1940-1958
Boca y Perón, un Solo

Los jugadores todavía no eran morochos, pero los hinchas ya empezaban a serlo. Muchos de ellos, por lo menos. No los habitantes de la Boca, pero sí los que venían desde los barrios lejanos que le estaban creciendo a Buenos Aires. La famosa sustitución de importaciones de los treintas —la necesidad de fabricar aquí los productos que ya no podían comprarse afuera— le cambiaba la cara a la ciudad: desde las provincias del norte llegaban hombres y familias atraídos por la promesa de empleos mejor pagados en esas industrias y, también, de una vida más «civilizada» y más «moderna» —que incluía comodidades, servicios, perspectivas de progreso y, de yapa, el acceso a ciertos espectáculos. Los nuevos porteños podían ir de vez en cuando a un teatro, más a menudo a un cine o a bailar o a escuchar a un cantor de tangos reputado y, también, a la cancha. Algunos de ellos ya eran hinchas de los equipos de la capital en sus lugares de origen; otros se hicieron hinchas al llegar, como una forma más de adaptarse a su nueva condición. En esos años nadie discutía que Boca era el equipo más popular y que era, además, el equipo popular, el equipo del pueblo: una buena mayoría de esos «cabecitas negras» decidió ser de Boca.

Aquellos años fueron, de algún modo, el apogeo del fútbol argentino —o de una cierta idea del fútbol argentino. Nunca fue tanta gente a la cancha como entonces: en 1940, el promedio de entradas vendidas por partido superó las diez mil. Y se mantuvo en esa cifra hasta fines de los cincuentas, cuando empezó a caer. Muchos sostienen, todavía, que en esos días se jugó el mejor fútbol. Y tienen la suerte de que es puro mito, o sea: que no hay forma de contrastarlo con la realidad. Quedan relatos, recuerdos, fotos amarillas, los dos o tres minutos de un noticiero mal filmado: nada que nos permita hacernos una idea actual de cómo serían esos partidos —de cómo los veríamos ahora. Quedan, también, esas imágenes en que los jugadores —pantalón con piolín, pelos engominados, el bigotito anchoa— parecen señores mayores, gente seria. Faltaban, todavía, unos años para que la movida de los sesenta inventara la idea de una juventud con cara propia —en lugar de esos pequeños adultos que eran, hasta entonces, los jóvenes de veinte o veinticinco años.

Para Boca esos años empezaron a lo grande. Llevábamos cuatro años sin títulos por falta de goles, así que la Directiva se compró una delantera ya formada: tres tipos que la rompían en Ferro Carril Oeste. Eran un nueve, un diez y un once: Sarlanga, Gandulla y Emeal. Cada vez más, el privilegio de los equipos grandes consistía en chuparse los mejores jugadores de los chicos. Resultó, Aunque al principio del campeonato Independiente nos hizo siete en su cancha; el domingo siguiente los jugadores, con Lazzatti a la cabeza, entraron a la cancha preparados para la rechifla. Pero lo que los recibió fue una ovación estrepitosa: eso era, ya entonces, ser de Boca. Aquel día le ganamos 8 a 2 a Gimnasia y Esgrima.

Durante 1940 el equipo no perdió ni un partido en la Bombonera —sólo empató con Ferro— y el campeonato fue el más cómodo hasta entonces: cuatro goles a Racing, Lanús, Atlanta, San Lorenzo y Estudiantes, cinco a Rosario Central, Lanús e Independiente, los ocho a Gimnasia y Esgrima y la vuelta en la Bombonera cuando faltaban dos fechas, el día del 5 a 2 a Independiente, que terminó segundo a ocho puntos; tercero, trece puntos detrás, se quedó River.

