1969-1976
Tiempos Modernos

Para el campeonato de 1968 la AFA autorizó un cambio por equipo, además del arquero. Parece una tontería pero era un cambio decisivo. Hasta entonces, una sustitución era una alternativa impensada, que sólo se practicaba en amistosos y picados. Lo que distinguía a un partido de verdad era que no podía haberlas. Ahora, en cambio, el equipo dejaba de ser una fatalidad irrevocable, un partido ya no era un azar donde cualquier lesión se transformaba en un desastre y aparecía en las canchas algo que ahora parece parte del paisaje: el banco de suplentes.

Los planteles se agrandaban para incluir a los posibles: cada vez era más caro mantener un equipo de primera. Y la posibilidad de hacer un cambio —que serían dos, dos años más tarde— enfatizaba más todavía el papel del director técnico: ahora ya no intervenía antes y después, sino también en medio de un partido. La introducción del cambio —de los cambios— era lógica, coherente con una época donde la palabra «cambio» era central En esos días todo estaba cambiando —o eso parecía. Los pesos, que habían durado muchas décadas, ya no valían lo suficiente y los cambiaron por los pesos ley 18 188. Los jóvenes se dejaban el pelo largo y empezaban a tener sus propias normas, su música, sus códigos, sus bluyins, sus opciones políticas: empezaban a ser un sector decisivo. Las mujeres se ponían pantalones o se subían las faldas, se soltaban los pelos y las tetas y reclamaban sus derechos. Y estudiantes y obreros y otros militantes salían a la calle contra los veinte años de paz y dictadura del general Juan Carlos Onganía: en mayo del ’69 el Cordobazo marcó el inicio de la década más agitada que tuvo la Argentina en ese siglo. Poco después empezarían las primeras acciones de la guerrilla urbana.

El fútbol, mientras tanto, perdía espectadores y seguía aburrido. Boca no había vuelto a ganar un campeonato desde 1965 y River se empeñaba en salir segundo en todas partes; el Metropolitano parecía favorecer a los equipos chicos: Estudiantes en el ’67, San Lorenzo en el ’68, Chacarita en el ’69. Un campeonato corto, casi súbito, permitía el triunfo de clubes con planteles más escasos, que solían mancarse en la larga distancia. Y los chicos lo ganaban como podían ganarlo: laburando. Ya no era siquiera la garra o el corazón xeneizes: era puro trabajo, producción moderna. «Un fútbol que se elabora en la dura faena de una semana de laboratorio y que estalla en el séptimo día con toda la misma eficacia que consagra la tabla de posiciones», escribía un comentarista de El Gráfico. «Porque Estudiantes sigue fabricando puntos tal como fabrica su fútbol: con más mecánica que talento, con más pelotazos que pelota contra el piso».

En 1969 Alberto J. contrató a su tercer DT ex gashina: Alfredo Di Stéfano era una gloria del fútbol mundial sin mayor experiencia como técnico. Pero armó un equipo diferente de lo que se estilaba en esos días, con mucho más ataque que defensa, una especie de 4-2-4: atrás estaban Roma, Suñé, Meléndez, Rogel, Marzolini, pero sacó del medio a Rattín y lo reemplazó por un cinco que era casi un diez, el Muñeco Madurga. El otro volante de marca era el uruguayo Orlando Medina y los demás iban todos al frente: Angel Rojas y el Tano Novello o Raúl Savoy por el medio, Ponce y Peña por los wines. Ese equipo jugó 17 partidos: ganó 13, empató 3 y perdió 1, hizo 35 goles y le hicieron 11; además, jugaba lindo, rápido, preciso.

