1991-1995
El Fin de lo Mismo
En 1991 nació mi hijo. Puede parecer fuera de tema, pero mi hijo nació en 1991, junto con la guerra del Golfo y el famoso 1 a 1 —que no fue un empate. Los argentinos estaban a punto de lanzarse a uno de sus mejores episodios de delirio colectivo: el tour en cuotas al primer mundo de plástico y biyuta. Era, como siempre, un momento raro de la patria. Yo estaba, entonces, algo lejos del fútbol: veía de vez en cuando algún partido, seguía los resultados, pero no era mi interés más acuciante. Eran tiempos en que, si planeaba un viaje a China, mi preocupación principal no era el clásico que podía llegar a perderme. Hasta Juan: entonces, por alguna razón, se me ocurrió que me importaba mucho que se hiciera bostero. Fue un pensamiento interesado: imaginé que si nos acostumbrábamos a ver juntos a Boca, alguna vez, cuando él fuera lo suficientemente grande como para pensar programas mucho más interesantes que aburrirse con su anciano padre, Boca podría seguir uniéndonos o dándonos, al menos, la oportunidad de compartir algunos ratos. Quizá la idea no haya sido tan precisa, pero era algo así. Después descubriría que ya se les había ocurrido a unos cuantos millones. Y me parece que esa es la función de cualquier hecho cultural: ofrecerles un lugar común. Lo cierto es que el fútbol volvió a ser una parte importante de mi vida.
Juan nació en enero: el 27 de febrero, en su primer superclásico, el River de Passarella empezó ganandole 2 a 0 al Boca de Tabárez. Hacia los 30 minutos nos pusimos 1 a 2, y ellos 3 a 1 antes del final del primer tiempo: lo tenían dominado. Ya en el segundo Giunta descontó de cabeza, empató Marchesini —qué goleadores— y lo ganó Latorre con una tijera espectacular en el último minuto: 4 a 3. Aquel verano les ganamos otros cuatro partidos. Hablábamos de paternidad, y ese fue el principio de la más famosa: durante los diez años siguientes los gashinas fueron hijos obedientes. De 26 partidos les ganamos 13 y nos ganaron 4. Les metimos 41 goles, nos metieron 29. Durante nueve años no pudieron ganarnos en el Monumental. Y culminamos la serie la famosa noche del 3 a 0 con el gol de Palermo.
Pero eso recién empezaba. Aquel año Boca ganó el campeonato y nos robaron la final: en ese equipo se había armado una sociedad increíble entre un pibe medio cajetilla que venía del fútbol de los countries y llegó a ponerse de novio con la hija de un presidente gashina que había entonces —Diego Latorre, la gambeta tremenda— y un patadura desahuciado que los primos habían echado un año antes —Gabriel Batistuta, el entusiasmo. Los acompañaban Navarro Montoya, Simón, Marchesini, Soñora, Pico, Giunta, Tapia, Graziani. Ese equipo ganó el Clausura invicto, con la mayor cantidad de goles a favor —32— y la menor en contra: 6 en 19 partidos. Pero la AFA había decidido que habría un único campeón y organizó el partido entre los ganadores del Apertura y del Clausura, Newell’s y Boca, en julio, cuando Latorre y el Bati estaban jugando para la selección la Copa América. El primer chico, allá, perdimos 1 a 0. Para la vuelta en la Bombonera la cancha era un barrial, ganamos 1 a 0, perdimos por penales. Y unos meses después Latorre y Batistuta jugaban en Europa. Mucho después, trabajando para este libro, descubrí que gran cantidad de hinchas de Boca recuerdan aquel partido como la peor decepción futbolera de sus vidas.
En abril, Televisión Satelital Codificada, otra empresa de Carlos Ávila, firmó otro contrato con la AFA para emitir todos los viernes un partido en el que jugaría uno de los cinco grandes por codificado. Con una salvedad: los partidos no podrían verse a menos de sesenta kilómetros de la cancha donde se jugaran. Los dueños de la pelota todavía pensaban que la televisión, sin control, mataría al espectáculo del fútbol.
