A Ver a Ver los Jugadores

Porque en medio de todo esto están, curiosamente, unos muchachos que llamamos jugadores. No es fácil hablar de los jugadores de fútbol: los jugadores son muchachos muy diferentes entre sí que se parecen en que patean pelotas más a menudo que los demás mortales. Pero existen jugadores tan variados, porque el fútbol también basa su éxito en que cualquiera puede serlo: en que cualquiera puede imaginar que podría serlo.

—Un siete del ochenta y ocho.

Grita un señor de jogging con los colores de Boca, y cinco o seis muchachos se precipitan hacia su mesa con documentos en la mano: es el momento que soñaron y temieron tanto. Esta mañana, en la Casa Amarilla, mil muchachos han venido a probarse; esta tarde, si todo va bien, sesenta o setenta habrán sido seleccionados para seguir las pruebas, y los demás se volverán a casa con algo triste y distinto que contar.

—Ahora preciso un número cinco de la categoría ochenta y siete.

Pero falta, todavía, para la vuelta, y el entusiasmo cunde, y los nervios tremendos. Esta mañana, en la Casa Amarilla, mil muchachos quieren entrar a uno de los pocos negocios que funcionan en la Argentina posdesastre: la cría y engorde de jugadores de fútbol para la exportación. Con el fútbol-negocio apareció también el hijo-inversión. Por eso, una prueba de jugadores en Boca Juniors es un tormento donde muchos —padres, madres, tíos, representantes, muchachos que la mueven— se juegan el todo por el todo. En principio la oferta es inmejorable: vas a hacer lo que te gusta, pibe, y vas a ser rico y famoso. En principio; acá, esta mañana, mil muchachos descubren que timbearse el futuro a un pelotazo puede ser tan desesperante.

Llueve, el frío es excesivo: la sudestada aprieta. El señor de jogging ha terminado de armar sus listas y, ahora, los mil esperan que les toque su partido: treinta minutos para jugarse una idea de la vida. Algunos van a tener que esperar horas y horas; hasta entonces van a tratar de pensar en otra cosa, pero saben que lo más probable es que repasen una y mil veces esa jugada que no los dejó dormir anoche, esa jugada perfecta que los va a volver otros.

—¿Y te tuviste que ratear del colegio para venir?

—¿Qué colegio?

—Bueno, del trabajo.

—¿Qué trabajo?

El Chala está empezando a pensar que soy un nabo. El Chala tiene diecisiste, la colita en el pelo de rulos, labios gruesos, la cara picada de granitos, las piernas flacas chuecas. El Chala vino con tres amigos: tuvieron que salir muy temprano de Isidro Casanova para llegar acá a las nueve.

—¿Vos sos bueno?

—Sí, pero no tuve suerte.

Dice el Chala, apagado.

—Dale, pibe, no te me achiqués.

Le dice el padre del Rulo, uno de los amigos. El padre del Rulo insistió en acompañarlos, y ellos al final no tuvieron más remedio que aceptar. El padre del Rulo no tiene trabajo y se pasa las horas al costado de la canchita del barrio, puro cascote patrio. El padre del Rulo jugó en Excursionistas, hace muchos años, y ahora sueña con sacar a «algún pibe importante, vio, uno que la pegue de veras». El padre del Rulo tiene un pucho apagado colgándole del labio, pocos dientes y su cara nuevo cine argentino:

—No, yo no pienso hacer guita con esto. Pero no hay que dejar a los pibes solos, por si acaso. Acá hay mucho zorro suelto, sabés.

Dice, y trata de poner cara de zorro, pero le sale mal.

Cada vez hay más señores que intentan vivir de estos chicos, y el negocio se amplía. La promesa electoral más recordada de Mauricio Macri fue que la primera de Boca iba a tener a «nueve de once jugadores» del semillero. Así que en 1996 contrató a Jorge Griffa, un señor que se había pasado muchos años en Newell’s sacando futbolistas. Pero ahí se dio cuenta de que formarlos desde cero tardaría demasiado, y compró por dos millones de dólares un paquete de juveniles de Argentinos Juniors que incluía a Riquelme, La Paglia, Coloccini, Marinelli y varios más. Parecía un buen negocio, pero tuvo consecuencias que nadie había previsto:

—Lo notable fue que a partir de eso generamos un caramba de parte de todo el mundo, y apareció un negocio que no existía antes: todo el mundo empezó a comprar jugadores de las inferiores. Aparecieron un montón de tipos que compraban un edificio viejo, lo arreglaban y se ponían a viajar por el interior reclutando jugadores para traerlos para acá. Con una fuerte inversión, un negocio de alto riesgo: ahora todo el mundo quiere tener un cacho de un jugador como antes todos querían tener un cacho de un caballo de carreras, pero los que llegan son el tres por ciento.

Me dirá el presidente Macri:

—Entonces iban y les daban a los papás un televisor, un viático mensual, un regalito acá y allá, las zapatillas, y lo hacían firmar los papeles de los pibes. Y cuando Boca llegaba a hacer su prueba anual al lugar y decía quiero a ese jugador, bueno, tiene que hablar con fulano. Entonces el tipo te decía ok, son 100 000 dólares. O si no te lo venían a ofrecer. La frase de los tipos es siempre la misma: tengo este tipo que es un fenómeno, River me lo pidió pero vos sabés, yo quiero que venga a Boca. Es como una canción, siempre lo mismo. Al principio, cuando teníamos plata, pagábamos para sacarnos a los tipos de encima. Pero llegó un momento en que yo dije no, es una locura: tenemos problemas para pagar a los profesionales, no vamos a seguir invirtiendo para algo que se va a ver dentro de diez años, si va todo bien. Dijimos no, que ellos corran riesgo como nosotros, cambiemos la política: démosle un porcentaje de la futura venta y que esperen ellos los diez años. Hoy un tercio de los juveniles de Boca están con estos convenios, que generalmente son los buenos, porque estos flacos no son boludos, tienen buen ojo.

La inversión es riesgosa: sólo el 4 por ciento de los chicos con representante —y el 2 por ciento de los que no lo tienen— llegan a primera. Pero el sueño del pibe —de hacerse rico con un pibe— es muy potente.

—La gente sueña que todos van a ser Maradona, que todos van a ganar millones de dólares como Tevez, pero la mayoría de los casos no tiene nada que ver.

Hablábamos de mitos. El fútbol —la esperanza de ser un jugador de fútbol— también pone en escena el mito de la igualdad de oportunidades: cualquier chico puede ser un grande. Para ser un gran futbolista no se necesitan influencias ni dinero ni familia ni clase ni educación particular. Un jugador, al fin y al cabo, es un tipo muy normal que le pega mejor a la pelota: es fácil identificarse con él —porque primero es fácil, para un chico, un jovencito, creer que podrá llegar a ser él.

Cualquier chico puede ser un grande: Maradona, el mejor, es un gordito que la mayoría de los deportes descartarían antes de que se cambie. Pero al fútbol pueden jugar todos: el petiso movedizo o el grandote casi torpe, el corredor desenfrenado o la mole que se planta, el más vivo de la clase y el más bobo. El fútbol no es como otros deportes que exigen un físico o un carácter determinados: hay puestos para todos, sólo hay que descubrirse. Y cada tipo de habilidad tiene su espacio.

En ese sentido un equipo de fútbol es una estructura compleja y bien organizada, que consigue —que debería conseguir— el máximo rendimiento de cada uno de sus miembros: una máquina eficiente. Un equipo de fútbol es una estructura compleja donde cada individuo colabora en un funcionamiento colectivo —y donde las funciones están muy bien diferenciadas. A veces me gusta suponer que la división de clases funciona dentro de cada equipo: que cada equipo tiene una clase baja —los defensores, toscos, que tienen que laburar para impedir y sirven de cimiento—, una media —centrocampistas muy diversos que destruyen y/o crean, proveedores de servicios que trabajan para que los de adelante redondeen su fortuna goleadora— y una alta —los delanteros, que aprovechan el esfuerzo de todos los demás para alcanzar la meta y cubrirse de gloria y de dinero. Según qué línea se privilegia, el equipo se inscribe distinto en el imaginario social. Boca Juniors siempre se armó «de atrás para adelante», con la base de una buena defensa. Boquita, siempre se ha dicho, es un equipo popular.

—Con los años aprendí que todos, y yo también cuando era hincha, mitificamos al jugador de fútbol.

Me dice un jugador de fútbol que yo mitifiqué bastante: lo recuerdo arrodillado con los brazos en cruz, como quien se entrega o sacrifica, siempre en el momento en que lo peor estaba a punto de pasar pero él podía evitarlo:

—Todos creen que el jugador vive en una burbuja y tiene una aureola especial, y es un ser de otra galaxia y no, el tipo va al baño como todos, come con las dos manos como todos, se asusta como todos.

Me dice el Mono Navarro Montoya, uno de los mejores arqueros que pasaron por Boca. Y yo le digo que claro, que es así, pero que también es curioso que él se crea que los demás dudamos de eso. El Mono se ríe —el Mono se ríe muy a menudo— y me dice que sí, que los hinchas los mitificamos mucho y que ellos también alimentaron ese mito de que son los reyes de la pelota y que él se lo creía y tardó en darse cuenta de que ser un jugador de fútbol, uno de primera, no es nada tan particular:

—Nada, la verdad solamente somos tipos que hemos tenido la fortuna de jugar al deporte que les gusta desde chicos, que tienen ese don y que han caído en el país de la pelota, como dice Andrés Calamaro. La Argentina es el país de la pelota, entonces acá el jugador de fútbol es un semidiós, esa es una realidad, pero lo peor que nos puede pasar es creérnoslo. Y muchos se lo creen.

Dice el Mono.

—Yo relaté a Boca doce años, y las cosas que he visto no te puedo explicar. En Boca los jugadores son como dioses, es muy loco.

Dice Alejandro Fantino, un periodista que trata de mirar un poco más allá:

—Son cosas que no pasan en ningún otro lado, es único. Yo me acuerdo una vez hace diez años que fui a relatar a Boca a Formosa y venían las madres con los pendejitos enfermos a la puerta del hotel para que el Beto Márcico les tocara la cabeza porque decían que los iba a sanar.

Yo no sé si los había mitificado, pero sé que me producían mucha curiosidad. Siempre me la produjeron: quiénes serán estos muchachos —que antes eran, para mí, señores grandes; que ahora son, para mí que soy otro, unos pibitos—, quiénes serán estos muchachos que miramos y miramos sin conocerles más que los lugares comunes que le escupen a cada grabador que se les cruza.

Siempre me produjeron curiosidad, y más últimamente. Cuando yo era chico un jugador de fútbol era un héroe menor, un tipo que brillaba —mucho— cada domingo en el momento de agarrar la pelota, y nada más. Pero ahora, desde la explosión televisual farandulera de los noventas, el fútbol y sus practicantes principales se convirtieron en un mundo glamour. Los jugadores exitosos, para empezar, son modelos top de la ropa que más plata mueve: las marcas deportivas. Hubo tiempos en que los jugadores querían triunfar para disimular que eran jugadores, mimetizarse con la clase media urbana, vestirse como la gente. Ahora, en cambio, la gente quiere vestirse como los jugadores: simular que son como ellos, parecerse a los nuevos triunfadores.

—Yo tengo una foto de mi debut, que me estoy poniendo tres pares de medias porque el zapato que me había dado el utilero era grande. Era de terror.

Me dice Silvio Marzolini, que debutó en Boca en 1960 y se hizo famoso muy pronto porque era un tres «con mucha clase»: jugaba muy elegante, por supuesto, pero la clase consistía también en que era rubio y alto, los ojos celestitos:

—A nosotros, en Boca, nos mandaban a unos zapateros que estaban ahí en Constitución, que nos hacían los zapatos de fútbol. Y después los tenías que ablandar, antes de usarlos en un partido.

Dice Marzolini, sesenta y tantos, depto coqueto en un barrio elegante. Yo estoy impresionado: que alguien que admiré tanto de tan lejos quiera sentarse a conversar conmigo es un signo de que han pasado cosas en mi vida.

—Tengo una tapa del Gráfico de esos días y se me ve la camiseta así deshilachada. En invierno nos daban una camiseta… que aparecía por debajo del pantaloncito, de lo grande que era. La primera vez lo agarré al utilero: ¿qué hago con esto? Es enorme. No te preocupes, ya vas a ver en un mes cómo encoge, te va a quedar ajustada…

Había tiempo —incluso para ir edificando el éxito. En la Argentina contemporánea el éxito ya no es lo que era: ni empresarios que surgen de la nada, ni científicos que descubren premios nobel en el estómago de aquella comadreja, ni políticos que concitan el amor general o esas formas curiosas del espanto. El éxito es el valor central de la sociedad argentina de estos años; pero el éxito, en un país que amenaza derrumbe todo el tiempo, no puede ser una construcción larga y sostenida; no hay tiempo para tales lujos. Así que los triunfadores argentinos de estos años son los que pueden conseguirlo de súbito, de un día para otro: la modelito cuyo culo la proyecta al deseo más común, el galancete que monopoliza los suspiros de la novela de las nueve, el último crack cuyos pies mueven los corazones de los hinchas y la máquina de la publicidad.

