1958-1968
Triunfos, Fútbol Triste
En aquel equipo había seis jugadores de River y, por supuesto, no era un equipo de Boca. Pero ese partido en que la selección quedó afuera del Mundial de Suecia fue uno de los más decisivos en la historia del fútbol nacional, y también cambió a Boca. Aquel día nos comimos seis —y con los checos.
—¿Con quién dijo?
—Los checos, los checoslovacos.
—¿Y esos juegan a la pelota, también?
Jugaban, aunque no pudiéramos creerlo, y empezamos a creer que los que no jugábamos éramos nosotros. Para empezar, el público se desquitó con los jugadores. Miles de furibundos los esperaron en Ezeiza: «Otros estribillos cruzaron el aire: ¡Vendidos! ¡Vendepatrias! Al mismo tiempo empezó a caer sobre la pista una lluvia de monedas y pequeñas piedras. Fuertes exclamaciones que no son para publicar aquí se oían en diversos puntos. Seguían los estribillos: ¡Caraduras! ¡Vendepatrias!». Los parientes de los jugadores se hacían los osos para que no los atacaran. El director técnico, Guillermo Stábile, no había vuelto. Pipo Rossi, el cinco del equipo, le decía a un periodista que «nos sorprendieron, porque estos equipos europeos juegan muy rápido».
—Sí, ellos corren y corren y nunca están cansados.
Contribuía Amadeo Carrizo, el arquero de los seis pepinos. Días más tarde Federico Edwards, uno de los cuatro boquenses —que no habían sido titulares—, explicó la cuestión en términos bosteros:
—No sé si jugando nosotros los de Boca Juniors las cosas hubieran sido distintas, pero le aseguro que hubiéramos puesto más voluntad y entusiasmo. Un equipo se integra con once voluntades que pelean y juegan por un mismo ideal. Y el seleccionado argentino no tenía ni ideal ni voluntad. Estaban casi todos peleados y se gritaban y se insultaban entre ellos. A mí como argentino me daba vergüenza. En Suecia deben haber pensado que acá todavía somos indios.
El famoso 6 a 1 definió el final de una época: después de creernos los mejores durante todo el tiempo en que no tuvimos forma de chequearlo, de pronto los argentinos nos creíamos los peores del mundo, cultores de un fútbol equivocado, trogloditas del botín, salvajes de la número cinco, subdesarrollados irredentos. El fútbol argentino había funcionado, durante décadas, en el mismo sueño de autosuficiencia que el país: al nacionalismo peronista y la sustitución de importaciones correspondían la confianza de que éramos los mejores —y el final de ese sueño fue tan estrepitoso como el fin del sueño autárquico del primer peronismo.
El «desastre de Suecia» nos llevó a la convicción opuesta: nada de lo argentino —futbolístico— servía para nada. Habíamos perdido porque no nos habíamos adaptado a los avances técnicos de todos los demás —y, sobre todo, de los equipos europeos. Estábamos obsoletos, sobrepasados por el progreso futbolístico del mundo. Pocos argumentaron que Brasil había ganado aquel Mundial con un juego bien sudamericano —y no los escucharon. La opción estaba clara: había que ponerse al día, empatarle al progreso. «Los hechos evidenciaron la necesidad de rectificar conceptos, modificar sistemas y adecuar la marcha al ritmo que fijan las nuevas concepciones sobre el fútbol», decía la Memoria y Balance de la AFA en 1958. Y volvía, como un sonsonete, la vieja idea de que los argentinos éramos demasiado individualistas, demasiado chantas; la crítica al crack de principios de siglo:
«Vueltos a Buenos Aires, a esta ciudad de humedad y de neblina, una pregunta nos sigue como un perrito faldero: ¿Qué pasó en Suecia? Para responder hay que definir qué es un jugador de fútbol. Establecer qué es el fútbol. Fijar responsabilidades», decía un articulista de La Razón. «En nuestro país el futbolista es un señor al que el público idolatra y que vive de esa idolatría. Juega a su manera y él es él. Se entrena lo necesario y juega mirando indirectamente hacia las tribunas. O pensando en ellas. Así se llega a tener un jugador personalismo, lleno de “esas cosas de fulano…”. Salvo raras excepciones, y que por ser raras son notables, rinde una vez bien, otra regular y otra mal. Vende su calidad —mucha o poca— y vive pensando que el fútbol es la “vaca lechera”. Lógicamente a nadie se le puede pedir que se haga asesinar por dos puntos para su equipo, pero…
»El futbolista europeo piensa las cosas de otra manera. Es un señor contratado por una empresa que le paga para jugar al fútbol. El juega lo mejor que puede y se esfuerza por mejorar su rendimiento. Sabe que en la cancha hay diez compañeros suyos empeñados tanto como él en lograr la victoria. Y juega con y de acuerdo con los demás. Entiende que su mayor capital es su capacidad física y su noción del juego de conjunto. Es un señor que no hace ningún “chiche” innecesario y va “a los papeles”. Europa se convenció hace mucho tiempo de que haciendo “chiches” no le podían ganar a los latinos. Entonces se hicieron la pregunta fundamental del fútbol: ¿qué hay que hacer para ganar un partido de fútbol? La respuesta surgió sola: hay que hacer más goles que el contrario. Y los goles se hacen pasando la pelota entre tres palos. Entonces había que hacer eso. Y crearon el “fútbol positivista”. Goles… y basta».