Recuerdo que alguna vez me fui a Luján para ver algún partido por la tele. Y empecé a ir, de vez en cuando, a la cancha. Ese domingo de octubre del ’92 fui con un amigo a ver Boca-River en la Bombonera. Llegamos mucho tiempo antes; la popular estaba llena y nos abrimos paso a los codazos: no era fácil encontrar el espacio vital. Finalmente conseguí apoyar los pies en una puntita de escalón; tenía el resto del cuerpo embutido entre muchos otros, suspendido. Ahí fue cuando me di cuenta de que faltaban casi tres horas para el principio del partido: que me iba a pasar las cinco horas siguientes en el aire. Yo tenía más de treinta y me pareció que no podía o, mejor: que no tenía por qué. La popular es una clase o una edad —que suelen combinarse: los menos pobres jóvenes hacen más cosas de pobres que los menos pobres ya más viejos. En cualquier caso, decidí que ya no era lo mío. Mientras tanto el Manteca Martínez le hacía su primer gol a River y la avalancha se hizo incontenible. Y fue peor todavía unos minutos después, cuando el árbitro Loustau cobró un penal invisible para ellos y el Mono Navarro Montoya se lo paró a Hernán Díaz con una volada espectacular. Y fue tremenda cuando el partido terminó y ganamos 1 a 0. Faltaban varias fechas, pero daba la impresión de que por fin podríamos volver a salir campeones.
El Maestro Tabárez era un uruguayo tranquilo que había armado un equipo sin nombres rimbombantes: para empezar, el Mono Navarro Montoya se atajaba todo, y llegó a estar 825 minutos invicto —la mayor marca de la historia de Boca. Después venía la firmeza de Soñora, Simón, Giuntini y MacAllister, cómplices en ese invicto; Giunta poniendo huevos y marcando; Villarreal distribuyendo; el Chino Tapia y el Beto Márcico en la creación, el Manteca Martínez y el paraguayo Cabañas adelante. Boca llegó al último partido con dos puntos de ventaja sobre River: parecía fácil, porque teníamos que jugar de locales con San Martín de Tucumán.
Aquel fue el único partido que vi desde el campo de juego de la Bombonera: cuando salieron los jugadores el griterío era de lo más fuerte que he escuchado en mi vida. Yo tenía que hacer unas fotos para una revista alemana y estaba detrás del arco visitante. Por eso casi no distinguí al tucumano que metió un gol allá enfrente, en el arco de la Casa Amarilla y, sobre todo, no oí nada: cuando pienso en el silencio perfecto recuerdo ese momento en que el mundo se calló, en que los propios jugadores tucumanos tuvieron miedo de lo que acababan de hacer y ni siquiera festejaron. River iba ganando y nos alcanzaba. Ya corría el segundo tiempo cuando un cinco de las inferiores que debutaba en la primera por exceso de lesionados, un tal Claudio Benetti, entró en el área por la derecha, pasó entre varios tucumanos que apenas lo miraron y pateó con alma y vida. Era el campeonato. El estruendo fue infernal y el pibe terminó trepado al alambrado: muchas veces, después, he pensado en ese momento de su vida, cuando supuso que empezaba para él un mundo nuevo, que iba a ser ídolo de la Doce, que tenía todo resuelto para siempre. Benetti no llegó a jugar diez partidos en Boca y descubrió, demasiado fácil, que esa vida había sido una ilusión. Muchas veces pensé que el momento Benetti es algo que nos pasa a todos, más tarde o más temprano, más leve o más brutal.
Y después sabría que Claudio Benetti tuvo tanta mala suerte que ni siquiera pudo gozar de su momento: poco antes del final un pelotazo en un ojo le produjo conmoción cerebral y terminó en el Argerich. Al otro día el pibe no entendía por qué tanta gente lo abrazaba, lo felicitaba, hasta que un médico le dijo que Boca había salido campeón con un gol suyo. Benetti se pasaría el resto de su vida revisitando ese momento que, al principio, no había podido recordar.
