1976-1981
El Mejor del Mundo
Juan Carlos Lorenzo, el Toto Lorenzo, lo tenía muy claro:
—Siempre me acusan de que juego a especular, que niego el ataque, que mando a mis jugadores a destruir, pero el fútbol es así. Si no ganás, al día siguiente te echan. Si ganás sos el rey, pero si no, sos odiado por todos. Además yo busco resultados. A mí me trajeron a Boca para salir campeón.
Decía Lorenzo, y que por eso bautizó a Boca como «Deportivo Ganar Siempre». El nombre tuvo éxito. Pero Lorenzo insistía en que no cualquiera se bancaba ese esquema:
—Yo quiero jugadores que se adapten a ese juego nuestro. Si ustedes no creen lo que yo digo, fíjense en los europeos. Vienen y se llevan jugadores. Pero ¿qué jugadores:? ¿Se llevan a Alonso, a Houseman? No, viejo, se llevan a Scotta, a Kempes, tipos que no andan con chiches y la meten seguido.
En 1976, cuando Alberto J, Armando decidió contratar a Juan Carlos Lorenzo, Boca llevaba cinco años sin salir campeón, River acababa de romper sus dieciocho ininterrumpidos de gashina y el país perdía por goleada. Estaba empezando, además, una tendencia que marcaría al fútbol argentino desde entonces: los buenos jugadores duraban poco. Las canchas de la patria empezaban a convertirse en vidrieras donde cada cual se mostraba con la esperanza de que viniera el tío rico europeo que lo comprara y lo salvara para siempre. Así que Lorenzo pensó que lo mejor era armar un equipo basado en tipos que parecían de vuelta: el Toti Veglio, Pancho Sá, el Chapa Suñé, el Loco Gatti. El promedio de edad andaba por los veintiocho, porque un par de jovencitos lo bajaban.
—Si quieren espectáculo, que vayan al Colón.
Solía decir el Toto. Treinta años antes Lorenzo había jugado dos docenas de partidos en Boca. Pero se había formado como técnico en Europa y pensaba el fútbol como una mezcla de trabajo, astucia, huevos y obediencia. Su prioridad era armar una defensa sólida: quería recuperar aquella tradición de equipos xeneizes que sabían que si metían un gol habían ganado. Gatti, Pernía, Sá, Mouzo y Tarantini, con Suñé cortando como cinco y el Chino Benítez o Ribolzi como ochos atrasados, le daban suficientes garantías. La creación dependería de los pelotazos precisos del zurdo Zanabria y las inspiraciones de Veglio; los goles, en general, de las diagonales de los dos punteros, Felman y Mastrangelo. Era un equipo corto, compacto, con mucha presión, que mordía y mordía, que no se descuidaba nunca. Y que solía entrenar en triple turno.
Boca empezó mal —y Lorenzo estuvo a punto de renunciar en abril, cuando perdimos con River en la Bombonera. Pero se fue recuperando y en agosto ganó el Metropolitano 76; docenas de jóvenes morían todos los días a manos de los militares, los argentinos se hacían los tontos y los bosteros tenían algo para festejar. Era el principio.
Aquel diciembre las muertes arreciaban, el plan económico de Martínez de Hoz no conseguía contenter la inflación y el mundo cantaba una canción extraña: «Don’t cry for me, Argentina». Yo la oí por primera vez ya exiliado en Francia y ni sabía que el campeonato Nacional estaba terminando: por primera vez —por única vez en un siglo de fútbol argentino— Boca y River definirían un título en una final a todo o nada. El partido se jugó en la cancha de Racing y River tenía, como siempre, un equipo de nombres increíbles: Fillol, Perfumo, Passarella, J. J. López, Merlo, Pedro González, Luque, Más. Los dos equipos se respetaban demasiado —se temían— y llegaron a los 27 del segundo tiempo empatados en cero: se veía venir el alargue. Un tiro libre a más de 25 metros del arco de Fillol no parecía tan peligroso, pero los primos se entretuvieron en hacer una barrera inmejorable, digna de su distinción: mientras la armaban, Rubén Suñé, sin dejarse ver, sin tomar carrera, la puso de derecha en el palo izquierdo del arquero. Era una avivada clásica —y fue el gol que definió el campeonato. Aquel año de mierda el fútbol fue todo para Boca.