Así que el nuevo fútbol positivista se lanzó a la importación de ideas y de ideólogos, de «directores técnicos»: se trataba de conseguir, por cualquier medio, acceso a esas nociones de orden y progreso que parecían decisivas también en la cancha. La idea de improvisación —la idea central del fútbol argentino durante décadas, la improvisación del jugador que sorprende con lo que nadie imaginaba— pasó a ser el enemigo. De pronto, en el fútbol argentino, lo único que importó fue que cada aspecto del juego estuviera previsto, organizado: que fuera científico y moderno. Ese año un cuarto de los espectadores dejó de ir a la cancha.
Alberto J. Armando volvió a la presidencia de Boca en 1959, después de cuatro años de ausencia forzada por su identificación con el Tirano Prófugo. Alberto J. Armando era, entonces, un señor gordito de cincuenta años que se había hecho rico con el peronismo: dicen que cerró su primer gran negocio en 1952, cuando intermedió en la compra de 681 patrulleros americanos para la Federal. Por eso tuvo que dejar la presidencia de Boca —tras un año y medio— cuando los militares derrocaron a Perón. Pero sus negocios seguían floreciendo y trató de hacer olvidar sus pecados populistas: Armando tenía, sobre todo, buenos contactos, varias concesionarias Ford y mucha plata.
En esos tiempos difíciles Armando se unió con su colega de River —otro ex funcionario peronista, Antonio Liberti— para suponer que la única solución a esa deserción masiva era inventar una vez más el «fútbol espectáculo». El fútbol espectáculo consistía en gastar mucha plata en jugadores —mayormente brasileros: Brasil era campeón y su moneda no podía competir con la argentina. El fútbol espectáculo servía también para separar más aún a los equipos grandes —que podían pagar tales lujos— de los chicos —que no. Y para modificar la estructura de los clubes: la única forma de conseguir la plata necesaria, decía Armando, era administrarlos como empresas privadas: decisión personalista, mano de hierro, criterios capitalistas de rentabilidad. La ecuación era simple y tenía varios corolarios: si los clubes eran empresas, los únicos preparados para dirigirlos eran los empresarios —y el resto de la masa societaria seguiría la corriente. Ya antes de llegar a la presidencia, Armando había levantado un pequeño escándalo cuando se compró a Lugo y Garabal, dos ex de Ferro que se habían ido a España y, para mantener las apariencias, los hizo firmar un contrato con el Deportivo Español, que estaba en la primera C: era la primera vez que un particular se apropiaba del pase de unos jugadores y era un anticipo del modo en que manejaría el club por los siguientes veinte años.
Ya en la presidencia, Armando se trajo de técnico a Vicente Feola —DT de Brasil campeón del mundo— y a sus compatriotas Valentim, Orlando, Almir, Maurinho, Edson do Santos, Dino Sani y Del Vecchio, al peruano Loayza, a Ernesto Grillo —que jugaba en Italia. Algunos funcionaron, otros no; en 1960 terminamos cuartos, quintos en el ’6l. Los títulos no llegaban; el espectáculo, en realidad, tampoco. Y, para colmo, tuvimos que jugar toda la segunda ronda del ’61 en cancha ajena: la Bombonera fue clausurada por desmanes en la popular.
A fines del ’62 la furia estaba decayendo: los importados eran caros y no daban resultados. Los únicos extranjeros en aquel Boca-River fueron Delem, Valentim y Orlando. Faltaba una fecha para terminar el campeonato y empatábamos el primer puesto con los primos. Era el 9 de diciembre de 1962: se jugaba aquel partido que después leí en el diario —el que me hizo decidir mi destino bostero. La Bombonera estaba llena: Boca necesitaba los dos puntos para salir campeón y las crónicas de la época decían —como siempre— que «nunca se había visto nada igual». A los 14 del primer tiempo el error de un defensor de River terminó con un penal de Carrizo a Valentim. Paulo Valentim había llegado a Boca dos años antes: cuentan que, cuando lo recibió, Armando le dijo que mientras le hiciera goles a River el resto no importaba —y el brasilero cumplió al píe de la letra: le hizo diez en tres años. Aquella tarde Valentim agarró la pelota frente al arco de la Doce, se plantó en los once metros y la clavó por la derecha. Carrizo voló de palomita al otro palo: quedó muy lindo. Boca ganaba y podía replegarse y jugar con la desesperación de River y la posibilidad del contragolpe.
Fue un partido tenso pero chato, sin alardes. La Doce rugía: Boca estaba a punto de salir campeón. Faltaban seis minutos cuando el árbitro Nai Foino cobró un penal dudoso de Simeone a Artime. River tenía el empate, el campeonato. El silencio se hizo estrepitoso.
—Es una historia de brasileros. Orlando, el seis de Boca, y Delem, el diez de River, vivían en el mismo edificio, eran amigos.
Me contará, muchos años después, Ernesto Secchi, el que fue periodista boquense:
—Por eso Orlando sabía que Delem tenía una lesión en el tobillo derecho y había estado toda la semana con bolsa de hielo. Cuando se hace la charla técnica el DT de Boca, D’Amico, le da la marca de Delem a Rattín, pero Orlando le dice a Rattín no, los primeros cinco minutos dejámelo a mí. Si mirás la filmación de ese partido, ves que en la primera que agarra Delem, Orlando le va muy fuerte y lo deja en una gamba durante todo el partido. En esos tiempos no había cambios. Cuando cobran el penal, Delem se va un costado porque no podía más. Pero los que tenían que patear se hicieron los boludos, por eso lo pateó Delem. Esto me lo contó él. Y cuando le pregunté por qué no había mandado nunca al frente a sus compañeros y a Orlando, me dijo lo que pasa es que yo soy gallina pero no vigilante.
