2004
Ganamos, Perdemos
Allá en el arco lejos, ciento y pico de metros más allá, cincuenta mil personas más allá, en la otra punta de la cancha, aquí mismo, tan lejos, un muchacho de pantalón azul y camiseta azul con su franja amarilla se para triste frente a una pelota. Doce metros más lejos, más lejos todavía, un arquero de rojo da saltitos. Todo debería ser posible pero ya no parece. Hace tres días, cuando el avión de Boca bajó en un aeropuerto de acá cerca, todo era tan posible todavía.
El avión está tocando pista y afuera, de este lado del alambre, miles corren siguiéndolo, gritándole, aplaudiéndolo, agitando banderas y sombrillas amarillas y azules. El ruido de las turbinas se pierde tras los gritos. Es raro ver a tantos vitoreando a una máquina. La máquina no responde; sigue su camino hasta la punta de la pista y da media vuelta y viene hacia este lado: los entusiastas, entonces, dan media vuelta y corren para acá, la siguen hasta que al fin se para. Hay olor de guayaba, unas cuantas palmeras, humedad en el aire; la hinchada grita dalebó dalebó y muchos son morenos. Los demás son mulatos.
—El Boca tiene hinchas en cualquier lugar del mundo donde vaya, mi hermano.
Me dice un negro con la diez de Riquelme. Otro detrás grita desaforado y me cuenta que él es fanático de Boca.
—¿Y por qué, acá, tan lejos?
—¿Lejos de dónde, vecino? Boca es de todo el mundo. Yo ya tengo como ocho años de ser hincha del Boca. Sí, vi un video con Maradona y Caniggia y ahí me hice del Boca porque es el mejor equipo de América. Boca es el equipo más berraco del mundo. Imagínese vecino, con los jugadores que tiene, igual es el campeón.
Dice el moreno y me cuenta que es el dueño de un bar que se llama La Bombonera y que ahí se reúnen para ver los partidos y que disculpe pero que ahora tiene que seguir:
—Sí, sí señores, / yo soy del Boca…
Cantan, y el ritmo suena un poco raro: quizá sea que tiene más que el habitual, un regusto tropical y negro. El avión ya está apagando las turbinas; adentro está el equipo de Boca que va a jugar, pasado mañana, la final de la Libertadores contra el Once Caldas.
—Y además acá queremos que pierda el Once. El Once es de Manizales, nuestros enemigos; para nosotros los pereiranos el Once es como River, y nosotros somos Boca. El fútbol argentino es el mejor, los cánticos de las hinchadas son los mejores, nosotros acá los cantamos también.
Me dice otro moreno, no más de dieciocho, y me cuenta las peleas entre las barras del Deportivo Pereira —los Lobo Sur— y el Once Caldas —los Holocausto—: Al lado de esos nombres fachos, la Doce suena salita rosa.
—Acá es como allá, no se vaya a creer: acá también hay muertos.
Me dice, orgulloso, y yo le pregunto cómo se pelean y me dice que lo que más emplean es la papa.
—¿La papa?
—Sí señor, la papa.
Me dice y se ríe y me explica que la papa es un mazacote de pólvora que cuando usted lo tira fuerte al suelo explota:
—Y si usted le pone arandelas, cosas de esas, puede matar a alguno, no se vaya a creer.
El avión está en el medio de la pista y dos ómnibus se le acercan a noventa. El aeropuerto de Pereira es chico porque Pereira no es muy grande: la capital de un departamento de la zona cafetera colombiana. Los muchachos gritan más y más.
—Ahora en Argentina ya saben dónde está Pereira, señor. Cuando yo fui para allá me preguntaban dónde estaba, no tenían ni idea, pero ahora ya saben, porque Boca vino acá, no a Manizales.
Me dice un señor de elegante sport, guayabera de hilo y mocasines.
—Pero tenga cuidado que acá hay mucho malandro, que le meten la mano.
Recrudecen los gritos: alguien dice que los jugadores ya se están bajando. Yo tendría que haber llegado en ese avión pero a último momento me dijeron que no, que no había lugar —y subieron a unos cuantos hinchas de luxe. Así que vine por mi cuenta y aquí estoy, mirándolos llegar. Yo quería ver cómo es un viaje de Boquita: ese raro desplazamiento de dos docenas de personas que pone en marcha a tantos miles.
Todo empezó, sabemos, con la gira de 1925. En aquel viaje los muchachos salían a caminar, iban a un baile, charlaban con la gente y compartían sus tragos, les armaban cenas de homenaje, comían y tomaban como sapos. Ahora los muchachos se mueven dentro de una burbuja inconmovible, de un hotel muy estrellas a otro hotel muy estrellas que podría ser el mismo y podría estar en el mismo lugar o en cualquier otro, después de tomarse un avión que los podría llevar a ese lugar o a cualquier otro, bajarse del avión en un aeropuerto que podría ser ese o cualquier otro, subirse a un bus que es cualquier otro. Los jugadores, esta noche, no están en Pereira, Risaralda, donde el acento antioqueño es casi bruto y la prosperidad se nota y es reciente y las montañas son verdes como el oro y todos dicen que las mujeres «son muy putas». No: están en un Meliá que podría ser cualquiera, en una ciudad que podría ser cualquiera —siempre y cuando Fox Sports pueda ponerle cámaras.
Son las nueve de la noche. El equipo ya lleva un par de horas en el hotel. Los jugadores están encerrados en un piso alto custodiado por policías llenos de armas, pero de tanto en tanto alguno pasa raudo por el lobby. Los jugadores caminan apurados, mirando para abajo, como si no mirar les evitara que los vieran. Igual los paran: les piden un autógrafo, una foto —y ellos suelen prestarse, rapidito: están haciendo su trabajo. Lo que no quieren es hablar con la prensa. Allá afuera, en la calle, hay mil desaforados; acá adentro, en el lobby, hay periodistas, directivos, los hinchas influyentes.
