2000-2002
La Edad del Oro

Ganar siempre fue un negocio redondo: Boca Juniors facturaba como nunca. Se calcula —los números del fútbol siempre son opacos— que ese año 2000 entraron quince millones de dólares por marketing, cinco por el contrato con la ropa Nike, cuatro por el contrato con la cerveza Quilmes, diez millones por televisión, cinco por recaudaciones —y alguna moneda más por transferencias. Aunque una porción importante estaba privatizada: una empresa autónoma, Boca Crece, por ejemplo, comercializaba todo el merchandising de los colores, desde llaveros a sombrillas, pasando por otros cuatrocientos productos —y le entregaba al club una parte no muy pingüe de sus beneficios.

—Lo que me resulta paradójico de la gestión Macri es que él llegó a Boca como un hombre del sector empresarial que sabía hacer negocios. Y sin embargo en Boca tercerizó todo: el Fondo de Inversión, Boca Crece u otras firmas como TSM, ACE y todo el festival de intermediarios y comisionistas en cada transferencia.

Dirá Ezequiel Fernández Moores, que lo ha seguido de cerca:

—Viendo los balances de Boca —no leyendo lo que dicen los diarios— resulta que el Boca más exitoso de la historia no fue tan rentable como se podría suponer. Como si se repitiera aquel modelo conocido, donde la ganancia va para los privados y al Estado —Boca— le quedan los gastos.

El negocio del fútbol estaba en pleno cambio. Los resultados del ejercicio 2002-2003 de Boca Juniors son un buen ejemplo de la nueva economía futbolística argentina: sobre unos ingresos declarados de cien millones de pesos, las cuotas de los 60 000 socios supusieron cinco millones y las entradas y abonos diez millones. Los premios de la Libertadores trajeron casi diez millones y la televisación más de diez. La publicidad de Nike, Pepsi, Quilmes y compañía acercó casi nueve millones. Y el rubro «transferencias y préstamos» ingresó cincuenta y cuatro millones. El balance no registra ingresos por el famoso merchandising —que debe estar en otra parte.

O sea que las entradas y las cuotas de los socios no llegan a cubrir un sexto del presupuesto. La televisión, la publicidad y los premios por torneos cubren otros dos sextos. A. primera vista, parece que la televisión local paga lo mismo que las entradas y abonos, pero la televisión multiplica el valor de los contratos publicitarios y de marketing: sin ella, ningún sponsor pagaría fortunas por tener su marca en la manga de una camiseta —que un espectador en la cancha ni siquiera vería. Las cifras son elocuentes y llevan, sobre todo, a una pregunta: ¿en qué medida es económicamente necesario el hincha que va a la cancha los domingos? En el Mundial de Japón tuve por primera vez la sensación de que los hinchas no eran más que la escenografía indispensable del partido: un partido sin público queda bastante feo. Entonces, en los partidos menos atractivos, los japoneses y los coreanos traían a chicos de las escuelas, les daban camisetas de los equipos que jugaban y los ponían a decorar tribunas. Es curioso: cuando empezaron las transmisiones de partidos por televisión, los clubes protestaban porque les iban a vaciar las canchas y a amenazar sus economías: la clásica visión conservadora que hizo que las compañías discográficas de los años veinte se asustaran cuando apareció la radio, por ejemplo. Y ahora el negocio del fútbol, no existiría sin la televisión.

Pero para los clubes argentinos el ingreso básico está en la venta de jugadores: un 54 por ciento, en este balance. Esos números explican por qué los equipos grandes de la Argentina se han transformado en escalas de los jugadores en su viaje al extranjero, la vidriera: en ellos se muestran para que los compren mexicanos, rusos o, mejor, europeos. El mercado interno es irrelevante: también en el fútbol —como en el resto de la economía— la lógica argentina ha vuelto a ser la producción y exportación de materia prima: de la carne a la carne. Y el verdadero negocio de los clubes no está en jugar sino en servir de criaderos: remonta y exposición de jugadores que siempre están en venta. Que esperan, desde muy chicos, salvarse en esa venta.