Delem se paró de frente a la pelota. Valentim, que quería seguir siendo protagonista, prometía, en esos segundos interminables, que si Delem lo erraba le daría 10 000 pesos al primer mendigo que encontrara.
—Yo no sabía qué hacer. Cuando Delem va a patear el penal yo le pasé al lado y le pegué unas pataditas en el tobillo. No sabía qué hacer, lo quería matar.
Me contará, ahora, Silvio Marzolini. Y me dirá que ese episodio tiene su historia, y que tiene que ver con la solidaridad que «había entonces entre los jugadores, que ahora hay mucha menos, se piensa mucho menos en el grupo pero eso es lo que pasa en toda la sociedad, que es tanto más individualista»:
—Nosotros éramos muy unidos porque éramos esclavos del fútbol, de los dirigentes y demás, la decisión la tenían ellos: te pagaban cuando querían, firmaban el contrato cuando querían. Y eso nos unía y éramos de participar, En el año ’62 íbamos a almorzar a una cantina en Bulnes y Cabrera, los jueves, después de los entrenamientos. Y ahí, antes de jugar ese partido con River, el Canario Pérez, un wing izquierdo, dijo que había visto un partido entre River y Vélez y Delem había pateado un penal a la derecha del arquero. Entonces este Canario le dice a nuestro arquero, Antonio Roma, mirá Tano que si hay un penal te lo va a patear Delem y te lo va a tirar fuerte a la derecha, no te olvides. Bueno, sí, si pasa eso te regalo un traje, le dijo. Suerte que el Tano se tiró ahí a la derecha: si no era para matarlo. El otro agachó la cabeza y lo pateó fuerte, no era fácil agarrarlo. Pero el Tano la agarró muy bien.
En realidad sólo llegó a tocarla: la pelota quedó picando frente al arco y él le tiró otro manotazo para mandarla al córner. Roma se había adelantado. Los jugadores de River se le fueron al humo al referí.
—Señores, les doy un penal en la cancha de Boca a cinco minutos del final y ahora quieren que lo haga repetir… Por favor…
—Pero referí, el arquero se adelantó tres metros.
—Aire, aire, penal bien pateado es gol.
Los de la banda no se resignaban, seguían protestando, Delem lloraba en un costado. En las tribunas Ernesto Secchi se abrazaba con su padre y otros sesenta mil deliraban; Marzolini nunca había visto nada igual. Entraron hinchas en la cancha, fotógrafos les trotaban detrás, policías corrían a todos y pegaban: el partido estuvo suspendido diez minutos. Cuando tiraron el córner Roma la sacó de un puñetazo —y poco después, sin más incidentes, se terminó el partido y empezó su recuerdo. Al otro día una viejita recibió 10 000 pesos en la puerta de una iglesia y cientos de empleados municipales se agotaron limpiando las calles de la Boca y el Canario Pérez se sentó a esperar un traje que nunca le llegó. El domingo siguiente le hicimos cuatro a Estudiantes; después de ocho años volvíamos a dar la vuelta olímpica.
La Libertadores era una copa melba, una competencia nueva a la que nadie hacía el menor caso, y ni siquiera se llamaba Libertadores. Empezó en 1960 como Copa de Campeones de América y fue una imitación y una respuesta a la europea: el Real Madrid había ganado las cinco primeras y se proclamaba «el mejor equipo del mundo». La Confederación Sudamericana decidió que, si organizaba un torneo continental, podría armar una final entre los dos campeones y bajarles los humos a esos gallegos agrandados.
La idea de una copa continental, es cierto, venía de lejos, pero recién entonces, con la mejora de los transportes y las comunicaciones, se volvió realizable. O casi realizable. Al principio sólo participaba el campeón de cada país; el primer año jugaron argentinos, bolivianos, colombianos, paraguayos, chilenos, brasileños y uruguayos —y la ganó Peñarol que, después, se comió cinco en el Santiago Bernabeu. En el ’61 Peñarol volvió a ganarla —y derrotó al Benfica: fue el primer campeón intercontinental de Sudamérica, Pero aun así los argentinos no le hacían caso a la copa: la jugaban de compromiso, con desgana. Hasta que, en 1963, a Alberto J. se le ocurrió que podía ser una buena idea: Boca necesitaba recaudar y esos partidos contribuirían. Aunque también contribuyeron a otra cosa: muchos años después un dirigente de Boca, Luis Bortnik, recordaría que fue entonces cuando «los muchachos de la barra» empezaron a pedir plata para viajar o, por lo menos, una buena cantidad de entradas:
—Los mangazos para los viajes empezaron con la Copa Libertadores. Recuerdo que les conseguíamos entradas pero nunca les pagábamos los traslados. Aunque antes no se viajaba tanto, los dirigentes veíamos que esa hinchada era necesaria. No por la violencia sino por el aliento, que contagiaba a los jugadores.
Y contaría que se juntaba con los jefes de la barra en el club, en la sala donde se reunía la comisión directiva:
—Cuando ellos tenían un problema o estaban enojados porque pensaban que un jugador iba a menos o que el técnico no servía, los citaba en la sede y ahí hablábamos. A veces venían con un contador porque alguna fracción política les soplaba que estábamos trampeando tal cosa en el balance. Entonces yo les mostraba los libros para que vieran que no había nada irregular.