Aquel año de mierda, la Argentina estaba más futbolera que nunca: no había muchos más temas posibles y, sobre todo, el gobierno y sus periodistas —casi todos los que tenían trabajo— no paraban de hablar de la preparación del Mundial, esa gran oportunidad que tendríamos de mostrarle al mundo nuestra auténtica valía. Mientras tanto, Boca lo intentaba por su cuenta y en menor escala: decidió encarar con todo la Libertadores de 1977.
A principios de los sesentas y de su mandato, Alberto J. había sido el primero en interesarse por esa copa: ahora, en el final, no quería irse sin haberla conseguido. Además el mercado interno se achicaba: por los malos espectáculos —y porque el clima militar no ayudaba a las reuniones públicas— 1977 batió otro récord de baja asistencia a los partidos: 5500 espectadores de promedio.
Así que el equipo dedicó todas sus energías a Latinoamérica, eliminó entre otros a Peñarol, al Deportivo Cali, a River, y terminó plantándose en la final con el Cruzeiro. El primer partido fue en la Bombonera y ganamos 1 a 0; el segundo en el Mineirao y perdimos 1 a 0; el desempate fue el 14 de septiembre en el Centenario de Montevideo y terminó sin goles. Desde la tribuna Alberto Maraco, un pibe de dieciséis que había juntado peso sobre peso para tomarse el buque, se comía las uñas cuando llegaron, por primera vez en la historia de la Libertadores, los penales: Mouzo, Pernía, Tesare, Zanabria y Felman metieron los cinco de Boca; cuatro brasileños metieron los cuatro primeros del Cruzeiro. Hasta que un tal Vanderley se paró frente al arco y la pelota. Más tarde, Hugo Gatti contaría que en ese momento se acordó de un entrenador de las inferiores que siempre le reprochaba que se quedara parado en los penales; el tipo, contaría Gatti, le solía decir que eligiera una punta y se tirara:
—Alguna vas a acertar y entonces vas a ser el héroe de la tarde.
A mí nunca me gustó el Loco Gatti. Dicen que fue de Boca: yo no lo vi. Yo sé que es un ídolo, sé que la Doce lo quiso como a casi nadie —y lo odió como a pocos—, pero para mí todo eso es saber libresco, fotos en revistas. Para mí Gatti siempre fue un arquerito de River al que un sábado de verano, cuando recién debutaba, le metimos cuatro: uno que se hacía el vivo con bermudas y pelo largo y siempre decía que era el mejor y se comía unos goles imposibles; uno que distrajo a los argentinos jugando contra la Unión Soviética en la nieve y por cadena nacional al día siguiente del golpe del 76. Gatti ya era un muchacho grande —más de treinta, exiliado en Unión de Santa Fe— cuando Lorenzo convenció a Armando de que era el arquero que necesitaban.
Y entonces Gatti vino a Boca y se partió la mandíbula atajando para nosotros y después se rompió la rodilla y siguió como si nada y paró pelotas increíbles y se siguió comiendo goles tontos y se ganó el corazón de tantos y al final se pasó doce años en el arco bostero y aquella noche, en el estadio Centenario, mientras Vanderley se acercaba a la pelota, se acordó de aquel entrenador, se tiró a su derecha, sintió que la pelota le pegaba en la mano y entró en la historia de Boca antes de haber llegado al suelo. Éramos, por fin, los campeones de América. Y lo ganamos, como corresponde, contra un equipo brasileño y por penales.
Entonces Alberto J. Armando dijo aquello —que otros le imitarían más tarde— de que «Boca debe ser una institución modelo en el mundo» y que esperaba que «el hincha de Boca valore en el futuro todo el gran esfuerzo que hicimos para llevar a Boca a este lugar».