—Oye, yo nunca había visto algo como lo de ahí afuera.
Dice Fabián Vargas, colombiano de Boca, y dice que ni siquiera cuando va por su país con su selección hay tanta gente para recibirlos.
—Es la locura.
Dice Gaby, los ojos dos de oros. Gaby es un Caffarena confirmado: vino en el chárter oficial y se bajó del ómnibus que llegó detrás del de los jugadores, y los que estaban en la puerta del hotel lo tocaban, le pedían que saludara, lo hacían sentir una estrella del rock. Hasta firmó un par de autógrafos. Después, cuando salga, a mí también me van a pedir uno:
—¿Me firma esta camiseta?
—¿Pero por qué yo?
—Porque usted es de por allá, che boludo.
Che boludo es cariñoso: la forma de decirnos que saben quiénes somos y cómo nos llamamos. Gaby sigue alucinando:
—Y eso que yo ya estuve en todos lados. Mirá, yo tengo las cuatro copas Libertadores y las dos Intercontinentales.
Dice Gaby, apoderándose. En el lobby se abrazan viejos conocidos: los Caffarenas, veinte o treinta hinchas que se ven en cada viaje, se reencuentran, se cuentan batallitas. Cada cual declara en qué parte de la cancha de River estaba el día de los penales: si se hacían los boludos, si uno tuvo que gritar un gol de esa manga de putos, si otro tuvo que correr porque lo descubrieron, si otro gritó el gol de Tevez en plena Centenario, si uno llevaba un gorro rojo y blanco y pasó un bostero conocido y por lo bajo le dijo vos no tenés identidad, gashina. Es probable que nada sea del todo cierto pero a nadie le importa y se festejan mutuamente. Y un periodista hincha de Boca cuenta que vio el partido desde el palco de prensa con un colega, en silencio, comiéndose los codos, y que cuando terminó buscaron algún rincón donde pudieran estar solos y se metieron en un baño donde no había nadie y cerraron la puerta:
—Y ahí nos dimos el abrazo más fuerte de mi vida. Te autorizo a que lo cuentes, si no decís cómo terminó.
Me dice, con la carcajada. Otro me explica que la paternidad no tiene que ver con ganar siempre:
—No es que Boca le gane a River todos los partidos, no tendría gracia, sería un embole. Pero le ganamos los que valen la pena. Es cruel, el fútbol, viste: en este semestre jugamos con ellos cinco veces y nos ganaron cuatro. Nosotros solamente les ganamos el primer chico de la Copa, y estamos todos convencidos, ellos y nosotros, que la paternidad sigue cada vez más fuerte. El tema es que les ganamos el que había que ganar, y todavía lo lloran.
Los habitués son variados: están los ricos, como Gaby y el Mono, que vinieron en el chárter y se alojan acá mismo; están los que acaban de llegar después de tres combinaciones de aviones improbables y encontraron una pensión a diez o quince cuadras y te cuentan que se endeudaron para venir pero felices. Y están los que te lo presentan como un vicio al que no pueden resistir, como quien pierde todo en el casino y sólo espera la noche de volver. Tienen entre veinte y cuarenta; clase media con ligeros desbordes para abajo. Y de tanto viajar con el equipo algunos jugadores y dirigentes los conocen, les tiran una entrada, los saludan.
—Eso de ir a todas partes tiene que ver con el fanatismo pero también tiene que ver con amistades construidas, con no traicionar, no ser el boludo que falla. Una vez que empezás estás jodido: no podés dejar de ir porque sería cagar a los demás.
Me dice el Mono, zapatillas de 300 pesos. Y algunos sienten una responsabilidad adicional:
—Yo no puedo fallarle a Boquita, loco. Si yo fallo, ¿después cómo les voy a decir a los jugadores que no le fallen a su hinchada? Cada vez que yo fui el equipo ganó, casi siempre. Yo tengo que ir, así ganamos.
Dice Roberto, morocho, que para en la pensión, y los demás siguen contando sus batallas. Son sus galardones: yo estuve en tal, en cual, yo tengo tantas copas. Te acordás aquella vez en Tokio, la primera, o esa otra en Calama, qué desgracia, o aquel desastre en Quito cuando nos dio la cagadera —y todos cuentan sobre todo la vez del Morumbí, cuando los micros los dejaron a diez cuadras y la policía no los protegió y los cagaron a piedrazos y les pegaron y se juntaron para correr hasta la cancha y entraron gritando dalebó dalebó y les parecía que ese grito los hacía invencibles y al final ganamos.
—No, loco, yo caí en un micro que eran como quince parejitas, minitas con sus novios y después otros ocho o diez flacos. Imaginate cómo nos pegaron. Si vos vas con la Doce no hay problema, sabés que te pegan pero alguna vas a pegar también, pero acá era un desastre. Por eso yo siempre digo que las mujeres no pueden ir a esos lugares.
Gaby tiene treinta y algo y un jean rapero y una camiseta de Boca, zapatillas muy modernas: no es muy alto. El Mono debe ser un poco mayor, el mismo look con canas. Hace cinco años que viajan juntos por el mundo, siempre siguiendo a Boca: son vagamente industriales textileros, tienen plata, y se la gastan en lo que más les gusta.
—Tenemos una edad y una posición económica que nos permite hacerlo. Y tuvimos también la suerte de agarrar con guita la mejor época de Boca.
Dice el Mono, y Gaby aclara que «no somos millonarios pero estamos bien. Y te digo una cosa: cuando tenés la plata no pensás en qué te la estás gastando. Nosotros viajamos porque podemos hacerlo», dice, pero cuando le pregunto si sabe cuánto se les va en eso me dice que prefiere no hacer la cuenta exacta. Que este año, hasta ahora, deben llevar más de cuatro mil cada uno.
—¿Dólares?
—¿Y qué querés que sean, chupetines?