El 14 de diciembre Boca visitaba a River en el Monumental; era el último partido y les llevábamos dos puntos de ventaja: el empate alcanzaba. En mi recuerdo los dos goles fueron casi iguales: dos pases en cortada del nueve al cinco —de Savoy a Madurga— y el Muñeco que, solo frente al arquero, define tranquilo y corre a festejar a la pista de atletismo. Yo no pude gritarlos: mi padre nos seguía llevando a la platea de River. Pero los festejé en ese silencio raro, de puños apretados, y ni siquiera me preocupé mucho cuando, en el segundo tiempo, las gashinas empataron 2 a 2. Después me contarían que cuando Boca empezó a dar la vuelta olímpica los de River prendieron las mangueras de riego; yo no lo vi, mi padre mantenía su política de hacernos salir cinco minutos antes. Silvio Marzolini era el capitán de Boca: mucho después me diría que ese día, en cambio, él saldó una cuenta que tenía pendiente:

—Yo les di la vuelta olímpica aquella vez porque sentía esa necesidad desde que era chico, desde esa época que nos ganaban muy a menudo. Nos ganaban tanto que me acuerdo de un partido que ganó Boca en River que fue el día que más emoción tuve en mi vida. Porque era un partido que íbamos ganando 1 a 0, después perdíamos 2 a 1, empató Navarro en el segundo tiempo, y Rolando hace un gol de la puta madre, que entra con pelota y todo en el arco, se agarra de la red y se desmaya. Se desmayó de la emoción. Yo nunca había visto algo igual. Y lo viví tanto. ¿Viste cuando te ganan siempre, salen campeón siempre, viste la bronca de cuando te sentís inferior? Bueno, me parece que por eso aquella vez les quise dar la vuelta olímpica ahí, en la cancha de ellos.

Di Stéfano se volvió a España al terminar el año. Lo reemplazó José María Silvero, que había jugado muchos años de dos: en 1970, con un equipo parecido —aunque menos vistoso— volvimos a ganar el Nacional. Fue en el Monumental pero contra Rosario Central: un partido en azul y amarillo. Boca 2 a 1 en el suplementario, con dos jugadas increíbles de Rojitas y miles de hinchas que entraron a la cancha. Era el segundo año seguido de vuelta olímpica en el gashinero:

River, River, River

bailate un cha cha cha.

Y ponete bien contento

que el campeón es tu papá.

Saqué mi carnet de socio menor a fines de 1970: tenía doce años y ya estaba harto de depender de los mayores. Cuando descubrí que los socios de Boca tenían derecho a entrar gratis a la cancha me fui un día hasta el club, averigüé los requisitos, me hice la foto —la carita redonda, el pelo largo lacio, la onda que me tapa un ojo— y unos días después me dieron el carnet 5489. Por eso estaba en la segunda bandeja, la de la Doce, el 17 de marzo de 1971.

Fue el día de la peor gresca que recuerdo. Jugábamos contra Sporting Cristal, por la Libertadores: sólo el triunfo nos clasificaba para las semifinales, El primer tiempo terminamos 2 a 1 arriba; los peruanos empataron a los 24 del segundo, y Boca se fue al humo. Había mucho nervio. En esos años no había control antidoping y, desde mediados de los sesentas, los vestuarios parecían farmacias psicodélicas. Faltaban 5 cuando el árbitro uruguayo no vio un penal —¿un penal?— contra Rogel, el seis de Boca que trataba de cabecear una pelota en el área de Sporting. Mientras los de Boca protestaban, un zaguero peruano trató de despejar y Rojitas lo volteó de un planchazo. Ahí se armó la gresca.