Contaría Bortnik. Su interlocutor principal era Enrique Ocampo, Quique el Carnicero, que siempre aparecía «con diez o quince muchachos más». Y más tarde, hacia fines de los sesentas llegarían a un primer acuerdo regular:
—Los muchachos no tienen plata, pero si me das cincuenta entradas por domingo, por lo menos los puedo calmar.
Había pedido el Carnicero, y se las dieron. Y a cambio, por supuesto, alentaban al equipo, puteaban a un técnico cuando los dirigentes querían echarlo, apretaban a un jugador que no sintiera los colores o, de vez en cuando, aparecían en una reunión de la comisión y hacían entender a los remisos que era mejor para todos que votaran esa resolución.
La primera Libertadores empezó sin problemas. Boca ganó al trote la serie contra el Olimpia y la U de Chile —eran los tiempos en que jugar contra un equipo paraguayo, chileno o colombiano no llegaba a ser partido. Y las semifinales, acá y allá, a Peñarol. En esos días Boca inauguró un truquito que después se hizo costumbre: presentar, en el campeonato local, un equipo más o menos suplente. La apuesta de Armando funcionaba. Boca avanzaba y recaudaba; sólo faltaba la final, y era contra el campeón anterior, el Santos de Pelé.
Las cuentas no me salen: yo acababa de cumplir seis años y sin embargo tengo el recuerdo muy preciso de una noche pegado a la portátil llena de interferencias, tratando de escuchar lo que pasaba en ese lugar tan misterioso que el relator llamaba cancha, estadio, Bombonera. Es un quiebre: a partir de ese momento Boquita empieza a sucederme a mí. Es muy distinto contar su historia buscando datos en libros y revistas, recordando si acaso algo que había leído alguna vez, que seguir buscando en diarios y revistas para encontrar los detalles de cosas que pasé, de cosas que en su momento fueron futuro, incertidumbre.
Aquel equipo es el primero que recuerdo: Roma, Silvero y Marzolini. Simeone, Rattín y Orlando. Grillo, Rojitas, Menéndez, Sanfilippo y Gonzalito. Aunque esa noche no jugaran Roma ni Silvero —Errea y Magdalena—; aunque esa noche el Santos nos terminara ganando 2 a 1. «Nuestro fútbol, a través de Boca, llegó muy lejos. Tan lejos como no habíamos llegado desde hace bastante tiempo. No lamentemos un nuevo fracaso. Aprovechemos este avance hacia una superación para seguir progresando», escribía Juvenal en El Gráfico, pero yo me acuerdo de mi decepción horrible y me acuerdo sobre todo de Rojitas —mi ídolo mucho antes de saber qué quería decir ídolo—, que esa noche, cuentan, escupió al Rey Pelé.
Angel Clemente Rojas fue aquella mezcla de éxito y desastre que la Argentina quiere tanto —y aborrece. Era, dicen, un jugador extraordinario; yo lo vi jugar un par de veces cuando ya estaba gordo, pero escuché tantos relatos que hablaban maravillas de su cintura inverosímil, de su gambeta inexplicable. Venía de un potrero en Sarandí donde jugaba, antes de tener pelos en las piernas, con Santoro, Bernao y Perfumo. Y guardó toda su vida la marca del potrero —que entonces era una marca decisiva: el desprecio por los esquemas rígidos, por los entrenamientos, por los cuidados y aquello que entonces llamaban profesionalidad. Jugaba de ocho o de nueve; dicen que primero lo tentó el presidente de un club del barrio que jugaba en la D, Arsenal, pero el pibe no quiso, y Julio Grondona se quedó sin su sueño. Dicen también que era hincha de Independiente, que había ido a probarse a River y un portero no lo dejó pasar; lo cierto es que fue boquense muchos años. Dicen que la noche antes del debut contra Vélez el técnico lo puso en la misma habitación que Rattín, para que lo cuidara, y que el Rata le dio una cachetada cuando el pibe quiso prender un cigarrillo. Dicen que al día siguiente le dio tres goles a Oreste Corbatta, uno de sus ídolos de chico, con la ayuda del otro, Ernesto Grillo, y que salió en andas —y que le dieron muchos miles de premio y se los gastó esa misma noche. «Se mostró como un jugador dotado técnicamente y con gran inteligencia para moverse y buscar el claro oportuno. Hábil, de buen toque y generoso para el gol. Sereno dentro y fuera del área rival», dijo entonces El Gráfico: «puede ser el ídolo que Boca hace mucho no prodiga». En el ’63 lo quiso comprar el Real Madrid y él no aceptó:
—Yo nunca pensé en la guita.
Diría mucho más tarde.