Dice, pero no suena agresivo sino simpaticón: Gaby tiene una de esas sonrisas que los viejos porteños llamaban entradora. Ese entusiasmo de los que tienen que hacerse aceptar en lugares ajenos.
—Con el Mono teníamos algo en común: siempre nos colábamos en todos lados. Para colarnos éramos los mejores.
Dice Gaby, y el Mono aclara:
—Sí, para los amigos de Gaby él era un capo porque aparecía en todos lados, y para mis amigos el capo era yo. Y nosotros, que nos conocíamos, por ahí competíamos por quién hacía la más jugada, como meterse adentro de la cancha, por ejemplo. Siempre que había un acontecimiento de Boca ahí estábamos, primeros, ahí adelante, colados, sin pagar nada, en el mejor lugar.
Entonces Gaby me dice que ellos son de los únicos hinchas que viajan pegados al plantel, que averiguan en qué compañía vuelan, en qué hotel se hospedan, que a veces consiguen alojarse en el mismo piso que los jugadores.
—El día de la final con el Cruz Azul en México yo andaba con una credencial de libre acceso a todo el estadio, que me la pasó un tipo de canal 13 que yo conocía. ¿Y sabés de dónde veo el gol de Delgado?
Me pregunta el Mono, excitado, y yo, por supuesto, le digo que no:
—Lo veo de detrás del arco, donde estaban los fotógrafos. Cuando el Chelo corre para festejar y abrazar a los suplentes, yo corrí a abrazarlo y me vieron en todo el país. ¿Qué hace el Mono ahí? Esa fue mi máxima emoción como hincha de Boca. Ese abrazo no me lo voy a olvidar nunca. Y eso que estuve en las Intercontinentales…
Elmonoygaby no paran de contar historias. Estos viajes les dan la oportunidad de acercarse al equipo de una forma que no sería posible en otras circunstancias: de formar parte.
—Sí, claro. Porque los jugadores nos veían acá, allá, en Brasil, en México, y llega un momento que uno entra en confianza. En el viaje a Cali, el año pasado contra el América, terminé bañándome en el vestuario, al lado de Cagna, que era el ultimo porque había ido al antidoping. Yo me había llevado a la cancha una mochila con ropa para cambiarme, porque después del partido siempre terminás transpirado. Termina el partido, Boca había ganado 4 a 1 y me mando para el vestuario y ahí termino bañándome con Cagna.
—¿Y nunca tuvieron problemas con la gente de seguridad?
—Es curioso, pero de tanto ir nos conocen todos. Incluso creo que hay algunos que no nos conocen y que, por las dudas, nos dejan pasar. Tal vez se creen que somos algo del plantel. Y un poco sos. Te sacás fotos con los jugadores, salís en las fotos de las revistas, porque estás ahí. También podés hacer amistades con los jugadores. Porque nos ven en todos lados, somos Droopy. Nos saludan todos. Digamos que somos pocos y nos conocemos mucho.
Algunos dicen que para hacerse «amigo» de los jugadores lo mejor es facilitarles algo, hacerse cómplice. Dicen que algunos de los hinchas más cercanos han invitado a alguno a un par de horas de puta, o que otros les prestan la habitación para que puedan hacer uso y que esas cosas te acercan mucho a los muchachos —y dicen sus nombres en voz baja, como medallas muy secretas. Pero Elmonoygaby se ríen cuando les pregunto si es verdad:
—¿A vos qué te parece?
A mí no me parece nada y ellos no me van a decir más. Gaby, para romper el silencio, me cuenta su peor momento de groupie bostero:
—Fue en el viaje a México después del gol de Palermo en una pata a River, el del 3 a 0. Justo en el avión me toca el mismo asiento de Palermo, el 23 A. Se habían equivocado abajo, en el check-in, pero yo me había sentado primero. Al lado los tenía a Bermúdez y a Córdoba, Martín me lo vino a pedir y yo le decía no, es el mío; con Martín ya teníamos buena onda. Al final le dije que bueno, que se lo quedara él, porque él es Palermo, viste. Si iban a bajar a alguien del avión era a mí. Entonces me acomodé en un asiento de atrás y listo, me puse a jugar al truco con Basualdo. En una me levanto y paso por el pasillo al lado de Palermo, que tenía la pierna estirada sobre el corredor. Yo ni lo toqué, pero Martín empezó a gritar y a agarrarse la pierna. Me di vuelta y dije: lo lesioné a Palermo. Uy soy un hijo de puta lo lesioné a Palermo. Todos me miraban, me clavaban los ojos. Y en eso lo veo al boludo cagándose de risa. Qué hijo de mil putas, no sabés el cagaso que pasé. Mirá si yo terminaba como el que lesionó a Palermo…
Elmonoygaby son los hinchas más vip y más constantes, los que arman sus vidas según los viajes de Boquita, pero después me aclaran que para ellos ganar o perder tampoco es tan importante:
—No es una cuestión de vida o muerte, en serio. Ahora si perdemos contra el Caldas no va a pasar nada.
Dice Gaby y varios lo miran con sorpresa, a punto de intentar la acción directa.
—No, en serio, por supuesto que me importa, pero esto de viajar es más que eso. Para nosotros ir a un partido es disfrutar el placer de dos o tres días más de la vida. Incluso en muchos de los viajes nos quedamos unos días disfrutando. La última vez que fuimos a Japón después pasamos por Tailandia y Malasia, para conocer. Ahora este año vamos a pasar por Nueva Zelanda. Visitamos lugares que tenemos ganas de visitar y, encima, acompañamos a Boca. Pagamos lo nuestro, la pasamos bien y nos divertimos. Cuando veo a esos que van y vuelven por un día, me digo que esos pibes sí que están del frasco.
Dice el Mono, que ha seguido a Boca por tres o cuatro continentes, y se ríe a los gritos.
Hoy es miércoles: el partido es mañana.
—Acá las mujeres son sordas: dicen que si les decís que se sienten se te acuestan.