Había sido, parece, un esfuerzo realmente grande —y saldría caro. Para ganar la Libertadores, Lorenzo y los dirigentes decidieron abandonar el Metropolitano 77: lo encararon con un equipo de reserva y las recaudaciones bajaron mucho; además Armando había prometido unos premios increíbles y se tuvo que hacer cargo. Aquella copa fue el principio de la debacle económica del club en los años siguientes, pero por el momento casi nadie lo imaginaba —y lo más importante era preparar la intercontinental.
En esos días los japoneses todavía no se la habían comprado, y la Intercontinental se jugaba ida y vuelta, uno acá y otro allá. Pero los equipos europeos no estaban muy interesados. El Liverpool, campeón de Europa, dijo que no tenía fechas pata correr a unos sudacas y la Confederación Sudamericana tuvo que invitar al subcampeón, el Borussia Moenchengladbach, a reemplazarlo. Los alemanes aceptaron sin entusiasmo pero dijeron que recién podían jugar el primer partido en marzo de 1978 y la revancha en agosto. Y el primero, además, tenía que ser en Sudamérica. Nosotros aceptamos.
Era una cima: Boca estaba por fin donde pocos habían estado. La Bombonera ardía y los nuestros salieron con unas camisetas extrañas: en cada una se leía el nombre del jugador que la llevaba. Nunca se había visto semejante cosa, pero la ocasión valía la pena de algo nuevo.
El Borussia tenía un par de muy buenos jugadores —Berti Vogts, Reiner Bonhoff— y el partido empezó bien pero siguió mal: 1 a 0 para nosotros, 2 a 1 para ellos —de contraataque, bien a lo Boca— y recién en el segundo tiempo el empate de Ribolzi. Fue un desastre. La eliminatoria parecía casi perdida y Lorenzo decidió que nunca más iban a usar esas camisetas que salieron tan mufa. El Toto creía mucho en esas cosas.
Para la revancha faltaban cinco meses y, sobre todo, faltaba una Copa del Mundo. En junio de ese año Argentina inauguró su Mundial con bombos, platillos y un operativo de seguridad extraordinario: los militares querían mostrarle al mundo que dominaban perfectamente la situación y su país. Y también querían aprovechar al máximo el efecto patria que el fútbol ofrece como nadie: «Veinticinco millones de argentinos jugaremos el Mundial», decía la publicidad oficial. Casi lo lograron, aunque para eso hayan tenido que gastarse quinientos millones de dólares en un país con problemas económicos severos. «Llegamos al final», editorializaba El Gráfico: «No solamente los jugadores, sino todos. Se acabaron los YO refugiados detrás de aislados gritos. Ahora somos NOSOTROS sin distinción de colores, como debimos ser siempre. Goleamos al destino y derrotamos a las sombras»: era pura poesía futbolera dictadura, que seguía: «El teniente general Jorge Rafael Videla, presidente de la Nación, dio en su momento el respaldo necesario para que el Mundial fuera una realidad que mostrara —seriamente— la verdadera cara de nuestro país…».
Boca no tenía demasiado que ver con ese magno evento: la Bombonera, por supuesto, no formaba parte de los estadios mundialistas, y ningún jugador boquense estaría en la selección. Era el principio de una larga costumbre, pero esta vez tenía razones propias: Lorenzo estaba en la oposición al oficialismo menottista y el técnico progre-militar prefirió excluir a sus muchachos. No fueron necesarios: la Argentina recurrió a otras habilidades y ganó el Mundial, Videla festejó, Menotti festejó, lo festejaron los secuestrados de la Esma, millones de argentinos lo festejaron en la calle. Todos lo festejamos —incluidos los que, lejos, habíamos activado contra él. La patria suele permitirse esos caprichos. Pero las trampas y los militares nos dejaron a muchos un gustito amargo: la Intercontinental de Boca, si la conseguía, no tendría ese reparo. El problema era que la mayoría la daba por perdida: a Alemania, ese agosto, casi no viajaron periodistas, la televisión no lo pasó. Con ese empate de local Boca estaba muerto y enterrado.
—Señores, yo voy a salir a ganar el partido. Sí, aunque no me lo crean, voy a salir a atacar a estos alemanes.