—Recuerdo que le habíamos ganado al Real Madrid de Rial, Di Stéfano, Puskas y Gento en Casablanca, por 2 a 1, con dos goles míos, y Armando me llama y, en la charla, me tira que el Real quería mi pase y que ya habían hecho una oferta. Yo tenía diecinueve años, le dije que no, que quería seguir en Boca, que eso me hacía feliz. Lo mío era jugar, divertirme, gambetear, hacer goles, salir campeón con Boca, estar con los míos, ganarle a River, andar con las chicas…
Era, dicen, un mago irregular. Yo lo vi, años más tarde, en su día más atorrante: cuando le robó la gorra a Amadeo Carrizo en el Monumental, antes de un clásico; esa tarde medio equipo de River lo corría para recuperar la gorrita escocesa y la Doce lo quiso como nunca. En una época de fútbol monocorde, Rojitas era la pincelada de locura, lo inesperado en acto. Y cuentan que, al final de su carrera, su ex compañero y técnico José María Silvero no quería ponerlo en la final del Nacional 70, contra Rosario Central, y que él le dijo que si lo ponía, le ganaba el campeonato. Ese día Rojitas hizo un gol, dio otro, sacó campeón a Boca y nunca más volvió a ser el que había sido.
Yo estaba loco por el fútbol y todo el tiempo escuchaba y leía a gente muy seria que nos explicaba que el fútbol que veíamos —que escuchábamos, que leíamos— era una porquería. Tipos que insistían en que esto no era fútbol sino antifútbol, que habíamos perdido nuestras esencias futboleras, que no éramos chicha ni limonada, que qué buenos los buenos viejos tiempos. Era molesto, pero parecía cierto que el juego estaba tonto.
Se jugaba, sobre todo, a no perder. En 1963 el campeonato tuvo sólo catorce equipos y la undécima fecha, el 21 de julio, batió un récord histórico: en los siete partidos jugados nadie metió un gol. En 1964 Boca tenía un equipo sólido en defensa: se trataba de cuidar el cero. Jugábamos con una línea de cuatro —Simeone, Silvero, Orlando y Marzolini— donde, salvo el tres, los demás eran bastante tremebundos. Y atrás estaba Antonio Roma, gran arquero de Boca durante doce años. Yo creí, durante mucho tiempo, que un arquero debía ser alguien como él: grandote, cuello de toro, gorra, rodilleras, buzo negro, un tipo con el que no querías encontrarte en una noche oscura. Los partidos no eran entretenidos; podían ser, si acaso, emocionantes —a veces. Ese año el Boca-River de la primera vuelta, en el Monumental, Boca primero y River segundo, tuvo 35 000 espectadores: la menor entrada en la historia del profesionalismo. El fútbol malo no era la única razón para la deserción: los sesentas traían cambios en las costumbres de los argentinos y, entre ellas, aparecían formas nuevas de ocupar el tiempo libre. La televisión era una competencia fuerte y, además, la clase media empezaba a tener coche: salidas, paseos, fines de semana afuera se hicieron habituales.
Y aparecían ideas que nadie había tenido antes: que los jugadores, por ejemplo, tenían que «concentrarse» antes de los partidos. La palabra «concentración» —en cualquier campo— tiene problemas que nadie parece haber notado entonces. Alberto J. compró una quinta de cincuenta mil metros cuadrados en San Justo que se llamaba La Candela: allí, durante más de veinte años, se encerraron los jugadores de Boca cada vez que estaban por jugar.
Ese año 1964 salimos campeones con treinta y cinco goles a favor en treinta partidos; en veintiuno de esos partidos hicimos un gol o ninguno, pero tuvimos en total quince goles en contra, medio por partido, que explican el triunfo. En los últimos veinticinco partidos nos hicieron seis goles, menos de uno cada cuatro: la defensa era impasable y Roma más. El DT era Adolfo Pedernera, viejo nueve de River: al año siguiente vendría Pipo Rossi, viejo cinco de River; en el ’69 Alfredo Di Stéfano, otro de la banda: por alguna razón, los ex millonarios ganaban en el banco de Boca.
El equipo de 1965 también quedó para el recuerdo, con una defensa casi igual: Roma, Silvero y Marzolini. Simeone, Rattín y Silveira, Después venían Pianetti, Rojitas, Alfredo Rojas, Menéndez y Gonzalito. También estaba en el plantel un cinco rosarino flaco y alto, César Luis Menotti, pero jugaba a veces. Ese año fuimos campeones, por tercera vez en cuatro años: yo tenía ocho y pensaba que el fútbol era un deporte donde mi equipo ganaba casi siempre. Aunque ese año no nos sobró nada, salvo el gusto de ganarle a los primos 2 a 1 en la antepenúltima, cuando veníamos empatados en la punta. «Boca volvió a imponer en el partido clave del campeonato, en el acontecimiento más apasionante del año, su legendaria paternidad sobre River. Lo que ya parece tradicional en la historia del clásico se dio una vez más en una Bombonera rebosante de gritos, banderas, globos, bombas, estribillos, papelitos, avalanchas y ovaciones, que a cada momento daba la impresión de estallar en mil pedazos: River arañó la victoria, la tuvo al alcance de su mano 48 minutos, pero al final ganó Boca», contó El Gráfico.
Los de la banda ya habían conseguido su fama de equipo elegante que se cae al final y llevaban ocho años sin ganar un campeonato, pero nadie los llamaba gashinas todavía. Estaban a punto de lograrlo: el 20 de mayo de 1966 se encontraron, en el Estadio Nacional de Santiago de Chile, con Peñarol de Montevideo. Era el desempate de la final de la Libertadores: cada cual había ganado su partido de local. A los 30 del primer tiempo River iba ganando 2 a 0: parecía que la maldición se acababa a lo grande. Era una ilusión. Spencer y Abadie empataron antes de que terminaran los noventa minutos y, en el alargue, Spencer otra vez y Rocha pusieron el 4 a 2 definitivo. Los primos perdieron un partido imposible y a partir de ese día se les pegó —por qué habrá sido— su nuevo nombre de gashinas.