Cuando empezó el 2001 Boca vendió a Palermo. Meses antes se habían ido Samuel, Arruabarrena, Cagna: aquel equipo que todos sabíamos de memoria ya no estaba, y Bianchi anunció que sería «un año de transición», de búsqueda: un equipo en formación, con varios pibes. Todos estábamos dispuestos a tolerarlo: después de lo que habían ganado, se podían permitir un año más tranquilo.

El Clausura empezó realmente relajado. Pero en la Copa, como quien no quiere la cosa, Boca ganó sus cinco primeros partidos y se clasificó muy cómodo. En el campeonato local solía jugar un equipo de suplentes —las famosas rotaciones— pero el 8 de abril, para recibir a los primos, Bianchi puso titulares. Fue un partido cómodo —como casi todos en los últimos años— y cuando Riquelme metió el segundo gol todos gritábamos y tardamos en ver que corría hacia la mitad de la cancha, se paraba bajo el palco de Macri y se ponía las manos detrás de las orejas, como quien quiere oír mejor. Fue un momento extraño: quince, veinte segundos en que Román se quedó quieto, rechazando los abrazos de sus compañeros, mirando fijo al palco con las manos así.

—No, era el Topo Gigio, era para mi hija, que le gusta el Topo Gigio.

Dijo Román al final, tras festejar el 3 a 0 de costumbre. Riquelme era muy tímido, callado: un jugador realmente excepcional, la base de ese equipo, un placer absoluto. Y el resto lo cuidaba:

—Nuestra consigna era tratar de cubrir a Román cuando la tenía para darle el espacio para poder salir, o recuperar las que él perdía.

Dirá después el Pepe Basualdo:

—Lo hablábamos, le decíamos guarda atrás, tenemos uno, si había uno que se le pegaba, le decíamos traelo para donde estamos nosotros, tratábamos de sacarle esa gente, nos poníamos adelante, los obstruíamos…

Riquelme era el alma de ese equipo, pero esa tarde todos supimos que su Topo Gigio era su forma de decir que no se iba a dejar maltratar en las discusiones por dinero. En particular con el tesorero, un Osvaldo Salvestrini, ejecutivo de SOCMA que, ante un pedido de aumento de Riquelme, le había dicho que él no pagaría ni una entrada para ir a verlo. Como diría Maradona, demostraba tener menos calle que Venecia: empezó a ganarse los odios de la afición —y terminó de conquistarlos dos meses después. Habíamos pasado fácil octavos y cuartos contra el Júnior de Barranquilla y el Vasco da Gama, y en la semifinal cayó el Palmeiras otra vez. Que nos empató de nuevo en Buenos Aires —2 a 2— y se la creyeron como antes. Pero en su cancha de Parque Antárctica, a los 20 minutos, perdía 2 a 0. Riquelme estaba inspirado; pese a todo, los brasileros terminaron empatando 2 a 2 para poder perder en los penales.

—Esa noche me dieron un piedrazo en la cabeza, pero la victoria fue el mejor remedio. Ahí pensé… si realmente tuviera el celular de Dios, como dicen algunos, el proyectil no me habría pegado, ¿no?

Diría Carlos Bianchi. Parecía, por muchas razones, la final, y los muchachos en el vestuario la festejaban como tal. Lo raro era que todos llevaban camisetas con la leyenda «Salvestrini al psicólogo» —porque el tesorero había mandado a Bermúdez al diván «si pretendía ganar la plata que pedía». Los muchachos saltaban y cantaban:

Boca va a salir campeón,

Boca va a salir campeón,

se lo dedicamo a todos

los hijos de puta

de la comisión.

Era un espectáculo extraño, que un canal deportivo transmitió en directo. Bianchi se solidarizó con sus jugadores y la directiva prometió ocuparse de mejorar las relaciones —pero los conductores, Bermúdez y Serna, quedaron marcados para siempre.

