van de cinco a quince. Después le diré que su hermano me había hablado del trabajo en la semana:
—Sí, claro, por eso yo digo que esto es una familia porque nosotros todos los días estamos en comunicación, nos hablamos, tenemos una amistad más allá de los noventa minutos que juega Boca. Que yo voy a tu casa, que vos venís a mi casa, que hay un cumpleaños y vos venís con tu señora, con tus hijos, y eso hace que todos estén comprometidos con la misma causa, que es Boca. Que lo hacés por la amistad que nos une. Por eso Boca es distinto a los demás. Los demás no hacen eso. Nosotros lo manejamos como una gran familia, y los demás no.
Hay tratados y tratados escritos sobre el tema: cómo se logra esa situación en que la pertenencia al grupo es más fuerte que la conciencia individual: entonces uno se arriesga, hace lo que sea. Es lo que siempre se fomentó en los ejércitos —pero en ellos se conseguía a través de la obediencia y la repetición. Acá parece ser, más bien, respeto e identificación.
—¿Y cuántos son los que están siempre en contacto?
—Y, mínimo unas cien personas, ciento cuarenta, el núcleo más íntimo. Y el que le sigue lo triplica, calculale cuatrocientas y pico.
—¿Y a quién no dejan entrar?
—Y, no dejamos entrar a nadie que no conozcamos. Primero hay que conocer a la gente. Viste, por ahí pueden escuchar algo que no tienen que escuchar. No porque van a cometer un ilícito, si yo voy a cometer un ilícito se va a enterar todo el país, yo soy muy conocido. No, es porque si escuchan cosas que no tienen que escuchar por ahí después juegan al teléfono descompuesto y eso hace un chusmerío, y el chusmerío entre hombres, viste, te lleva por el mal camino.
—¿Pero de qué tipo de gente decís yo no quiero que esté en la hinchada de Boca?
—No, yo no digo eso, a la hinchada de Boca puede venir cualquiera. Después nosotros sabemos quién puede estar más allegado o menos allegado, sabemos el lugar que le corresponde a cada uno, si podés confiar y el tipo puede estar cerca de la gente que está cerca de nosotros, o no. Es como todo grupo, ¿viste?
—¿Puede ser un cana, un chorro…?
Le pregunto y él asiente con sonrisa, como quien se divierte alarmando mi supuesta moral y demostrándome que no entiendo el principio. Hasta que digo un violador y ahí sí que reacciona:
—Nooooo, obviamente que como todo código de vida a los violines no los queremos, porque el que viola después mañana puede violar a tu señora, a tu hija, a tu hermana, a quien sea. Pero los demás no, tranquilo. Puede ser cualquiera. Para mí cada uno de su vida hace un pito y lo toca cuando quiere, viste.
Me dirá Rafa y, con sus matices, me lo dijo Fernando:
—Si alguien se afana un banco todo bien, si la hace y le sale bien yo lo saludo, es su elección, y el banco también le afana a todo el mundo. Pero que vengan a afanarse la cadenita del pobre pibe que está acá en la tribuna no, hermano: esos sí que son unos hijos de mil de puta. A esos los corrimos a todos, tuvimos que hacer una limpieza y los corrimos.
La tribuna de la Doce es —te cuentan— un territorio controlado.
El partido está por empezar. Rafael Di Zeo está subido en el fierro central, justo detrás del arco de la Casa Amarilla, a media altura; un poco más abajo, en el siguiente, su hermano Femando. Los rodean los muchachos: muchos morochos, abundancia de panzas, tatuajes, buenos lomos. Los cuerpos de la Doce no tienen nada que ver con el reino de la anorexia dominante: son cuerpos sin control, llenos de excesos. Ni con el concepto en-este-cuerpo-nunca-pasó-nada —y si pasó que no se note, disimular, plastificar. No, los cuerpos de la Doce exhiben sus historias: pasiones, desparramos, combates en las cicatrices, cervezas en las panzas. Entre los dos hermanos van sacando los cantos; Fernando, sobre todo, le hace señas sutiles a uno que está parado delante de la banda, y ahí empiezan:
Boca,
mi buen amigo,
esta campaña volveremo a estar contigo.
Te alentaremos
de corazón,
esta es tu hinchada que te quiere ver campeón.
No me importa lo que digan…
La banda, más atrás, suena impetuosa: varios bombos, redoblantes, trompetas, una especie de tuba. Fernando me muestra toda esa gente acá adelante: son varios cientos y parecen tranquilos:
—Hay que darles trabajo a todos los pibes: que si vos agarras este palo, que tenés que ocuparte de recoger los trapos, lo que sea. Hay que ponerlos a laburar para que tengan algo que hacer.