Los periodistas desayunan en uno de los restoranes del Meliá Pereira y se cuentan sus historias de la noche anterior: quien se transó una minita de acuerdo con la reputación local, quien estuvo a punto pero no encontró dónde, quien dice que no está interesado en esas cosas pero escucha con los ojos brillosos.
—Vamos, che, esa no te la cree ni tu vieja.
Y un colega colombiano se ríe y dice que en su país las únicas tetas verdaderas son las pobres:
—Acá si quiere palpar carne de verdad toca ir a buscar una morena de algún barrio, mi hermano. Las nenas ricas llevan todo comprado, todo plástico. Comerse a una de esas es como ir a un McDonald’s.
En una mesa más atrás Carlos Bianchi desayuna con su Margarita, sus hijos y entenados. Dicen que se levanta muy temprano a leer la selección de noticias de internet que un ayudante le prepara, porque le importa estar al día. Dicen que su esposa va a todos los viajes pero no duermen juntos porque el jefe se queda concentrado junto a los muchachos; que se encuentran a desayunar cada mañana. Dicen, también, que participa en el diseño de los viajes porque los jugadores y el cuerpo técnico comparten los gastos con el club. Así que unos días antes de salir se sienta con el Chino Neyra, el agente de viajes, y le dice bueno, no es necesario contratar un chárter, o esta vez sí, o no podemos volver enseguida después del partido aunque sea más barato porque los muchachos van a estar reventados, o lleguemos un día más tarde así nos ahorramos una noche de hotel.
—¿Viste la cara de embole que tiene Guillermo? ¿No será que no va a jugar, no?
Los jugadores desayunan en el otro restorán con dos policías de fajina en la puerta y los que pueden se acercan a mirarlos de lejos. Yo imaginé que iba a poder verlos un poco más, quizá charlar un rato tranquilo con alguno, compartir una mesa, pero no. Después Julio Santella, el preparador físico, me hablará de su preocupación por los límites entre lo público y lo privado:
—¿Hasta dónde llega lo público en la vida de un jugador de fútbol? Estos muchachos están expuestos todo el tiempo, en todo lo que hacen, y para mí lo único que tendría que ser realmente público en su vida es el domingo cuando salen a la cancha.
Me dirá, y me contará que en Italia, hace unos años, se discutió una ley de privacidad que incluía, por ejemplo, que el médico de un plantel no pudiera decir qué lesión tenía un jugador, para no afectar su carrera o su cotización.
—Esto de que haya que saber todo sobre sus vidas me parece un delirio.
Aquí, en todo caso, los jugadores siguen en su mundo blindado. Ellos, el centro ausente. Sobre ellos nos informan: que hoy se levantaron a las diez, que van a desayunar, ir a entrenarse, viajar a Manizales. Ahora los veo: allá, a lo lejos, desayunan.
El Club Campestre de Pereira está lleno de socios ricos y soldaditos con ametralladoras. Son hectáreas y hectáreas de verde muy brillante, cancha de golf y casas menemistas; el Club Campestre es la crema de la sociedad local, pero ahora —miércoles laborable, fin de la mañana— rebosa de señoras y señores que no deben tener nada más urgente que venir a ver un entrenamiento del famoso Boca Juniors. Los jugadores llegan en un ómnibus que cruza lomas de pasto para meterse en la canchita y se sorprenden. Burdisso tiene cara de asombro y alguien le dice que lo mire bien:
—Miralo bien, pibe, que esto es América latina. Miralo, que ya no lo vas a ver más.
Porque el pibe ya está vendido a Italia. La cancha está rodeada de gente que amenaza desborde; adentro los jugadores dan saltitos y tratan de olvidarlos: se supone que saben.
—Che, ¿saben si Bianchi va a dar su conferencia?
Alrededor conversan periodistas, rayo del sol sudaca a mediodía. Más allá, soldados llenos de granadas patrullan como si hubiera una amenaza. El tiempo pasa y lo dejamos: no hay de qué enterarse. El equipo ya parece definido desde hace unos días y sólo quedan los chimemos pobres: que si Boca compra a fulano o a mengano, que sí vende a zutano o perengano, que si tal durmió peor o cual tuvo una molestia en el tobillo izquierdo, que si Bianchi ahora sí que está mufado, que qué les va a decir para motivarlos antes del partido. Es raro que tantos muchachos grandes tengamos que estar pendientes de tanto chiquitaje.
—¿Viste qué feo que le está pegando Villita? ¿No estará lesionado ese muchacho?
—No, yo estuve hablando con él esta mañana y está ok.
Dice uno gordo: uno de los privilegiados. En Boca —como en todos los clubes— hay dos clases de periodistas: los que tienen acceso, los que entran a todos lados y charlan con los jugadores, dirigentes, cuerpo técnico, y los que la miran desde afuera. Yo soy nuevo pero ya estoy aprendiendo: los que miramos desde afuera hablamos mal de los que pueden meterse en el vestuario, entrar al comedor donde los jugadores, darles un beso cada vez que los cruzan. Nosotros los tratamos de chupamedias y los envidiamos tratando de que no se note:
—¿Viste ese hijo de puta cómo cambió últimamente? Pensar que laburaba por la coca y el sándwich…
Todos, por supuesto, hablan mal de casi todos, pero son pocos y siempre los mismos y tratan de mantener una convivencia sensata; son horas de esperas, comentarios, chistes malos, trayectos compartidos.
—Che, parece que hoy después del entrenamiento atienden.
—¿Quién?
—No, no sé. Pero alguno va a tener que atender, desde que llegamos no nos dieron ni bola.
Atender es hablar con la prensa —que un muchacho del equipo hable con los muchachos de la prensa— y es uno de los grandes momentos del día: el que producirá algunas líneas para el día siguiente, una llamada urgente, una entrada en el noticiero de las ocho. El que se entera de algo suele contarlo a los demás —por solidaridad y para alardear y para esperar que la próxima vez que algún otro se entere de algo vaya y se lo cuente. Pero es obvio que sólo cuenta lo que los demás podrían averiguar pronto; si no, ni una palabra.