Mis imágenes son confusas —y las he refrescado con crónicas de entonces. Dicen que Suñé le pegó hasta cansarse a un tal Gallardo que le pedía por la virgen que lo dejara ir. Que cinco peruanos lo pateaban a Coch tirado en el suelo. Que Coch pudo escaparse y pisó a Eloy Campos y le partió la nariz. Que Rogel y Silvero, espalda contra espalda, se boxearon todo. Que un zaguero peruano trató de pegarle y volteó a un compañero. Que el Negro Meléndez, peruano y refinado dos de Boca, era el único que trataba de calmar las cosas. Que Gallardo, ya recuperado, le rompió la cara a Suñé de una patada voladora. Que Suñé, ensangrentado, se vengó con todo lo que se le cruzaba. Que Palacios le sacó la cachiporra a un policía para seguir pegando. Que alguien le embocó tremenda piña al comisario de la 24. Que el que corría con un banderín del córner en la mano era el peruano De la Torre y que su madre, en Lima, lo vio por televisión y cayó muerta de un infarto. Que, al día siguiente, el general Velasco, presidente del Perú, felicitó a sus jugadores y los alentó a que siguieran «defendiendo la divisa con honor e hidalguía». Sí recuerdo, claro, que la tribuna estaba oscura y todos saltábamos y gritábamos el viejo y pegue, y pegue, y pegue Boca pegue. Yo saltaba y gritaba como loco. En un palco bajo, a ras del piso, un chico de once que había conseguido que su papá lo llevara por primera vez a la Bombonera miraba azorado: Mauricio Macri no podía creer que el fútbol fuera eso.

Casi todos los jugadores terminaron en la comisaría, acusados de lesiones, y el árbitro también fue preso por «haber provocado el incidente». Los soltaron al día siguiente y les pusieron suspensiones de meses o de años; cuarenta días más tarde hubo amnistía para todos.

Es cierto que cada vez había más partidos que terminaban en peleas, adentro y afuera de la cancha. Aunque no debía ser tan fiero si un chico como yo —rubito, clase media, muy tiernito— podía ir solo al reino de la Doce —y nunca me pasó nada grave. En esos días un editorial de La Nación decía que eran «grupos minoritarios que se deslizan en todas las circunstancias para precipitar a la sociedad argentina hacia el caos»: la violencia del fútbol relacionada con la violencia general en la Argentina y pensada como intento de pescar en ese río revuelto. O sea: un intento de La Nación de poner en la misma bolsa las hinchadas violentas y los actos de la izquierda, los jugadores vengativos y las operaciones guerrilleras.

Clarín era más específico y hablaba de «la tribuna de la vergüenza»: «El vandalismo y la delincuencia desatadas. Una sociedad pacífica en manos de increíbles patotas. Están en el fútbol. O aprovechándose de él. Están donde se encuentra la gente. Y cuanto más, mejor (…). Ya denunciamos hace seis años —y hoy en 1972 no tenemos por qué reiterar esa denuncia— que muchos clubes protegen a esas barras, que son el fundamento electoral de ciertos grupos de dirigentes. Que incluso en la intendencia de un club se hallaron “las armas” que usaban esas patotas, guardadas allí para ser redistribuidas al domingo siguiente. Y hasta penetramos en la raíz psicológica de esa delincuencia sin castigo, que no sabe de ley, ni de respeto, ni de compasión. Que sólo sabe de violencia, de cobardía. Y existe un agravante: Argentina ha sido declarada sede del Campeonato Mundial de Fútbol de 1978 (…). La Argentina no podrá ser digna de ese honor mientras mantenga dentro de su fútbol a las bandas de delincuentes».

En esos días Joao Havelange pasó por la Argentina para un partido internacional y dijo que «el fútbol le hace muy bien a un país, le trae tranquilidad social. Hace quince días que la gente habla sólo de Argentina-Brasil y seguirá hablando de lo mismo una semana más, dejando de lado otros problemas. Es necesario que el gobierno argentino se ocupe del fútbol, ayude a construir estadios, programe espectáculos importantes. Eso es dar alegría al país», dijo el brasileño.

Boca seguía sin ganar y el país estaba ocupado buscando otro tipo de alegrías. Ahora —cuando el fútbol es un valor universal que nadie rechaza— resulta difícil recordarlo, pero entonces la pelota estaba en un costado del espectro social. Era una actividad que tenía que ver con los pobres y la clase media media; ni los ricos ni los pretenciosos ni los intelectuales. Y los jugadores solían ser morochos —como eran morochos los grandes triunfadores de la canción más popular, Palito Ortega o Leo Dan.