Dijo el Toto Lorenzo antes de la revancha en Karlsruhe y los periodistas, en efecto, no se lo creyeron. Pero era cierto: Lorenzo puso a tres jugadores de punta —Mastrangelo, Saldaño y Felman— y cambió a los defensores centrales —Sá y Mouzo— por dos pibes —Bordón y Tesare— con más movilidad «porque los alemanes recién terminaron la pretemporada y están con los músculos duros». Detrás estaban Gatti, Pernía y Suárez en las puntas, y el medio campo seguía igual: Salinas, Suñé, Zanabria. Sus jugadores sí le creían: estaban convencidos de que Lorenzo no se equivocaba nunca. Lorenzo era un laburante, un obsesivo: en tiempos en que no había videos, mandaba espías que le explicaban cómo jugaba cada contrario para planificar su juego. Y aquella noche, dirían después los jugadores, su charla técnica antes del partido fue la historia de lo que estaba por pasar.
Quizá fueron las camisetas o la ansiedad de millones de bosteros pegados a una radio o la alineación de dos planetas aburridos o la astucia del Toto o nada más el fútbol, pero lo cierto es que a los dos minutos Felman metió el primer gol y todo se hizo simple. El Borussia se desesperó, Boca lo controló sin gran complicación y, en contraataques elegantes, casi lujosos, cayeron los goles de Mastrangelo y Salinas antes de que terminara el primer tiempo: 3 a 0. El segundo fue un trámite y empezó el festejo. Después, algún periodista quiso prepear a Lorenzo:
—¿Usted es consciente de que la selección argentina salió campeón del mundo con un equipo donde no había ni un jugador de Boca?
—¿Y usted es consciente de que Boca salió campeón del mundo con un equipo donde no había ni un jugador de la selección argentina?
Le contestó el técnico.
—Si usted fuera periodista, ¿cómo encasillaría a Lorenzo?
—Diría que en el país de los piolas es un técnico piola…
La Libertadores 78 empezó unos días después, y fue más fácil: Boca, como campeón, entraba directo a las semifinales. Así que alcanzó con ganarle dos veces al Atlético Mineiro y una vez a River —la otra fue empate— para plantarse en la final contra el Deportivo Cali, dirigido por un médico argentino que había dejado el fútbol poco antes y se buscaba la vida como técnico lejos de su casa. En el primer partido, allá, el doctor Bilardo tuvo que conformarse con un empate. Y el 28 de noviembre de 1978, en la Bombonera, con un rey de España en la platea, Boca le metió cuatro, dio espectáculo y se proclamó bicampeón de América:
—Esta noche a Boca no le ganaba nadie. Y al mismo tiempo tuvimos la mala suerte de jugar en la cancha más difícil de América. Acá el público influye mucho.
Trató de justificarse el doctor —que, casi veinte años más tarde, no sabría aprovechar esa misma ventaja. Entre las dos ediciones de la Libertadores, Boca había jugado 19 partidos, ganado 11 y perdido uno solo, con 21 goles a favor y 5 en contra. Y, en el medio, se había llevado la del mundo. Una sola, porque no hubo manera de jugar la segunda: los ingleses del Liverpool —que también habían vuelto a ganar la copa de Europa— se negaron de nuevo, y los subcampeones belgas del Brujas tampoco quisieron molestarse.
Fueron tres años de victorias, pero el plantel se había gastado y el dinero también: a fines del 78 Lorenzo dijo por televisión, así de golpe, que se iba. Trascendió, entre otras cosas, que la razón estaba en sus peleas con los directivos, que no le daban los jugadores que pedía porque supuestamente no había plata. Los directivos decían que era cierto que no había un centavo, pero tuvieron una idea: le pidieron a socios e hinchas que aportaran dos dólares cada uno para bancar el equipo —y Lorenzo retiró su renuncia.