El equipo que jugó el Mundial ’66, en Inglaterra, estaba al mando de Juan Carlos Lorenzo, un discípulo de Helenio Herrera, formado en Italia y gran cultor del catenaccio —el candado—, la variante más extrema del fútbol funcionalista y amarrete. Aquella selección tenía varios titulares de Boca: Roma, Marzolini, Alberto González. Para Gonzalito, José María Muñoz había inventado el concepto del «peón de brega»: un once falso que marcaba mucho en la mitad; Silvio Marzolini, en cambio, era un señor. Lo eligieron el mejor tres del mundo y era rubio, distinguido: no parecía un jugador de fútbol, decían las mujeres —y el Milan, la Lazio y el Madrid lo quisieron comprar y él decía que para qué, que él era hincha de Boca.
Pero aquel Mundial quedó identificado con otro boquense: Antonio Ubaldo Rattín. Él dijo muchas veces que en realidad no lo hizo, pero a nadie le importa: para los argentinos, el Rata es el capitán «injustamente expulsado» por aquel árbitro alemán, que le escupió la alfombra roja a la reina de Inglaterra: que se rebeló contra el Imperio a través del esputo. Seguiamos peleando, por todos los medios, contra la Pérfida Albión, y Rattín se convirtió en el prototipo del patotero nacional.
—Es tan curioso que Rattín haya quedado como el modelo patriotero. Hay un libro de un periodista inglés, Chris Taylor, que se llama The Beautiful Game, donde Rattín se declara un admirador de Inglaterra, dice que qué lástima que no fuimos ingleses, que nunca tendríamos que haber peleado contra las invasiones inglesas. Una vez se lo pregunté por radio y le dije Rata, se nos cae un mito nacional. Y él me admitió su admiración por la corona. Lo que es la historia. En cambio el pirata imperialista, el inglés que nos puso el apodo de animals en aquel escándalo del 66, el entrenador Alf Ramsey, murió hace unos años en un hospital de pueblo, pobre, anónimo, despreciando cualquier tipo de ayuda oficial.
Dirá, mucho después, Ezequiel Fernández Moores. Aquella vez, cuando volvieron las víctimas de los piratas, el patriotismo criollo los recibió con vítores y serpentinas y el nuevo presidente, teniente general Juan Carlos Onganía, les adjudicó el título dudoso de campeones morales. Era la síntesis de una manera de pensar la patria: no ganamos porque el mundo es injusto y se confabuló contra nosotros.
Boca había salido campeón dos años seguidos y estaba lleno de deudas —por el costo de su fútbol espectáculo: un jugador de Boca empezaba a ganar sueldos Disneylandia. La capacidad de la Bombonera parecía superada; fue entonces cuando Alberto J. Armando pensó que podía matar una bandada de pájaros de un tiro y lanzó el proyecto de su vida: la Ciudad Deportiva.
La Ciudad Deportiva de Boca era una idea de una audacia casi perfecta: toneladas y toneladas de basura se acumularían en la costa de la Costanera Sur para rellenar un pedazo de Río de la Plata —«para ganarle tierra al río»— y crear un terreno carísimo donde sólo había agua. El invento era tan faraónico que necesitaba una movilización masiva: para solventarlo, Alberto J. lanzó los famosos «bonos propatrimoniales». Los compradores participaban en una serie interminable de sorteos y, sobre todo, se aseguraban una platea en el nuevo estadio construido en los nuevos terrenos: sería la cancha más grande de la Argentina, un monstruo que debía inaugurarse el 25 de mayo de 1975 a las once de la mañana con un lleno total de sus 140 000 localidades. Yo recuerdo las discusiones —menguadas discusiones— con mi padre porque no quería comprarme uno de esos bonos, que se pagaban en quichicientas cuotas; él no entendía mi pasión y me hacía perder una oportunidad irrepetible. Los camiones ya descargaban sus basuras a la Costanera y el proyecto avanzaba —como la Argentina de esos días, en medio de una crisis que entonces parecía gravísima y que, ahora, se parece bastante a la felicidad perdida.
Los militares habían retomado el poder —delegado un par de veces en manos radicales— y anunciaban sus propios proyectos faraónicos: veinte años de gobierno sin interferencias de los políticos debiluchos y corruptos. Pese a su apoyo, el fútbol seguía en crisis. La televisión empezaba a transmitir partidos —uno por semana, los viernes a la noche, en canal 7, donde Horacio Aiello les explicaba a las mujeres que el córner se patearía «a la derecha de su pantalla, señora»— y los clubes recibían algún dinero por derechos. Todavía no era el medio decisivo, pero empezaba a serlo: en 1960 había menos de un millón de aparatos en todo el país, y diez años después serían tres millones.
La plata de la tele no era tanta. Alguien planteó la posibilidad de recaudar más con un concurso de apuestas deportivas: pocos años después el Prode fue furor masivo, y el ministro que lo lanzó lo calificó de «impuesto al bobo». Pero las deudas de los clubes aumentaban, y las canchas seguían semivacías. En 1967 se batieron dos records negativos: el promedio de goles —1,94— y espectadores —7300— por partido. En esos días mataron a Ernesto Guevara en Bolivia y lo convirtieron en póster, pero entonces a nadie se le ocurría llevar su cara a la cancha todavía porque su cara significaba ideas muy precisas: eran los orígenes de la guerrilla en la Argentina. En esos días los cantitos seguían siendo ingenuos:
Mi corazón, nena,
mi corazón,
tiene los colores
del Boca campeón.