Una semana más tarde fue la primera final de la Libertadores, que parecía mucho menos complicada que la semi. Empezó de visitantes en el Azteca contra Cruz Azul y resultó perfecta: 1 a 0, con un gol del Chelo Delgado —que, a esa altura, con Palermo vendido y el Mellizo lesionado, se había convertido en el delantero más peligroso del equipo y tiraba tres dedos para todos lados. En Buenos Aires, en cambio, Boquita se dejó sorprender: en un partido raro, donde pareció que los jugadores nunca terminaban de llegar, los mexicanos ganaron 1 a 0 y forzaron de nuevo los penales. Y los ganamos, como era de esperar. Esa victoria pareció casi lógica —y no hay nada menos emocionante que una victoria lógica. Era como si ya tuviéramos el derecho adquirido a ser campeones, como si ser campeones fuera el estado normal de Boca Juniors. Era dulce, pero también muy peligroso.

El país iba barranca abajo: la pobreza crecía, la desocupación crecía, el gobierno de la Alianza disminuía —con Cavallo como economista jefe—, un número llamado riesgo país subía todos los días y sonaba nefasto. Todo parecía difícil —pero nadie sabía todavía lo difícil que sería en realidad. En medio del desasosiego, Boca empezó el Apertura como si no le interesara, con dos derrotas y dos empates: jugábamos tan tibios que hasta River, en la sexta fecha, consiguió empatarnos en el gashinero. Corría septiembre y parecía que todo se reduciría a esperar hasta noviembre, cuando tocara volver a Japón. Pero el martes 11 dos torres de Nueva York cayeron y cambiaron cierta idea de la vida en el planeta: el terrorismo pasó a ser el tema principal y un presidente Bush empezó a amenazar con guerras preventivas por todos los costados, El martes 18 Boca perdió un partido en Chile y quedó eliminado de una copa que a nadie le importaba mucho, la Mercosur: de hecho, la estaba jugando con bastantes suplentes —aunque tampoco sobraban titulares. El jueves 20, en la casa Amarilla, el entrenamiento para preparar el partido del domingo fue pura rutina. Pero después la conferencia de prensa se demoró más de media hora. Cuando llegó, Bianchi parecía nervioso y agarró el micrófono sin esperar preguntas:

—Ya que estamos, anuncio de que nosotros no vamos a renovar el contrato el 31 de diciembre. Los que ya lo saben son mi familia, el cuerpo técnico, el plantel, y ya se lo he anunciado al presidente Mauricio Macri y al señor Gregorio Zidar, con quien yo había tenido dos charlas. Le agradezco a toda la familia boquense, que me ha aceptado en su familia y con quien hemos vivido cosas hermosas. Le deseo lo mejor a Boca. Gracias a todos, felicidades.

Dijo, y dejó al presidente hablando solo. Los rumores fueron incontenibles. Se decía que Bianchi había renunciado porque le seguían vendiendo jugadores que no se reemplazaban: en la última camada habían estado Ibarra, Matellán, Bermúdez —y la defensa había quedado desarmada. Y que no le traían jugadores que pedía y sí le traían otros que no quería, como Naohiro Takahara, un delantero levemente risible que debería haber servido para abrir el mercado nipones. Y que se llevaba mal con varios dirigentes. Y que esos dirigentes le reprochaban su apoyo a los jugadores. Y que se calentó porque publicaron las cifras de su posible renovación —en un momento de crisis generalizada. Y que tal, y que cual. Ese domingo sus jugadores quisieron decirle algo y le metieron seis goles a Lanús. En la conferencia posterior, Bianchi estaba contestando preguntas cuando llegó el presidente Macri.

—¿Qué hacés, Mauricio? Parece que siguen las sorpresas…

Dijo Bianchi y se dieron la mano como quien prefiere meterla en agua hirviendo. Entonces el presidente habló:

—Sí vos Carlos querés tirar la toalla y pensás que no vale la pena seguir remando, está bien. Pero vos tenés que darnos una respuesta porque los hinchas de Boca merecemos saber los motivos y no pasar por una situación tan penosa como la que vivimos hoy. Explicarnos por qué el proyecto no sigue y así también yo termino de entender las razones. Hay que aclarar cosas que no están claras.