Los jugadores de fútbol son los héroes modernos: los que consiguen o tratan de conseguir los grandes triunfos que millones de personas queremos festejar. Los que se juegan por todos los demás en un enfrentamiento a vida o muerte —del que ninguno sale herido. Son héroes cortos, limitados al uso de los pies —y, de tanto en tanto, la cabeza— pero héroes al fin: foco de todas las miradas.

Los jugadores de fútbol son la imagen más pública, más directa del éxito. Por eso, entre otras cosas, son los personajes más secuestrables de estos días. Y por eso, también, son el blanco de la prensa más amarilla, las páginas más rosas, los programas más verdes. A la Argentina actual nunca le falta un jugador.

Porque los jugadores de fútbol aparecen de pronto en un lugar casi inimaginable. O, mejor: en el lugar que todos imaginamos, donde todos quisimos —alguna vez— estar. Los jugadores son muchachos que consiguen, a sus veinte o veintidós, lo que millones no tendremos nunca: fama, dinero, reconocimiento, seguidores. Y les llega de golpe, en un momento complicado: cuando son muy chicos y, sobre todo, cuando ni siquiera están seguros de poder mantenerse en el lugar al que llegaron.

—Yo tengo buena relación con los jugadores cuando son muy pendejos, y después la volvemos a tener cuando dejan el fútbol. En el medio es mucho más difícil, porque yo si veo que hacen cosas que no corresponden voy y les digo no, no seas boludo, andá a acostarte, pero tienen alrededor a todos esos cómplices que se hicieron amigos por el éxito y les siguen el ritmo y les dicen que sí a todo, y no quieren saber más nada. Y de repente se vuelven lindos, altos, rubios: viven en una nube de pedos.

Dice Horacio García, el periodista, que cubre también las inferiores de Boca: que los conoce desde que son chiquitos. La historia es rutinaria: pibe de barrio o de villa que de pronto empieza a recibir mucha plata por hacer lo mismo que hizo siempre, que ve que multitudes gritan su nombre o sus apodos, que se encuentra con que las chicas lo miran —y no solo lo miran— de otro modo, que de golpe tiene tantos amigos que no los puede contar.

Y, si uno se queda acá es porque sueña con estar en primera, ir a la Bombonera y que esté toda la gente mirándote, que te aplauda. Eso me imagino. Yo lo que quiero es salvarme con el fútbol.

Dice Jonathan Guerasar, catorce recién cumplidos, el aro y los claritos: acá es la pensión de la Casa Amarilla. Durante años Boca fue un club muy grande con inferiores chicas; sus juveniles no estaban a la altura. Ahora, el «Complejo Habitacional de la Casa Amarilla» o, como le dicen todos, la Pensión, es la realización más ambiciosa de sil proyecto de fútbol juvenil. En la Pensión viven unos ochenta chicos del interior que juegan en las inferiores de Boca. Los más chicos tienen trece años y juegan en novena; los más grandes veinte y ya están con la primera.

—Yo las primeras semanas sufría un montón, extrañaba un montón. Tenía como angustia, pensaba en mi familia, qué sé yo. Y después dije no, yo estoy acá para jugar y no para andar pensando en mi familia que está lejos.

Me dice Gastón Sauro, un rosarino de catorce, zaguero central, que llegó a principios de este año:

—¿Y cómo te imaginas tu vida si llegas a jugar en la primera?

—Me imagino… tenés todas las minas, fama, tenés todo, la guita, todo. ¿Qué más podés pedir?

—¿Y vos qué sería lo primero que harías?

Le pregunto a Jonathan:

—Y, tener chicas, tener toda la plata. Comprarme un buen auto para ir a Mar del Plata.

Gastón dice que él lo que quiere es un Mercedes.

—Sí, un Mercedes. Pa’ que vean que tengo plata.

—¿No te da miedo?

—Y, si fuera hoy no me compro un Mercedes. No, con la inseguridad que hay. De últimas un auto deportivo, me compro, y llevo a las minas a pasear en el auto…

—Es una situación muy complicada.

Dice Mirta López Barrios. Mirta es simpática y rubia y fue docente muchos años en Saint Andrews Scots School —una de las más caras del país— antes de que la contrataran para ser el alma máter de la pensión de Boca:

—Todavía viven acá, pero de pronto descubren que ya no pueden ir ni a la esquina. Primero son dos o tres autógrafos pero después del cuarto o quinto partido en la primera son nubes de personas que se les tiran encima y ellos tratan de ser amables pero al mismo tiempo tienen que seguir viviendo, y aprender de golpe a arreglárselas con problemas muy específicos y muy distintos, Tienen que encontrar la forma de enfrentar demasiadas cosas nuevas: la popularidad, la familia cada vez más ansiosa, los nuevos compañeros que son tipos grandes y famosos, la plata. De pronto se encuentran con que ganan mucho más que su padre o cualquier otro que ande cerca, que son ricos, y que es plata muy fácil: ellos siguen haciendo lo mismo que hacían, sólo que a fin de mes les caen tres o cuatro mil pesos. Entonces la primera reacción es gastársela a lo grande, reventarla: invitar a todos los amigos, comprarse pilchas caras, aparatos, hacer todo lo que hasta entonces era un sueño.

—¿Y qué se puede hacer en esa situación?

Le pregunto a José Horacio Basualdo. El Pepe debe ser el único futbolista argentino que ganó la Intercontinental con dos equipos distintos —y el mismo técnico: primero Vélez, después Boca. Y jugó en la selección, en España, en Alemania:

—¿Qué cosa? ¿Eso de tener veinte años y que de pronto te aparecen los amigos, las minas, tenés guita, todo eso? Yo la tengo muy clara: disfrutá, disfrutá del momento. Es como la plata, cuando hay, hay, y cuando no… a casa.

Y un ex de Boca que —con buenas razones: una esposa y tres hijos— no quiere dar su nombre, me cuenta que las chicas saben que ahora un jugador famoso es una buena presa, que él conocía bien a una Panam y ella le contaba cómo hacían:

—Sí, me contaba que ellas laburan en yunta con fotógrafos, con periodistas. Me decía vos sabés, nosotras siempre tenemos que hacer ruido, y cuando vemos que estamos abajo nos peleamos con alguna o tratamos de cazar algún famoso, así por lo menos salimos, se habla de nosotras. Y está el boludo del jugador, inocente, que el jugador es lo más bobo que hay en ese aspecto y él va, se cree el langa, y a la mierda… Después sale escrachado y está casado y andá a decirle a tu señora… El día que a ella la agarraron con Román y con el Chelo, en la camioneta, que les sacaron fotos… ella llamó al fotógrafo, le dijo vamos a tal lado, tal pizzería, esperame ahí y ella ah, sorprendida. Yo la llamé y le dije hija de puta, mandaste a tu fotógrafo. Y ella no, lo que pasa es que… hija de puta, mandaste a tu fotógrafo.

Y las fotos saldrán en las tapas de todas las revistas de chimentos, y ciertas revistas deportivas internacionales han creado una sección nueva: sus chicas. Ahora las mujeres opulentas de las fotos de gomería son novias de jugadores. La pareja modelo-cuasigato con futbolista-de-primera es un clásico contemporáneo. Ellas son la definición de lo apetecible —porque sus cuerpos definen en los medios lo que hay que apetecer—; ellos son ricos, jóvenes, bien entrenados, medio ausentes y —se supone— calientes por la abstinencia prolongada. Y los dos son «famosos»: la chica recibe los beneficios de la publicidad, el chico los beneficios de un par de tetas como los que imaginaba en el baño de la pensión dos años antes.

—Acá lo que pasa es que a las minas les decís que estás jugando en Boca y se te donan, así, se te tiran encima. Acá están las que son buenas, fiel a vos, y están unas que son más gatos…

Me dice David Paoletti, dieciséis, grandote, cordobés de Bell Ville, arquero de la séptima. Y, cuando le pregunto si chapean con esto de jugar en Boca, Jonathan me dice que no, que bueno a veces, que si puede sí, y que las chicas aparecen solas:

—Ellas solas se vienen para acá. Ahí hay una, mirá.

Dice y me muestra por la ventana una adolescente parada en la vereda de enfrente. Está de blanco y debe tener frío: fuma, se frota un brazo, se pasa las manos por el pelo.

—Siempre vienen acá, se paran acá, a ver si enganchan algo. Pero vienen a buscar a los más grandes. A nosotros no. Todavía no, pero ya nos va a tocar.

—Y, las minitas se quieren salvar con el jugador de fútbol. El jugador de fútbol es lo más sano y lo más rentable…

Me dirá el Pepe Basualdo, que debe saber de qué está hablando:

—Las minitas ya empiezan a preguntar cuál es el mejor jugador que hay, listo, pum. Apuntan a ese. No sólo las pibitas, las familias de las pibitas empiezan a decirles andá a Boca, fíjate cuál es el mejor y engánchalo porque nos salvamos. Es así. Y el pibe que viene de una provincia caza la pendejita que se viste un poquito bien, está alzado y bueno, ya está, meten la pata. Ahora vienen un poquito más avivados, pero antes se casaban con una pibita de dieciséis o diecisiete años, los jugadores tenían dieciocho, la dejaban embarazada y ya está. Por eso a los veintidós se divorcian, cuatro años de convivencia, y obvio, si son nenes de pecho. Ahora se avivaron un poquito y aguantan un poco más, pero bueno…

—A mí por eso siempre me gustó lo anónimo, nunca lo conocido, siempre te trae problemas. Por eso lo cagamos a puteadas a Martín cuando pasó lo de la modelo… Pasaron muchas cosas de muchos jugadores amigos y les dije jodete, por boludo. Pero también, si les gusta la joda, que la aprovechen, ¿no?

Dice el ex jugador en la clandestinidad. Aunque son frecuentes las voces moralistas: que pobre muchacho, que se va a arruinar la carrera, que si no se da cuenta que los falsos amigos se están aprovechando de él, que mira Diego cómo terminó y eso que era el Diego.

—Y encima son pibes que vienen de la villa, que no tienen preparación para enfrentarse con todo eso.

Suelen decir, fingiendo compasión y comprensión. Muchos hinchas tienen sentimientos encontrados con respecto al nuevo triunfador: por un lado es el ídolo, pero lo ven con un cochazo nuevo y no se bancan que ese pibe aparezca en una 4 x 4: mira el negrito este lo primero que hizo se compró el supercoche. Que es lo mismo que harían ellos, claro, si ganaran todo ese dinero. Pero el shock no es sólo ese: es ese momento maravilloso —y tan peligroso— en que alguien consigue lo que había querido tanto, lo que la mayoría no consigue: en que alguien se da cuenta de que superman, en realidad, no volaba tan alto como él.

—Vos tenés veinte años, aparece mucha gente alrededor, la palmada fácil, tomá la tarjetita cuando quieras venite al boliche y tráete a tus amigos: no es fácil tener equilibrio si a los veinte años estás jugando en la primera de Boca.

Dice Fabián Carrizo, que pasó por ahí y después se paró a pensar en esas cosas.

—Todos en algún momento hemos tenido nuestro ego un poco alimentado, sobre todo cuando uno es joven y por ahí no tiene muy claras las cosas, cuando todavía no se ha caído.

Dice el Mono Navarro, que sigue con la metáfora teológica. Estamos sentados en viejos sillones del Hindú Club, esplendor argentino de otros tiempos, donde el arquero concentra con Independiente:

—Por eso de vez en cuando es bueno caerse para darnos cuenta de que no somos tan dioses como creemos, que somos terrenales.

Tiene razón: vistos de más cerca, los superhéroes se parecen bastante a pibes de veinte o veinticinco que han encontrado la forma de seguir teniendo quince durante muchas horas de su vida. Todos dicen que los futbolistas cambiaron mucho en los últimos años: que ahora es raro descubrirlos fumando a escondidas, o tirando baldes de agua por las ventanas del hotel donde concentran: que ahora son más profesionales —quizá porque se juegan mucho más, en plata, que un par de décadas atrás. Pero lo cierto es que sus días siguen siendo tan adolescentes: muchachones que se la pasan jugando a la pelota, al truco, a los jueguitos electrónicos, haciéndose jodas de colegio, con una vida perfectamente organizada —por otros:

—Cuando empezás a jugar en primera daría la sensación de que el resto de las cosas ya no existe.

Dice Fabián Carrizo:

—El centro de tu vida pasa a ser lo futbolístico, el fútbol te va formando una personalidad egocéntrica, que todo tiene que girar a tu alrededor: si sos soltero mamá que te tiene todo preparadito cuando llegás a casa, si sos casado tu señora que dice no, está durmiendo la siesta no hay que molestarlo porque hoy entrenó mucho… Te desentendés de las cosas de la casa, tal vez hasta dejas cosas de tus hijos. Como jugador vivís exclusivamente para esto, y todos los que te rodean también.

Todos, alrededor, dicen que los protegen. Y ellos, en general, sienten que necesitan esa protección —y todas las demás. Los jugadores de fútbol son sujetos absolutamente públicos —que trabajan de mostrarse en público, de mostrar al público lo que sus cuerpos son capaces de hacer— y ocupan un espacio incomparable en los medios de prensa, pero al mismo tiempo pertenecen a un mundito que hace de la opacidad un culto sin ateos. Los jugadores de fútbol aprenden desde chicos que hay un código —y que ese código dice, antes que nada, cerra el pico.