Cantaban, con la música del «El Camaleón» de Chico Novarro. Y los jingles celebraban la Casa Muñoz, donde un peso vale dos y advertían que si su piloto no es Aguamar, no es impermeable le puedo asegurar y recordaban que El Gráfico es la cara del deporte, porque en cada rincón de la Argentina, El Gráfico en el kiosco de la esquina, El Gráfico se juega la verdad. Todo con músicas casi militares, rimbombantes. Pero los goles seguían siendo escasos: en todo el campeonato, un promedio de 2,45 por partido. Veinte o treinta años antes el promedio era el doble. Boca, en aquel torneo Metropolitano, empató trece de los veintidós partidos, con quince goles a favor —y once partidos sin meterla: un plomo. En esos años se generalizó el uso del doping— pero no está probado que los jugadores se drogaran para soportar el tedio de aquel fútbol.
El Nacional empezó en 1967 y también fue un invento de emergencia, un intento de llevar de nuevo el público a las canchas: la AFA supuso que Boca en Córdoba o River en Mendoza podían recuperar audiencia; parece que no pensaron en Atlanta-Aldosivi, un suponer. En el Nacional jugarían los seis primeros de cada zona del Metropolitano —un campeonato donde participaban los equipos habituales de primera— y ocho clubes del interior, ganadores de torneos locales. En esos días la idea de que hubiera dos campeones por año sonaba rara, y muchos pensaron que esos campeonatos nacían devaluados. El primer Metropolitano terminó con Estudiantes campeón: era la primera vez que un equipo «chico» ganaba un campeonato de la AFA y era, también, el triunfo de lo que todos consideraban el ejemplo más preciso del antifútbol, con Osvaldo Zubeldía dirigiendo desde afuera y el doctor Carlos Bilardo desde adentro.
La Argentina estaba en plena etapa industrialista, y el fútbol acompañaba: la idea de que el jugador es un operario que tiene que producir siempre lo mismo con disciplina y eficacia. Osvaldo Zubeldía, el abanderado del productivismo, lo diría claro un par de años más tarde, hablando del mejor equipo de la historia, Brasil 1970:
—A mí no me gustaría que ganen, es un equipo de genios que no trabajan, son indisciplinados.
Dijo: se cotizaba cada vez más al peón que se rompía el upite, al confiable, al laborioso —y se desconfiaba cada vez más de los dotados. Además, ser futbolista ya era un trabajo organizado como tal: largos entrenamientos cinco días por semana, concentración sistemática antes de los partidos, sueldos importantes. Parecía el buen camino —y más cuando Estudiantes fue campeón intercontinental. Le ganó la final al Manchester —y eligió jugar el partido de local en la Bombonera, para asustar a los ingleses. Nosotros festejábamos también esos triunfos.
El domingo 23 de junio de 1968 el Monumental, sin embargo, estaba casi lleno. Yo estaba ahí, con mi padre y mi hermano, en una platea baja, muertos de excitación porque jugaban Boca y River. Boca, dirigido por Juan Carlos Lorenzo, salía con Sánchez, Suñé, Meléndez, Rogel y Marzolini; Cabrera, Rattín y Madurga; Pianetti, Rojitas y González: la formación ya se decía en 4-3-3. En River jugaban Daniel Onega, Ermindo Onega y Más. Pero el partido fue modesto; sólo le recuerdo la mejor atajada que vi en mi vida, y fue de los contrarios. Alguien le puso una cortada increíble al Muñeco Madurga y lo dejó solo frente a Amadeo Carrizo, a veinticinco metros del arco, con un campo para eludirlo y meterse con pelota y todo. Carrizo le salió tranquilo, caminando, y levantó una mano para pedirle la pelota. Madurga pensó que habían cobrado off-side y se la dio: el Monumental se vino abajo. El partido estaba por terminar en cero cuando, siguiendo las órdenes paternas, nos fuimos cinco minutos antes. Así que no supimos nada. Ni escuchamos las radios que, diez minutos después, pedían calma a los gritos:
—¡¡No salgan por la Puerta 12!! ¡Por favor, no salgan por la Puerta 12! No se sabe qué pasa, nos dicen que hay avalanchas, que hay víctimas. Calma, por favor, conserven la calma. ¡Quedensé en las tribunas!
Ya era tarde. En la Puerta 12 murieron más de setenta personas aplastadas por las avalanchas, y hubo cientos de heridos. Los primeros chocaron con algún obstáculo y los que venían detrás los pisotearon. Nunca se supo exactamente qué había pasado. La policía y el ministro del Interior, Guillermo Borda, repetían que «las puertas estaban abiertas, no cabe ninguna duda de ello». Directivos de River juraban que los molinetes que se usaban para controlar la entrada no estaban puestos —y pocos les creyeron.