Después del campeonato, Boca volvió a los tumbos. El equipo del ’92 se deshizo pronto por problemas económicos: nada muy grave, nada apasionante —salvo las peleas entre los jugadores. Fueron los años de «halcones y palomas»: entonces, recién entonces, muchos descubrimos que un vestuario era un lugar que unos cuantos muchachos podían convertir en una verdadera bolsa de gatos:
—A la hora de los papeles cada uno hacía la suya, cada uno se quería salvar solo. Había jugadores a los que no les importaba que Boca ganara o perdiera. La verdad, debe ser lo peor que me pasó en el fútbol. Estábamos muy divididos todos. Había personalidades muy fuertes y cada uno quería tener su protagonismo.
Dirá Juan Simón, uno de los mejores de ese equipo. Aquella historia desmentía lo que todos quisimos creer, siempre, sobre los jugadores de Boca: que eran un grupo unido al que sólo le importaba la gloria para el club. Simón todavía lo lamenta:
—Cuando hay gente a la que no le gusta el protagonismo del otro y quiere adueñarse de ese protagonismo, genera algo pésimo para el grupo. Lo más notable es que no fue una historia de plata ni de premios ni nada de eso. Hubo muchas discusiones por el tema de la capitanía, mucha discusión a ver quién era más ídolo que quién… En resumidas cuentas fue una cuestión de egos. Fijate el Mono. Es uno de los tres mejores arqueros de la historia del club y ganó un solo campeonato. Si no hubiera sido por esa pelea, habríamos ganado muchos más y él habría afirmado esa idolatría con varios títulos más y ocuparía un lugar más grande del que ocupa. Y como él, todos nos perdimos esa posibilidad.
—Lo que pasa es que Boca es el cielo o el infierno. Y nosotros no teníamos resultados y los periodistas empezaron a inventar cosas. Decían que nos habíamos agarrado a trompadas, todas esas pavadas. Todo falso, pero cómo hacés. ¿Cómo corrés atrás de un rumor? No lo alcanzás más.
Dirá, muchos años después, Navarro Montoya —que todavía niega todo. Pero quedó sindicado como el jefe de los palomas contra los halcones del Beto Márcico. Por lo que fuera, aquel equipo no consiguió nada. Y para colmo el 30 de abril de 1994 perdieron 2 a 0 con River en la Bombonera y a algunos delirantes se les ocurrió empatar el partido.
El camión era grande y pasaba cargado de hinchas de River por la avenida Ingeniero Huergo, muy cerca del puerto, cuando empezaron a caerle piedras y, de pronto, sonaron los disparos. El juicio, después, daría por demostrado que los que tiraron fueron muchachos de la Doce que se fueron de la cancha poco antes del final, para preparar la emboscada. De hecho un tribunal condenó a cinco barras a veinte años de cárcel por homicidio y a otros dos a quince; el jefe, José Barritta, El Abuelo, se llevó cuatro años por asociación ilícita y extorsión, pero pudo probar que en ese momento todavía estaba en la cancha. Y, años después, alguien muy cercano me dirá que probablemente El Abuelo —que ya murió— no preparó el asunto; que una fracción disidente de la Doce, descontenta con el intento de El Abuelo de emprolijar sus actividades, le montó el tiroteo para «embarrarle la cancha». Puede que sea verdad; puede que no: en cualquier caso, un hincha de River murió de tres tiros, a otro lo atropelló una camioneta cuando trataba de escaparse —y siete mis fueron baleados. Fue una de las historias más penosas de la violencia del fútbol —y lo peor es que todos cantamos, después, alguna vez, cantitos que la reivindican:
River Plate,
qué puto que sos.
Corriste en Mar del Plata
y hace un par de años ya te matamos dos.
Dejate de joder y no te hagas la loca,
vení a combatirle a Boca;
en Mendoza pediste por favor.
Son todos putos los borrachos del tablón.
Eran, de nuevo, años difíciles. Hasta que el Diego decidió darlos vuelta.
El Mundial ’94 fue una de las experiencias más frustrantes para los futboleros argentinos —para los argentinos. La suspensión de Maradona por la famosa efedrina sumió al país —por unos días— en una depresión como pocas veces se había visto. Aquel 2 de julio un diario tituló «Dolor» en letras catástrofe y yo recordé que en la misma fecha, día por día, veinte años antes, otro diario había usado el mismo título para decir la muerte del general Perón —y que, pese a todo, la expulsión por drogas del mejor jugador de la historia no era lo mismo que la muerte del argentino más influyente del siglo, y que eso debía decir algo sobre la evolución de la sociedad argentina en esas décadas.