La situación era confusa: tanto, que alguien le propuso al Loco Gatti una idea nunca vista: que pusiera en su buzo de arquero la publicidad de Jet, una marca de juegos electrónicos. Gatti aceptó, cobró, y sentó un precedente: fue la primera vez que un jugador vendía, sobre su camiseta, algún producto que no fuera la pasión de esos colores. Era el principio de una época.
Pero el equipo no se armaba y las peleas entre jugadores, técnico y dirigentes se agudizaban; aun así, llegamos a la final de la Libertadores, contra Olimpia, y la perdimos. A fin de año el Toto Lorenzo renunció en serio —y la Doce lo despidió con todos los honores. Su jefe, Enrique Ocampo —Quique el Carnicero—, organizó una sencilla pero emotiva ceremonia frente a la Bombonera: el técnico recibió una placa de bronce en homenaje a su trayectoria y, a su vez, le entregó otra a Quique, en homenaje a la suya.
Eran días de ceremonias: poco antes Joao Havelange, el presidente de la FIFA, inauguraba la nueva sede junto al lago de Zurich y definía a su organización como «la multinacional más grande del planeta» que factura más que la General Motors y «vende un producto llamado fútbol». Y, poco después, recompensó al almirante Lacoste —el hombre de Massera en el Mundial, socio honorario y hombre fuerte de River— nombrándolo vicepresidente de la FIFA.
Ese año Julio Grondona asumió —con la necesaria aprobación del gobierno militar— la conducción de la AFA. No hay otras organizaciones significativas de la patria que tengan el mismo líder desde hace veinticinco años.
—Al principio parecía más fácil de sacar. Pero te oponías y tenías quilombo con los referís.
Me dijo un dirigente que no quiso que dijera su nombre. Y me explicó que es fácil favorecer a los equipos grandes con las designaciones de los árbitros:
—Ponés a un árbitro con mucha personalidad, un duro, cuando el grande es visitante, y uno más bien maleable, un gonca, cuando el grande es local, y ya está, funciona casi siempre.
Ese año Julio Grondona rechazó una oferta de ATC para transmitir un partido por fecha porque, decía, «va a hacer que la gente deje de ir a la cancha». Al año siguiente Italia abrió sus puertas a los futbolistas extranjeros: empezaba la globalización del fútbol.
Mientras tanto, en la Boca, el sustituto del Toto, Antonio Ubaldo Rattín, se encontró con un panorama que, dijo, lo asustó. Parece que los muchachos estaban acostumbrados a tomarse todo. Siempre se dijo que el vestuario de Lorenzo era una farmacia, y Rattín lo descubrió de pronto: «Llegué a un equipo con un promedio de edad muy alto, con desgastes físicos y sin motivaciones especiales (…). En la primera rueda, por ser decente terminé anteúltimo. Los jugadores pedían cosas que decían que necesitaban. Primero les dije que no, pero nos íbamos al descenso. Después di piedra libre. Entonces les dije que yo era el abanderado de los honestos, pero que, entre piratas, iba a usar el parche más grande. Ganamos la segunda rueda, pero yo no quise saber más nada con la dirección técnica».
En ese Nacional Boca tuvo algunos tropiezos inesperados: como cuando tocó jugar contra Argentinos Juniors, donde estaba ese pibe de diecinueve que la rompía partido tras partido:
—Ese es un gordito que no le puede hacer un gol a nadie.
Dijo Gatti en la semana previa y el gordito, el domingo, le hizo cuatro. Argentinos nos ganó 5 a 3 y quedamos afuera. Algo se estaba terminando: en diciembre de 1980, Alberto J. Armando renunció y dejó, tras más de veinte años, la presidencia del club. Alguna vez había dicho que «cuando yo me vaya, Boca se muere». Por supuesto que se equivocaba —y, además, su candidato perdió las elecciones.
El domingo 22 de febrero de 1981 la Bombonera volvió a llenarse después de mucho tiempo. Tras un verano cargado de idas y vueltas, ofertas y contraofertas, anuncios y desmentidas, Boca había conseguido comprar al mejor jugador argentino: aquel gordito de veinte que ya llevaba cuatro años en primera, deslumbrando a todo el mundo. Poco antes lo habían dado por transferido a River: una tapa de El Gráfico lo decía y, además, se sabía que el almirante Lacoste estaba dispuesto a casi todo para conseguirlo.