Pero también aparecía un nuevo fenómeno musical —que algunos llamaban rock nacional y que incluía un pop levemente rockero. De sus músicas salieron canutos, más cantitos: en esos años la producción de cantitos para hinchada se aceleró. Si antes aparecían dos o tres por década, ahora crecían como hongos. La base musical estaba y estaba, también, la efervescencia: con tanta manifestación política, no se sabía si los cantitos se originaban en la cancha y salían a la calle —o viceversa.

Muchas veces fui preso

y muchas veces lloré por vos.

Yo a Boca lo quiero,

lo llevo adentro

del corazón.

Cantábamos, con la música de la Joven Guardia o, con la de Rubén Mattos, salta salta:

Salta, salta, salta

pequeño canguro,

que a todas las gashinas

les rompemo el culo.

Saltaban los muchachos de la popu, que ya empezaban a tener el pelo largo, los jeans acampanados ajustados, patillas como manchas. Y los contrarios también aprovechaban para poner de manifiesto su elegancia, gracias a los tonos de Palito Ortega:

Ya todos saben que la Boca está de luto:

son todos negros,

son todos putos.

Y los jugadores se enganchaban en el clima de época: la confrontación, las reivindicaciones. En noviembre de 1971 todos los equipos de primera fueron a la huelga: pedían que se reconociera a los futbolistas el status de trabajadores que les correspondía según el convenio de 1949. Ser «trabajadores» les garantizaba ciertas mejoras en el cobro y el trato y, además, en esos días, la condición de trabajador era un orgullo para muchos.

La huelga duró dos fechas y conmocionó al país; al fin el general Lanusse decidió mediar entre el interventor de la AFA, Raúl D’Onofrio, y el secretario de Futbolistas Argentinos Agremiados, José Ornar Pastoriza. Los jugadores ganaron el conflicto y Alberto J. Armando salió a decir que era un nuevo atropello al fútbol y que «los dirigentes hemos perdido el poco honor que nos quedaba, hemos defraudado a la juventud argentina, al futuro de nuestro fútbol, a esos chicos que han confiado en nosotros, en nuestra gestión. La solución que se ha dado al conflicto es de lo más nefasta; hemos perdido todo».

No era para tanto. Y la huelga produjo el debut de una serie de juveniles —para reemplazar a los profesionales en paro. A Roberto Mouzo le pidieron que jugara el primero de esos partidos, contra Gimnasia y Esgrima de Mendoza; el pibe tenía dieciocho años, todavía no había debutado en la primera de Boca y no sabía si plegarse al paro o aprovechar esa oportunidad: al final jugó bien. Pero no volvió a la primera hasta el año siguiente y, ahí sí, se quedó doce años más.

Mouzo era un dos que después pasó a jugar de seis: un tipo de buen físico, mucho despliegue, mucha garra. No era un jugador excepcional pero se hizo excepcional a fuerza de esfuerzo y persistencia: Roberto Mouzo es el tipo que más veces se puso la camiseta de Boca: 425 partidos oficiales. Mouzo fue uno de los últimos de una época en que los jugadores no cambiaban tanto de club. Después ya nadie podría jugar tantos años en un club como Boca, a menos que tuviera la proporción perfecta de eficacia para conservar el puesto y falta de gancho para que ningún equipo europeo se lo quiera comprar.

Mientras tanto el equipo no terminaba de andar mal pero tampoco ganaba campeonatos. Había jugadores interesantes —Suñé, Curioni, Potente, Ferrero, Novello todavía: las fotos los muestran con el pelo largo, la camiseta muy pegada al cuerpo, los pantaloncitos ajustados marcando paquete. En 1972 las camisetas todavía no llevaban propaganda, pero ya aparecían los primeros contratos de jugadores con marcas de ropa deportiva. Adidas fue la primera que ofreció —a ciertos jugadores— plata por usar en exclusiva sus productos, por ponérselos en notas de gráfica y de televisión.

