1996-1998
La Edad de Plata
Ese día se jugaba un partido decisivo, pero también se jugaban elecciones —y nunca las elecciones en un club habían tenido tanto espacio mediático. El domingo 3 de diciembre de 1995 Boca se rifaba el Apertura contra Racing y, al mismo tiempo, los socios votaban y, al mismo tiempo, el candidato con más chances había encargado una encuesta: en las plateas, muchachos les preguntaban a los socios a quién querían como próximo técnico. La Bombonera, ese día, era un festival de opiniones encontradas.
La atención de los medios tenía que ver, sobre todo, con el perfil del favorito: Mauricio Macri era un ingeniero de treinta y seis años que siempre había trabajado en las empresas de su padre, uno de los industriales más ricos del país: el modelo cajetilla-dirige-club-más-popular recuperaba todo su esplendor. Pero Macri no era sólo eso: era, también, un empresario dispuesto a encarnar el espíritu de los tiempos —1995 era el apogeo del menemismo y la economía neoliberal y el voto cuota y la revista Caras— y aplicar la lógica del management al Club Atlético Boca Juniors. Dispuesto a cambiar, en muchas cosas, a Boquita.
En su campaña, Macri había usado recursos clásicos de la política: tenía gran presencia en los medios, el apoyo de la Doce y mucho dinero para invertir en propaganda. Proceres de Boca como Rattín, Mouzo y Mastrangelo visitaban socios casa por casa para pedirles su voto. Por eso —y no sólo por eso— muchos rumoreaban que Mauricio Macri pensaba en la presidencia de Boca como un escalón hacia más altos destinos nacionales. Carlos Heller, el vicepresidente derrotado, dirá que él mismo lo había dicho:
—A veces uno tiene impresiones, y otras información. Cuando Macri quiere ser presidente de Boca, su primer intento es convencernos a nosotros: se encuentra con Alegre en el Sheraton, porque quería un lugar neutral, y le propone que le deje su puesto, que él mantendría a todos los demás. En aquella conversación Macri le dice a Alegre que «para mí Boca es un proceso, yo no pienso estar demasiado tiempo, porque mi aspiración es ser senador o intendente de Buenos Aires, y para eso quiero estar en Boca…». Entonces no es que uno dice maliciosamente me parece que; es lo que dijo él, y a confesión de partes relevo de pruebas. Para él, ser presidente de Boca era una forma de conseguir el aura necesaria para después buscar premios mayores.
El modelo más claro de empresario que dirigió un club popular para proyectarse a la política nacional es Silvio Berlusconi, que sigue gobernando Italia sin dejar de gobernar al Milan. Mauricio Macri era un joven muy futbolero, apasionado por Boca, que, dos años antes, había querido comprar la «franquicia» del Deportivo Español, para trasladarlo a Mar del Plata y armar un equipo potente, dirigido por Menotti: «En la Argentina no se puede seguir sin ese vehículo que ha permitido el desarrollo del fútbol italiano, del español, y también del basquetbol, el béisbol y el fútbol americano. Son todas sociedades anónimas que, a través de grupos empresarios, toman diariamente decisiones económicas de las cuales se hacen responsables poniendo su prestigio y patrimonio al servicio de la institución», decía Macri con el aval de Carlos Menem, que lo recibió en Olivos. Por eso era raro que lo apoyaran, en las elecciones boquenses, personajes de otras veredas que, además, pretendían que los clubes siguieran siendo asociaciones civiles. El Coti Nosiglia, boquense de siempre y uno de los hombres fuertes del radicalismo, había colaborado en la elección de su correligionario Antonio Alegre en el ’84. Pero Alegre, a principios de los noventas, rompió su carnet radical y se acercó al menemismo; el apoyo a Macri fue una pequeña venganza de Nosiglia y los suyos, que consiguieron, a cambio, que el candidato abandonara su intención de convertir a Boca en una sociedad anónima —y contribuyeron a poner en órbita a una figura con quien podrían, llegado el caso, intentar alianzas políticas más significativas.
—Vos fijate la potencia que te da en términos de visibilidad y de impronta cultural ser presidente de Boca. Y ahí vos con seis mil socios ganás una elección. La relación costo-beneficio de los votos es la mejor que podés conseguir en la Argentina.
Dirá el sociólogo Artemio López:
—Ningún partido político te da esa posibilidad. Con seis mil votos podés ser, con suerte, intendente de Trenque Lauquen, y en cambio acá te transformás en un personaje nacional de lo más influyente. Y cuando las identidades políticas aflojan, eso te da una identidad muy fuerte. Siempre lo pensé: ganar una elección en Boca es muy sencillo, en términos de organización y de guita, comparado con lo que sería ganar unas internas de un partido. Y lo que conseguís es mucho más.
Aquel domingo la votación seguía sin incidentes y Macri se quedaba con el sesenta por ciento; en la cancha, mientras tanto, hacía un calor de perros y Boca se estaba comiendo una goleada histórica. El Mago Capria, inspiradísimo, llevaba a Racing a la media docena. Así que no nos alcanzaron los goles de Maradona, MacAllister, Scotto y el Manteca Martínez: el campeonato se nos escapaba una vez más —y se lo volvía a llevar Vélez, dirigido por un tal Carlos Bianchi.