Rafa, después, abundará:
—Los cráneos que están en la seguridad deportiva en este país dicen no, banderas grandes no porque ahí abajo se drogan. Yo quiero saber si ahora que no hay no se drogan; se drogan más que antes, entonces no jodamos, son pelotudeces. Decime cuál es la violencia que ejerce una bandera, un bombo, una trompeta, unos papelitos. Esas son pelotudeces. Si vos tenés banderas, tenés bombos, en los códigos de la hinchada lo más preciado es la bandera, el bombo, entonces cada uno los cuida como si tuviera un lingote de oro en la mano. Eso hace que vos tengas a la gente ocupada, y la gente que está ocupada no desvía la mente en otra cosa, en ir a hacer embrollo por ahí, que se drogan, que se van a afanar, que si hay una pelea están todos en el quilombo. Eso los mantiene tranquilos, pero si vos se lo sacas los ponés para que anden todo el día dando vueltas a ver qué quilombo pueden hacer. Lo que pasa es que la gente que está en la seguridad nunca estuvo en una tribuna de fútbol, nunca la vivió. Pero tendrían que bajarse del caballo ese blanco de San Martín y hablar con la gente y preguntar bueno muchachos expliquennos cómo es, pero eso no lo van a hacer, son demasiado pelotudos.
—Son unos truchos, las autoridades, dicen que quieren acabar con la violencia y hacen todo lo contrario. Parece que lo que quieren de verdad es que haya más quilombo. ¿Sabés qué pasa? Que hay muchos que ganan guita con el quilombo. La policía, las empresas de seguridad privada…
Dice Fernando. El negocio de la seguridad del fútbol mueve mucha plata: sólo la Policía Federal recibe unos cuatro millones por año por cuidar estadios: su trabajo más rentable después de guardar bancos —con mucho menos riesgo. Por eso la policía, de vez en cuando, tiene que mirar para otro lado, permitir que se crucen un par de hinchadas y fomentar el caos —para volver a hacerse necesaria. Y también están las empresas de seguridad privada y los fabricantes de sillas destrozadas, vallas, alambrados, mangas inflables, cámaras de video y tantas otras herramientas seguristas.
—No, el barrio está imposible. Con los bolivianos que hay, y los peruanos, los peruanos son terribles. Está hecho mierda, el barrio, ahora en la Boca te das vuelta y te afanan. Hay que sacarlos a todos, a esos tipos.
Comenta, a mi lado, un hincha bien argento. La doctrina de la inseguridad está triunfando en todas partes. Yo, acá, estoy tranquilo: Fernando me puso dos muchachos para que me cuiden y me atiendan. No me lo dijo, pero se hace más y más claro que G. y R, están pendientes de cada movimiento que hago —o que, más bien, intento. Son atentos. G. me cuenta que levantó quiniela durante veinte años pero que ahora cambió de actividad porque no se puede hacer lo mismo toda la vida —dice, y se ríe socarrón. R. no cuenta nada: trabaja como un pro y se calla la boca. Son eficaces: si me muevo cinco pasos para allá, ellos vienen conmigo; si alguien se acerca, están atentos. El partido acaba de empezar y huele a marihuana; R. mira alrededor y ve a un pibe con un porro. Le hace un gesto, discreto, con la mano: que se vaya. Yo le digo que alguna vez debo haber visto un porro y que no soy botón y que mejor me hubiera convidado, pero R. no se ríe. No por nada, pero no se ríe.
Llueve. Me estoy mojando como un perro y además perdemos 1 a 0 con unos brasileños. Los muchachos, a mi alrededor, cantan y cantan, saltan en diez centímetros de caño y miran, muy de tanto en tanto, de reojo, lo que pasa en la cancha. Yo soy el exquisito que quiere ver el fútbol entre las piernas de los que están subidos a los fierros, entre los saltos de los que están al lado, entre los brazos. Después, ese otro día, Rafa Di Zeo me contará que lleva más de veintisiete años en la hinchada, desde que tenía doce o trece, cuando dejó de ir a la platea con su padre y se vino a la popular, con el Abuelo, y me dirá que del Abuelo aprendieron casi todo.
—El Abuelo era un fundamentalista. El día que perdimos con el Barcelona 9 a 1 me llamó a mi casa y se quería suicidar con una galletita. Y sabía todo lo que pasaba en el plantel. Estaba al tanto de las reuniones que tenían los jugadores, de qué hablaban, y tenía reuniones con ellos. Todo por el gran amor que le tenía a Boca.
Me contó Ernesto Secchi, que estuvo muy cerca de esa gente:
—Un sabado a la noche yo llego a casa y me llama por teléfono Guillermo Cóppola. Era pleno conflicto entre los jugadores y la dirigencia. Me dice che, estamos en mi casa, vení que estamos con el Abuelo y los jugadores discutiendo y necesitamos un neutral. Si no, se cagan a trompadas en cualquier momento. Entonces fui.
El Abuelo, en esos años, también creó la Fundación Jugador Número 12, que sigue funcionando. En sus primeros tres años, a principios de los noventas, recaudó tres millones y medio de pesos/dólares; entre sus contribuyentes, según la policía, estaban Mauricio Macri, Roberto Digón, Guillermo Cóppola, Ante Garmaz, Mario Pergolini y la familia Bello.
—Yo nunca en mi vida vi discutir a dos tipos cara a cara, nariz a nariz como el Gringo Berta y el Abuelo ese día. Los jugadores estaban en conflicto, no jugaban, Boca había perdido con Temperley y con Chicago 5 a 0, y para el Abuelo eso era una ofensa que le impedía salir a la calle, no era un resultado de un partido de fútbol, era una afrenta a su amor propio, peor que si le metía los cuernos su mujer. Y Berta le decía yo no te tengo que dar ninguna explicación a vos, ni darte plata. Yo vivo de esto, si me pagan juego y si no, no. Pero José no lo entendía, estaba ciego, era un talibán. Después, con el paso del tiempo, se le fue la cosa de las manos. Sobre todo el tema de la droga pudrió todo.