—Che, ¿alguien sabe a qué hora salimos para Manizales?
—A las cuatro.
Dice uno y otro se superpone:
—Cinco y media.
Nada nunca termina de estar claro, pero tampoco importa. En la cancha los jugadores hacen locos: pasecitos para un lado y para el otro —a un toque, a dos toques—, juegos tontos para olvidarse por un rato del juego demasiado serio. Cuando alguno pierde todos se le tiran encima y lo patean un poco, gritos y risotadas. Parecen chicos cuando el celador no está mirando; los jugadores tienen la vida perfecta del adolescente patrio, la vida que todo varón argentino sueña mientras se hace la rata. Jugar al fútbol, boludear, salir por la tele, ganar plata, ganar fama, ganar: llegar por la vía rápida. Los pibes se divierten —aunque alguno, a veces, diga que está aburrido de divertirse así. Pero no se les nota. Cuando patean al negro Luis Amaranto Perea, colombiano, los socios del Club Campestre —blancos radiantes por supuesto— reaccionan con patriótica fuga, y abuchean.
Poco después, de vuelta en el Meliá Pereira, Bianchi habla un minuto con los periodistas argentinos y lo que dice suena duro:
—Ayer vi a un jugador que estaba charlando con un representante, de esos que venden jugadores. Y le dije che, si vos también te vas a ir avisame así pido las llaves y cierro la puerta.
El día ya tenía una noticia.
Ya es de noche cuando llego al hotel Termales de Otoño, en la montaña cerca de Manizales, donde se esconde Boca. Un dirigente me deja pasar; el equipo se mudó esta tarde y ya lleva en el lugar un par de horas. El hotel es un raro pueblito de cabañas con aguas termales en piletas abiertas donde se bañan chicas bonitas que los jugadores no verán, a la noche, en medio de vapores. Un poco más allá los locutores de Fox juegan al truco y comen un asado; hace un par de horas las autoridades de Manizales los han nombrado ciudadanos ilustres y les han dado las llaves de la ciudad —y algunos hacen bromas:
—Justo a vos, hijo de puta, que ni las llaves de tu casa te dan, para que no hagas bardo.
El lugar es un oasis de paz, y los jugadores siguen recluidos. Hay un sector guardado por más soldados y ametralladoras: allí, me dicen, están ellos, ajenos a todo. Ajenos, incluso, a ese mundo que los demás —periodistas, dirigentes, hinchas— creamos a su alrededor. Es curioso, pero ese mundo no es el suyo. Ellos viven en la burbuja, fuera del mundo que producen, en una rutina que se repite sin variantes. Los imagino nerviosos, aburridos.
—No, no pasa nada. Los pibes ya están acostumbrados, se van haciendo un callo y al final ni se dan cuenta.
Me dice un miembro del equipo técnico cuando le pregunto si estas horas no son terribles para ellos: la nada como forma del aguante, horas y horas en que no tienen nada más que la espera de los 90 minutos que van a definir su año, quién sabe su carrera.
Esta mañana la tapa de La Patria, El Periódico de Casa, el diario más importante y único de Manizales, tiene un título en cuerpo monumento: «Fe en el Once». Puede que eso sea, incluso, periodismo, pero nunca se sabe. Hoy, aquí, el fútbol se ha elevado claramente a la categoría de gesta nacional: lo de siempre, pero más descarado:
«Jugar esta noche la última parte de la Copa Toyota Libertadores de América compromete a sus actores locales en un capítulo de eterna recordación. Nadie va a poder olvidar que el estadio de Palogrande fue el escenario de una hazaña que los eleva a héroes: tal el poderío del rival», dice, esta mañana, el editorial «Once-Boca, un capítulo de historia». «Pero los que visitan la ciudad como testigos de excepción de esta historia no van a encontrar un campo de batalla sino un pueblo de gente atenta, de hechos de grandeza ciudadana, de capítulos de una historia brillante, de recuerdos felices, de mente abierta a la hidalguía. Así lo han descrito los poetas que han cantado las virtudes de una ciudad espléndida».
Manizales es una pequeña ciudad andina en medio de montañas tremebundas, casitas bajas, calles empinadas, y la final de la Libertadores la tiene hundida en un charco de orgullo. Las veredas rebosan de nervios y cometas. Supongo que no deben permitir la circulación de coches sin la banderita verde blanca roja del Once porque todos la tienen —además de cada niño, la mayoría de los adolescentes, el 82 por ciento de los hombres y bastantes mujeres.
(«En zona rural de Manizales, en la vereda Alto El Guamo, las autoridades realizaron la inspección judicial del cuerpo sin vida de Ferney Ortiz Agudelo, de veintisiete años, quien se desempeñaba como administrador de una finca del sector. Ortiz Agudelo recibió un impacto en lado izquierdo de su pecho que le quitó la vida en el lugar de los hechos», dice La Patria).
En una esquina del centro una anciana adorable, la abuelita de Heidi con leve cruza incaica, vende camisetas falsas. Le pregunto a cuánto y me dice diez mil —que son diez pesos— y me ofrece la de Boca:
—Esta está bien para quemarla esta tarde en el estadio.
Dice, y me sonríe tan dulce. Un mendigo muy desarrapado tiene un cartón donde hay pegadas fotos viejas: retratos de unos muertos. Le pregunto por qué y él me dice que porque él no siempre fue como es ahora:
—Yo también he tenido una familia, pues, como cualquiera.