El código, por supuesto, no está escrito:

—Vos por ejemplo con los dirigentes podés tener discusiones, pueden pasar muchas cosas, claro. El asunto es que se queden adentro, Lo complicado es si empezás a hablar con la prensa, si salen a la luz.

—¿O sea que el código es «que todo quede entre nosotros»?

Le pregunto a Diego Cagna, capitán de Boca en estos días, ocho que es una institución en el equipo y que habla poco, y se sonríe pero a medias:

—Sí, esa sería la idea.

Y su patrón está casi de acuerdo:

—Los códigos consisten en respetar los espacios: hay espacios del jugador, del cuerpo técnico, de los dirigentes. Eso es fundamental.

Me dirá, días después, el presidente Macri:

—Y hay que saber que el fútbol es un mundo de vanidades, donde hay que dejar de lado la vanidad personal para administrar la vanidad de todos. Porque bueno, el fútbol es un show, ¿no?

Esa condición de show mezclada con el gusto por el silencio crean un espectáculo curioso, un mimo extraño. Lo básico de todas las explicaciones es que hay que cuidar al grupo o, dicho de otra manera, no hay que ser vigilante:

—El principio es que si hay que plantear cosas plantéemoslas en el vestuario, sin que nadie nos vea.

Me dice Carrizo:

—Si es algo que concierne al grupo le pedís permiso al técnico, media horita, y se arma la reunión. A ver, acá hay que decir las cosas. Y de ahí salen los grupos fortalecidos. A menos que digas las verdades a medias, que no sirve: sí, vamos, vamos que estamos, todo bien —y las cosas no se dijeron y el grupo naufraga. Pero cuando se dicen cómo tienen que ser, por más que duela, por más que incluso vuele algún puñetazo en el medio, ese es un grupo sólido que va a funcionar.

La idea del puñetazo me sorprende un poco y le pregunto de qué cuestiones hablan:

—No sé, futbolísticas, humanas… Ejemplo: che, vos no te estás cuidando y nos estás perjudicando a todos. No, pero lo que pasa es que… No, no mientas. El domingo había que jugar y el viernes a las tres de la mañana te vieron en tal lado. Vos no se lo vas a decir al técnico para que el técnico se lo diga: se lo vas a decir vos, que somos pares. Primer camino, por ahí lo hablás solo; segundo, el planteamiento grupal, aunque no es lo ideal porque lo exponés. Ahí aparece el liderazgo positivo: no seas tonto, te estás perjudicando, nos perjudicás a todos, no te va a llevar a nada. Y si el pibe es inteligente se acomoda. Y después en la cancha también: el fútbol no es un deporte para jugar callado. Hasta te puteas por ahí con un compañero, que hay alguno que una puteada le puede venir bien, lo despertás. Distinto es hacerle un gesto que la tribuna pueda ver, ahí es me encanaste ante el resto, te arranco la cabeza.

—Para algunos el trabajo en equipo es la gran oportunidad de echarle la culpa al otro. Y esto pasa mucho en el fútbol: el tres te dice no, es que el seis no me cierra la espalda, y el seis te dice que no que el tres sale muy arriba y el dos te dice que no que el seis no me dijo que lo vaya a cubrir y el dos te dice que el cuatro no me está cerrando…

Dice el Colorado MacAllister, ex tres de Boca y a ratos de la selección, tres de la tarde, heladería en Las Cañitas, sol amable. El Colorado es un pesimista pragmático:

—Y es todo así, pero es que la vida es así.

Basualdo agrega otro elemento: la conciencia gremial:

—Los códigos también son no lastimar ni ir en juego violento adentro. Somos todos laburantes, estamos haciendo el mismo oficio. O sea: no te voy a romper, te voy a hacer un foul pero sin mala leche. Aunque hay mucha gente de mala leche, esos mala leche son los que rompen los códigos.

—También hay amenazas, pero no pasan del partido, hay como una exacerbación en eso de mostrar el machismo en una jugada, que te cuerpeo y a ver quién es más malo, más para la tribuna que otra cosa.

Dice Carrizo, y el Pepe dice más:

—Pero bueno, si vos querés cagar a trompadas a alguno, no lo cagues a trompadas adentro del campo. Cuando termine el partido vas, golpeas la puerta del vestuario y decís yo me quiero cagar a trompadas con ese, ¿puede ser que venga? Y vas y te cagas a trompadas. O sea, si vos sos tan malo como decís, y si lo querés pelear en realidad… Pero nunca lo hacés, las cosas tienen que quedar adentro del campo. Terminó el partido y terminó todo: nos abrazamos, nos saludamos y ya está. Yo capaz que te recagué a puteadas a vos, termina el partido y voy y te digo perdona, boludo, lo que pasa es que era un momento de calentura. Y está todo bien. Ha pasado mil veces, mil veces… Con Hernán Díaz, por ejemplo. Hernán es jetón y todo pero es un buen pibe, yo una vez le dije vos te transformaste, hijo de puta, en Rosario eras un pibe bárbaro, te pusiste la de River y te transformaste, te quieren cagar a trompadas todos. Y él se cagaba de risa. Pero es un personaje que inventan algunos… hay otros que no, que inventan personajes al reves; se hacen los buenitos pero son terribles hijos de puta. Hay de todo un poco en este fútbol, pero se trata de ocultar cosas y esos son los famosos códigos.

—¿Y hay algún castigo para el que no los cumple?

—Sí, claro. El jugador que no los cumple queda marcado delante de todos los demás. Olvídate, le cierran todo. Los mismos jugadores te lo boicotean, te lo bajan. No dándole bola, no haciéndolo jugar, en el entrenamiento lo anulan. Lo mismo pasa cuando un grupo de jugadores no quiere al técnico: se tiran a chantas. No le dan pelota, sí sí bueno pero hacen todo de mala gana, entrenan mal, van los domingos y juegan como si estuvieran entrenando. Y es más fácil echar a uno que a dieciséis… entonces echan al técnico. Y de golpe viene otro técnico y los jugadores son distintos. Eso es cuando los jugadores lo quieren echar. Los jugadores tienen mucho poder, cuando lo saben manejar.

Somos espectadores: fulanos lejanos, que compramos lo que los dueños del circo tratan de vendernos. Frente al fútbol somos espectadores: gente que está ahí para mirar lo que te muestran, ignorantes que podemos saber mucho de lo visible y —por suerte— muy poco de lo oculto. Es, supongo, una suerte, pero este libro me dio la tentación de preguntar algunas de esas cosas. Siempre me dio mucha curiosidad, por ejemplo, saber de qué se hablan los jugadores en la cancha:

—No, te decís boludeces, de nene de cinco años: te puteas, te putean, ponele que me marcás vos y yo, no sé, te digo pelado, o a mí me dicen enano, boludeces para ver si te calentás, nada.

Me dice Guillermo Barros Schelotto, gran especialista argentino contemporáneo en el arte de charlarse un partido: todos suponemos que ha ganado muchos con el papo, pero él se ríe y, ahora, no habla demasiado.

—Con el contrario hablas de muchas cosas. A veces son amenazas de guapo, esas cosas, pero la mayoría es de fútbol: mirá el baile que le está pegando julito a pedrito, cómo los estamos pasando por encima, no me agarres…

Me dice MacAllister, que ahora se dedica a hablar —y pegar— por radio y por televisión, y a llevar jugadores. Y Carrizo me dice que lo que está claro es que hay cosas con las que no hay que meterse:

—Con lo íntimo, por ahí con el fallecimiento de un ser querido, con esas cosas no se juega. Y cuando ha pasado después todos saben que ese jugador es un hache de pe porque hizo tal y tal cosa.

—¿Y se dicen esas cosas tipo no sabés dónde está tu mujer ahora?

—Sí, se dicen: mientras vos estás acá tu mujer está en tu casa con otro, ese tipo de cosas. Y está quien entra y muerde el anzuelo y se agarra una bronca infernal, y está quien tiene una sonrisa irónica y no le hace mella en absoluto. Pero es una cabronada del momento, parte del folklore.

—No, eso es de hace treinta años. Para eso tenés que hablar con el Tanque Rojas.

Me dice el Colorado: muchas veces, en estos meses de paseo por el fútbol, las mismas preguntas —sobre asuntos concretos— encontraron respuestas muy distintas:

—Hoy los jugadores pasan mucho más rápido de equipo en equipo, por ahí los de Banfield se juntan a comer con los de Lanús, porque se conocen de Chicago, entonces eso te genera otro tipo de clima que hace que no se digan cosas hirientes, porque después te vas a encontrar con uno en tu mismo club y te va a querer cagar a trompadas. En general hay mucho más profesionalismo. Y jugar a cara de perro no es putearte con el rival: es que en cada intervención vas a dar lo mejor. Lo demás es sanata, calentura del momento, desubicación.

—¿Y funciona eso de pegarle a un tipo para que el tipo arrugue?

Le pregunto a Carrizo —que nunca fue una hermanita de la caridad:

—Y, en mi posición estás muy cercano a ese tipo de situaciones. Pero hay jugadores que cuanto más fuerte les ibas más se agrandaban, y otros que sí, vos sabés que no les gustaba el zapateo y que si ibas fuerte, a hacerte sentir, el tipo se corría para el costado, no aparecía más por tu zona.

MacAllister me ofrece su versión pragmática:

—Todo lo que es eficiente sirve, dentro de lo que te permite el árbitro. Yo creo que no hay un reglamento, es mentira que hay un reglamento; está lo que te permite el árbitro, nada más.

El cinismo colorado se acerca a mis dudas al respecto: siempre me sorprendieron esos árbitros que pretenden, sobre todo, educamos: mostrarnos con sus decisiones que existe una justicia y que debemos respetarla. Y que consiguen lo contrario: una puesta en escena de la debilidad del procedimiento judicial. Porque los hinchas nunca creemos que el réferi cobra lo que es. Parece como si lo hicieran a propósito: nos someten, domingo tras domingo, al espectáculo de un juez que —suponemos— se equivoca y se equivoca para enseñarnos a creer que la justicia es una máquina de errar.

—Bueno, y la relación con los árbitros cambia mucho según el tipo. Insiste MacAllister, molesto por mis interrupciones:

—Hay árbitros con los que hablás y otros que no. Depende del feeling que vos tengas con cada árbitro, y depende también de los años que vos lleves en primera. Cuando un árbitro te dice yo entro a la cancha y no prejuzgo a los jugadores es mentira, porque internamente… yo prejuzgo al árbitro, porque ya lo tuve muchas veces, sé cómo es, ya sé qué puedo hace: y qué no puedo hacer. El árbitro hace lo mismo; no te quiere decir no prejuzgo, te quiere decir que no va a tener en cuenta lo que pasó antes… pero yo no le creo, y a veces hablás, según. Por ahí vos no le hablás y él te pasa al lado y te hace un comentario del partido, cualquier boludez: che, qué mal que están jugando.

—¿Y vos no le podés decir y vos estás arbitrando para el carajo…?

—Sí, cómo no. Yo no me olvido más de un partido en Argentinos Juniors, que viene un árbitro… Abel Gnecco. Y se para en la puerta del área y dice che, a ver si empiezan a jugar un poco mejor que son un desastre. Y entonces un compañero nuestro santiagueño le dice che, Gnecco, ¿y vos por qué no cerrá un poco el orto y empezá a dirigir bien? Y el árbitro no le dijo ni a, qué le va a decir. Pero claro, hay otros que no podés ni saludarlos.

A todos nos gustaría creer que los jugadores están adentro de la cancha por lo mismo que nosotros estamos al costado: por pasión, por el famoso amor de los colores. Y es cierto que, aunque sabemos que no es así, guardamos ciertas esperanzas y queremos más a los que son hinchas de Boca —aunque no siempre: el favorito bostero de estos últimos años es un fana confeso de Gimnasia y Esgrima.

—Hay dos clases de jugadores: el que está muy identificado con el estilo de Boca, que es el que piensa como piensa el hincha, y está el otro que es jugador, que vive el asunto como un trabajo. Por eso vas a ver siempre jugadores que sienten a fondo el club y jugadores que usan a Boca como trampolín. También tenés el que llega como profesional y después de ver lo es Boca, le gustaría terminar su carrera acá.

Dice el utilero de Boca, Roberto Prado, que los conoce muy de cerca:

—La gente los puede distinguir, porque puede ver cómo se matan en la cancha, se tiran, chocan, sangran y siguen jugando, como hacían los Cabaña, los Serna. Y tenés los jugadores que vienen y cumplen. Uno se da cuenta por la actitud del jugador y por los comentarios que hace. Está el que viene y hace su trabajo y si va bien, va bien y si le va mal, bueno, pasó por Boca. Hay miles de casos, por darte un ejemplo: Carranza, Mohamed, Amato.

Dice, y yo me acuerdo de cómo uno de esos jugadores explicaba su bajón futbolístico boquense:

—¿Sabés qué pasa? Desde que llegué a Boca cojo como nunca.

Le dijo a un amigo común, y le contó que en esos días casi no se bajaba de la cama de una actriz muy conocida, jugar en Boca, es cierto, no es tan fácil.

—Pero el jugador que es hincha se compenetra mucho y vive pensando lo que piensa el hincha.