«El tema de la droga» siempre dio vueltas por ahí pero se incrementó en la segunda mitad de los ochentas, cuando la cocaína ganó un espacio en la tribuna. Ahora, dicen, está más controlada, y después Di Zeo me dirá que sí, que el Abuelo fue un maestro para ellos, y que en su momento les dio el lugar que ellos buscaban:
—Pero nosotros también nos lo ganamos, eh, porque ahí nadie te regala nada.
—¿Tenés que pelearla mucho?
—Sí, tenés que pelearla. Antes la peleábamos todos los domingos, de distintas formas. Antes todos los domingos era un quilombo la cancha. Hoy no pasa nada, hoy es todo chamuyo flaco de tipos que están luqueando, que lucran con esto de la violencia en el fútbol. Violencia del fútbol era antes, antes todos los domingos era combate. Si un domingo no combatías no habías ido a la cancha.
Me dirá Rafa, y que eso se acabó en el 94, «después de la muerte de los hinchas de River»:
—Ahí tomaron medidas… Es simple: cuando la policía se puso las botas y dijo bueno, esto lo tenemos que manejar nosotros, se terminó. Es simple: si vos no podés cruzar para allá y ellos no pueden cruzar para acá, seguro que no te peleas. Entonces se acabó, ¿entendés? Hoy un partido que juega Boca hay ochocientos policías mínimo y antes había doscientos.
—¿A vos te gustaba más antes?
—Y, era más lindo.
Dice, se ríe, le brillan los ojitos oscuros:
—Era lindo. ¿Sabés lo que pasa? Lamentablemente, lo que se sufre es cuando hay un muerto. Pero la culpa de eso viene a consecuencia del tema de armas. Porque si vos te peleás a piñas, o a palazos… de esos me han dado cincuenta mil, me he peleado cincuenta mil veces, ¿o te creés que todas estas cicatrices en los ojos, la cabeza, la espalda, las tengo porque soy así? No, son cosas que pasan en una pelea, en la calle y en cualquier lado.
Dice Di Zeo y con un dedo se recorre marcas, historias de la calle, sus trofeos. Es curiosa la idea de poner el cuerpo, de pelear «por los colores»: para defender una bandera, un espacio, el orgullo amenazado de un equipo: tan curiosa la idea de jugarse la vida por esas abstracciones que uno podría sospechar que lo que importa es demostrar que uno es capaz de jugarse la vida —y que el resto son justificaciones. Era, poco más o menos, lo que hacían los caballeros medievales cuando elegían una dama que nunca besarían y proclamaban que era por ella que se subían a su caballo y se trenzaban a lanzazos con un desconocido. Era lo que hacían cuando no había justicia sino resolución entre dos partes: el más fuerte gana y el que gana tiene la razón. Las barras establecen una legalidad propia —fuera de las reglas caretas—, donde gana el más mejor: el que tiene más aguante. El que es más macho.
—Pero el problema se desfiguró cuando empezaron a aparecer armas. ¿Y sabés quién lo desfiguró? Los equipos más chicos. En los años ochenta y pico, para defenderse de otros clubes que tienen más gente tiraban un tiro al aire, otro tiro al aire, hasta que después empezaron a tirar para abajo. Y después ya todos hicieron lo mismo, no podías ir sin un fierro porque si no el otro te pegaba un tiro, y se empezó a desfigurar todo, y terminó en lo que terminó, ¿entendés?
Dice Di Zeo: el fierro, antes, estaba en contra de los famosos códigos, y de repente entró y lamentablemente el problema es cuando hay un muerto, viste. O muchos: en los cincuenta años que pasaron desde 1939 hasta 1989 hubo —sin contar la famosa Puerta 12— 22 víctimas: una cada más de dos años. Y en los últimos quince los muertos ya son 41: casi tres por año. El movimiento se acelera.
—Antes de las armas la cosa era como cuando uno era chico en el barrio, la calle de tierra, que re peleas por la pelota, por jugar al fútbol, por cualquier cosa, con tus amigos. Nada más que en la cancha los que te peleas no son tus amigos, pero una pelea no le hace mal a nadie. Tampoco quiero que sea un hábito de todos los días, pero digo que en esa época me gustaba más que ahora, era más linda la cancha. Era más lindo.
Dice Di Zeo y le suenan los teléfonos. Tiene dos, no paran de sonar, los cambia todo el tiempo. Yo le pregunto si ahora cortaron la cuestión de los fierros:
—Yo digo que el que lleva un fierro a la cancha es un tarado. Hay un problema: vos vas sin nada y viene un guacho y te saca un fierro y te da un tiro. ¿Cómo te defendés? Las manos no te alcanzan, si te dan un tiro no te dejan acercar. Ahí está el problema. Entonces siempre está esa suspicacia que decís no, por ahí trae un fierro, y cómo me defiendo.
—¿Y qué hacés?
—Y, hay veces que no podés hacer nada.
—Y tenés que ir con un fierro.