Y era, sin embargo, un gran River: aquel equipo que se llamó «La Máquina», con esa delantera de Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau. Ese equipo de River ganaría los campeonatos del ’41 y el ’42 —y algunos opinan que el nombre no fue casualidad: dicen que ese equipo no jugaba como los criollos, que no estaba basado en la repentización de cada uno de sus integrantes sino en un juego colectivo muy aceitado, hecho de pases y relevos. Una máquina —un conjunto de piezas— en lugar de una suma de héroes individuales. Una máquina en una época en que la Argentina trataba de pensarse como un país mecánico, industrializado.

Y de nuevo aparecían hinchas y periodistas que se quejaban de que los partidos ya no eran lo que habían sido, que había demasiados jugadores marcando y que por eso bajaba la cantidad de goles, que el juego era más aguerrido y menos espectacular, que los equipos querían hacer un golcito y defenderlo. «Se ha empezado a jugar distinto, con un sistema particular de marcación al hombre o de zonas, mientras el ataque ha abandonado el pase corto para utilizar las entradas fulminantes por las puntas y el pase adelantado por el centro», escribía un cronista. Y Boca sabía jugar con esa táctica y, sobre todo, se consiguió los jugadores apropiados.

Boca campeón de 1943 y 1944 fue uno de esos equipos que tantos se aprendieron de memoria. Yo, que nunca los vi jugar, también lo sé: Vacca, Marante y Valussi. Sosa, Lazzatti y Pescia. Boyé, Corcuera, Sarlanga, Varela y Sánchez. Varios eran ídolos de Boca: el goleador habilidoso Jaime Sarlanga, el Leoncito Pescia, pura garra, Lucho Sosa, pura clase, Pío Corcuera, tan laborioso y tan bostero, el Pibe de Oro Lazzatti, el cinco histórico, catorce años en la primera sin siquiera una amonestación, el uruguayo Severino Varela y sus boinazos, Varela era uruguayo y ya tenía treinta años; por eso, cuando le propusieron venir a Boca, no quiso dejar su empleo público en Montevideo: cada domingo a la noche se tomaba el Vapor de la Carrera y se volvía a su ciudad; cada sábado volvía a Buenos Aires, y jugaba el domingo, Con ese ritmo de entrenamiento y concentración le alcanzaba: en esos dos años hizo, por ejemplo, todos los goles a River, y la Doce lo adoraba. Ese equipo estaba lleno de jugadores muy queridos. Pero Mario Boyé era el único con cantito propio:

Yo te daré, te daré niña hermosa,

te daré una cosa,

una cosa que empieza con B:

¡Boyé!

Dicen que Boyé fue profesional desde siempre: que cuando estaba en la sexta su padre le dijo que le pagaría tres pesos por gol, y que él se arregló con un compañero, el Yiyo Carniglia, para que le diera los pases y fueran miti y miti. Y que después, ya en la primera, era un puntero derecho rapidísimo con un tiro potente —muy potente— y una gambeta escasa, A veces los hinchas lo puteaban pero —como Varallo, como tantos goleadores— Boyé los callaba con goles; al final, ya vencidos, empezaron a llamarlo el Atómico: en esos días, la bomba había caído sobre Hiroshima y no había nada más nuevo, más definitivo.

Muchos viernes, aquel equipo se concentraba —la idea era muy reciente— en el hotel Las Delicias de Adrogué. Allí iba, de tanto en tanto, un escritor que situó en ese hotel uno de sus cuentos más renombrados; «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius». Es muy probable que el escritor, ya cuarentón, y los jóvenes jugadores se miraran con cierto recelo mutuo o, mejor, sin ningún interés. En esos días, el fútbol estaba muy alejado de eso que todavía se llamaba «cultura» —con las cejas arqueadas.

Además de concentrar, Boca tenía un director técnico, pero le decían entrenador: de hecho, salía a la cancha con un buzo azul y la E cosida en la pechera. Se llamaba Alfredo Garasini y había jugado en todos los puestos de la primera de Boca entre 1916 y 1928 —arquero incluido. Garasini armó un equipo basado en una defensa muy sólida y dos o tres variantes ofensivas. Pero no se atribuía ningún mérito:

—Jueguen como saben, muchachos. Los que ganan son ustedes.