—Recién me hicieron esa pregunta y dije que no iba a hablar de eso. Yo tomé la decisión de no renovar el contrato el 31 de diciembre, nada más. No renuncié y las causas no tengo por qué decirlas. Es así. No hagamos de esto uno de esos programas que pasan todos los días a las tres o cuatro de la tarde… ¿cómo es que se llaman? A los cincuenta y dos años, yo no estoy para eso.

—Vos no entendés que lamentablemente hay gente que pone palabras en tu boca que vos no dijiste. Por eso yo necesito que, por el bien de Boca, si vos realmente querés al club que tanto te ha dado, digas que te vas por una decisión tuya y que no tiene nada que ver con directivos que están dispuestos a irse si es necesario. Pero quiero que lo aclares. No es justo que guardes silencio y que yo no sepa cuál es el problema.

Insistió el presidente y Bianchi se mostraba cada vez más molesto. Hasta que dijo que era su decisión no renovar, que muchas gracias y que hasta cualquier momento —y salió de la sala con una sonrisa que parecía un escarbadientes. Faltaban dos meses para la cita japonesa.

El Segundo viaje a Tokio llegó en un clima raro, espeso. Bianchi no quiso llevar a Takahara, y Macri se enojó.

—Claro que el mercado de Oriente es importante. Y si logras traer un jugador de ellos mejor todavía. Pero es difícil. Ojo, que también… los técnicos son personajes.

Me dirá, años después, el presidente:

—Yo le dije hay que traer un japonés, y le dejé a Carlos que elija el jugador. Él lo eligió, le gustó, lo puso, pero se enojó porque se fue un par de veces a jugar con la selección. Y se rayó tanto como para hacerse el harakiri: no lo llevó a Tokio, ni siquiera para meterlo en el banco. Con eso nada más teníamos a todo el estadio a favor. Pero no quiso, y ahí se puso a todo el estadio en contra…

—¿Era muy caprichoso?

—Todos los técnicos son complicados.

Dirá, con una sonrisa que dice más que eso. Y el equipo tampoco andaba bien: se notaban demasiado las ausencias. Los que estaban previstos eran Córdoba, Martínez, Schiavi, Burdisso, Clemente; Traverso, Serna, Gaitán y Riquelme; Barros Schelotto y Delgado. La creación estaría, lógicamente, en Riquelme y Gaitán. Pero el día anterior se desgarró Gaitán y Bianchi, que no tenía mucho recambio, lo reemplazó con Villarreal, un picapiedras. De todas formas el Bayern Munich tampoco era nada extraordinario.

Y, en el primer tiempo, Boca tuvo varias chances claras: pases de Guillermo para Delgado que el Chelo desaprovechaba una tras otra. Y, en la más clara, se hizo amonestar por seguir la jugada cuando el árbitro ya había cobrado off-side. Pero lo espantoso llegó a los 45: Delgado no llegaba a un pase profundo de Riquelme y, ante la salida del arquero Kahn, se tiró muy evidente: el árbitro danés lo volvió a amonestar y nos quedamos con diez. Nada peor podía haber pasado.

Aun así, aguantamos todo el segundo tiempo y fuimos al alargue; faltaba muy poco para los penales cuando una serie de rebotes y empujones en el área terminó con un pelotazo de Kuffour —y 0 a 1. Diez minutos después, Riquelme lloraba tirado en la mitad del campo; su amigo Delgado lloraba en el vestuario.

—De las tres finales era la más fácil. Ahí la sensación que nos quedó fue que nos había ganado un equipo de mierda: una bronca infernal.

Me dirá el Mellizo.

—Ese día todavía lo tengo atragantado.

Dirá años más tarde Carlos Bianchi. Que se despidió el 16 de diciembre, con otro homenaje de sus jugadores: cinco goles a Independiente —y los cantos y aplausos de la hinchada.

No se va,

y Bianchi no se va;

no se va,

y Bianchi no se va…

Su ciclo en Boca había sido inigualable: había ganado seis campeonatos importantes —tres locales, dos Libertadores, una Intercontinental. Para eso, él y sus jugadores habían viajado 350 000 kilómetros: casi diez vueltas al mundo.