—No, hay veces que no podés hacer nada y tenés que aguantar como venga. Yo también estoy en contra de eso. Yo te digo que las armas que tiene la gente de este lado, que no es ni policía ni ejército, son para los pibes que están robando y que las usan para tirotearse con la policía, no para nosotros. Si nosotros no vamos a ir a tirotearnos con la policía… entonces para qué querés un arma. Es medio ridículo, entendés.
—¿Y si los de enfrente vienen con fierros?
—Y bueno, viste, qué vas a hacer. Nos darán un tiro, nos darán dos. Después van a tener que aguantar, es así.
—¿Pero ustedes prefieren no llevar nada?
—Yo prefiero no llevar nada.
Dice, y habrá que creerle, y le pregunto cómo puede estar seguro de que los otros mil que van con él tampoco lleven «nada»:
—Ahí está el problema. El problema está en que alguien viene y trae un fierro y vos te enterás cuando ya le dio un tiro a alguien, y ahí ya es tarde, ¿qué podés hacer? Ahí ya no tiene más remedio.
Boquita lo está dando vuelta: tres goles en menos de diez minutos —y después otro más, pero la Doce apenas interrumpe sus canciones para gritar los goles. Me parece que la idea es que ellos deben influir en el partido —no dejarse influir por el partido.
—Nosotros lo dimos vuelta. Fuimos nosotros, papá, no viste cómo lo dimos vuelta.
Me grita Fernando. De hecho, la progresión de los cantos tuvo su sentido: cuando parecía que el equipo se iba al bombo largaron aquello de movete xeneize, movete, movete y deja de joder que esta hinchada esta loca: hoy no podemos perder. Después, cuando la cosa mejoró, fue vamos Boca vamos, nosotros alentamos, ponga huevos que ganamos y ahora me parece que ya estamos a punto de cogernos a los negros del Brasil —o alguna delicadeza semejante. El lugar común pretende que la corrección política no es la marca de la casa. Y supone también que los que están a mi alrededor deberían ser chorros, dealers, matones bien pagados. Después le preguntaré a Rafa Di Zeo qué hay detrás de esa fama y él me dirá que no lo sabe ni le importa mucho:
—En la hinchada de Boca tenés de todo. Yo no le pido certificado de buena conducta al que viene a la hinchada de Boca. Si vos andas robando andás robando, si vos te drogás te drogas, y si vos vendés droga vendés droga, son problemas tuyos. Después que terminó el partido y que vos te fuiste, a mí no me importa si vos salís con dos nueves a robar el lunes a la mañana o si te fumaste diez porros con tu vieja o si compras cincuenta kilos de cocaína y la vendés en la puerta de tu casa: eso es problema tuyo. A mí qué me importa. Es tu vida, vos sabés lo que hacés. En eso no me puedo meter, entendés. Yo voy a tratar de que no lo hagás acá, porque el rebote siempre es para el lado de nosotros, la pelota la tiran siempre para nuestro lado. Nada más.
Supongo que la imagen de los barras como delincuentes también tiene que ver con sus supuestas actividades extradeportivas: con el hecho de que nunca está muy claro de qué viven, cómo se bancan. Cuando se lo pregunte, Di Zeo se quedará callado unos segundos.
—Mirá, nosotros mucho lo hacemos con el tema de las peñas, que Boca tiene 280 peñas. Como las peñas organizan fiestas, nosotros vamos y de pronto hacemos autografiar una camiseta o una pelota y la rifamos, y con eso vamos haciendo nuestra plata, es una colaboración para nosotros. Eso es lo que más nos reditúa. Después hay otras cosas, viste…
—¿Qué cosas?
—Y, hay otras cosas, hay de todo. Hay empresarios que son fanáticos de Boca, que quieren colaborar con la hinchada de Boca. En este país hay diecisiete, dieciocho millones de hinchas de Boca, imaginate que hay empresarios que son de Boca y que tienen mucha plata.
—¿Y ustedes los miran feo para que pongan el mango?
—No, para nada, es una cuestión de ellos. ¿Sabés para qué podemos ir a pedir plata? De pronto si queremos viajar, ir a un Mundial, a alguna parte. Vos sos un empresario hincha de Boca y te conocemos… ¿Qué te puedo decir? Adrián Suar. Un tipo que es fanático de Boca: vas y le decís Adrián no me das una mano que la hinchada de Boca quiere viajar. Y te puede ayudar como te puede decir mirá, no te puedo ayudar. Y va en él, todo va en él.
Martín Souto me dice que el «profesionalismo» de la barra cambió ciertas conductas: que antes el que se agarraba a piñas quedaba como el más guapo y nada más, pero ahora no.
—Ahora el que se agarra a piñas o saca un revólver después hace negocio con eso, crece en una organización que le resulta rentable. De pronto le sirve para no pagar la entrada, para viajar gratis, escabiar o tomarse un pase gratis y que algún jugador te dé la camiseta: esos son los barras de los equipos chicos. En los grandes ya están los profesionales, que le sacan mucho más al asunto. Ahí sí que hay guita en serio. Y son personajes absolutamente marginales que encuentran un espacio de expresión y de poder. Ahí los pibes juegan a la mafia con muchísima seriedad. Y me costaría creer que no hay connivencia con los dirigentes. Si en este momento Macri tiene una connivencia con la hinchada no tiene que ver con usufructuarla, sino con elegir el único camino posible. Es como la mafia, hay que pagarle protección.