Les decía a sus jugadores antes de mandarlos a la cancha. O, si tenía que darles indicaciones cuando ya estaban adentro:

—¡Dale, pibe, hacelo por Boca!

Y ellos ganaban: dicen que River tenía mejor equipo pero que los dos años aflojó al final, para empezar a construir su mito gallináceo. Aquellos dos campeonatos, con River segundo cada vez, fueron festejadísimos: «Si los boquenses celebraran sin desbordes de entusiasmo el advenimiento de una nueva estrella, dejarían de ser boquenses. La diferencia entre Boca Juniors y todos los otros equipos, y todos los otros clubs no radica en la calidad del conjunto ni en el estilo de juego, ni siquiera en el historial, sino en el temperamento incomparable de su público. De un público que es la barriada misma, extendida a todo el país», decía entonces Félix Frascara en El Gráfico. Aquellos títulos tan festejados fueron, también, los últimos en mucho tiempo.

En octubre de 1945 los cabecitas salieron de las tribunas y entraron a jugar en la política argentina. El peronismo fue la irrupción plebeya. A primera vista, un triunfo xeneize o, dicho de otra manera: los mismos que ganaban cuando ganaba Boca tenían la sensación de haber ganado en la escena nacional. Nunca pudo saberse si Perón era de Boca —como muchos dijeron— o de Racing —como dijeron muchos— o si nunca fue nada más que peronista. Pero lo cierto es que el cantito parecía legítimo y sonaba a menudo:

Boca,

Perón,

un solo corazón.

Un solo corazón, en todo caso, los reunía: millones de solos corazones. Y, sin embargo, el peronismo fue uno de los peores períodos en la historia —deportiva— de Boca Juniors.

Al principio parecía que sólo nos faltaban cinco guitas para el peso. En el ’45, ’46 y ’47 salimos segundos —de River, San Lorenzo y River otra vez—: No estaba mal pero no era suficiente, y los directivos compraron jugadores que no funcionaron y los balances daban pérdidas. En 1948 todo siguió siendo confuso: el equipo se había reforzado con una cantidad de extranjeros y locales pero no funcionó. En julio se desató el conflicto.

Eran tiempos de sindicalización de todos los trabajadores —y los futbolistas no podían ser menos. Futbolistas Argentinos Agremiados —que ya llevaba cuatro años preparándose— pedía libre contratación, sueldo mínimo, apertura del libro de pases y el reconocimiento de su gremio. «Cuando los futbolistas entren en el sistema de libre contratación se habrán terminado los negocios y acuerdos de dirigentes; se acabarán las transferencias por sumas fabulosas y a simple préstamo; se sanearán las finanzas de los clubes y las oscuras y retorcidas reglamentaciones viciadas de inconstitucionalidad darán paso a las generosas y humanas leyes de la Nación», decía uno de sus comunicados, en un tono muy de época. «El jugador se sentirá ser humano, adquirirá el sentido de la responsabilidad y de la emulación elevando su estándar de juego y, consecuentemente, vendrá un respeto mayor por el compañero». La huelga duró, con sus idas y venidas, casi seis meses: juveniles, extranjeros y unos pocos carneros animaron partidos que muy pocos miraban.

—Nosotros reclamamos una mejora económica y de trato porque entendimos que éramos tratados como cosas, como objetos y que la remuneración no estaba acorde con la situación que se vivía en el país en esa época.

Le contará años más tarde a Osvaldo Bayer Adolfo Pedernera, que entonces jugaba en River y después sería gran formador de juveniles de Boca. Dicen que, en esos días, los jugadores mejor pagados de Boca ganaban, entre sueldo y primas, unos 12 000 pesos por año: alrededor de 4000 entradas generales, unos 40 000 pesos actuales.