Sigue el utilero Prado:

—El tipo está más metido en el club, besa la camiseta, llora, trabaja de una forma distinta. Y también te das cuenta por los comentarios. Cuando un jugador te dice que el fútbol no es todo, bueno, ahí tenés, no está tan metido. No hay término medio, se ama o se odia. El otro día hablé con el Loco Giunta, después del superclásico que se armó el quilombo, y lo primero que me dice es que le dio bronca no haber estado él en la cancha, ¿me entendés?

Pero José Basualdo insiste en que un jugador no puede decir públicamente que es hincha de tal o cual porque se estaría cerrando muchas puertas —y que entonces lo mejor es, una vez más, cerrar el pico. Y que eso de tirarse a los pies y besar la camiseta a veces también puede ser una pose; una forma de comprarse a la hinchada.

—Sí, te entregás hasta ahí, porque ya no sos el pibe de quince años, aquel hincha. Te entregás hasta ahí porque los que trabajamos en fútbol siempre tenemos la sensación de que mañana se puede terminar, y sabés que siempre se termina. Entonces te vas haciendo mecanismos de defensa, le ponés límites, no querés engancharte del todo.

Me dice alguien que trabajó en Boca y no trabaja más. Pero hay muchos jugadores que dicen lo contrario. Muchos, y sobre todo en Boca. Yo creo que debe ser una felicidad suplementaria poder gritar un gol y gritarlo también como hincha: gritar en la cancha el mismo gol que gritaría en su casa con la radio, en la tribuna. Cuando le pregunto a Silvio Marzolini si es muy distinto jugar en Boca siendo hincha de Boca me dice que sí, que por supuesto, y que cuando más lo sentía era con River:

—Yo tenía algunos amigos hinchas de River, ahí en el barrio, y yo pensaba que si perdíamos con ellos después me iban a cargar a muerte. Entonces hay un plus ahí, yo sacaba un plus. Yo me acuerdo una vez que Daniel Onega me había pasado y no sé de dónde saqué fuerza, velocidad para alcanzarlo: es ese plus. Esto no quiere decir que te permita jugar más, pero sí que pongas más… O que cambies tu personalidad. Pasar a ser agresivo, por ejemplo. Me acuerdo que en el ’62 el partido definitorio fue el penúltimo, con River. Teníamos que ganar, empatar no servía.

Me cuenta Marzolini —y así, sin nombrarlo, me está hablando del famoso partido del penal que Roma le atajó a Delem: el primer partido que yo leí en un diario.

—Y bueno, estaban Simeone, Silvero, Rattín, muchachos… grandes, fuertes, que pegaban, que metían, y estábamos calientes para salir, nos podíamos comer a cualquiera, hasta se pegaban trompadas entre ellos, y se ve que con todos esos gritos me enchufé. Y empieza el partido y la primera pelota la agarra Sarnari, uno que jugaba de ocho, que fuimos compañeros en la selección, y le meto una patada así tremenda y me dice qué hacés Silvio, qué hacés. Y yo te voy a matar hijo de puta… Y él me miraba, no entendía, me decía pero Silvio, si vos no sos así…

Debe ser, de verdad, una suerte jugar en Boca y ser hincha de Boca. Pero está claro que no es, en absoluto, condición necesaria. El ídolo xeneize vivo más antiguo, Pancho Varallo, dice que a Boca lo quiere con el alma, que la hinchada de Boca es lo mejor que hay que nunca se va a olvidar de aquellos días, pero cuando le pregunto qué le tira más, si Boca o el club donde empezó, Gimnasia, intenta una sonrisa casi picara:

—Y, yo con Boca acomodé a toda mi familia, qué quiere que le diga. En el otro extremo, quizás el que mejor lo sintetizó fue un chico de doce años, Erik Lamela, que juega en las infantiles de River y se hizo casi famoso porque se lo quiso llevar el Barcelona. Algún periodista despiadado le preguntó sí era hincha de River:

—No, de Boca.

—¿Cómo es esto de ser hincha de Boca y jugar en River?

—Bueno, por dentro soy de Boca, pero como juego para River cuando hago un gol lo grito como si fuera para Boca.

—No, yo no soy de Boca.

El pibe de la Pensión dice que él no es de Boca y después se asusta un poco y balbucea y trata de aclarar:

—Bueno, lo que te quiero decir es que yo no soy hincha de Boca, porque de Boca soy, yo juego en Boca, yo a Boca lo quiero. En serio, yo lo quiero. Pero la verdad la verdad… yo soy hincha de River.

No voy a decir quién es el pibe. Él lo diría —me lo dijo, de hecho— porque tiene quince años y no le importa nada, pero si le llega a ir bien en la vida —en esta vida que trata de inventarse—, más adelante se lo pueden cobrar caro. Y, además, es uno de tantos: en la pensión de Boca los hinchas de Boca no son, ni mucho menos, la mitad más uno. Están aprendiendo a ser profesionales. Y Horacio García me dice que no me quepa duda, que los jugadores van, más que nada, por la guita:

—Sí, pero a los diez años de jugar en el equipo, ¿no les tira un poco? —Claro, es como tantos tipos: tienen la esposa y tienen la amante.

Jugar en Boca es, para cualquier futbolista argentino, una corona: el club con más hinchada, el de mayor preyección internacional, el de más repercusión mediática. Es, también, algo que muy pocos consiguieron: en toda su historia Boca tuvo menos de mil jugadores profesionales, quiero decir: mil tipos, casi nada. Todos los fulanos que alguna vez se pusieron la azul y oro en un partido de primera caben en un cine mediano. Pero a algunos les juega muy en contra:

—Eso pasa por la personalidad y el temperamento de cada uno. Hay jugadores que son para jugar en Boca y hay jugadores que no son para jugar en Boca. Hay jugadores que les pesa la responsabilidad o la presión o jugar con esa camiseta, que quizá vos decís con Boca no funcionó y después fueron a otro equipo y jugaron más distendidos, como si se sacaran una mochila de cincuenta kilos.

Dice el Pepe Basualdo.

—Hay muchos que llegaron con mucho cartel a Boca y no rindieron porque no estaban preparados para enfrentar lo que es Boca. Boca es diferente, es otro mundo. Hay que estar preparado para convivir con la presión de la gente. La filosofía es muy simple: en Boca si no jugás bien, te tenés que romper el culo. Cuando entendiste eso, triunfás.

Dice Juan Simón, que llegó y triunfó sin vueltas.

—Yo al ser hincha sabía lo que tenía que dar adentro de la cancha. Yo podía hacer un partido malo, pero sabía que dejando el alma, viste… Boca tiene otros códigos, distintos. Es la presión que uno tiene, ganar siempre, darse cuenta de que uno siempre tiene que tratar de ser consecuente, responsable, un montón de cosas. Ahí la obligación era ganar.

Dice Roberto Mouzo. Y se acuerda de aquellos partidos en que le habíamos ganado a River y cuando salía del vestuario le decían che, Roberto, hay que ganar el domingo, eh:

A ver, a ver los jugadores si pueden oír:

con la camiseta de Boca ganar o morir.

—Y yo como hincha de Boca soy igual yo quiero ganar todo. Siempre hay que ser protagonista, siempre hay que poner todo. Eso lo sabemos los hinchas de Boca.

Y el Colorado MacAllister está de acuerdo en que es distinto, aunque no habla de las mismas diferencias:

—Sí, llegar a Boca es llegar a otro mundo. Es otro mundo. En Boca todo es distinto. Boca no es un club fácil. Todos los lugares importantes, los espacios de poder, siempre los quiere alguien. Está el ánimo de mucha gente de ser vista, el vedettismo, el dinero, la fama… todo eso hace que los equipos grandes no sean fáciles de sobrellevar.

Hace años, cuando llegó a Boca, un periodista le preguntó a Julio Santella si no le daba un poco de miedo llegar a Boca y él contestó: ¿por qué, los jugadores de Boca tienen tres orejas?

—El jugador de Boca, en esencia, no es ni más ni menos que el jugador que he tenido en Italiano o en Platense o en Vélez.

Dijo, pero tuvo que subrayarlo: «en esencia». Que en esencia los jugadores de Boca son iguales que todos los demás, y que los jugadores son tan rimbombantes —dijo: que son tan rimbombantes— cuando están bien y tan apichonados cuando les va mal, que dan la sensación de que cualquier cosita se los traga.

—Pero el jugador de Boca necesita de la presión.

Dice Marzolini:

—Te acostumbrás tanto que cuando no jugás por algo es una amargura, te agarra una depresión terrible. Si no estás luchando por el campeonato o por un objetivo puntual… es una cosa insoportable. No, para cumplir, no, porque ya te prepararon para lo otro… A vos en Boca te enseñan que jugar es jugarse por algo.

—Acá todos hablan de la presión que es jugar en Boca, pero cuando no la tienen te aseguro que la extrañan. Como el hincha de Boca no hay, no existe. Te lo dicen todos los jugadores. En otros equipos si perdés por ahí salís y firmas autógrafos. Acá, si perdés en la cancha de Boca, no podés ni salir del vestuario.

Dice Martín Guastadisegno. El Petardo Guastadisegno es uno de esos personajes que abundan en el mundo del fútbol: quiso ser periodista deportivo pero no le fue bien. Mientras tanto, con el yeite de estar siempre disponible para cualquier mandado, se hizo amigo de un par de jugadores de Boca. Aníbal Matellán, uno de ellos, lo conectó con su representante, Eduardo Gamarnik, que necesitaba un ayudante. Desde entonces el Petardo también vive del fútbol. Y ahora dice que él vio esa diferencia por ejemplo en el primer partido de Matellán en el Schalke 04, cuando fue a ayudarlo a instalarse en Alemania:

—Ese partido el Schalke pierde 4 a 1 y se come un baile, pero los jugadores fueron a saludar a la tribuna. Son unos caraduras, decía Aníbal de sus propios compañeros. Boca se extraña. Esa presión los jugadores no la tienen así en ningún lado. Cuando acompañé a Burdisso a la revisación médica en el Inter le dijeron vas a jugar en el Inter, que esto, que lo otro, que la presión, y él les contestó que venía de jugar en Boca, y de salir varias veces campeón, de jugar en la selección, que más presión que eso… no puede existir.

Alejandro Fabbri, periodista de Torneos y Competencias, un buen tipo del fútbol, dice que en el fútbol argentino, a diferencia del italiano o el español, todos —los jugadores y los hinchas— creen que pueden ganarle a cualquiera:

—Por eso el futbolista argentino es tan querido en Europa: porque cree que va a ganar. Te lo dicen muchos jugadores. Una vez me decía el Cholo Simeone: yo iba a jugar a la cancha del Real Madrid y los boludos de mis compañeros iban pensando que perder 1 a 0 era un buen resultado. ¿Y quién carajo es el Real Madrid? Hay que ganarle, viejo, hay que ganarle.

Sí, nosotros siempre damos la sensación del superhéroe, pero nos asaltan muchas dudas, te transpiran las manos, te comen los nervios.

Dice Navarro Montoya, que siempre pareció un tipo tranquilo:

—Cada noche antes del partido todos los jugadores soñamos con ser la figura. Con ser el mejor, hacer el gran gol, la gran atajada, con ganar el partido. Yo sueño cada vez que tapo cinco o seis pelotas de esas bien difíciles, que atajo un penal sobre la hora, que defino el partido. Y el siguiente paso es pensar que va a ocurrir lo contrario. Que te vas a mandar la gran cagada. A mí la ansiedad se me nota en las horas previas: quiero que el partido empiece de una vez. Estoy ansioso en la charla previa, quiero llegar de una vez al vestuario, ir a jugar el partido.

—¿Y qué hacés para zafar?

—No, no se puede hacer nada. Ahora, a los treinta y ocho años, me sigue pasando exactamente igual. El día que deje de pasarme quizá va a querer decir que ya no tengo que seguir en esto. Hay jugadores que pueden sentir ese miedo escénico que dice Valdano, que no es otra cosa que verse superado por el entorno y no poder concentrarse en el partido. El Loco Gatti dice una gran verdad: que el jugador de fútbol que dice que no siente miedo o temor a no ganar o no jugar bien está mintiendo.

—Sí, en todo comienzo de partido siempre hay un poquito de miedo. Y te dura hasta que tomás contacto con la realidad del partido: es como que tenés que chequear que estás hábil, empezar; si te sale bien la primer jugada ya tomás confianza.

Me dijo Silvio Marzolini y, desde que me lo dijo, le presto especial atención a la primera jugada de cada futbolista:

—El primer momento te puede definir la actuación de un jugador en un partido. Y hay diferentes personalidades: hay jugadores que te hacen una sola macana y ya, les quedó en la cabeza y no la levantan más. Y hay otros que se cagan en eso y cambian. Pero lo más lógico es que el que no está jugando bien, normalmente ya no esté tan seguro. Y eso se puede aprovechar. Con Boca, en el ’81, presionábamos de movida para que nos apoyara la gente, presionábamos mucho y el rival no se podía tranquilizar.

—Un jugador es una persona que tiene que tener un nivel de autoestima altísimo: si no, no puede jugar.

Me dice uno que no es jugador pero que los conoce mucho: Carlos Heller.