Dice Souto y yo le preguntaré a Di Zeo si ellos se consideran como profesionales —visto que están la mayor parte del tiempo dedicados a esto:
—Bueno, algunos…
—Vos, por ejemplo.
—No, no, yo laburo en el gobierno de la ciudad, yo tengo mi laburo ahí. Ta bien, es el gobierno de la ciudad.
Dice con tono Pepitito Marrone y se ríe y vuelve a decir que claaaaro, ta bien, es el gobierno de la ciudad, que es piola, es el gobierno de la ciudad, es piola, y se sigue riendo y yo le pregunto si también se dedican a pegar carteles para una campaña o cuidar actos políticos y él me dice que cuando era chico, con su hermano, militaban en el justicialismo, allá en Lugano pero que ahora ya no, que Boca los llevó para otros lados. Yo le insisto y me dice que sí, que algunos de la hinchada sí lo hacen:
—Y sí, algunos lo hacen, pero el grupo más íntimo nuestro no lo hace, porque si andas en esa te diferencias: vas a un acto justicialista y no a un radical o socialista o comunista, entendés, y mañana vienen los vueltos por culpa de esas cosas. Vos sos libre de ser del partido que quieras, pero cuando suben al gobierno se acuerdan de que estabas enfrente y te quieren matar. Entonces mejor no meterse. Ojo, nosotros somos peronistas, realmente, porque siempre vivimos eso, pero eso no quiere decir que no haya gente de otros partidos que tenga códigos. Yo creo que el peronista es un tipo piola, pero hay radicales que son piolas, comunistas que son piolas: eso va en la persona, la conducta, lo que aprendió en la casa.
Hablan de la Doce: todos hablamos de la Doce. Periodistas, dirigentes, hinchas; todos hablamos y me parece —por experiencia propia— que nadie sabe mucho. O, mejor: que los que saben son los que no hablan. Meses antes, en su comando de campaña, camisa oxford y su saco de tweed, Mauricio Macri me había dicho que su relación con la Doce era una relación afortunada:
—Sí, afortunada. Porque recordemos que justo un par de años antes de que nosotros tomemos la presidencia de Boca estalló el problema con la presidencia anterior, con ese camión en que pasaban los hinchas de River y lamentablemente hubo un muerto, entonces se enjuició a toda la barra, los jefes terminaron presos, entre ellos Barritta, el Abuelo. Entonces nosotros llegamos al club y no había jefes, estaban descabezados, dispersos. Así que transcurrimos sin problemas durante un tiempo. Y después empezaron a ordenarse, y hubo más problemas, pero nunca pasaban a mayores. Era siempre lo mismo, que si la policía los dejaba pasar o no los dejaba pasar por los controles, hasta que vino el problema con Chacarita: ahí se armó un escándalo, nosotros nos enojamos muchísimo. Fue un desastre, vos rompiéndote el alma para que Boca vuelva a ser algo respetable en el mundo entero y esas imágenes en todos lados, tremendo, un dolor enorme. Entonces fuimos a la policía y les dijimos que había que tomar represalias, y ahí empezaron las amenazas de ellos de que se volvía a un sistema permisivo, que les demos entradas, que se los deje entrar, que la policía no los corte tanto, o nos hacían perder puntos con las bengalas. Entonces nosotros nos negamos y yo le avisé a la AFA que estábamos en esta política y me dijeron sí, metanlé, pero cuando los tipos tiraron el bengalazo en la cancha de Newell’s, la AFA nos sacó los puntos y nos hizo perder el campeonato. Fue terrible, porque vos hiciste algo en beneficio de todo el sistema y te castigaron sacándote los puntos.
Rafael Di Zeo ha negado muchas veces cualquier responsabilidad en ese «bengalazo» que le costó a Boca varios puntos: él, ese día, no estaba en la cancha. Pero Macri lo sigue creyendo responsable:
—Entonces ahí la relación fue peor todavía. Pero después… el deterioro de la Argentina es tan feroz que me imagino que para la policía debe ser difícil decirles a ellos que no pueden entrar a la cancha de Boca pasando por arriba de los molinetes cuando los piqueteros hacen lo que quieren.
Decía Macri: era la hora del aviso:
—Los piqueteros toman un edificio público, toman una comisaría, toman Repsol, la policía tolera todo eso por orden del gobierno, ¿cómo les va a decir a los tipos que no pueden pasar por arriba de los molinetes? Llegó un momento en que nuestros controles vinieron a decirnos que si la policía no ponía límites ellos tampoco podían jugarse la vida en los molinetes, y yo no puedo exigirles que se la jueguen por cincuenta mangos. Entonces volvimos, ante la pasividad de la policía, a que salten por arriba de los molinetes, que hagan lo que hacen.
Yo los vi, más bien, entrar muy cuidadosos con entradas —y no creo que esa parte fuera actuada para mí: Di Zeo ya estaba repartiendo entradas antes de saber que yo los estaba mirando. Macri me dijo que su relación con la Doce, ahora, está en nada:
—Nada, cero, cero.
—Pero alguien los apoya para llegar a todos lados.