—Pretendíamos elevar el trato social porque el jugador de fútbol y los boxeadores eran los dos deportistas a quienes en ese tiempo se consideraba de menor envergadura social, de menos grado de preparación. Antes, en las transferencias, el jugador no cobraba absolutamente nada. Con la huelga se conquistó que nos dieran un quince por ciento del precio de venta. Fue la huelga más grande que hubo.

Al fin los dirigentes aceptaron un acuerdo, lo firmaron y no cumplieron ni una palabra. Ahí se armó el éxodo: sólo a Colombia se fueron casi sesenta jugadores argentinos, de los más destacados. Mario Boyé, el Atómico, se lo contaría a Bayer, casi resentido:

—Nosotros defendimos a los que ganaban poco y al final nos tuvimos que ir los que ganábamos bien. Las estrellas nos tuvimos que ir y quedaron los pobres diablos que eran los que defendíamos. Cortaron el pacto, arreglaron con los dirigentes y nosotros emigramos. No quisieron respetarnos las cláusulas que teníamos establecidas y optamos por irnos. Yo, por ejemplo, me fui a Italia. Así vino el desmantelamiento del fútbol argentino.

Hasta la gran huelga del ’48 el fútbol argentino ganaba todo afuera: campeonatos sudamericanos, copas contra Brasil, Chile o Uruguay, lo que hubiera —en años en que no había mundiales por las guerras. Pero el éxodo le produjo un retroceso grave. Y, mientras tanto, las sospechas seguían: para tratar de aminorarlas, la AFA contrató árbitros ingleses —que, por alguna razón confusa, sonaban menos corrompibles. Aquella vez trajeron ocho y los ocho trajeron una innovación: para poder identificar a los transgresores, obligaron a que cada jugador llevara un número en su camiseta.

Boca perdió a varios jugadores importantes. Y en 1949 estuvimos, por única vez, al borde del descenso. «Ir último y batir records de recaudación, hacer brillar refulgente la llama de la esperanza y luego soportar el soplo que la tornaba vacilante, pero sin llegar a apagarla jamás; volver los camiones de los estadios chorreando gente y al embanderado grito de “¡Boca!”, cuando se había perdido una vez más, eso es privilegio y patrimonio de la institución que supo adentrarse en el corazón del pueblo», escribió en esos días Borocotó. «Boquenses que ya estaban apartados de ese trajinar de cancha en cancha, que vivían en el retiro de sus apacibles hogares o entretenían sus tardes domingueras en otras cosas, volvieron a los tablones nada más que para alentar a Boca, porque Boca los precisaba en esta cruzada».

Boca llegó al último partido —contra Lanús— con 25 puntos; Lanús y Tigre tenían 26, Huracán 24. Si perdíamos nos íbamos a la B. La Bombonera ardía y Cherro, como vieja gloria autorizada, bajó al vestuario a pedirles a los jugadores que se dejaran todo en la cancha: esa tarde ganamos 5 a 1.

El fútbol llevaba décadas como política de Estado, mimado por los distintos gobiernos que querían sacarle réditos diversos, y el peronismo mantuvo la tendencia. Pero le agregó un elemento: no sólo se apoyó en el fútbol como espectáculo —en el fútbol profesional y los grandes equipos y las pasiones que podían despertar— sino que incorporó a su política la práctica. Pocos emprendimientos fueron tan característicos de aquel peronismo como los campeonatos Evita: cada año, unos doscientos mil chicos participaban en esos partidos y recibían camisetas, pelotas de cuero y buena atención médica. Los campeonatos Evita suponían la organización de esos miles de chicos: su incorporación a una institución que llevaba el nombre de la Jefa Espiritual. (Y muchos años después Silvio Marzolini, que ganó de todo en Boca Juniors, me mostraría que la única copa que campea en el living de su casa es la que le dio Perón como campeón Evita, a sus doce o trece).