—Con todas las presiones a las que está sometido, tiene que sentir que es el mejor del mundo, siempre. Si un periodista lo critica la culpa es del periodista, si el técnico lo saca es el técnico que se equivoca: el jugador necesita esa autoestima como una protección indispensable para poder sobrevivir a la presión y las tensiones en que vive todo el tiempo. Además sabe que tiene una competencia permanente, incluso entre sus compañeros; el jugador compite con el rival pero también con el tipo que duerme con él en la concentración. Con el entrenador pasa lo mismo: a veces lo elige, pero otras no. También sabe que tiene una carrera corta, y que tiene que tener éxito económico enseguida porque si no se puede quedar sin nada. Sabe que siempre le puede caer una lesión que le puede acabar la carrera en cualquier momento. Y todo eso no es para cualquiera.

—Y sí, hay momentos malos, y ahí es donde más fuerte tenés que ser. Momentos que te sale todo mal, y te ponés a pensar puta, cómo puede ser que no sepa meter un pase bien, y ahí es donde tenés que meter toda la autoestima y tirar para adelante.

Dice Diego Cagna, que debe tener una dosis importante. Y un técnico me contaba la historia de un jugador que él había puesto en primera pero no funcionaba. Y que el jugador le pidió hablar con él y le dijo mire, la verdá, soy un desastre: yo estoy andando muy mal, usté ya me dio dos o tres oportunidades, lo van a terminar puteando a usté. Bueno, quedate tranquilo, te vamos a dar descanso este fin de semana pero vos tenés que recuperarte, mirá que nosotros te necesitamos: que le dio manija. Entonces yo le dije qué bien el pibe, qué honesto, venir a decir eso, y el técnico me dijo no, yo no quiero que sea honesto, yo quiero que venga y me diga en este equipo son todos una mierda, no me la dan y así yo no puedo andar bien pero el puesto es mío porque yo soy el mejor de todos… Esos son los tipos que tienen mecanismos de defensa fuertes, los que terminan funcionando.

Por eso los técnicos necesitan tener un plantel numeroso, con buenos suplentes: para que cada titular sienta que sus compañeros le respiran la nuca y lo van a atropellar en cuanto se descuide.

—En Boca tenés que rendir a full todos los partidos porque ahí te exigen ganar todos los partidos. Así que necesitás un tipo que sea un ganador, con unos mecanismos de defensa muy altos, una gran autoestima, muy competitivo, un tipo con mucho poder de decisión, que no dude.

Me dice ese técnico que pasó por Boca hace unos años y que no quiere que lo nombre:

—Y eso crea problemas: vos pedís un tipo así, que es lo que necesita Boca, pero entonces después bancate algunas cuestiones vinculadas con ese tipo de personalidad: que te pelee el contrato, que exija ciertas reivindicaciones. Cuando un tipo es un caudillo en la cancha seguramente también va a serlo afuera, y esos son los jugadores que vos necesitás pero claro, a algunos dirigentes les molesta ese tipo de gente.

Dice, y yo recuerdo algo que le dijo Perico Pérez, un arquero excelente, a Osvaldo Bayer para su libro Fútbol Argentino:

—En 1978 Boca estaba interesado en contratarme. Hablé con el técnico, Juan Carlos Lorenzo, y ya casi estaba hecho, pero surgió el problema de que el presidente de Boca, señor Armando, había dicho que yo iba a entrar a Boca con la condición de que dejara de pertenecer a Futbolistas Argentinos Agremiados. Entonces le dije que si él, Lorenzo, era un técnico que quería jugadores con personalidad, con temperamento, entonces, si yo aceptaba las condiciones que me imponía el señor Armando estaba demostrando todo lo contrario. Ese fue el problema que aceleró que yo me retirara del fútbol.

Y el técnico anónimo me dice que esa actitud puede molestar incluso al técnico, pero que tiene que bancársela:

—Para el técnico también es una contradicción: vos al jugador le pedís que acate todo lo que le decís, pero también en la cancha necesitas que decida todo el tiempo. A ese jugador el técnico tiene que contenerlo, bajarle los decibeles pero hasta ahí, sin que eso corroa el poder de decisión y de competencia del tipo, porque le cortas lo mejor que tiene. Lo que tenemos que conseguir es encauzarlo, que no se desmadre, pero con mucho cuidado de no ahogarlo.

O sea: que la presión sirva para mover la máquina. Pero está claro que los jugadores no son los únicos en sufrir esa presión. El presidente dice que él también:

—Yo sueño con volver a la tribuna de la hinchada para sufrir por mí solo, porque sufrir por tantos millones de tipos es una angustia que te mata, te mata. Uno siente que tiene encima a los trece millones de hinchas, que uno es responsable de darles la alegría. Entonces la presión que uno se pone en cada partido es algo espantoso, espantoso.

Dice el ingeniero Macri y yo le digo que si quiere responsabilizarse por treinta y siete millones, trece es un buen entrenamiento.

—Sí, pero ahí hay más racionalidad: si vos hacés las cosas bien, el noventa por ciento de las veces el resultado va a ser bueno. En fútbol podés hacer todo bien y el resultado puede ser malo: es mágico, es mágico.

Carlos Bianchi —solían decir sus jugadores— tenía el mérito de que les sacaba esa presión. Porque Bianchi solía decirles no, muchachos, presión es tu papá, que se levanta a las cuatro de la mañana, va colgado en un colectivo, no gana lo que tiene que ganar. Presión es eso. Esto es lo mejor, decía: yo daría la vida para tener otra vez veinte años y tener esta posibilidad que tienen ustedes de salir a una cancha a jugar este partido. Disfrútenlo, muchachos, les decía.

El tema del disfrute es muy reñido. Los que trabajan en el fútbol hablan siempre del sueño del pibe, te dicen que es increíble que te paguen por hacer algo que vos pagarías por hacer, que harías de todos modos. Sin tentaciones psicologistas es obvio —porque lo dicen— que el fútbol debería ser el lugar de conservar las ilusiones y los mecanismos infantiles: apostarle tanto a algo que no es, finalmente, real —en el sentido en que son reales el trabajo, la familia, las cuotas, los fracasos.

—Yo nunca lo tomé como un trabajo, como un maestro, o algo así; para mí siempre fue algo lindo que tenía la suerte de hacer. Mi objetivo no era ganar plata o ganar popularidad o ganar minas; mi objetivo era jugar en la primera y ser feliz con eso. Obviamente que eso viene con un contrato que te da guita y la popularidad te va a facilitar la relación con una mina, pero tenés que tener claro que lo principal es que sos futbolista, tu carrera.

Dice el Mellizo Guillermo: jugar al fútbol no es un trabajo pero tampoco un juego.

—No, qué vas a disfrutar. Cuando entrás a la cancha, ya te digo, es nerviosismo, ansiedad, es lo que se te viene encima, y no podés disfrutar. Y cuando termina, ya ganaste. Ya ganaste y no te importa.

Me dice, crudo una vez más, José Basualdo. Y yo le pregunto si no se puede llegar a divertir en un partido y él entiende que le pregunto si se ríen, si hacen chistes:

—Te podés llegar a divertir, lo que pasa es que hay que ver de qué manera te divertís. Hay momentos que te divertís, hay momentos en que, por ejemplo… con Román había una pelota que yo se la daba y él me la devolvía y yo se la daba y él me la devolvía de nuevo. Y yo le digo Román, encara, te la doy para que encares. Y él no, no, quiero jugar acá. O sea, llegás a momentos de divertirte, son segundos, pero tenés momentos para divertirte. O cuando se va la pelota afuera, nos miramos entre nosotros y nos decimos nos están matando, a ver si agarramos a este porque si no… O sea, hacemos bromas, viste. Pero son muy cortitas, y enseguida te metés.

—Bueno, lo más lindo de ser un jugador de fútbol es jugar.

Me dice —respuestas cortas, casi cortantes— Diego Cagna.

—¿En serio? Varios de tus compañeros me dijeron que es un momento de tanto nervio que no la pasás bien.

—Todo depende del resultado. Yo si pierdo después estoy caliente, mal. Pero mientras estoy jugando la disfruto.

—¿Qué se disfruta?

—Estar jugando. Estar cerca de la pelota: eso se disfruta.

—Bueno, para eso podrías hacer un picado con los amigos.

Le digo, pero estamos en el lobby del hotel Intercontinental, un sábado a la tarde: concentración para esperar el partido del domingo.

—Y también lo disfrutaría. A mí no me interesa que haya gente o no. Para mí jugar al fútbol se disfruta siempre. Pero cada uno puede sentirlo como sea. Más allá de que hay miles de presiones, y más en un equipo grande donde tenés que ganar siempre. Acá si no salís campeón hay mucha bronca.

—Es mentira eso de que te diviertas.

Me dice, en su casa, Silvio Marzolini:

—En un partido es mucha responsabilidad. Primero por tus compañeros y segundo por el público: es una gran responsabilidad. Divertirte las bolas, el que se divierte es un loco. Yo no tengo ninguna duda. Una de las cosas que le escuché a Tevez, que dije acá estará el peligro de Tevez, es que en una declaración había dicho no, a mí me gusta jugar a la pelota, divertirme. Es para matarlo. Claro, a él no le gusta tener una responsabilidad, que cada vez es más grande, pero ahora la tiene, la diversión se terminó.

—Yo me divierto adentro de una cancha, no me importan los periodistas, no me importa nada. Si yo no me divertiría no jugaría más.

Le dijo, aquella vez, en un programa de televisión, Carlos Tevez a Alejandro Fantino:

—Cuando entrás ves el público, todo eso, pero una vez que la pelota empieza a rodar te concentrás en el partido y lo disfrutás, y por ahí viene Alex el del Santos y te encaro y te paso. Claro que me divierto.

—¿Y cómo resulta saber que millones de personas están pendientes de lo que hacés con esa pelota, que su humor depende de eso?

Le pregunto a Navarro Montoya, que la piensa un momento:

—En el partido te olvidas de esa responsabilidad, te olvidas de todo. En el partido el jugador de fútbol sigue sintiendo ese genuino placer que te da jugar a la pelota para ganar el partido. No se acuerda ni de la plata ni de la familia ni de los hinchas ni de lo que está representando ni de lo que está en juego. Vos pensás en ganar, en ser mejor que el de enfrente y nada más. Vos no pensás si saco esta pelota voy a hacer un mejor contrato. No, no.

Fabián Carrizo, que no era un estilista, dice que era feliz cuando le tocaba entrar a una cancha de fútbol —aun con el miedo a perder, a que la prensa te critique, a que te saquen del equipo:

—Pero sí, yo siempre intenté disfrutarlo. Si hasta he disfrutado de la jugada de un rival, una pegada de Pipo Gorosito, una rabona de Borghi, un pase de Bochini… eran tan buenos que hasta te daba pena pegarles.

Dice, y se ríe con los dientes conejos. En cambio MacAllister se ríe bastante poco:

—En el partido uno disfruta cuando sabe que está cumpliendo, que está haciendo bien las cosas: ahí lo disfrutás. Te corre una satisfacción por adentro que es difícil de describir. Es como un halo de felicidad que te pasa por todo el cuerpo.

—¿Te sentís… poderoso?

—Yo no diría poderoso, diría satisfecho, que es más que poderoso.

Dice, y se la doy por bien ganada. Aunque están también —he descubierto, para mi gran sorpresa— los jugadores de fútbol a los que el fútbol no les gusta. Hace unos días el diario Olé reproducía un diálogo entre Cascini y Schiavi, compañeros de cuarto:

—Al Flaco no le gusta mirar partidos de fútbol pero a mí sí. Lo tengo de aliado a Cagna. Cuando dan un partido, el Flaco se va a la computadora.

Decía Cascini, y Schiavi lo aceptaba:

—La verdad es que no soy amante del fútbol. Hago esto como un esfuerzo.

—Se nota, ja, ja.

—Para mí, el fútbol es un trabajo. Me dediqué a esto para darle el gusto a mi viejo.

Decía Schiavi, y Horacio García me dice que los jugadores no saben mucho de fútbol:

—No, la mayoría no, a muchos ni siquiera les interesa. Antes no era así. Ahora es pura cumbia villera y jueguitos electrónicos. Antes en cuanto tenías un rato agarrabas una pelota, pero ahora no. Antes el juego era un juego de destreza, jugaban los que más sabían. Hoy si el talentoso se para un poquito se lo comen los que no saben, los que funcionan a fuerza de vitaminas, de apretar los dientes y de ir para adelante. El fútbol se equiparó para abajo, y así salen algunos jugadores.

—Bueno, el fútbol está lleno de mitos. Siempre está eso de te acordás qué bien que se jugaba antes, que los de antes eran mucho mejores. Es como dice Diego, que cada año que pase va a eludir a un jugador más en el gol contra Inglaterra.

Dice Navarro Montoya, y parece que Marzolini estuviera de acuerdo pero no:

—En ese entonces, el manejo, la técnica era fundamental. El jugador de fútbol lo primero que hacía era jugar al fútbol, yo creo que obreros del fútbol había pocos ¿no? Eran casi todos talentosos. Hoy tácticamente el fútbol ha avanzado tanto que casi no se juega, el fútbol, no es tan individualista, es muy colectivo. Pero ahora el tiempo de jugada tiene que ser rapidísimo, cada vez es más rápido. Los jugadores de mi época casi ni podrían jugar ahora porque… es como la Fórmula Uno, te pasan por encima.