—Yo lo tengo agendado: en total, estuve 237 partidos, 131 ganados, 64 empatados y 42 perdidos, con 437 goles a favor y 247 en contra. Esto no hubiera sido posible sin los jugadores y sin el apoyo de los hinchas. Nunca los olvidaré.

Dijo entonces Carlos Bianchi, emocionado, y después dijo que hasta luego. Ese día también se iba Oscar Córdoba: en cuatro años y medio había ganado más títulos que ningún otro arquero de Boca —y había sido fundamental en todos ellos.

Se terminaba un ciclo, se terminaba un año complicado y Racing estaba a punto de ganar el Apertura, aunque nadie le prestaría mucha atención: los argentinos estábamos encerrados en un corralito que se rompería tres días después, cuando el presidente De la Rúa declaró el estado de sitio y miles y miles salieron a la calle a decirle que qué carajo se creía.

Reemplazarlo sonaba tan difícil —y el Maestro Tabárez pareció una elección lógica. Oscar Tabárez era un tipo tranquilo, un uruguayo que ya había sacado campeón a Boca a principios de los noventas y que, seguramente, sería capaz de soportar sin demasiado nervio las exigencias de una historia insuperable.

Pero el problema no fue el nervio: la cuestión fue que los resultados nunca acompañaron. Los jugadores, al principio del año, eran casi los mismos que habían terminado el anterior, pero el equipo no se armaba. Y, en marzo, llegamos a perder contra River en la Bombonera 3 a 0: hacía casi diez años que eso no pasaba. Y poco después Olimpia nos bajó de la Libertadores y así durante todo el año. Quizás lo más notable fue el traspaso de la diez: de Riquelme, que después de años de negociaciones se fue al Barcelona, a un pibe de dieciocho feo como un dolor, que la pisaba y la movía —tremenda habilidad, pura potencia— y, además, no tenía problemas en tirarse al suelo, Carlitos Tevez empezó bien en Boca —y seguiría mejor. No fue el caso del Maestro Tabárez. En el Apertura el equipo mejoró y terminó segundo pero eso, en Boca, nunca fue suficiente. Antes de que llegara fin de año quedó claro que su ciclo —sin empezar— estaba terminado.

—Es que los hinchas de Boca me paran por la calle y me piden que volvamos a Tokio. Me lo piden como si fuera tan fácil. Ojalá pueda cumplirles el deseo…

Dijo, el 23 de diciembre de 2002, Carlos Bianchi en la conferencia de prensa en la que, junto a Mauricio Macri, anunció su regreso. Ese día la directora de Clarín estaba presa, quebró Ferro Carril Oeste y se murió Tita Merello. Duhalde presidente buscaba un candidato para las elecciones y los argentinos, tras la agitación de ese año interminable, tratábamos de acomodarnos en un país distinto, despojado, donde la plata había pasado a valer lo que valía y los pobres mucho menos.

—Sí, quizá tengamos muchas cosas que perder por los logros que conseguimos en los tres años y medio que estuvimos anteriormente. Pero la vida está hecha de apuestas. Y vale arriesgar prestigio por el placer que siento al dirigir a Boca.

Dijo Bianchi, en medio de sonrisas, porque alguien le dijo que los siete técnicos que habían salido campeones con Boca e intentaron una segunda vuelta habían perdido, y un periodista le preguntó si quedaban secuelas de las viejas peleas en su relación con el presidente Macri:

—Sí, los dos todavía mantenemos el mismo rencor…

Dijo Bianchi y soltó la carcajada:

—Yo no me olvido de que soy un simple empleado. No puedo pretender que algún dirigente que fue elegido por los hinchas se vaya del club. Sé ubicarme en la vida.

Entonces Macri explicó que habían hecho un gran esfuerzo y que el contrato era de casi un millón y medio de dólares —para todo el equipo técnico— por tres años. Era, se decía, el doble de lo que había propuesto en un principio.

—Cuando empecé a hablar con Mauricio, él me ofreció un contrato de dieciocho meses. Y yo le dije que no, por dieciocho meses no vengo a Boca. Yo vengo por tres años.

Explicó Carlos Bianchi.