Pero no sólo el gobierno usaba el deporte; la iniciativa individual también lo usaba. «El jugador actual que ha escalado posiciones ya no es aquel esquinero de chancletas y pañuelo al cuello», escribía un cronista de la época. «El dinero le ha permitido alternar en ambientes en los que, insensiblemente, se ha educado. Los viajes han sido, para muchos de ellos, la mejor escuela. Quienes han viajado con delegaciones futbolísticas en los últimos años pueden apreciar ese cambio fundamental. Bien vestidos, correctos, saben sentarse a una mesa de hotel con dignidad. Y aquellas “indiadas” de antes, esas de echar agua en las camas, atar sábanas, y miles de bromas, algunas de ellas pesadas, ya no son cosa de futbolistas».

Lo mismo —casi exactamente lo mismo— me diría cincuenta años después un técnico de Boca, comparando a los jugadores de ahora con los de entonces —pero no hay época que no crea que todo en ella es nuevo. En codo caso el deporte era, ya definitivamente, una de las formas más veloces de ascenso social en un país que se dedicaba con fervor a buscar modos para ese ascenso. Tres deportes concentraban la atención. El automovilismo estaba reservado a los que podían hacerse con una máquina: no contaba tanto el propio cuerpo como los recursos necesarios para prolongarlo. El box suponía la necesidad de abrirse paso a trompada limpia: poner el cuerpo a golpes y pesares, exponerlo. El fútbol, en cambio, era el modo más limpio de lograrlo: el arte de trampear con la pelota, de esquivar enemigos, de mostrar la habilidad para el engaño. El más seguro. Aunque ese ascenso social, de todas formas, no era comparable con el que vemos ahora. Aquellos jugadores se hacían famosos y conseguían «un buen pasar» —un buen sueldo, una casa, algún ahorro— pero no se convertían, en millonarios: uno de los ídolos de Boca de esos días, el Nano Gandulla, se rompió los meniscos al bajarse de un colectivo en movimiento.

Quizá Boca y Perón juntos fueran demasiado, y no pudo funcionar. Boca seguía sin encontrar su fútbol. El apoyo de los hinchas seguía intacto, los socios aumentaban, la directiva compraba más y más jugadores, pero el equipo no se armaba y parecía que le faltaba, incluso, la garra de siempre. En 1949 buscaron de nuevo a Garasini para que fuera el técnico, y el viejo no se pudo negar. Uno de sus primeros partidos fue contra Colón en Santa Fe. La noche anterior se sintió mal pero se hizo el tonto: aquella tarde, parado junto a la línea de cal, el buzo con la E, Garasini actuó aquello de la vida por Boca Juniors y se cayó redondo, muerto de un infarto. Durante muchos años su nombre fue sinónimo de xeneize de ley: la muerte ayuda mucho en esas cosas.

Pero no había caso: salimos segundos en el ’50, sextos en el ’51, décimos en el ’52, sextos en el ’53: algo se había perdido y, sin embargo, cada vez había más hinchas. Tantos que en 1953 se inauguró la tercera bandeja y la iluminación de la Bombonera. En aquellos días los muchachos llegaban temprano, con el sándwich de milanesa en el bolsillo, para ver la tercera y la reserva. Si se quedaban con hambre se compraban veinte guitas de Chuenga, unos caramelos como piedras que vendía un señor que —decía— los fabricaba en su casa. En el campo, unos fulanos disfrazados de caramelos Sugus saltaban y bailaban mientras sonaban los jingles de Pulmosán, de Casa Gold o de Palmieri Hermanos. Eran años de cambio: cada vez había más rebeldes que no se ponían sombrero para ir a la cancha.

Y el club lanzó otra campaña de conscripción de socios. La prosperidad popular ayudaba: en menos de un año pasó de 30 000 a 44 000. Y se compró un anexo, para intentar una vez más lo que nunca había funcionado: instalar una avanzada de Boca fuera de la Boca. El predio nuevo era una manzana entera en un barrio alejado y no muy recomendable, demasiado cerca de la cárcel: Las Heras, Gutiérrez, Malabia, Lafinur. Lo llamaban Parque Romano —y no funcionó; años después lo vendieron de nuevo.