Y otros dirán lo contrario, que los de antes ahora podrían hacerse un picnic, y que tal y que cual. Son discusiones sin final posible. En cualquier caso, ser futbolista requiere mucho valor o bastante inconsciencia. Fabio Rodríguez es fanático de Boca y es muy bueno jugando al fútbol —y juega casi todos los domingos en un baldío de la villa 21.

—¿Qué es lo que más admirás de los jugadores de Boca?

—Los huevos, loco, los huevos que tienen. Hay que tener huevos para jugar en Boca, delante de toda la gente. Yo ni loco juego delante de tanta gente.

Los jugadores no sólo juegan, sino que su trabajo tiene un componente que la mayoría —por suerte— no tiene: pasan la prueba todas las semanas. O, incluso, todos los días, si se cuentan los entrenamientos. Uno, en general, en un trabajo, no tiene que rendir examen cada viernes.

Uno, en general, en un trabajo, tampoco gana lo que ganan los muchachos. Y, ciertamente, a menos que sea actor o estrella del rock, no lo gana a esa edad: parte del glamour de esas figuras consiste en que resuelven la vieja contradicción entre experiencia y posibilidad, aquello de que dios le da pan al que ya no tiene dientes o que claro, todo eso lo vas a tener cuando seas viejo pero entonces pa’ qué. Los futbolistas la hacen cuando el resto de nosotros la queremos, la miramos de lejos: cuando —según todos los mitos— sí la podés aprovechar en serio. La farándula es el rubro comercial cuyos miembros hacen plata jovencitos —y deshacen el último refugio de resistencia ante el avance juvenilista: que los que la tienen son los viejos. Y nadie más joven —y más farandulero y más lleno de posibles cheques— que el nuevo gran crack del próximo semestre.

Aunque es cierto que esa misma tendencia al mito exagera mucho los números. Un jugador de la clase media de Boca gana, en estos días, unos 30 000 pesos mensuales entre sueldo, prima y premios. Pero los jovencitos sacan unos pocos miles y hay cientos de jugadores de otros clubes que llegan mal a fin de mes —o que esperan el fin de mes para cobrar lo de tres meses antes. Y también, por supuesto, los que se llevan la torta, las velitas y la hermana del payaso. Por ellos, más que nada, el tema de la plata es el secreto mejor guardado en un mundo de secretos. No hablar de guita es la regla número uno del código —aunque nadie la enuncie:

—A mí siempre me resultó odioso que trasciendan las cifras.

Dice Fabián Carrizo —y tiene una explicación razonable y bien intencionada:

—Hasta por una cuestión de saber que hay tipos que no tienen para comer mientras vos tenés la posibilidad de desarrollarte en un deporte hermoso y te pagan un sueldo. Y vos no sos culpable de esta realidad que está viviendo el país, pero hay un costado de pudor que hay que cuidar. Y también un costado que tiene que ver con la inseguridad.

Pero también con las envidias, los odios y, sobre todo, los impuestos. Las cifras del fútbol están cuidadosamente enredadas por una maraña de dirigentes, representantes, contratos que no dicen lo que dice otro contrato que a su vez nunca dirá lo que dice el que se muestra por no decir lo que es mejor decir de otra manera para no decir nada, más papeles pintados, arreglos de palabra, pactos de caballeros sin ningún caballero, lavado de variedad de verdes y verdosos, mentira pura y dura.

—Mirá por ejemplo ahora el pase de Tevez. Es una transferencia insólita: nunca el mejor jugador argentino terminó en Brasil. ¿Pero quién lo compra a Tevez? Un fondo de inversión encabezado por un iraní de treinta y tres años vinculado a la mafia rusa, que paga veinte millones de dólares, récord absoluto en la historia del fútbol brasileño. Si eso no es lavado, qué me digan quién lava más blanco.

Dice Ezequiel Fernández Moores. Las operaciones son, por si acaso, muy confusas: los jugadores, ahora, suelen estar loteados:

—A nosotros muchas veces se nos hace complicadísimo comprar jugadores en la Argentina, porque querés un jugador y el ocho por ciento es del representante tal, el once por ciento del empresario cual, el catorce por ciento del club donde empezó, el cincuenta y tres del club donde está ahora: nunca estás seguro de que le estés pagando al que le corresponde, que no vayas a tener un problema por eso.

Me decía hace tiempo el dirigente de un equipo italiano —y siempre pensé que debía ser raro para una persona sentirse en las manos de tantos, pero cada vez que se lo pregunto a un jugador me mira, se ríe, dice que prefiere ni enterarse y que si quiero saber se lo pregunte a su representante.

—Lo que pasa es que este perfil nuevo del fútbol que es el fútbol-empresa tiene un atractivo para mucha gente que no es del ambiente, que no ha mamado fútbol, porque con poca inversión tienen mucha chance de llevarse un pedazo: los intermediarios, representantes, empresarios, que no ponen casi nada y se pueden llevar una fortuna. Y es toda plata que nunca está en el circuito legal, toda plata negra que circula, da vueltas, evade impuestos, se lava y se recicla. Si hay algo que marca al fútbol-empresa es la posibilidad de blanquear dinero. Y no sólo acá, en todo el mundo.

Me dice otro de la banda del anónimo, un señor que conoce este mundo muy de adentro. Y Carlos Heller, que también:

—Esto cambió muchísimo. Antes negociabas los jugadores con clubes, ahora la negociación con los clubes casi no existe. Los jugadores tienen dueños, algunos tienen cuatro o cinco: son verdaderos rompecabezas, ahora, los jugadores. Antes existían dos figuras: la del representante, con el que negociás, que me parece una figura saludable porque te evita hablar de plata con el jugador y complicar la relación. Y la del intermediario, el tipo que está atento y que se entera de que tal técnico está buscando un ocho ofensivo y sabe que tal otro club quiere vender entonces actúa como una inmobiliaria, poniendo en relación a las partes. Esto podría parecer innecesario, pero a veces te sirve porque los precios varían según el interesado: si Boca pregunta por el ocho de Talleres el precio se va a las nubes, mientras que para un intermediario puede ser mucho más barato. Así que usar al intemediario puede ser un buen negocio.

Dice Heller, siempre la sonrisa ligeramente cachadora detrás del escritorio sin alardes de director del banco Credicoop, y dice que para él la cuestión se fue al diablo con la llegada de los empresarios:

—Los empresarios son tipos que empiezan a comprar jugadores ellos, a reemplazar a los clubes en la titularidad de los jugadores. Ellos trabajan en la crisis: un club tiene problemas, necesita plata, entonces aparece este señor que es un vulgar capitalista, un prestamista, un usurero, que va y dice bueno, se te viene fin de mes y tenés que pagar los sueldos y los jugadores te amenazan con no jugar y estás bajo una presión brutal, entonces yo te presto 200 000, pero me tenés que dar la mitad de fulano. Como si fuera una hipoteca sobre un jugador. Eso empieza así y termina en esto de hoy, que los tipos son los dueños de los jugadores de la quinta división. Entonces los clubes cargan con lo peor de la situación, porque invierten en fútbol amateur, y estos tipos compran lotes de jugadores por muy poco dinero y aprovechan la crisis, le ofrecen a los padres una plata, diez veinte mil pesos, y usted me firma acá que cuando se transfiera el jugador el ochenta por ciento es mío.

Pero Jonathan Ardura, un enganche cordobés de diecisiete, figura de la sexta de Boca, defiende a su representante:

—El hombre me venía siguiendo en los partidos, de chico, cuando tenía doce. En ese momento mi familia estaba mal, yo no iba a entrenar porque no tenía ni para el colectivo. Yo iba los domingos y jugaba, ahí en Talleres, pero a entrenar no podía ir, nunca. Y este hombre me dice mirá, te voy a dar plata para que podás viajar y comida para tu familia, todo eso. Y después una vuelta jugamos con Boca y a mí me fue muy bien y entonces él me dijo mirá Johnny te hice una prueba en Boca y yo no, no te puedo creer. Pero yo no iba a ir, yo tenía trece años. Y una noche me pasa a buscar y me dice y, vas a ir, y yo no, no tengo ni el bolso armado, nada. Y mi vieja me dice tomá, yo ya te lo preparé, el bolso, y me vine a probar y por suerte quedé.

—¿Y no te da bronca pensar que tu representante después se va a quedar con tu plata?

—Y bueno, cuando yo era chico él a mí me salvó, así que si después yo lo voy a salvar a él está todo bien.

Una vez le pregunté a un dirigente de Boca si el club no podía hacer nada para evitar esos manejos y me miró con sorna:

—Y, el club tiene sus intereses. O mejor dicho, en general los representantes tienen arreglos con gente del club, directivos, lo que sea, y por eso nadie quiere sacarlos.

Boca, ahora, solo acepta que los empresarios retengan hasta el veinte por ciento de sus jugadores. Pero, aun así, eso significa que cuando el club vende a un jugador en cinco millones, un millón —más allá de todos los demás porcentajes— se va para el señor Fulánez. Y significa que han proliferado espacios futbolísticos —palcos, ciertos boliches y restoranes, determinadas quintas— donde reinan los parásitos con rolex:

—Yo creo que los representantes somos un mal necesario.

Dice Juan Simón, que antes de serlo fue un gran futbolista:

—Es verdad que el fútbol funcionaría igual sin nosotros. Yo reconozco que es una profesión que no está muy bien vista pero creo que hay de todo, como en todas las profesiones. Yo trato de tener una línea y no hacer las cosas que no me gustaba que me hicieran cuando era jugador: no meterme con la plata de ellos, no decirles nunca dame que yo te la manejo. Pero yo te puedo asegurar que el dirigente negocia distinto con nosotros que con los jugadores. Antes al jugador se lo consideraba un cabecita negra y los dirigentes no les arreglaban tan buenos contratos como ahora. Con nosotros es más difícil.

Mauricio Macri dice que sí, que la relación con los jugadores, a veces, se le hace complicada:

—Lo complicado es tener que decirles que no, porque uno tiene tal nivel de cholulismo por los jugadores, esta cosa de que uno querría ser ellos, que es un dolor decirles que no. Por eso yo trato de no convivir tanto con ellos, porque si no, yo sé que me sacan hasta los pantalones. Yo sé que la lógica de ellos es pedir pedir pedir, y uno tiene que poner límites, pero es muy difícil, porque uno tiene esa debilidad.

—Pero te sale, ¿no?

Le digo y se sonríe: los dos sabemos de qué estoy hablando.

—Sí, porque soy responsable, y eso me valió la fama de cartonero. Pero la fama me ha servido para contener, para que algunos ni se anímen a venir a pedir o a querer gastar. A veces sirve, la fama, para eso.

—Yo me acuerdo que una vez reuní a los jugadores para plantearles un tema que me tenía profundamente molesto.

Me dice su antecesor en esas lides, Carlos Heller:

—Porque yo entraba al vestuario, un par de horas antes del partido, y todos empezaban ey, eh, che: todos tenían alguna cuestión de guita para hablarte. Uno que no había firmado el contrato, otro que no le habían levantado el documento, el otro que necesitaba un anticipo… Entonces un día yo les dije muchachos, pongamos día y hora, yo los atiendo y ahí ustedes peleen por lo suyo, discutamos, agarrémosnos de los pelos, pero acá en el vestuario dos horas antes del partido vivamos el clima que tenemos que vivir, ustedes acá no pueden estar pensando en plata, tienen que estar pensando en gloria, en fútbol, en éxito…

Es de mañana, de invierno, muy nublado, y allá atrás están las tribunas del Nuevo Gasómetro, la cancha de San Lorenzo en el Bajo Flores. Nosotros estamos del lado de afuera: en una cancha auxiliar, la cuarta de Boca juega contra el local En las tribunas somos cincuenta y la cámara de BocaTV y cuatro o cinco diosas. Las diosas de la tribuna tienen diecisiete, jeans ajustados, zapatillas de lona, los pelos muy teñidos y el olor del boliche de anoche pegado al cuerpo todavía. Se ríen, no miran el partido. Más arriba, un ex jugador muy conocido trata de convencer a un chino de que ese muchacho sí que vale la pena es muy trabajador tiene unas ganas de aprender que no le cuento. Después le dice que hay otro que le podía interesar pero se fue a Indonesia. Seis jubilados toman sol —aunque no haya. Los jubilados saben mucho y tienen que demostrarlo todo el tiempo:

—¡Jueguen por abajo, Boca!

Grita uno cuando el ocho pone un cambio de frente de cincuenta metros y se la deja muerta al once. El partido es trabado, más roce que toqueteo sutil. Los chicos meten, defienden cada pelota como si fuera suya. En la tribuna hay más señoras que señores: casi todas son pobres.

—¿Y ese qué cobró?

—Mano, Chuchi, mano. ¿No viste que cuando la tocan con la mano les cobran ful en contra?

En la tribuna hay mucho mate y galletitas. La mayoría no grita por su equipo sino por su hijo, por su hermano: lo que se juegan no es la victoria de los colores sino el futuro familiar. Una señora que se tiñó de rubio hace unos meses contribuye al debate:

—¡Qué cobras, huevón! ¡Los cuernos no te dejan ver, guampudo! Hace unos días, en un programa de radio, Jorge Griffa —que ya no los dirige— defendía su idea de este juego:

—Hay que enseñarles a los chicos a ganar, hay que desarrollarlos para el éxito, no enseñarles a perder, que no se acostumbren. Nadie se debe conformar con ser segundo. El que te diga que no le gusta ganar te está mintiendo. La vida es una pelea por conseguir el éxito, es una competencia. Y ahí se necesita un esfuerzo extra. Nadie se prepara diciéndole bueno, el sábado entra a la cancha y divertite y si ganás ganás y si perdés perdés, es lo mismo. No es lo mismo. Ganar y perder no es lo mismo, no nos vamos a engañar. Hay que jugarse entero para ganar, en la cancha y en la vida. Y eso es lo que nosotros les enseñamos a los chicos.