—Era una situación rara: River, con toda la plata y sin mis ganas; Boca, sin un mango y con toda mi pasión.
Dirá muchos años después el gordito. Algunos decían, incluso, que el pibe era de Boca.
—No, boludo, qué va a ser de Boca. Es de Argentinos, siempre fue de Argentinos.
—Ustedes no entienden un carajo. Es de Independiente. ¿No vieron que siempre cuenta que su ídolo es Bochini, que cuando era chiquito iba a la cancha a verlo? Si hasta lo dijo el otro día en El Gráfico. Ustedes no entienden un carajo, no entienden.
—Les digo que es de Boca, loco. ¿Cómo no va a ser de Boca un pibe así?
—Sí, de Boca las pelotas. ¿Cuántos nos hizo el año pasado? ¿Cuatro, cinco?
Pero eso no significaba nada. Y las discusiones tampoco. Lo cierto era que Boca se había quedado con el pibe y el pibe decía que sí: que jugar en Boca era lo que siempre había soñado su viejo… «y también yo». Y que por eso armó todo el paquete, dijo, y explicó que era cierto que River lo quería comprar pero que él quería irse a Boca aunque Boca no tenía un mango y ni se le había ocurrido la idea y que entonces una tarde un periodista de Crónica le preguntó si era cierto que se iba a River y él le dijo que no:
—No, no voy a firmar con ellos porque me llamó Boca.
Dijo el pibe, y esa tarde el diario tituló «Maradona a Boca» y los dirigentes tuvieron que llamarlo para hablar y terminaron arreglando, aunque no tenían «ni un chelín». Pero igual pusieron cuatro millones de dólares y seis jugadores por un préstamo de dieciocho meses, con una opción de cuatro millones más por el pase definitivo. El pase convocó tal atención en ese país callado por los militares que los dirigentes de Boca, Argentinos y el nuevo ídolo tuvieron que repetir la ceremonia de la firma, para que distintos canales de televisión pudieran transmitirla «en directo».
Boca se había gastado todo en él, así que no pudo traer a los otros dos jugadores que pretendía Silvio Marzolini, su nuevo técnico: Daniel Killer y el Tolo Gallego. Pero antes había alcanzado a contratar a una parva de gente: Morete, Trobbiani, Krasouski, Escudero, Passucci y Brindisi. Si no era una revolución era, por lo menos, una renovación completa. La encabezaba un nuevo presidente, otro empresario rico y elegante: Martín Benito Noel. Eran los tiempos de la plata dulce, la tablita de Martínez de Hoz, la dictadura que le servía a la clase media para viajar por el mundo y practicar el deme dos.
Lo quería el Barcelona,
lo quería River Plate,
Maradona es de Boca
porque gashina no es.
Le cantaba la Doce cuando lo recibió, ese domingo, principio del Metropolitano, contra Talleres de Córdoba. Y Maradona dijo que el piso de la cancha se movía y correspondió con los primeros goles: dos penales, que Chocolate Baley miró pasar con un dejo de pena. Ahí empezó el romance. Que él se ocupó de alimentar con goles y declaraciones de amor cada vez más encendidas. Boca ya tenía más de setenta años cuando llegó Maradona pero, de pronto, pareció que Maradona era Boca, o algo así: que estaban hechos el uno para el otro. Aunque al principio no siempre fue fácil:
—Él sabía que era el mejor, claro. Y los de El Gráfico me comentaron que en Argentinos Juniors tenía la libertad de poder ir a bailar un sábado, varias concesiones. Entonces el primer día que llega a La Candela le digo vení que tengo que hablar con vos: bueno te felicito, espero que tengas suerte y todo lo demás, mirá que acá vas a ser uno más, acá se necesita responsabilidad, seriedad…
Me dirá, mucho después, Silvio Marzolini, y que el pibe le dijo que sí, claro:
—Sí, me dice, yo no tengo problema. Le digo no, porque a mí me han comentado algunas cosas tuyas… No, no, para nada. Ah, bueno, le digo, mejor, no vas a tener ningún tipo de problema. Pero todo era una locura. La televisión estaba todo el tiempo encima nuestro. Era el momento de la dictadura, entonces la televisión tenía que ocupar la pantalla con boludeces. Y con la llegada de Maradona no paraban. Nosotros no estábamos acostumbrados a eso, a tener la televisión tan pendiente: en esa época no era común.