Una versión aseguraba que los empleados encargados de retirar los molinetes tardaron demasiado, y que la gente chocó con ellos cuando intentaba salir: la presión de los que venían atrás hizo el resto. Otros decían que la policía quería «peinar» la barra brava de Boca porque estaba buscando a algunos hinchas, y que por eso decidió dejar los molinetes. Otros, que la montada cargó sobre la barra cuando salía y produjo el tapón. Uno de los que se salvaron, Julio Razan, un peón industrial de veintiún años, contó cómo lo había visto:
—Me caí al piso, de boca. En seguida me di cuenta que era una avalancha y me arrastré hasta una pared. Empezaron a caer otras personas encima. En ese momento, vi que dos personas sacaban los molinetes y los pasaban por encima de mi cabeza. No me podía levantar, seguían cayendo encima mío y no podía salir de la trampa. Escuché que gritaban saquen la reja, saquen la reja. Después de eso no me acuerdo más nada, me desperté en el hospital y me dijeron que tenía una pierna rota.
Otro, que no quiso dar su nombre, la contó desde otra perspectiva: —Yo salí de la cancha unos minutos antes de terminar el partido, crucé la calle y me puse a tomar una coca frente a la Puerta 12. Desde allí vi a varios policías que revoleaban sus sables, tratando de contener al público que buscaba la calle. El número de policías creció. Un pelotón de la policía montada se les agregó. Eran una verdadera barrera que contenía a golpes al gentío. Entonces vi a dos personas que se arrastraban desesperadas sobre las cabezas del público. No quise ver más.
El primer Boca-River después de la masacre, las dos hinchadas se unieron, por una vez en su historia, para gritar que no había puerta no había molinete, era la cana que pegaba con machete: hay enemigos comunes que son más fuertes que los que supuestamente son más fuertes. Nunca había muerto tanta gente en una cancha de fútbol; nunca más, por suerte, volvió a morirse tanta. Eran hinchas de Boca. La cuestión de las barras pasó a las tapas de los diarios.
No era nuevo. Siempre había habido cierta violencia alrededor del fútbol. De hecho, las historias de partidos suspendidos y policías cargando y heridos y detenidos y destrozos son parte de su historia desde siempre. Ya Arlt a fines de los treintas hablaba de los «hinchas organizados como maffias». Pero en los primeros veinticinco años de fútbol profesional hubo doce muertos y, de 1958 hasta ahora, más de doscientos —y miles y miles de lesionados, detenidos, encausados.
Y, sobre todo, según Amílcar Romero, el principal estudioso de este fenómeno en la Argentina, lo que cambió en esos días fue la organización. «Lo que aparece entonces es una violencia institucional, organizada o apañada desde arriba, una conducta racional que sabe perfectamente de costos y beneficios, con objetivos claros. Violencia organizada, profesionalizada e institucionalizada, que pasa a formar parte de la industria del espectáculo. Antes las hinchadas se agarraban a trompadas, a piedrazos, pero no estaban organizados ni cobraban para hacer eso. El sistema no puede aniquilar esa violencia que había desde siempre asociada al fútbol. Pero a principios de los sesentas aparece el capitalismo que dice “al enemigo que no lo podés derrotar, utilízalo”. Y, para controlarlo, lo chupa y lo recicla para utilizarlo como un elemento más del espectáculo».
Y de su manejo político. Un artículo de Panorama —mediados de los sesentas— cuenta que «los clubes adoptaron insensiblemente las formas del comité: cada dirigente aportó al club de sus amores su capacidad política y el lubricado mecanismo de los punteros: con el solo requisito de asociarlos, lograron en pocos años el dominio total de las entidades (…). Todo se hace a la vista: cerca de cada estadio donde está a punto de comenzar un partido de fútbol profesional, sin excepciones, un grupo de punteros reparte a sus protegidos las entradas gratuitas con que los dirigentes pagan sus servicios (…). La mecánica del sistema es idéntica al viejo método de los asados con vino y empanadas del comité: como los dirigentes dependen de los votos que les arriman sus punteros cada vez que se realizan elecciones internas en los clubes o de la presencia de una barra adicta cuando la oposición cobra fuerza y se presenta para dar batalla en una asamblea, han logrado que la AFA contribuya a sostener ese servicio».
A veces, en esos días de dictaduras o democracias relativas —donde el nombre de Perón seguía siendo delito— las tribunas podían convertirse en manifestaciones al paso. A menudo la Marcha Peronista, prohibida y reprimida, estallaba en la popular ante la mirada de la policía, que no podía hacer nada. Muchas hinchadas eran peronistas; pero, una vez más, Boca y Perón eran —más que las otras— un solo corazón:
«Boca Juniors en la actualidad es más que un club: es un poderoso grupo de opinión que extendió su influencia al ámbito nacional, identificándose con los liderazgos populares», escribió en esos días Enrique Pichón Riviére. «Estar en contra de Boca significa estar en contra del peronismo. Quien está a favor de Boca, en cambio, está a favor del líder. Esta división del público, de los hinchas, puede ser además un excelente barómetro para medir los fenómenos políticos del país; es un hecho comprobado que Boca recluta sus adherentes entre los sectores de ingresos más bajos, con lo cual el panorama queda perfectamente aclarado. Por otra parte, mientras Perón está afuera del país, en tanto que el peronismo no forma parte de la política nacional, la polarización del fenómeno Boca-Antiboca seguirá teniendo vigencia».
Y los diarios empezaron a usar unos nombres que no existían hasta entonces. En 1958, después de la muerte de un hincha de Vélez, el vespertino La Razón, que vendía medio millón de ejemplares, habló por primera vez de unas agrupaciones de hinchas que se manejaban en alianza con los dirigentes de los clubes. La Razón las llamaba «barras fuertes»; de ahí a las barras bravas sólo faltaba cambiar un adjetivo.