Maradona se pasó más de un año sin poder jugar: con las piernas cortadas. Y un día empezó a conspirar para volver a Boca. Después contaría que el impulso se lo dio el presidente de entonces, en una tarde de intimidades en Olivos:
—¿Y, Diego, qué pasa con Boca?
—Me muero de ganas para que se concrete, presi… Pero todavía no hay demasiado.
Dos días más tarde el Diez lanzó, como la primera vez, el desafío por una radio, y Alegre y Heller recogieron el guante. Maradona costaba mucha plata, así que, para pagarlo, armaron una sociedad con Torneos y Competencias y América Televisión, que ponían diez millones de dólares/pesos a cambio de derechos de transmisión: toda una síntesis del fútbol en la era menemista. Y Diego Armando Maradona se pintó el pelo de azul con su franja amarilla y volvió a jugar en Boca Juniors. El primer partido, de acuerdo con la globalidad de los tiempos, fue en Corea del Sur: 2 a 1 a la selección local ante Bilardo, Menotti, el presidente y dos millones de dólares. Y, poco después, el sábado 7 de octubre de 1995, la vuelta a la Bombonera:
—A mí nunca me habían temblado las piernas en la cancha, y ese día eran un flan, y eso que ya tenía casi treinta años. Salieron sus hijas, Diego lloraba. Fue impactante.
Dirá Fabián Carrizo. Carrizo jugó 180 partidos en la primera de Boca, fue cinco y capitán, pero el momento que recuerda con mayor emoción es la vuelta de Diego Armando Maradona en la cancha de Boca contra Colón de Santa Fe.
—Esa tarde levanté la vista como para buscar tranquilidad en el cielo y me encontré con una bandera, colgando desde una de las tribunas: «¿Con la diez? ¡Dios!».
Diría años después el Diego el Diez el Dios. Y que después en la conferencia de prensa un periodista le preguntó si era como volver a vivir y que él casi se calienta:
—Yo nunca estuve muerto, maestro…
—Diego era muy especial. A veces venía, a veces no venía… pero cuando venía siempre estaba con ganas, no te echaba para atrás el entrenamiento. Si no tenía ganas no venía.
Dirá Carlos MacAllister, otro de sus compañeros:
—¿Y eso no creaba problemas?
—No, porque era Maradona. Él tenía todo permitido, ¿quién le iba a decir algo?
—¿Y a ustedes les importaba estar jugando con Maradona?
—Y, es distinto, vos sabés que estás con el mejor del mundo al lado y jugás de otra manera. Te lleva para arriba.
—Yo lo disfruté, ahí en Boca, con todo, con sus llegadas tarde, con su camioneta que la dejaba al borde de la cancha y en cuanto terminaba el entrenamiento se metía y se iba, o cuando apareció con el camión o con el beeme ese que parecía un tiburón.
Dirá José Basualdo:
—O esa vez que cumplió años Giunta y lo hizo ir a Cóppola a comprar sanguchitos y champán Cristal, y se trajo seis botellas, 200 dólares cada botella: agua, parecía, ese champán.
Ese año los partidos ganados empezaron a valer tres puntos en todos los campeonatos de la FIFA. Generaciones y generaciones de jugadores que habían dado todo «por los dos puntos» ya no tendrían para qué jugar. Pero la medida debía servir —sirvió— para fomentar el juego ofensivo: un empate ya no era la mitad de una victoria. El espectáculo ganaba, y los equipos grandes —los que no tenían el único recurso de salir a especular por un puntito— también.
—Jugar con Maradona es muy fácil: te quita una presión terrible, se hace cargo de todas las responsabilidades, de todos los problemas que puede haber. Él siempre me decía vos damela a mí y olvídate. Y era cierto: dásela a él y olvídate.