Sobre el cartón hay una banderita del Once Campeón. En la panadería de al lado una corta gigante reproduce un partido entre Boca y el Once, y el Once está metiendo un gol. Más allá, en la peluquería, a los clientes no les ponen batas sino ponchos del Once. Un señor viejo y elegante, bastón de caña, sombrero panamá, parche en el ojo izquierdo, tiene un tatoo del Once en la mejilla. Todos están ilusionados y creen que se la van a ganar a los más grandes, mostrarles a los maestros que ellos sí aprendieron. Es un caso de Boca contra Boca, y aquí Boca es el Once: un equipo peleón jugando contra un equipo poderoso, conocido, tanto más presupuesto y tantos más laureles.
(«En plan control establecimientos públicos adelantado por la Policía fueron incautadas 10 botellas de brandy, una botella de whisky, dos botellas de aguardiente y una botella de vino, avaluadas en 230 mil pesos —90 dólares— por violación art. 319 c.p», dice La Patria).
Las cornetas atruenan. Ninfetas de culos prominentes menean escudos pegados en el medio. Una gorda pomposa con docenas de tetas lleva una banderita clavada entre las dos más evidentes. La Patria también publica un suplemento de 48 páginas, rebosante de avisos especiales: Pirelli muestra una cubierta pisando un escudo de Boca, que dice «Les vamos a pasar por encima»; el aguardiente Cristal ofrece el primer plano de dos tetas machazas con el rojo verde blanco pintado a medio metro del pezón y la leyenda «Llevamos al Once en el corazón»; «El futuro no se puede predecir pero sí asegurar: somos campeones», dice una compañía de seguros; «No son una empresa de telecomunicaciones, pero tienen a Manizales hablando con el mundo», dice una telefónica; «Ahora Tokio está a noventa minutos de acá», dice una agencia de viajes; el Almacén de Lencería Pedro Nel Arango, en cambio, es pío: «En Ti confiamos, hoy y siempre», dice, y muestra una imagen de Jesús que se corre la túnica para exhibir la camiseta de los héroes locales.
(«En la carrera 18 con calle 22 de Manizales, la Policía capturó a un hombre de treinta y ocho años de edad, a quien se le halló en su poder una cadena de plata avaluada en 70 mil pesos —30 dólares— hurtada a una ama de casa de veintiocho años por medio de atraco. De igual forma en el nivel cinco del Centro Comercial Parque Caldas fue aprehendido un comerciante de treinta y ocho años de edad, a quien se le halló en su poder tres pantalones avaluados en 142 500 pesos, robados momentos antes a un establecimiento del centro comercial. Así mismo en la zona de los Talleres del Departamento, en el kilómetro tres en la vía antigua a Villamaría, se capturó a un agricultor, quien ingresó abriendo un hueco en la pared y pretendía hurtar algunos elementos», dice La Patria).
El Hospital Central de Manizales, el más importante de la región, lleva ocho días cerrado porque faltan dos millones y medio de dólares para volver a ponerlo en condiciones. El intendente dice que no hay plata; en el estadio de la ciudad se están terminando unas obras de acondicionamiento que nadie sabe decir cuánto costaron. En la contratapa de La Patria, un aviso propio a toda página muestra una foto de la cancha: «En este estadio está Dios», dice la propaganda.
En las montañas, en el medio de la nada más bonita, entre palmeras y eucaliptus, olores glade, alguna vaca de postal, pajaritos que cantan, Boca sigue escondido. Alrededor del paraíso hay alambres de púa y una puerta hermética, docenas de policías que parecen soldados en campaña. Es mediodía. En el parking del hotel, afuera, del otro lado del alambre, treinta o cuarenta argentinos con bolsos, pelos revueltos, cara de mal dormidos esperan el momento de conseguir su entrada.
—¿Sabés qué? Nosotros no queremos ser mendigos. Acá nos tienen mendigando. Nos vinimos hasta acá, estamos desde hace horas y nadie se ocupa de vendernos una entrada. Se olvidan de que el hincha es el que hace que todo esto funcione, el que hace que el fútbol siga adelante.
—No, viejo, vos te olvidás que lo que hace que esto funcione es la televisión y Nike y adidas y todo eso. Nosotros somos la comparsa.
Los de la puerta son los otros hinchas: los que no tienen acceso a ningún lobby Pero llegaron a Manizales sin entradas porque todos conocían a alguien o conocían a alguien que conocía a alguien que les dijo que se las iba a conseguir: en Buenos Aires no había manera de comprarlas fuera de la agencia de viajes oficial —que las vendía con chárter incluido, a un precio extraordinario.
Los de la puerta están nerviosos. Hay un señor jujeño, cincuentón, de buen porte, que dice ser amigo de Carlos Veglio: no para de putear porque no consigue hablarle por teléfono. Cada cual se tira encima de los pocos que entran para pedirles que llamen a fulano, avisen a mengano que lo estoy esperando. Se han tomado un par de aviones, han gastado cantidad de dólares y no saben si van a poder entrar en esa puta cancha.
—Esto es un maltrato espantoso. Yo las entradas las hubiera comprado en Buenos Aires pero no las vendían. Ayer en el aeropuerto de Lima me crucé con Mauricio Macri y le pregunté cómo podía hacer para conseguirlas y él me dijo ah, ustedes son de esos locos que se vienen sin entrada. Imaginate, mi presidente. Yo soy socio vitalicio pero ya dejé de ir a la cancha hace tres o cuatro años; estoy harto de que me maltrate la policía, la hinchada contraria, la nuestra, el club, todo el mundo.
Dice un gordo cincuentón musculoso en musculosa negra.
—Pero te viniste hasta acá.
—Sí, pero porque mis hijos vienen y para mí es una oportunidad de estar con ellos. Ellos sí son fanáticos, y no soportarían no estar. Así que yo los acompaño.
Dice el musculoso musculosa, y un tucumano pregunta si el enfrentamiento en que mataron a dos guerrilleros de la FARC que vio en la tele esta mañana era cerca de acá y un policía le contesta que no, que estaban a más de treinta kilómetros, lejos, bastante lejos. Cada cual trata de matizar la espera:
—Carajo, cómo están las mujeres en este país. Son de no creer, y son todas medio trolas.