—Pero no del club. Nunca me va a dejar de sorprender la bandera que llevaron a Japón: pesa quinientos kilos, debe costar una fortuna llevar una bandera de quinientos kilos. Hay mucha política en el fútbol. En Boca hay mucha política, y los tipos tienen muchos vínculos con el sistema político.
—¿Cómo qué?
—No… vos revisá los cierres de actos políticos de los últimos diez años. Mirá las fotos que hay y vas a encontrar… no un barra de Boca, barras de todos los equipos. Ahí está la verdad de la milanesa.
—¿Y en tus actos no?
—Cero. Cero.
—¿Vos decís que realmente no hay ninguna relación entre el club y la Doce?
—No. Muchos son socios, pagan su cuota, juegan al fútbol en el playón. Pero nada más. La verdad que hemos tenido mucha suerte. Pero yo no juzgo a los demás equipos: en un estado ausente hay que bancarse ir a la cancha y tenerlos ahí, que te apreten, que te maltraten, que tu familia… Para mí es fácil, soy el presidente de Boca, tengo custodia por ese puto secuestro… pero bueno, alguna vez se va a aplicar la ley, pusimos las cámaras de televisión, gastamos una fortuna para nada. Para nada.
—¿Y con Macri cómo está la relación?
Le preguntaré, después, a la otra parte:
—No, es muy fácil; Macri presidente de Boca, nosotros hinchas de Boca. Él es el presidente del club que nosotros somos hinchas, no hay otra relación.
—¿Pero habilita cuando hay que habilitar?
—No, con él no tenemos esa clase de relación. Es más, creo que lo mejor es no tratar de estar cerca de él, porque no le sirve a él ni a nosotros.
Si yo fuera malpensado me preguntaría si no tienen un acuerdo que consiste en decir que no tienen ninguno. No lo hago; por suerte, yo soy Heidi.
—Bueno, el club a ustedes les da entradas, esas cosas.
—El club a veces se porta bien y otras veces no se porta bien. Nosotros tratamos de manejarnos con nuestros propios medios, así no le debemos nada a nadie, y en el momento en que tengamos que usar la política nuestra porque nos parece que algo está mal la podemos usar sin que nadie nos venga a decir no, no, ustedes no se olviden de que yo les di tal cosa. Y lo mismo con los jugadores… A eso voy cuando te decía que no somos iguales que los demás. Es vox populi que todos les van a pedir plata a los jugadores.
Dirá Rafa Di Zeo: vox populi. Me da casi vergüenza que me sorprenda que lo diga. Y después me dirá que les pregunte a los jugadores de Boca si alguna vez él les fue a pedir plata.
—Bueno, si fuera cierto seguramente igual me dirían que no.
Yo se lo había preguntado a varios y, en efecto, me habían dicho que no.
—No, no es así. Te van a decir que no, y es la verdad. Yo soy de ese pensamiento: qué le voy a pedir plata a un tipo que juega en mi club, que mañana no lo puedo putear porque después me va a decir no, yo te di diez pesos, te olvidás que yo te di diez pesos. Y yo no necesito diez pesos de los jugadores.
Dirá Di Zeo y me dirá una vez más que todo está en los códigos y que por eso respeta a «una persona que no quiere nadie pero que tiene códigos» —y se callará esperando que me intrigue. Yo me intrigo:
—No es una cuestión de sentimientos, pero yo a Carlos Menem lo respeto.
—¿Por qué?
—Porque tiene códigos, cumple las palabras que empeña…
—Claro, dijo que iba a hacer el salariazo y la revolución productiva…
—No, no me importa lo que hizo en público, yo te digo con Rafa: la palabra que empeñó conmigo, en su momento, la cumplió.
—¿Qué palabra?
—Ah, no, eso es secreto, no te lo puedo decir.
Dice, y pone cara de no te digo más pero cómo te gustaría que te dijera. Es cierto: cómo. Pero así es el juego. Entonces le pregunto por alguien con quien lo vincularon muchas veces: el dirigente radical Coti Nosiglia.
—Y, lo conozco, obviamente que lo conozco. Un tipo espectacular, uno que tiene el código. Y a esas personas yo las respeto. Es así, hay algunos que tienen y hay otros que tienen menos palabra que un telegrama. Esa es la diferencia.
Ahora Boquita ya hizo el cuarto y hay hinchas en otras tribunas que cantan la de siempre: y siga siga siga el baile al compás del tamboril que esta noche nos cogimos a los negros del Brasil. Fernando la tapa con unos versos que yo no conocía: que esta noche les ganamos y no vamos a Brasil. Es extraño. Primero imagino que están tratando de evitar una sanción por discriminación o algo así y me sorprende lo políticamente correcto de los muchachos —pero después le pregunto a Femando Di Zeo por qué la paró:
—No, porque la habían largado afuera, y eso no es así. Acá los que largamos las canciones somos nosotros, viste. Nosotros no cantamos lo que largan del otro lado. Acá el motor somos nosotros.
En la Bombonera hay clases, jerarquías, disputas de poden A veces resultan irritantes. Otras, reveladoras. Pero es cierto que cuando la Doce no estuvo, el sonido de la cancha se pareció demasiado a otros sonidos, a otras canchas.