Dirá Basualdo:
—Y después hay que cuidarlo: que si la pierde hay que tratar de recuperarla, o cuando tiene una marca muy pegajosa, meterse adelante, molestar, hacer cosas para que él pueda jugar un poco más libre. Esas son las pequeñas cositas que uno puede llegar a colaborar. Pero después… verlo, verlo, otra cosa no te queda.
Aquel equipo era, nombre por nombre, de lo mejor que tuvo Boca en muchos años: Navarro Montoya, Soñora, Gamboa, Fabbri y MacAllister; Saldaña, Carrizo y Killy González; Maradona, Caniggia y el Manteca Martínez, por ejemplo —con Márcico, Arruabarrena y Scotto, entre otros, en el banco. No ganaba cómodo pero solía ganar. En la fecha 14 seguíamos invictos, con seis puntos de ventaja sobre el segundo, Vélez Sarsfield. En la 15 vino Rosario Central a la Bombonera; no parecía difícil.
—Ese día yo me agarré una calentura que ni te cuento. El árbitro era Carlos Mastrangelo. Nosotros en general lo vetábamos, porque nos había bombeado un par de veces, pero aquella vuelta lo aceptamos porque él me había estado pidiendo varias veces que lo dejara arbitrar el retorno de Maradona y yo no le hice caso. Pero bueno, por eso esa vez no lo vetamos, y no sabés cuánto me arrepiento.
Me dirá Carlos Heller y parece que sí, que todavía se arrepiente, porque ese día Mastrangelo no cobró un penal clarísimo al Manteca Martínez y no pudimos romper el 0 a 0 y Vélez se puso a cuatro puntos.
—Al otro día Mastrangelo me llamó a mi casa y me pidió perdón, me dijo que lo había visto por la televisión y que sí, que había sido penal, que sus hijos le dijeron que cómo no había cobrado eso, que lo disculpara pero que quería decirme que no lo había hecho por deshonestidad, que realmente no lo había visto. Bueno, si vos me decís que no fue por deshonesto yo te tengo que creer, le dije. Pero entonces sos un incompetente.
Dirá Heller, casi exaltado, y que ese partido les cambió la historia, porque faltaban dos semanas para las elecciones y nadie les reprochaba mala administración ni corrupción ni nada, sólo que no ganaban campeonatos. Y que habría sido muy distinto si hubieran llegado al comicio con un título en la mano. Aunque el campeonato todavía era posible. Pero el equipo venía barranca abajo y el técnico —de nuevo Silvio Marzolini— empezó a preocuparse cuando escuchó un programa de televisión donde hablaban mal de Alphonse Tchami, un camerunés que habían traído para jugar de nueve:
—En Polémica en el Fútbol estaban preguntando si Tchami, el negro, era de madera o no era de madera. Ya la pregunta era ofensiva, aparte un negro. Yo me volví loco: los llamé, les dije son unos caraduras, cómo le van a hacer eso a este muchacho que es extranjero…
Dirá Marzolini, y que a la mañana siguiente, en el entrenamiento, tuvo una charla con sus jugadores:
—Yo les dije muchachos, una vez cuando yo jugaba nos pasó algo así y no hablamos con la prensa por un tiempo, me parece que algo hay que hacer, porque no podés permitirlo, hoy le toca a él y mañana le va tocar a cualquiera de ustedes. Y no hicieron un carajo, nada. Pero bueno, así perdimos ese campeonato: lo perdimos porque eran muy buenos profesionales pero faltó ese plus que vos necesitas para ganar un campeonato, no lo tenían. Yo se lo comenté al profesor, y se lo comenté a los jugadores: antes de perder con Racing yo no notaba clima de campeón. Yo había ganado varios campeonatos: el clima de campeón es otra cosa. Lo prioritario siempre es tu familia. Pero después viene esto, no el coche, la casa, la radio, ni un porongo: estás metido adentro de esto, porque es lo que querés conseguir. Y bueno, ese día hubo elecciones en el club, que también ayudó a desconcentrar a todos, y así nos fue, como el culo. En dieciséis partidos nos habían hecho seis goles y en ese partido nos hicieron otros seis: tres en quince minutos. Y yo creo que era porque faltaba ese plus, lo que hace que un equipo sea campeón. Faltaba que los jugadores quisieran de verdad.