El equipo funcionaba bien, ganaba, iba primero invicto. Pero todos decían que no le había ganado a nadie todavía —hasta que llegó el primer partido contra River. Llovía, era de noche y miércoles. Para los primos jugaban, entre otros, Fillol, Pavoni, Passarella, Tarantini, Merlo, J. J. López, Alonso, Kempes, Houseman, Ramón Díaz. Boca formaba con Rodríguez —Gatti estaba lesionado—, Pernía, Ruggeri, Mouzo, Córdoba; Benítez, Krasouski, Maradona; Escudero, Brindisi y Perotti.
El primer tiempo terminó 0 a 0, con un expulsado para cada uno. El juego había sido trabado, y el barro hacía todo más difícil hasta que, a los 10 del segundo, Brindisi hizo el primero. Cinco minutos después él mismo hizo el segundo; la Bombonera se volvió una fiesta, y el partido un baile, A los 22 el lateral izquierdo, Córdoba, se mandó y tiró el centro a la media luna; ahí empezó el tercer gol más famoso de Diego Armando Maradona, cuando el diez la paró en el aire como si fuera de trapo, sentó a Fillol con un amague, quedó solo frente al arco vacío y todavía tuvo tiempo para levantar la cabeza, ver que Tarantini trataba de cerrar y desairarlo con un toque sutil al palo izquierdo. La cancha estuvo a punto de venirse abajo —y el pibe, dijo, era el hombre más feliz del mundo.
—Fue majestuoso lo que hizo Brindisi en el ’81 Si lo analizás fríamente hoy, yo pienso que Brindisi jugó más que Maradona porque a Maradona lo marcaban mucho y a él lo dejaban libre. Entonces le permitía ser más creativo a él. Maradona no recibía tantas pelotas… Normalmente el jugador de fútbol le pasa la pelota a un jugador que no está marcado, y Maradona estaba marcado hasta las bolas. Hasta que se les transmitió a los demás jugadores y ellos se acostumbraron a dársela… Había que dársela, sobre todo porque le hacían infracción.
Contará Marzolini, y contará que una vez Maradona «lo quiso presionar»:
—Nosotros armábamos los equipos con dos punteros pero sin un nueve fijo, entonces se tenían que intercambiar entre ellos: si estaba Maradona arriba, Brindisi venía a buscarla, y si no cambiaban… Y nos había ido muy bien. Y este pibe un día me dice no, esto así no, por qué no decide si yo juego allá arriba o juego abajo, una de dos. Y yo le digo mira, hasta ahora nos va tan bien todo, dejalo así, no me hinches las bolas.
El Metropolitano parecía servido, pero el equipo no mantuvo el ritmo y, cuando faltaban cuatro fechas, Ferro nos empató en la punta. El sábado 18 de julio el plantel estaba concentrado en La Candela esperando el partido contra Estudiantes cuando llegaron diez autos con unos treinta muchachos adentro: se bajaron, mostraron fierros, cortaron los cables del teléfono, dijeron que tenían que hablar con los jugadores. El Abuelo era la voz cantante:
—Muchachos, no lo tomen a mal, pero la hinchada está cabrera y nosotros venimos a batirles la justa. Si no ganan el campeonato, la bronca no la va a parar nadie.