—Para mí es un error muy grave tomar a la barra brava como un grupo de mañosos, bandoleros. En definitiva son hinchas de fútbol, mucho más primitivos que cualquiera de nosotros, por supuesto, y que tienen códigos de los lugares de donde provienen.
Me había dicho un dirigente muy conocido —conocido, también, por hablar siempre en off:
—Ellos tienen códigos donde determinadas cuestiones no son delitos punibles sino parte de su vida diaria. Pero no permiten que se robe en la tribuna, que agredan a las mujeres, que se hagan negocios sucios ahí, como vender falopa. Todo está centralizado: es un funcionamiento mucho más organizado. Ahora la tribuna está bastante mejor que hace unos años. Antes era más violento, más salvaje, no había ninguna disciplina, te robaban, manoseaban a las mujeres. Eso llegó a un momento terrible con la matanza de los hinchas de River en la Boca, pero a partir de ahí hubo un cambio: primero cambiaron los que conducían la barra brava de Boca, porque los anteriores cayeron todos presos, y los tipos entendieron que no se podía seguir con un sistema de tal violencia. Ellos se hacían jefes por el grado de violencia que desplegaban, por cuántas banderas se robaban de la otra hinchada, esos eran los méritos que te hacían subir en la escala. Y ahora en cambio es mucho más cínico: tienen una cierta disciplina, conducen a la tribuna y tienen un manejo económico que les permite sostenerse. Lo otro era una pasión salvaje liberada en su estado natural: vos tenías una cadenita y le gustaba a alguno, te pegaba un tirón y te la sacaba y si te resistías te cagaban a palos entre veinte. O me gusta esta mina y voy y me la llevo. Ese es de River, lo matamos, chau. Era violencia liberada en estado puro. Hoy hay un control de la hinchada por estos grupos organizados, donde hay un código de lo permitido y lo no permitido; cuando se vulneran esos códigos ellos ejercen su autoridad para restablecerlos. Es así de cínico. Y a cambio el club les da ciertas ventajas, la infraestructura que les permite seguir conduciendo: entradas, micros, viajes. Ese es el acuerdo con el club.
Me dijo, con la claridad que da el anonimato —y muchos años de conocer el paño. Entonces le pregunté si no podría existir el fútbol sin las barras:
—Yo creo que el fenómeno de la hinchada sin la barra es el que yo viví cuando te afanaban, te maltrataban. La barra vino a ordenar la hinchada. Si liberas eso es muy jodido. Si vos hoy metieras en cana a todos los cabecillas de la barra brava de Boca el domingo nosotros no podríamos ir a la tribuna —ellos sí podrían, los que tienen mecanismos de defensa de otra naturaleza, que se van a meter púa, van a hacer lo que sea— pero ninguno de nosotros podría ir tranquilo a la cancha como va hoy, que sabés que no te afanan, no re meten la mano en el bolsillo, no te tocan a la mina. En eso la barra ha tenido el efecto de disciplinar la cancha.
Me dijo y me pareció más que interesante el corolario: que los miles que vamos tranquilos a la cancha podamos debérselo a aquellos que, en principio, todos vituperan. Más tarde se lo comentaré a Rafael Di Zeo:
—Y es así. La equivocación de muchos es querer desarticular por la cabeza. Y la cabeza es la que hace que no pase nada en las canchas. Si no estuviéramos nosotros yo quisiera saber cuánto dura que no haya quilombo en la tribuna de Boca. Y si no, fíjate lo que pasaba cuando nosotros no estuvimos: se robaban todo, desastre, quilombo, peleas a cada rato.
—O sea que ustedes servirían para mantener el orden.
—Obviamente. Yo siempre digo que para el hincha de Boca no hay nada mejor que otro hincha de Boca, y a mí no me gusta para nada que al hincha de Boca le roben, que lo maltraten, nadie, ni otro hincha de Boca ni la policía, nadie. Porque a mí tampoco me gustaba que me lo hagan, yo también viví esa experiencia, entonces yo soy el primer defensor de que no lo hagan. Y ya te digo, por ahí hay veces que pecamos de ser tan… de tener esos códigos. Ponele, lo que pasó con Chacarita acá en la cancha de Boca, la segunda vez, que nosotros fuimos y cruzamos para el otro lado. Lo hicimos porque si los de Chacarita pasan y llegan a entrar a la platea de Boca qué pasa, qué hubiera pasado. El juez nunca se preguntó eso, no le importó; le importaba salir en los diarios y tenerme a mí, me entendés. Entonces, cuando uno salta en defensa de los mismos hinchas de Boca, vienen y te dicen son asesinos, son delincuentes… Y bueno, que nos caratulen como quieran. Nosotros sabemos cuándo tenemos que actuar y cuándo no. También nos podemos equivocar, como todos, pero creo que ese día no nos equivocamos. Yo lo volvería a hacer, yo volvería a ir en defensa de los hinchas de Boca. En esa platea había chicos, mujeres, de todo. ¿Cómo no vamos a defender al hincha de Boca?
