Boquita y Yo

—Loco, a mí me parece que vos estás diciendo muchas boludeces, que la estás complicando al pedo, loco.

Me dijo, a la entrada de la Bombonera, un muchacho bastante enérgico cuando le pregunté ya no me acuerdo qué sobre Boca.

—¿Sabés lo que te digo, yo? Que Boquita es lo más grande que hay en el mundo y que el que se meta con Boquita yo le rompo la cabeza, ¿me entendés? Y no me la hagás más complicada, loco.

Yo le dije que sí, que no se calentara y después lo pensé muchas veces. Fue mi tensión, en este año de Boquita: cómo hacer interesante lo complejo y no al contrario. Fue un año raro y atractivo. Tuve la mejor excusa para hacer de mi divertimento mi trabajo, para dejar de lado toda culpa si me pasaba horas y horas leyendo El Gráfico de 1931, para justificar mi empecinamiento en no perderme ni un partido, para hacer que buena parte de mi vida girara alrededor de Boca: como si necesitara algún pretexto.

Y también conseguí que algunos de esos monstruos que tantas veces había mirado de lejos se sentaran a charlar conmigo, me contaran sus historias, opiniones. Y escribí mucho sobre la identidad bostera, traté de entenderla, tuve por momentos la sensación de que había atrapado algo. Muchas de esas cosas están en este libro —y me da gusto y cierto orgullo haberlas escrito.

Pero yo sé —y lo vuelvo a saber varias veces por día— que hay algo mucho más grande y misterioso, más indecible que eso. Y que, como es lógico, no conseguí escribirlo. Lo sé cuando escucho a mi amigo T. que me dice que hace dos días que no puede dormir porque el domingo jugamos contra River; lo sé cuando me cuentan que la antorcha de Boca —nada, un palo con un fuego, puro símbolo— junta miles de personas en pueblos que no tienen esos miles, lo sé cuando veo ciertas caras en la cancha, lo sé cuando me veo a mí mismo, algunas tardes. Lo sé cuando el azul y el amarillo se vuelven los colores del gorro de un albañil en el andamio, de un banderín guardado años en el fondo del fondo, de un babero. Lo sé cuando se vuelven la camiseta desteñida de un chiquito cartonero, de una rubia en la disco, de un gordo lavando el coche en la vereda. Entonces, cada vez, veo que la famosa tortuga se me escapa —y me hace pito catalán a la distancia con sus manitos de tortuga.

Lo intenté: de verdad lo intenté. Por suerte conseguí fracasar estrepitosamente y conseguí, también, preservar ese centro que, supongo, necesitaba mantener intacto: Boca, mi buen amigo.

Esta campaña volveremo a estar contigo.

Buenos Aires, 17 de diciembre de 2004