La barra brava se estaba tomando atribuciones: más tarde, los dirigentes dijeron que no tenían nada que ver en eso, que esos tipos eran incontrolables —y algunos les creyeron. Era una de las primeras acciones comandadas por el nuevo jefe; a José Barritta no lo habían elegido por el nombre y le decían El Abuelo porque tenía, desde muy joven, muchas canas. Acababa de ganarle la conducción de la Doce a su líder histórico, Quique el Carnicero, en una guerra que, cuentan, incluyó alguna bala por las plazas del barrio. El Abuelo había sido, durante años, el segundo del Carnicero; en su momento se dijo que la rebelión tuvo que ver con que el Carnicero se quedaba con demasiados vueltos; la barra, en esos días, ya no recibía cincuenta entradas sino muchos cientos —y había otras fuentes de ingresos que contaban. También se dijo que El Abuelo y los suyos respondían al viejo capo metalúrgico Lorenzo Miguel.
El Abuelo era un calabrés de veintiocho años que había llegado muy chico al barrio de San Justo, hincha de Almirante Brown, segundo año de un colegio industrial: nunca se le conoció más empleo que el almacén de su mamá pero tiempo después tendría un nivel de vida de lo más rumboso. Faltaba, todavía; por el momento estaba en La Candela, amenazando a los jugadores con hacerlos fruta si no llegaban a salir campeones. Entonces Maradona les dijo que pararan la mano y El Abuelo lo encaró:
—Diego, con vos no es, no te metás. Los diarios dicen que algunos de estos no te quieren pasar el fulbo, que no quieren correr para vos, así que apuntanos a los que te tiran al bombo y nosotros nos encargamos… Si no corren, los amasijamos a todos.
Maradona no se puso nervioso:
—¿Qué estás diciendo, viejo? ¿Cómo que nos van a matar si no corremos?
—Con vos no es, nene… Vos vas a ser capitán, vos sos el representante nuestro, vos quisiste venir a Boca.
Al otro día Maradona se puso la cinta de capitán. En el segundo tiempo Gatti salió a cortar una pelota lejos, empezó a gambetear contrarios, llegó hasta la media cancha y se la pasó al Mono Perotti, que encaró hacia el arco y puso el 1 a 0. Mucho después, Maradona diría que «ese grupo comando que atacó La Candela terminó de armarnos como equipo». Los caminos del Señor son inescrutables —y las utilidades de la barra pueden serlo también. El campeonato estaba encarrilado. Dos fechas después, en Rosario, alcanzaba con un empate para ganar el campeonato. Central iba 1 a 0 cuando el árbitro cobró un penal para nosotros: Maradona se acercó, tranquilo, a la pelota, respiró hondo y, casi sin tomar carrera, la clavó en el travesaño. Después diría que jamás en la vida se olvidará de las caras de tristeza de los hinchas.
El último partido era con Racing y seguía alcanzando con ganar un punto. Pero ese sábado, también en La Candela, otro problema amenazaba:
—El pibe en general cuando quería decirme algo lo mandaba a Czysterpiller: que dice Diego si puede ir acá a cuatro cuadras, dice Diego si puede hacer esto, dice Diego si puede hacer lo otro.
Seguirá contando Silvio Marzolini:
—Esa tarde viene Czysterpiller y me dice mire que si no le pagan al Diego no juega, eh. Yo no sabía que tenían deudas con él y le digo qué, qué pasa. No, que si no le pagan no juega. Y yo le dije y bueno, que no juegue, qué quiere que le haga; yo no le puedo pagar. Esa es cuestión de los dirigentes, qué me viene a decir a mí, a mí qué me importa. La verdad, a mí me solucionaba un problema: si perdíamos, le iban a echar la culpa al pendejo este. Y si ganábamos, ganábamos sin él. Así que le dije mirá, yo no le puedo pagar, si no quiere jugar que no juegue.
Ese 16 de agosto, en la Bombonera, Maradona jugó y Vivalda, el arquero de Racing, lo paró con penal cuando se había cortado solo. El Maestro lo pidió, lo pateó, puso el 1 a 0. Después, sobre la hora, empató Racing, pero no era problema: Boca volvía a quedarse con un título. Fue una fiesta —y sería la última en diez años. En el Nacional, un equipo muy cansado llegó hasta los cuartos de final, donde Vélez —con los goles de un tal Carlos Bianchi— nos dejó de a pie.