—Sí, y acá se gana con la camiseta.
—¿Cómo con la camiseta?
—Sí, con la de Boca. Estás por ahí con la de Boca y vienen y te preguntan ah, vos sos de Boca, de dónde sos, para dónde vas, se gana hermano. Esto es un festival. La camiseta esta da para todo.
—Ah, por eso viniste, guacho.
—¿Cómo? No te permito.
Julio, un negro colombiano que vive en Buenos Aires, está envuelto en la bandera azul y oro y cuenta que llegó en bus desde Retiro, ocho días de viaje continuado a través de Chile, Perú, Ecuador, y que el año pasado estuvo en la final de Tokio.
—Yo también.
Dice un gordo rubión, treinta y algunos, colección de granos, colita muy tirante:
—Ahí lo que te mata es el viaje, treinta, cuarenta horas.
—Eso será el tuyo. El mío fue más despacio: solamente tres meses.
Dice el negro Julio y cuenta que fue de polizón: que en el puerto de Iquique, en el norte de Chile, le dio trescientos dólares a un marinero para que lo escondiera en su camarote durante una semana y después salió y se presentó al capitán y trabajó en el barco para pagar el resto de su viaje.
Y que a veces había olas de quince metros y que él se decía negro huevón para qué te metiste en esta pero que enseguida se le pasaba porque Boca es su pasión y que tenía un solo libro y lo leyó ocho veces.
—¿Qué libro?
—Ese Cien años de soledad, que es así de gordo, del hijueputa de Gabriel García. Me lo terminé aprendiendo de memoria. No sabes lo que fue eso, compañero. Pero al final llegué, y pude ir al estadio y ganamos la copa y no lo cambio por nada del mundo.
El negro tiene como cuarenta años, petiso, cabeza de huevo, sonrisa grande con algunos dientes.
—¿Y la vuelta?
—Estuve una semana más, diez días, y cuando me aburrí de comer poco me hice deportar. Me metieron preso, me tuvieron tres o cuatro semanas en una cárcel y después me pagaron el pasaje de vuelta.
—Este es peor que nosotros.
Dice el rubio:
—Una locura total.
—Sí, pero este año la voy a hacer de nuevo.
Dice el negro:
—Voy a ir a ver cómo le ganamos al Porto de Portugal. Yo ya trabajé mucho en mi vida. Ahora lo que me toca es disfrutar de mi pasión.
—¿Y por qué hacés todo eso?
—Por esto.
Dice, y se agarra la bandera que lo cubre. Las charlas son simpáticas pero no tapan la impaciencia. A mí tampoco me dejan entrar a la concentración: hoy es día de partido y Bianchi ha dado órdenes tajantes. La burbuja terminó de cerrarse. Es un momento raro: ya está todo hecho y sólo queda esperar. Los jugadores no tienen que entrenarse; tienen que conseguir que el tiempo pase sin pensar demasiado. Los periodistas saben que cualquier nota que hagan durante el día no tendrá lugar, que después sólo importará lo que suceda en el partido, y se aburren y dan vueltas o se van al shopping. Los dirigentes no saben qué hacer; los hinchas pasean por la ciudad o buscan sus entradas. Bianchi seguramente repasa una y otra vez su charla técnica, el momento en que él es el más importante, justo antes de entregarse a esos once muchachos que van a hacer lo que puedan, lo que el rival los deje.
—Ah, tú eres argentino. Hoy van a ver lo que somos los colombianos, compadre.
Ya son las dos y media de la tarde. Acabo de comerme una «bandeja paisa»: chorizo, carne de vaca frita, chicharrón de cerdo, arroz, plátano frito, huevo frito, frijoles refritos, ensalada y una sopita por si acaso. Estoy poniéndome nervioso.
Mi amigo M. tiene veinte kilos más que la última vez que lo vi, en Tokio 2002. Mi amigo M. llegó esta madrugada en el chárter de la agencia de viajes, con el resto de los muchachos de la Doce: son quince o veinte y parecen cansados y sí tienen entradas. Estamos en la cancha: falta un rato. Cuando los demás hinchas ya llevan un par de horas parados en la grada, los muchachos de la Doce están atrás, en el pasillo, esperando para hacer su entrada. Yo le digo que somos muy poquitos y M. me dice que no me preocupe, que ya voy a ver:
—Estamos bien, tenemos banderas, bombos, sombrillas, bengalas, nos trajimos de todo.
Después me presenta al Gitano Lancry, uno de los antiguos de la hinchada:
—Este es el papá de todos nosotros. Lleva treinta años en la barra, se las sabe todas.
Mi amigo M. lleva quince:
—No sabés las cosas que he hecho yo, Bigote. Pero ahora ya me rescaté, ya no estoy más en la calle. La calle está jodida, vos viste cómo está, y yo ya soy grande, ahora tengo mis límites, tengo mi mujer, mi hija. Yo si hay que matar a alguien voy y lo mato, no tengo problema, pero ya no me interesa, la verdad que estoy mejor así. Yo tengo mis límites, ahora, y más después de lo que le pasó al pibe.
El pibe es el otro M., el que estaba en el Mundial de Japón con este M. y el Foca.
—¿Qué le pasó?
—Cayó en un hecho, hace cuatro meses.
—¿Muy jodido?
—Y, lo agarraron asaltando un supermercado en Junín y Lavalle, uno de esos chinos hijos de mil putas. Fijate que a la china se le ocurrió tocar el timbrecito, si será hija de puta, y al toque cayó la yuta y lo agarraron, ahora tiene mínimo para cinco años, pobre.
Después M. me cuenta que al Foca lo engancharon anoche en Ezeiza, en Migraciones, porque le saltó una causa de la pelea con Chacarita y lo dejaron ahí adentro:
—No sabés la calentura que tenía.
Yo le pregunto si sabe algo sobre los contrarios, si tienen una barra, si van a dar pelea.