Pero Fabián Carrizo, que lo sustituyó —y que duró muy poco—, no estaba de acuerdo:

—Estamos en un ambiente muy perverso, donde perder un partido es de vida o muerte, donde el éxito es sólo ganar o salir campeón, y uno intenta transmitirles que no lo ve así, que el fracaso pasa por no intentarlo, sí, pero no si intentaste y no se dieron las cosas, eso es parte del juego. Al chico tenés que enseñarle a que gane con armas limpias, pero yo creo que las divisiones inferiores deben ser formativas: mi filosofía es que acá lo que importa es formar buenos deportistas, buenas personas, con un espíritu, con un temperamento.

Después, ya en la Pensión, Mirta López Barrios me dirá que una de las cosas más difíciles es manejar la ansiedad de los chicos y, sobre todo, la ansiedad de los padres:

—Hace unos días encontramos a uno de los más chiquitos, uno de trece, en la esquina tomando cerveza con un par de amigos. Lo retamos con toda la severidad y llamamos a los padres para decirles que nos ayudaran a decirle a su hijo que no hiciera esas cosas. Yo hablé con la madre y después le pasé el teléfono al pibe. Entonces escuché, desde este lado, las respuestas del pibe: sí, tomando cerveza. Bueno. Sí, 2 a 0. No, no metí ninguno pero jugué bien. No, no me lesioné, estoy perfecto. Sí, el técnico me dijo que yo era titular, me está poniendo, vieja, todo bien.

La mayoría de los chicos de la Pensión viene de hogares pobres. Mirta me cuenta que la extracción social cambió, qué comparado con lo que pasaba al principio ahora hay más chicos de clase media pero que los pobres siguen siendo más y que hace un tiempo había un pibe nuevo, chiquito, un santiagueño, que lloraba cada vez que terminaba de comer. Ella no entendía por qué y le preguntó:

—Nada, que yo acá estoy comiendo cuatro veces por día, y cada vez me acuerdo de mis hermanos. Ellos nunca comieron tantas veces. A veces pasa el día entero y no consiguen y…

En los últimos ocho años, desde que asumió la administración Macri, las inferiores de Boca ganaron más campeonatos que ningún otro club. Y las inferiores de Boca son —dicen los dirigentes de Boca— un buen negocio: en los últimos años han recaudado casi veinticinco millones de dólares por la venta de sus productos: Riquelme, Battaglia, Burdisso, Matellán, Bracamonte, Rodríguez, Navas, Ruiz, Ortiz, Rosada. La plata es, por supuesto, una presencia permanente:

—Yo quiero vivir del fútbol, muero por vivir del fútbol.

Dice Jonathan Ardura, y dice lo que todos piensan.

—Ese es mi sueño. Aunque no juego por la plata, no, juego porque me gusta…

—Porque te gusta la plata.

Le dice el Alemán Holzmann; Jonathan trata de defenderse y Maxi Laurenti lo interrumpe:

—No, no. Si vos realmente jugarías porque te gusta no estarías acá. Yo siempre lo digo: que nadie diga que viene acá porque le gusta jugar al fútbol. Esto es un sacrificio del carajo. Si a vos te gusta jugar al fútbol quedate en tu casa, laburá de carpintero y jugá con tus amigos. Si estás acá es porque querés vivir de esto, es otra cosa.

Y el Colorado MacAllister, otro día, me dirá que sí, que ahora todo es muy distinto:

—Nosotros cuando yo era chico soñábamos con jugar al fútbol. Y hoy los chicos desde muy chicos sueñan con… tener plata. Todo ha cambiado, ha cambiado mucho.

—A mí, si el fútbol me puede dar plata, yo sería el hombre más feliz…

Dice Jonathan y se queda pensando cómo puede explicarlo:

—… pero no del mundo: de todos los planetas. Si el fútbol me da plata a mí yo me muero de la felicidad.

En la guita se piensa en su momento: su debido momento.

Me dice Basualdo, el hábil declarante, que andaba un poco perdido estas últimas páginas:

—Obvio, pensás cuando vas a ver el contrato, cuando estás por armar tu futuro, cuando están los ofrecimientos que decís y cuánto, pero después ya no. Una vez que ya arreglaste ya está, tratás de jugar, de brindarte, de hacer eso que te pagan y nada más. Lo que pasa es que en el fútbol es corta la carrera. Tenés que juntar, lamentablemente, todo lo posible.

—Acá o elegís seguir siendo futbolista o elegís ser un profesional de esto, con los riesgos de que si tu objetivo pasa más por un contrato que por lo deportivo estás eligiendo otra cosa, elegís la plata. Yo prefiero seguir eligiendo la parte deportiva. Yo podría haberme ido a México a jugar, y me pagaban el doble que en Boca, pero entonces ¿qué objetivos deportivos tenía? Otra vez me pasó lo mismo con la Real Sociedad, y preferí quedarme en Boca. No te voy a negar que si hubiera venido el Real Madrid habría sido distinto, pero ir a un equipo de segundo nivel no me interesa.

Me dice Guillermo Barros Schelotto, que se hizo ídolo de Boca a fuerza de gambetas y, también, de persistencia: en un medio donde todo termina poco antes de empezar, un buen jugador que permanezca tiene todas las fichas; si ese jugador además es canchero y corredor y tribunero y eficaz, la cosa está cantada.

—¿Y no te da pena a veces la guita que perdiste por eso?

—No, es el camino que yo elegí: yo considero que la plata no puede valer más que los desafíos. De pronto te vas a un equipo de segundo nivel y empezás a jugar peor, porque no tenés motivación, y a largo plazo incluso perdés plata.

—¿Puede ser que pienses esto porque venís de una casa donde nunca hubo problemas económicos?

—Y, por ahí el hecho de no haber tenido que sufrir me da un poco de tranquilidad a la hora de tomar una decisión, que quizás otro que sufrió y que sabe lo que es va a privilegiar la parte económica.

—O sea que serías el amateur mejor pagado del fútbol argentino. Mantenés el espíritu amateur y te llevás un fangote de plata.

—Sí, algo así. Y cuando termine mi carrera voy a mirar para atrás y voy a ver que alcancé ciertos objetivos que me hacen sentir muy bien.

—No, yo te digo que a la larga, en tu carrera deportiva, y más cuando pasás por clubes grandes, lo único que te queda es la cuenta bancaria.

Insiste Basualdo:

—Los amigos en el fútbol, olvidate. La cuenta bancaria es lo que te queda del fútbol, así que tenés que juntar, tenés que juntar.

Roberto Mouzo, el más bostero, sería el ejemplo de lo contrario. Mouzo me dice que él casi no hizo plata —o, como dicen los jugadores, «diferencia»:

—Yo no hice la diferencia como jugador. La poca diferencia que pude hacer fue comprarle la casa a mis viejos, mi casa, y fue por los campeonatos. Yo no tuve ni una transferencia. Yo gané mucho en fama, en reconocimiento que me tienen en Boca por lo que hice por la camiseta, vos lo ves todavía ahora, que yo estoy un rato acá y todos me saludan… Sí, fama, sí, pero diferencia no.

Dice Mouzo y se queda callado, mirando por la ventana del café de Villa Urquiza donde para todas las mañanas desde que lo echaron —fin de 2003— de su trabajo de técnico en las inferiores de Boca:

—La gente no entiende que yo no haya hecho la diferencia. Pero vos agarrabas un dinero dulce cuando había una transferencia, y yo no tuve.

Mouzo dice transferencia y quizá sólo piense transferencia. Pero, en el lenguaje actual, transferencia significa transferencia al exterior.

—Es un poco humillante sacar jugadores para el extranjero, no poder mantener un equipo. Imaginate lo que sería Boca con Samuel, Ibarra, Arruabarrena, Palermo, Riquelme, Tevez, Battaglia, Burdisso. No te gana nadie, es un equipo imbatible.

Me dice el presidente que los vendió en los últimos años, desde que el fútbol argentino —como el resto de la Argentina— se consolidó como productor y exportador de materia prima ligeramente procesada: carne, en diversas versiones. Que es, también, lo que fomentó la aparición de los representantes:

—Yo digo que hay jugadores que si no tuvieran representantes buenos no pueden salir del país. El trabajo del representante es ir, presentar carpetas, videos, ir fuera del país… Somos vendedores, en resumidas cuentas.

Dice Juan Simón. Y, así, el sueño de todo pichón de jugador ya no es aquel gol contra River, la vuelta con Boca, una final de la Libertadores: esas son las escalas intermedias de un sueño que siempre termina en otro idioma. Finalmente, jugar al fútbol en la Argentina actual es un largo entrenamiento para ver si aparece la chance de irse a jugar «afuera» —y, entonces sí, salvarse:

—Es lo que yo siempre digo. Siempre viene alguno y me dice Pepe, me tengo que ir a una segunda en Italia, y yo le digo anda, cerrá los ojos, junta lo que más puedas y después cuando allá se te cierra la puerta, que te dicen mirá, no hay más lugar, recién ahí vení a la Argentina, y si querés seguir jugando, tratá de jugar. Pero primero andá, abrite una cuentita, le metes todos los euros que puedas… Juntá, hermano, juntá, porque el fútbol se te pasa de un día para otro, por lesión, porque te vieron mala cara, por algo, te cerraron la puerta y te quedaste con lo que juntaste.

Dice el Pepe Basualdo, y se entusiasma:

Ese es el consejo que les doy: me voy a China; andá. Me voy a Malasia; andá. Ahora se abrieron mercados nuevos, te dan unos mangos más. Y yo les digo mirá que ahora te parece un garrón, pero el año pasa y después es todo anécdota, todo anécdota. Después vas a decir me acuerdo cuando me comí el año en China: todo anécdota. Mi señora, cuando nos fuimos a España, fue la primera vez que salía de acá. Lloraba, todo. Mirá, le digo, son seis meses. Y le decía no te calientes, esto va a quedar en anécdota, y hasta el día de hoy se lo acuerda. Es todo anécdota, el fútbol pasa tan rápido, la vida pasa tan rápido, que es todo anécdota, sabés.

El fútbol como negocio de exportación tiene ciertas consecuencias impensadas, Roberto Mouzo, por ejemplo, me dice que ahora es mucho más fácil que un chico llegue a la primera que antes —antes suele ser, en estos casos, una forma pudorosa de decir en mis tiempos—, cuando un jugador agarraba un puesto en la primera de Boca y no lo largaba durante diez o doce años. Ahora, en cambio, la mayoría se va a los veintidós o veintitrés y deja el hueco: el fútbol argentino se ha convertido en un negocio de alta rotatividad.

Y un negocio donde sobreviven los mediocres: los que no son tan malos como para no jugar ni tan buenos como para jugar afuera —o, en las dos puntas del calendario, los chicos que se están comprando el pasaporte y los viejos que ya vienen de salida y quieren tirar dos años más. Como para sorprenderse de que el fútbol que se ve en la Argentina sea cada vez peor.

Entonces le pregunto a Carrizo si ese cambio de expectativas —el hecho de que uno se salva cuando consigue el pase al exterior— no hizo que los chicos de las inferiores hayan roto con la idea de equipo, con la solidaridad que todo equipo necesita. Si esa idea del equipo como trampolín no acentúa el individualismo del jugador, que sabe que su salvación es personal.

—Es probable que eso pase por la cabeza de algunos chicos. Nadie te lo va a decir, pero no puedo descartar que algunos en su interior lo piensen, claro; y sí, yo debuto en la primera de Boca pero lo que yo quiero es mostrarme para terminar afuera y sacar diferencia.

Dice el ex director del fútbol, juvenil de Boca Juniors. Y el ex vice Heller dice que la otra consecuencia de esta posición exportadora es el aumento de los sueldos internos:

—Sí, el jugador tiende cada vez más a pretender una remuneración acorde a lo que podría ganar en los mercados centrales. Hoy, cuando Tevez discute su contrato con los directivos de Boca, no toma en cuenta cuánto gana un obrero de Siderca… piensa en cuánto gana uno que juega como él en el Bayern Munich. Entonces dice bueno, yo por quedarme en la Argentina estoy dispuesto a hacer un sacrificio, pero menos de la mitad no, eh: si allá me podrían dar un millón, bueno, me quedo por medio. La globalización impacta notablemente en los valores. Y vos podrías decir claro, eso te pasa con Tevez que es la figura. Pero no; en el fútbol, como es un juego colectivo, es inevitable el efecto arrastre. El jugador viene y dice no, mirá, yo no te voy a decir nada, pero yo ganaba el ochenta por ciento de lo que gana Tevez, entonces a mí también me tendrías que mejorar en la misma proporción. Mirá, ni discutamos, yo no quiero nada especial, solamente seguir siendo el ochenta por ciento… Entonces es muy difícil negociar con los otros hasta que acordás con los referentes. Una táctica podría ser negociar primero con los demás y recién después con los que más ganan. Pero el jugador lo sabe, y te esquiva, te dice no, arreglá primero con los referentes y después hablamos. Así que cuando tenés jugadores estrella, que cotizan alto, se te produce un efecto arrastre que te eleva todo el costo de tu plantel. Y esto sólo se resuelve vendiendo jugadores al exterior, claro. Y no hay manera de generar un modelo que no sea así.