Había plata. Ese año Boca le compró a Banfield a Eliseo Mouriño. El Gallego Mouriño ya tenía veinticinco años, varios partidos en la selección y fue el pase más caro del fútbol argentino hasta esos días: un millón doscientos, en una época en que la entrada a la cancha costaba cuatro pesos; trescientas mil entradas. Ahora sería un pase muy mediano: tres millones de pesos.

Algunos se sorprendieron de que Boca pagara tanta plata por un «centrojás» —un jugador más defensivo que ofensivo—, pero la razón era precisa: necesitaban tapar el agujero que había dejado el retiro de Lazzatti, conseguir un patrón para el equipo, Que se completó con un goleador inesperado, un muchacho de las inferiores que Boca había cedido a Chacarita y que volvió al club porque no tenía adónde ir: el Pepino Borello, otro goleador medio madera que se cansó de meterla. Y con un arquero correntino que venía de Newell’s: el Gato Musimessi. Julio Elias Musimessi volaba de palo a palo y lo consideraban suicida porque jugaba sin rodilleras. Pero además era cantor; hacía shows en teatros y cantinas, tenía su programa en la radio y llegó a vender un millón de discos. Musimessi cantaba un chamamé xeneize:

El cuadro que yo les nombro

tiene camiseta azul

con una franja de oro

y estrellas de norte a sur.

En el arco de mi cuadro

el que estaba es un cantor,

que canta porque le gustan

los chamamés de mi flor.

Dale Boca, viva Boca,

cantan todos con amor,

dale Boca, viva Boca,

el cuadrito de mi amor.

Dicen que una vez que jugó en la selección contra España Santiago Bernabeu lo quiso comprar para el Real Madrid, pero Musimessi le dijo que no, que dónde iba a estar mejor que en Boca. Y poco después ocupó el arco argentino en aquel famoso partido contra Inglaterra: la primera victoria, el gol famoso de Ernesto Grillo gambeteando por la izquierda y pateando desde un ángulo imposible —que reafirmaba las viejas diferencias entre las dos maneras de entender el fútbol: «Una victoria cabal, justa, amplia, histórica, que podría resumirse en la fisonomía de los dos primeros goles», sintetizaba El Gráfico: «mecánica fría pero oportuna y exacta, en los ingleses; inspiración casi artística, agudeza de criterio, sublimación de la obra colectiva, de los argentinos». Y Borocotó lo teorizaba: «Cada tipo de fútbol es producto del medio. Porque el hombre es hijo de su suelo. Somos pues diferentes y no por casualidad. Lo somos por la sangre, por el aire que respiramos, por la tierra en que hemos nacido, por el churrasco, el mate y hasta el tango. Hijos de tierras más generosas, de ambientes de vida más fácil. No somos tan administrativos como los países en que la vida ofrece mayores dificultades para ganarla. De ahí esa tendencia al riesgo tan nuestra y que se manifiesta en la gambetita, en el adorno de la jugada, en aquello de tirarnos un lance»: nuestro fútbol era un producto natural, como el trigo y las vacas. Fue 3 a 1, y otro periodista escribió que «primero nacionalizamos los ferrocarriles; ahora nacionalizamos el fútbol». La patria siempre dio para todo.

Los jugadores estaban pero el equipo no. Por eso cuentan que la contratación fundamental de 1954 fue la de Ernesto Lazzatti como entrenador. Algo estaba cambiando: un entrenador podía ser la pieza fundamental de un equipo de fútbol. Aunque era un entrenador bastante peculiar:

«Con el Pibe de Oro regresaba un hombre ubicado en el rincón más entrañable del corazón boquense», reseñó un cronista de la época. «La dirección técnica de Ernesto no podía nutrirse de las confusas teorías tan en boga. No trajo sistemas exóticos ni marcaciones extrañas, ni cayó en la designación europeizante de los puestos. Ni zagueros centros ni halves volantes. No vino a hacer escuela de fútbol. Quiso ser, y lo fue, más amigo que director técnico. Más consejero en los problemas del espíritu que maestro. Más pronto al grito de aliento que a la reconvención. Aplaudiendo aciertos y olvidando errores, como sistema de retemplamiento moral y afirmación de la fe en sí mismo de cada uno de los hombres que, en algún momento de la temporada, estuvieron a punto de dejarse ganar por el desaliento. Captador agudo de las posibilidades de cada crack, sabía que tenía en sus manos un material humano de extraordinaria valía. El problema consistía en hacerlo rendir todo lo que era capaz. Para lograrlo se atuvo, sagazmente, a los dictados de una verdad que en fútbol es inmutable, pero muchas veces olvidada, que establece que cada hombre ha de responder más a medida que más seguro se sienta en su puesto. Por ello redujo al mínimo los cambios en el equipo. Los desplazamientos se produjeron sólo en los cambios absolutamente indispensables. Poco a poco, casi insensiblemente, fue llegando al logro de la formación ideal». Algo en todo esto suena muy actual —y recuerda a un tal Bianchi.

A principios de ese año la Directiva arregló todas las deudas con los jugadores, y Boca volvió a jugar como solía jugar Boca: todo garra y corazón. En 1954, por fin, cuando el peronismo peleaba su último campeonato. Boca volvió a dar la vuelta tras diez años de sequías y tribulaciones. «Los boquenses se han confesado, con una mano en el corazón, que esta temporada actuaron conjuntos superiores, pero no demostraron esa capacidad a lo largo del campeonato, mientras que Boca mantuvo un nivel, el más alto suyo, en todos los partidos. No hizo más porque no pudo, porque no le era posible, pero no dejó ni una gota de energía sin usar. Boca entró a las canchas a jugar con toda su alma y dejó el alma en las canchas. Garra, espíritu de lucha, optimismo permanente, esperanza que no se apaga hasta sonar el último silbato: eso ha sido y eso es Boca», escribió Fioravanti.

«Se sabe que los equipos mantienen, invariable, un estilo, una modalidad, a través de los años, aunque cambien los nombres», escribió Frascara en El Gráfico; «Boca, el de los grandes triunfos, fue siempre un cuadro de fútbol práctico, sobrio y vigoroso, con una defensa técnicamente superior al ataque y una delantera en la que hubo ansia y visión de gol. Este cuadro de ahora también es así». Por eso le hicieron 0,87 goles por partido: era el promedio más bajo desde el principio del profesionalismo. Fue el único triunfo de la década, la excepción en el peor período de la historia de Boca: un solo campeonato entre 1945 y 1961, Pero la hinchada estaba feliz, e inauguró un canto un poco más complejo que los habituales, que duraría hasta ahora. La música era de una canción de Santos Lipesker, «Sinceramente»:

Sí sí señores, yo soy de Boca,

sí sí señores, de corazón,

porque este año

desde la Boca,

desde la Boca

salió el nuevo campeón.

Y el nuevo presidente de Boca, otro que duraría muchos años, Alberto J. Armando, le dedicó la victoria al General: «En esta hora jubilosa, que rebasa todo círculo cerrado por la misma explayación de la popularidad de nuestra insignia, queremos subrayar el triunfo logrado como la mejor ratificación de su sustancia popular, dedicándoselo al hombre que ha sabido darle al deporte argentino el contenido y la vibración en que se encuentra actualmente, con repercusiones internacionales, que le han valido el reconocimiento de primer deportista del mundo…». Con la amenaza de discursos así no era extraño que a los muchachos les diera miedo la idea de ganar un campeonato.