Y el país se revolucionaba. Perón volvía después de diecisiete años y la combinación de movilizaciones populares y acciones guerrilleras conseguía que los militares retrocedieran y llamaran a elecciones. El 11 de marzo de 1973 Alberto J. Armando fue candidato a gobernador de Buenos Aires por la Alianza Republicana Federal, el partido del presidente y general Lanusse. A cambio, dicen, había recibido la autorización del gobierno para lanzar una nueva rifa ilegal «para recaudar fondos para la Ciudad Deportiva». Parecía una buena idea aprovechar su popularidad como patrón de Boca para conseguir votos. Fue el primero —pero no sería el último. Alberto J. no llegó al tres por ciento de los sufragios provinciales y el delegado de Perón, Héctor J. Cámpora, ganó la presidencia por afano. Aquel año marcó un nuevo récord de asistencia a las canchas: menos de seis mil entradas por partido.

El ’73 tampoco fue un año de triunfos, pero el fútbol estaba cambiando de nuevo: otro equipo chico, Huracán, ganó el Metro con un juego alegre, elegante, pelilargo y la dirección de un treintañero que charlaba a la izquierda: César Menotti. En ese equipo jugaban Brindisi, Babington, Larrosa, Houseman, y le devolvieron al fútbol argentino la idea de que jugar bonito no era necesariamente un error o una antigualla. En Boca el técnico, Rogelio Domínguez, ex arquero de River, empezó por echar a Suñé y a Marzolini —que era, hasta entonces, el jugador con más partidos en la primera de Boca.

—Me colgaron junto con Silvio, que era subcapitán, por ir al frente en las reuniones con el presidente y discutir los contratos y los premios.

Diría mucho después Rubén Suñé. Y Domínguez —los tres años siguientes— armó un equipo que jugaba ofensivo y agradable pero no ganó nada.

El ’74 empezó increíble: en el primer partido oficial del año le ganamos 5 a 2 a River con cuatro goles de un muchacho que acababa de llegar de Chacarita: Carlos García Cambón. Una vez más el equipo era bueno y jugaba casi bien, pero no terminaba de ganar lo suficiente. Sólo nos consolaba que las gashinas seguían siendo bien gashinas —y se empeñaban en salir segundos; ya llevaban diecisiete años sin un campeonato. Pero era difícil seguir muy interesado en todo eso: el país estaba demasiado urgente. Ni siquiera el Mundial de Alemania se salvó: en esos días, mientras un equipo armado a último momento se comía cuatro contra Holanda, se murió Juan Domingo Perón —y esos partidos parecían jugarse en otro mundo. Yo no sé si era un buen ejemplo, pero en esos días tenía diecisiete años y, entre la política y las chicas, el fútbol había pasado a jugar un papel muy secundario. Y estaba más o menos convencido, me parece, de que era una forma de desviar los justos reclamos de las masas hacia un terreno inocuo. Muchos, entonces, lo creían.

En el ’75 los primos consiguieron por fin el campeonato —y fueron, a falta de uno, dos; Metropolitano y Nacional. Boca seguía sin levantar cabeza, las muertes se acumulaban en la calle, arreciaban los rumores de golpe y yo había vuelto al fútbol de una forma completamente inesperada: el gobierno había cerrado el diario donde trabajaba y conseguí unas colaboraciones en la revista Goles. El Gráfico y Goles competían codo a codo y eran los únicos, por ejemplo, que ponían calificaciones a los jugadores. Poco después vino el golpe, la matanza, tuve que irme del país —y mi relación con Boca quedó trunca. A Boca no pareció importarle mucho. Aquel año, en medio del desastre, ganamos casi todo.