Dice Heller, que explica con paciencia y claridad:

—Y tenés que agregarle la presión del propio jugador, que siempre tiene la posibilidad de no arreglar el contrato y en dos años se queda libre con su pase, y vos no cobrás nada. Por eso generalmente el club termina aceptando la transferencia. Si vos al jugador cotizado no le pagás lo que pretende te dice transferime y si no, no firmo; entonces entrás en un proceso complicado; cuando el tipo ya pasó un año sin firmar no te firma más, porque ya le conviene esperar otro año y quedarse con su pase. O le aparece uno de afuera que le dice yo te banco, no firmes, y ahí vos te das cuenta que no vas a poder arreglar nunca. Entonces te conviene transferirlo —si es que podés, porque a veces te pide más de la cuenta para trabar la transferencia y terminar quedándose con el pase.

Son truquitos, vericuetos. Todo lo que no se ve en el área grande. Todo lo que no se grita cuando gritamos gol.

Los jugadores de fútbol se aburren muchas veces. Es curioso que, para practicar el divertimento de millones de argentinos, tengan que aburrirse tanto. Pero uno de sus aprendizajes principales consiste en descubrir modos de dejar pasar el tiempo: emepetrés, jueguitos, devedés, barajas, internet. El tiempo de los jugadores está muy vacío: dos o tres horas por día para entrenarse, el resto del día para no hacer cagadas graves. Los jugadores de fútbol se quejan, incluso, de los «sacrificios que hay que hacer por la carrera» —y, cuando les pregunto qué les duele más, hablan del tiempo que tienen que pasar lejos de sus familias. Todos lo dicen, pero ninguno lo dice tan claro como Juan Simón:

—Hay cosas que el fútbol me quitó que me las voy a reprochar toda la vida. Cuando nació mi primer hijo yo estaba en Mónaco solo con mi mujer. Fue un viernes, me lo acuerdo patente. Yo volvía de una lesión y el sábado jugábamos en París. Ese día me llama la partera y me dice que mi mujer estaba internada para tener familia. Hablo con el técnico, Lucien Müller, y me dice no, tenés que viajar a París porque quiero que estés con el grupo, además ya estás para jugar. Tenés que venir. Yo me negué rotundamente pero al final tuve que ir. Estuve hasta último momento en la clínica y el pibe nació cuando me estaba tomando el avión.

Dice Simón, y todavía se le mojan los ojos:

—Recién lo conocí cuando tenía dos días. Es una cosa que nunca la pude asimilar. Eso a mí el fútbol me lo sacó.

Debe ser duro, pero al final todos aceptan que les tocó una vida, en muchos aspectos, regalada. Y ahí aparece siempre la palabra «burbuja»:

—Es una vida rara la del jugador, porque está en una burbuja.

Dice, ya plenamente recuperado, José Horacio Basualdo:

—El jugador (digo, el jugador de un equipo grande, el jugador de Boca) vive en un ritmo completamente distinto a lo que es el país, vive aislado, vive con mucha plata en la mano, cambia el auto continuamente, vive con la mujer en un shopping, vive en otra cosa.

—No, es un error pensar que el jugador vive en una burbuja porque no sabe cuánto cuesta el bondi. O porque no hace la cola en el banco o no le cobran un café, esas cosas. Eso sólo significa que vivimos en una sociedad que les da determinados privilegios a determinados personajes y, en general, el 99 por ciento los aprovechamos.

Dice MacAllister, pragmático de nuevo —y yo le pregunto si está bien o mal aprovecharlos.

—Esa es otra cuestión… pero lo aprovechamos. Los que dicen que no se deberían aprovechar es porque nunca estuvieron en ese lugar.

—¿Y te da cierta sensación de poder eso de que hay tantos millones de personas que miran si le pegas así o asá, si parás a este o no lo parás?

—Bueno, la fama te da ciertas prerrogativas, no sé si poder.

Dice Navarro Montoya, más dispuesto a considerar distintas posibilidades:

—El poder es lo que tiene alguien que puede decidir el destino de un país, de las personas, pero en un partido de fútbol no se decide el porvenir o el destino de una persona. Por ahí se decide un momento de felicidad o tristeza circunstancial, pero no pasa de ahí, no cambia nada.

Ya lo había dicho Diego Maradona después del mejor éxito del fútbol argentino, el Mundial de México:

—Sí, fue un triunfo extraordinario, pero nada más que eso… Nuestro triunfo no bajó el precio del pan… Ojalá los futbolistas pudiéramos resolver los problemas de la gente con nuestras jugadas, ¡cuánto mejor estaríamos!

Y el Mono sigue estableciendo diferencias:

—El jugador tiene fama, y muchas veces la fama genera un poder que te lo dan los demás, que vas a un restorán y no te cobran, esas cosas que algunos confunden con poder, pero eso no es poder. Poder es otra cosa.

En principio el jugador de fútbol ostenta esa forma de poder constituida por el reconocimiento, la popularidad —y es un poder que no lo aleja de los suyos. Es un poder que no se ejerce sobre los otros sino con: un poder basado en la identificación, no en el sometimiento. Un poder al que cualquiera podría haber llegado —y que no necesita, como otros, traiciones. En principio para ser un jugador de fútbol no es necesario joder a nadie ni abandonar convicciones o querencias: en principio. Después, de a poco, casi sin darse cuenta y sin querer, los jugadores que llegan van llegando a otra clase, a otras costumbres, a otra vida.

—No es una cosa autoimpuesta, no es que digamos yo estoy en el fútbol y el resto me importa tres pepinos.

Dice Fabián Carrizo, que siempre estuvo en el fútbol interesado por el resto:

—Pero el medio te va haciendo que vos mismo te vayas encerrando en ese ámbito. Durante quince años te digitan, te ponen los horarios, te traen, te llevan, tenés la vida organizada por otros. Me da la sensación de que ahora hay una apertura, que los jóvenes no sólo hablan de fútbol, tienen otras inquietudes, tienen más estímulos y hablan de otras cosas, que la música, que internet, esas cosas. O sea que no están tan ajenos a las situaciones que se viven, porque hoy en día todas las familias tienen alguien que está desocupado o viviendo una situación difícil. Pero sí es cierto que una vez que llegas, estás focalizado exclusivamente en eso.

Al jugador de fútbol siempre lo han educado y lo han formado como un tipo pura y exclusivamente para patear una pelota. Está acostumbrado a que le hagan todo: le limpian los botines, le dan todos los días la ropa limpia, le hacen los trámites, le organizan la vida, cuando viaja le dan el pasaporte ya sellado, el papelito ya escrito, las mejores habitaciones de los hoteles… por quince o veinte años de tu vida te convertís en un tipo que lo único que hace es entrenar, jugar a la pelota, comer y dormir. Este es un deporte que te genera eso, la comodidad, la pérdida de iniciativa. Yo ahora a las nueve de la noche tengo todo servido en la mesa…

Me dice el Mono porque ya son las nueve menos cuarto y se ve, a lo lejos, en una sala del Hindú Club, que están a punto de servir la cena. Quizás sea por eso —por esa vida organizada desde afuera— que los jugadores de fútbol son unos señores perfectamente incapaces de citarse:

—No, quedemos para mañana a la tarde. Llamame a eso de las cuatro y vemos a qué hora nos vemos.

—Hola, te llamo porque ayer quedamos que hoy a las cuatro…

—Ah, sí, todo bien. Llamame en un rato y vemos dónde podemos encontramos.

Son maneras: una incapacidad extraña. Le pregunto a MacAllister por el poder —insisto: ese poder— que la fama les da:

—Bueno, hay mucha gente que idolatra a un jugador, y lo que diga ese jugador es palabra santa. Entonces es importante cómo se expresa, cómo se comporta, qué línea baja. Si mañana sale un jugador de fútbol a decir que drogarse es bueno, capaz que no va a ser creíble, pero si dice que darse un falopazo de vez en cuando está bien, hay muchos que lo van a pensar como algo… normal.

—El concepto que siempre nos metieron era que el jugador se tiene que dedicar a entrenar, a jugar y nada más: no tiene que opinar de nada más. Pero vos no podés desentenderte de lo que le pasa a la sociedad, porque formás parte de ella.

Insiste Carrizo, y dice que muchas veces lo que los frena es el temor a decir algo inapropiado, a quedar descolocados, al desconocimiento:

—Pero sobre todo los pibes hoy en día no tienen ningún tipo de interés por lo político, no quieren saber nada. Si hasta cuestionan la figura del padre: eh viejo, si vos estudiaste cinco años de arquitectura, qué me vas a decir que estudie, si ahora estás manejando un taxi.

—Bueno, los jugadores viven en medio de muchas tensiones, en una situación muy explosiva. Por eso es muy importante que una institución como Boca fomente tanto el orden, el respeto, que la institución está por arriba de todos los hombres, que no hay nadie imprescindible… para que ellos sientan que hay un límite, que se sientan contenidos.

Dice el presidente Macri —para explicar el orden que trata de poner en Boca:

—Los primeros que necesitan un límite, que te lo agradecen son ellos. Por eso es importante que el jugador opine solamente sobre cómo jugó, cómo hizo el gol. Que no se ponga a opinar sobre cómo hace el equipo el técnico ni dónde concentramos ni dónde vamos de gira o qué le parece la política económica del ministro. El jugador tiene que opinar de lo de él. Si querés tener éxito en un trabajo conjunto cada uno tiene que saber cuáles son sus límites.

Dice, y yo le digo que sí claro.

Ser jugador de Boca es un sueño cumplido, Pero dejar de serlo, dicen, puede ser una pesadilla. Mouzo, el tipo que más jugó en la primera de Boca, se fue porque un día le dijeron que ya no lo necesitaban. A Navarro Montoya le pasó lo mismo. Al Colorado MacAllister también —y a tantos otros. Silvio Marzolini, otro ídolo histórico —que quedó libre después de trece años—, dice que es muy difícil irse de Boca:

—¿Adónde te vas a ir? Si no te vas a Europa, como se han ido muchos, es fracasar No te podés ir a otro club de la Argentina. Te vas a la mierda. Y en general los que se van del club, que los echan porque se termina el contrato, se van como el culo.

Aunque es cierto que últimamente Boca ha organizado una mutual de ex jugadores: por lo menos se ocupan de las dificultades económicas de algunos de ellos —con plata que ponen entre el club y los jugadores actuales. Irse de Boca es difícil, pero hay algo bastante peor: irse del fútbol. Hacerse jugador de fútbol puede ser una experiencia extraña, feliz y complicada —pero parece que no hay, para ellos, nada peor que deshacerse: el momento en que todo lo que fue su vida se termina de pronto:

—Es muy fuerte, porque uno deja de hacer eso para lo que fue formado de chiquito, lo que uno ha soñado.

Dice el Mono Navarro y yo le digo que debe ser muy raro haber tenido un sueño, realizarlo, y darse cuenta de repente de que se acabó y que no te queda otro.

—Sí, yo siempre les digo a los chicos: jugador de fútbol no volvés a ser nunca más. Por más que sigas ligado al fútbol, que seas técnico, dirigente, empresario, lo que sea, jugador no vas a ser nunca más. Eso debe causar un trauma, debe ser difícil tenés que salir a luchar a los treinta y pico de años, que es más complicado que salir a los diecisiete, más después de haber tenido muchas cosas que vos creías que eran para toda la vida y resulta que no son…

Navarro Montoya teme ese momento; Fabián Carrizo ya pasó por ahí —y sabe que es difícil:

—El problema es que cuando te retirás tenés que romper con esa estructura de muchos años. Es un aprendizaje, tenés que ir buscando espacios que antes no te importaban: la familia, los amigos, otras inquietudes. Y sin embargo seguís pensando como futbolista: y, mi señora hace todo, si es un fenómeno… que lo haga ella. Si ella resolvía todo, que lo siga haciendo. Un estado de comodidad que tenés que cambiar de un día para otro, porque si no empiezan los roces.

—Si vos no te das cuenta de que después del futbolista hay otra vida, todas esas cosas te generan una dependencia infame.

Dice el Mono, que sabe que ya le queda poco: un par de años:

—Cuando terminás la carrera te encontrás con que nadie te llena el papelito o te lava la ropa, no te saludan más… debe ser traumático. Somos jubilados prematuros, y si vos no te preparaste no sabés qué más hacer. Hay muchos casos de chicos que han sufrido mucho. Y va a ser duro, pucha que va a ser duro. Ojalá esté preparado. Uno nunca lo sabe: uno cree que está preparado, pero hasta que te pasa no sabés.

—Es así, es así. En el fútbol todos te preparan para jugar, pero nadie te prepara para dejar.

Dice MacAllister, que se las arregló bastante bien:

—No, eso no le interesa a nadie, porque los jugadores ya no juegan más, porque ahí ya estás afuera del negocio. ¿Y a quién le importa cuando estás afuera?