—Barra, Bigote, barra tenemos nosotros nada más, las demás son huevadas. Vos sabés cómo somos. Los que hicimos correr a los ingleses somos nosotros, loco. Vos me ponés diez o quince de los muchachos y yo te hago una revolución en cualquier lado.
Los muchachos chamuyan de pavadas para pasar el tiempo. Ir al baño cuesta cincuenta guitas y terribles colas; los muchachos nunca fueron especialistas en paciencia. Y alguno empieza a conspirar para conseguir que el avión no salga enseguida después del partido:
—Que nos banque dos o tres horas, loco. Acá las minas te dan bola. Yo allá no me como una y acá las minas me tiran una onda increíble. Yo me quiero quedar, hijo de puta, yo de acá sin coger no me rajo.
Dice uno que camina medio rengo. Después me cruzo con Gaby, vestido de Boca full equipo, que me dice que él ya me lo había dicho:
—¿Viste lo que es esto de ser unos pocos en medio de cincuenta mil monitos? ¿Viste la adrenalina que te da?
Dice, a los gritos.
—Así es la vida de los equipos chicos: ser siempre menos, un pelotón contra la multitud.
Me dice un periodista que se suma a la hinchada:
—Ahora nos estamos dando un baño de Defensores de Cambaceres.
La sensación es rara. Somos los únicos, los privilegiados, los bosteros auténticos: los que no la miramos por tevé. Somos los que estamos solos frente al mundo, los que hacemos lo que muchos querrían pero sólo nosotros: somos los verdaderos. Dicen que en este momento hay doscientos millones de personas mirando por la tele lo que nosotros miramos cara a cara. Y no es lindo de ver —o sí, según cómo se mire. Las tribunas del Palogrande son un continuo blanco con una manchita amarilla y azul así chiquita. La manchita, por supuesto, somos nosotros. Vistos desde adentro parecemos mucho, el mundo, una fuerza temible. Desde afuera somos la manchita: mejor quedarse adentro. Los nervios me carcomen.
El partido está por empezar y el nivel de la exasperación está en el máximo. Hemos recorrido seis mil kilómetros, tomado un par de aviones, pasado aquí tres días sin nada más que hacer que pensar este momento que ahora llega. Esperamos cantando, entra la Doce, los bombos roncan, los petardos. Estamos todos —y somos tan pocos: el dentista de Queens, el chorro de Dominico, el comerciante de Dolores, los tres morenos que vinieron de Cali, el abuelo que se trajo a su nieto, el juez transfigurado, media docena de Pereira, el contador con anteojos dorados, el segundo jefe de la Doce, los muchachos, los tres amigos cincuentones comerciantes cordobeses, el aspirante a periodista que vino en colectivo, el busca de Floresta, el proctólogo de Comodoro Rivadavia, el bancario que se endeudó hasta las pelotas, la esposa de Bianchi con sus hijos y nuera, el negro Julio, el musculoso musculosa, Gaby, el Mono, Giordano, los que siempre ven el partido en la mejor platea transformados en saltadores de la popu, todos hermanos todos solidarios ser de Boca acá sí que significa algo y la reconcha de tu madre cuervo hijo de puta cuándo mierda lo vas a empezar.
—¡Vamos Boca carajo! ¡Vamos que ganamos!
Fue un suspiro —y gritamos. A veces creemos que nos oyen porque se callan todos, pero también gritamos cuando ellos gritan y es evidente que nadie puede oírnos: nunca paramos de gritar. Fue un suspiro. Las dos horas de partido fueron como un momento que no duró nada. Saltamos, gritamos, nos asustamos, nos ilusionamos, nos abrazamos con más desconocidos, viste que yo te dije que este pibe era un fierro, saltamos, ponemos a trabajar todas las cábalas, saltamos más, gritamos sin parar, pero cómo puede ser que no entre esa pelota, estos se están cayendo, che, estamos ahí, vamos boca carajo que ganamos, gritamos más, saltamos, uy la reputa no, no me digas que otra vez los penales. Uy no yo no me banco mirar esto.
Y entonces, allá en el arco lejos
ciento y pico de metros más allá
cincuenta mil personas más allá
en la otra punta de la cancha
aquí mismo
tan lejos, un muchacho
de pantalón azul y camiseta azul con una franja
amarilla se para
triste
frente a una pelota.
Es el cuarto penal, el que tenemos que meter a toda costa. El que va a entrar si todos lo empujamos. Doce metros más allá, más lejos todavía, un arquero de rojo sigue dando saltos.
Y ahora lo impresionante es el silencio: el silencio tan íntimo, los quinientos callados en medio de una cancha que explota de alaridos, el silencio y todo alrededor la algarabía. El silencio y la conciencia rara de que esto se acabó, de que ya nunca va a dejar de ser así: de que perdimos. Y después mirarse sin saber qué decir o no mirarse, mirar a los que lloran, los que patean el suelo, los que putean, los que se quedan con los ojos perdidos en ninguna parte, el que dice claro la puta que lo parió si no me traje los calzoncillos de la cábala si seré pelotudo, el que mira para arriba como si alguien allá arriba le fuera a explicar algo, el viejo que dice que justo hoy se cumplen treinta años de la muerte de Perón y el viejo hijo de puta nos mufó desde arriba, la petisa que trata de consolar al novio con un beso que el novio no responde, el viejo que dice viejo para mí ya no va a haber ninguna más, las botellas llenas de agua que nos caen desde arriba, la chica que se desmaya por el golpe, la batahola, los muchachos que reaccionan y empiezan a las pinas y patadas contra los colombianos circundantes, roban una bandera, se pelean con los policías que los van sacando. Nada grave: más bien puro folklore. Nada; nada de nada. Las derrotas no tienen historia. O, si la tienen, es una historia que nadie tiene ganas de escribir.
Qué cosa tan ajena que es la fiesta de otros.