El ’55 empezó con los festejos del Cincuentenario y terminó con la Revolución Libertadora, Perón en el exilio paraguayo y la prohibición de su nombre, sus himnos, su recuerdo. Pero los muchachos encontraron la forma de cantar su marcha. Aunque sólo fuera la música, con la letra cambiada:

Y dale Boca, dale Bo,

y dale Boca, dale Bo,

y dale Boca, dale Bo,

y dale Boca, dale Bo…

Allí donde debía decir Perón Perón qué grande sos. Mientras tanto los hinchas, como siempre, se quejaban de que el espectáculo ya no era lo que solía ser, que ahora había mucha marca, mucha trabazón. En esos días le pidieron a Roberto Cherro que comparara ese fútbol con el de sus tiempos y el ídolo de los treintas dijo que por supuesto le gustaba más el de antes:

—Sí, yo prefiero el fútbol de mi tiempo, por la belleza que permitía exhibir. Había campo y tiempo para que cada jugador luciera su inspiración y se le permitiera hacer lo que deseaba y lo que gustaba al público. En ese tiempo el fútbol era arte, teatro, música. Recuerdo que venía una pelota, la paraba con el pecho, me daba vuelta y estaba solo para dar la fiesta. Ahora ya no, pero por eso mismo admiro a los forwards de hoy, porque para lucir frente a la marcación, al sistema organizado de defender, hay que tener muchos más recursos.

En 1956 fuimos terceros y las crónicas registran, sobre todo, que fue el año del debut de un pibe larguirucho y desmañado que sería el próximo centrohalf, el patrón de Boca durante muchos años: Antonio Ubaldo Rattín.

El pibe era del Tigre, botero, hijo de un tano; tenía diecinueve años y pies 45 cuando por fin lo convocaron. Su primer partido fue, para empezar el mito, contra River. El 8 de septiembre era sábado y el pibe estaba nervioso esperando el momento. Para distraerse fue, primero, a comprarse su primer reloj: 500 pesos a pagar en tres cuotas. Después fue a hacer una changa de electricidad; mientras arreglaba algo en el techo la escalera se le retobó y se vino abajo. Se había luxado la muñeca. Al otro día se vendó muy fuerte, se calló la boca y se subió a la parte de atrás del camioncito que lo llevó, con sus amigos, hasta la Bombonera.

Y dale Boca, dale Bo,

y dale Boca, dale Bo…

El pibe larguirucho se hizo un lugar y, con el tiempo, fue el capitán de Boca, el cinco de casi quince años. Pero al principio jugaba sin contrato; dicen que un dirigente un día pasó por su casa, vio su baño y le ofreció adelantarle la plata de los premios para que se construyera uno de verdad: sus dos primeros años jugó gratis, por el inodoro. En 1959 se hizo profesional; en 1961 se compró su primer coche —un Pontiac ’47— porque otro dirigente le prestó la plata: no podía entender que el cinco de Boca viajara en colectivo.

Pero el equipo seguía sin definirse. En 1957 fuimos cuartos y, mientras tanto, River no paraba de ganar campeonatos: tres al hilo. El fútbol argentino estaba a punto de volver a jugar un Mundial, el primero desde 1930 —pero en todos esos años de aislamiento nunca habíamos dudado de que éramos los mejores. Aquel año un equipo poderoso que llamaban los Caras Sucias se había floreado en el Sudamericano de Lima. El nueve de Boca, Angelillo, formaba una tripleta excepcional con Maschio —de Racing— y Sívori —de River—: 3 a 0 a Brasil, por ejemplo. Después del Sudamericano los tres fueron vendidos a Italia y enseguida los nacionalizaron: parecía, entonces, la demostración de que los jugadores argentinos eran deseados en los mejores campeonatos.

Y el ’58 se anunciaba bien. Después de tres años de dictadura las elecciones dieron ganador a Arturo Frondizi, que había hecho un pacto con Perón y prometía un desarrollo autónomo de las riquezas argentinas. Los estudiantes salían a la calle para pelear por la enseñanza laica —contra la «libre», que quería introducir materias religiosas en las escuelas públicas. Y el fútbol esperaba ansioso el viaje a Suecia: ahí podríamos demostrar que seguíamos siendo los mejores del mundo y sus alrededores.