Es todo un punto: se suele pensar en la Doce como una banda de bárbaros desenfrenados; yo creo que son lo contrario: un cuerpo de control, los que consiguen imponer un orden en la tribuna —un orden cuya amenaza son, entre otros, ellos mismos. Según un mecanismo clásico: cuando Maradona estaba internado en la Suizo Argentina, por ejemplo, dos docenas de muchachos de la Doce llegaron hasta la vereda de la clínica y empezaron a tocar el bombo y a gritar Diego querido el pueblo está contigo. Guardias del sanatorio vinieron a decirles que se callaran, que los pacientes y sus familiares se quejaban; entonces uno de ellos, el que los dirigía, puso en marcha el mecanismo:
—Sí, claro, pero para calmar a los muchachos hay que darles algo, contarles cómo está el Diego. Si querés yo puedo entrar, hablo con Tevez y vuelvo y les cuento, así se quedan tranquilos, ¿me entendés?
Es un sistema. El señor Off insistía en que es así, y que no va a durar para siempre:
—Yo no me lo imagino como algo permanente, pero tenemos que ir desactivando la violencia de a poco, y mientras tanto la barra cumple su función.
—¿Vos creés que se puede acabar la violencia en el fútbol?
Le preguntaré a Rafael Di Zeo:
—No. Nunca se va a acabar, nunca. ¿Sabés por qué? Es como todo, vos sos de Boca, de San Lorenzo, de River, y cada uno va por su club, es lo mismo que me digas que se va a acabar la violencia en los boliches. Nunca se va a acabar, porque van diez de acá, cinco de allá, cuarenta del otro lado, se tomaron un copetín de más y vos sos mi amigo y si te miran mal vos te peleás y yo me peleo por vos y el otro tiene sus amigos… y no se va a terminar, porque es una cuestión de la vida. La violencia va a estar siempre. La podés controlar, pero salí del medio a ver qué pasa.
Rafael Di Zeo se cansó de estar sentado: hace un rato que se sacó la remera y toma sol mientras habla, parado, caminando, agitando pulseras:
—Nosotros queremos cumplir un papel útil para el funcionamiento de Boca. Eso no quiere decir que nos vamos a dejar meter el dedo en el orto. Una cosa es cumplir un papel y tratar de ayudar, otra cosa es que nos lleven por delante: todo tiene un límite, si nos provocan nos vamos a defender, esto es así. Nosotros dimos la palabra que acá en la Bombonera no vamos a joder a nadie, vamos a dejarlos tranquilos a todos. Pero queremos que nos hagan lo mismo si vamos a otro lado. Ahí si nos joden nos vamos a defender, y después cuando vengan acá se la cobramos. Tranquilos sí, pero no pelotudos.
El partido ya fue. Los muchachos, por ahora, siguen en los fierros, gritan, llueve menos. G. me trae un vaso de pepsi con hielo y R. me dice que nos vamos con una buena diferencia:
—Y bueno, 4 a 1 da para ir tranquilo a jugar la revancha.
Me dice, y me quedo mirándolo.
—Sí, pero fue 4 a 2.
—¿En serio? No me digas.
Cantamos un rato más; después salimos. Todo sigue ordenado: yo camino cerca de los Di Zeo; a nuestro paso los hinchas se abren, miran, saludan con respeto. En la calle quedan algunos policías; un oficial también saluda.
—¿Cómo es la relación de ustedes con la policía?
—Nada. Ellos policías, nosotros hinchas de Boca.
—Pero vos vas y hablás y organizás con ellos cómo van a hacer…
—No, no, no.
—Bueno, lo has hecho.
—Por ahí en algún partido de trascendencia, un Boca-River que los periodistas empiezan a decir va a pasar esto, lo otro… que no sé de dónde lo sacan, ellos saben más que nosotros, que los vamos a esperar, que nos van a esperar, no sé, estos ven muchas películas de esas que venden los Estados Unidos. Entonces por ahí la policía se te acerca o quiere que te acerques para ver qué pasa… y ahí tenés que ir manejándolo, porque no está sólo la policía, es un problema de Estado, el gobierno que quiere que no pase nada, es toda una escalera.
Dirá Di Zeo, justo antes de ir a jugar su partido de fútbol. Y recuerdo una historia que me contó Alabarces:
—Hubo un River-Boca en Mar del Plata en el 2002 que fue genial. Se arma una podrida, medio chica, en la platea, y la policía tiene que intervenir. Ahí salta que había muchos menos agentes que los contratados, y termina media policía de Mar del Plata procesada. Y resultó que habían mandado un tercio menos porque habían hecho un acuerdo con las dos barras de que no hubiera quilombos. El acuerdo incluía que se repartía entre la cana y las dos barras la guita que sobraba por los canas que cobraban sin ir, o sea: les daban unos mangos para que no hicieran quilombo —y que entonces la cana pudiera no ir. Increíble. Y les falló porque se pelearon en la platea. A veces la cosa salta donde nadie la espera.
O, dicho de otra manera: en la Argentina actual nadie tiene el monopolio de la fuerza. Pero ahora está todo tranquilo. En la Casa Amarilla el otro partido acaba de empezar: la Doce contra unos amigos de Lugano. El muchacho de la número 11 tiene el pelo largo blanco, patas flacas, camiseta amarilla como sus compañeros, un trote desganado. El partido es trabado; el muchacho de la número 11 se queda arriba, espera que le llegue la pelota. El muchacho de la número 11 habla más que lo que juega y, sin embargo, casi todos los pases tratan de alcanzarlo. Son años: se nota que son años.