Pocos días después, el nuevo presidente fue a visitar al plantel en su concentración. Los jugadores estaban completamente desanimados; para alentarlos, Mauricio Macri les dijo que no se preocuparan, que los quince coches que tenía para premiar a los campeones seguían esperándolos:
—Sí, dijo que los tenía guardados, bien limpitos para dárnoslos, que él confiaba en nosotros. Y entonces yo le dije mirá Mauricio, re agradezco todo, pero esto no pasa por ahí, no pasa por los coches.
Me dirá Marzolini: que le dijo que no era así, al contrario, que ellos pagarían un coche por salir campeones:
—Este no tenía ni idea de lo que era el fútbol. Si el partido anterior nosotros habíamos jugado con River y el premio era el equivalente a un coche… Y este nos venía a hablar de un coche: no tenía ni idea de dónde carajo se iba a meter, este muchacho.
—Dicen que cuando llegaste no conocías mucho del idioma del fútbol.
—No, cero sabía, cero.
Me dirá, mucho después, Mauricio Macri. Aquella encuesta demostró que los hinchas de Boca preferían al doctor Bilardo. El ingeniero Macri consiguió que su comisión directiva refrendara esta decisión: poco después presentó al nuevo técnico. El problema era que Maradona, la estrella indiscutida y medio renga, estaba peleado con él desde unos años antes, cuando el doctor lo sacó de la cancha en un partido del Sevilla y terminaron a las piñas. Maradona fue el primer escollo contra el que chocó el nuevo presidente: «Él nació de padres muy ricos, yo nací de padres muy pobres. Con Mauricio Macri jamás tuve una buena relación, jamás. Él decía que éramos obreros y lo nuestro era lo mismo, lo mismo, que vender autos. Yo lo cacé al vuelo enseguida, por eso le dije de entrada: “Conmigo te equivocaste, pibe”. El jamás en su puta vida estuvo en un vestuario, a no ser que su padre le haya regalado alguno. Por eso él no era nadie para venir a decirme “los premios se los vamos a pagar así o así, ustedes con Alegre y Heller se llenaron de plata y no ganaron ni un campeonato”. ¿Y a él qué carajo le importaba? Lo que pasa es que tiene menos calle que Venecia. Y los refuerzos tampoco llegaban nunca y Macri, que para mí era Pajarito en la intimidad y Silvio Berlusconi en los sueños, se convirtió, de repente, en el Cartonero Báez. Una vez se apareció por Ezeiza, donde nos entrenábamos, y se vistió de jugador. Quería sacarse el gusto, el guacho, quería jugar con sus empleados».
Decía Maradona. Que, en esos días, jugaba poco —por las lesiones y su vida agitada— pero se había buscado un rol nuevo, distinto, que no siempre cumplía pero que ningún jugador de fútbol había adoptado hasta entonces: hablar de todo sin el menor tapujo.
—Mauricio es un atorrante con traje. Yo creo que tiene cosas de un atorrante, pero bueno, cuando se mete el traje y tiene que ver los negocios es un tipo bárbaro, un tipo que la tiene clara en todo aspecto: es chanta cuando tiene que serlo, es correcto cuando le corresponde, y es atorrante cuando le cabe.
Dirá José Basualdo, y yo le preguntaré qué quiere decir con «atorrante». Basualdo llegó a Boca en el ’96, comprado por Mauricio Macri.
—Atorrante no en el sentido del que se tira al barro y se ensucia. Atorrante que te juega con las mismas palabras de un jugador. Como que se estudió el libreto… de saber cómo tengo que hablar con un jugador, cómo tengo que hablar con un empresario, y cómo tengo que hablar con un hincha. Yo creo que él maneja esos idiomas y eso le suma puntos para el futuro, yo lo veo como un buen político el día de mañana. Él supo utilizar muy bien el fútbol para lo que él quería.
—Sí, el fútbol es un puente de comunicación fenomenal.
Dirá el interesado, y que el fútbol le permite un contacto inmediato en todas partes:
—A cualquier reunión que voy empezamos hablando de fútbol, es media hora que si Boca esto, que si Palermo lo otro. Y eso en todos los niveles, te permite dialogar. Y por supuesto te hace ser conocido a un nivel único, incomparable.
La dupla Macri-Bilardo tuvo un comienzo avasallante. Macri había prometido hacer de Boca «un club hegemónico, que va a ganar un campeonato detrás del otro», y su lógica empresaria suponía comprar y comprar: en pocos meses Boca se trajo quichicientos jugadores, entre ellos la mayor colección de carrileros que han conocido los tiempos. Fueron unos treinta y cinco millones de dólares, gastados en nombres tan auspiciosos como Verón, Vivas, Basualdo, Lorenzo, Carrario, Pineda, Guerra, Cedrés, Cáceres, Rambert, Pompei, Toresani, Sava, Dollberg, Abbondanzieri, Cagna, la vuelta de Latorre. Y se iban, por decisión bilardista, Navarro Montoya, MacAllister y Carrizo, entre otros históricos. El equipo prometía —y nunca dejó de prometer. Fue uno de los equipos más prometedores de nuestra historia.
Aquel equipo nunca funcionó. Y es curioso que lo más recordado de esos tiempos no sean cuestiones de fútbol sino de administración: de management. El 1° de mayo de 1996 se reabrió la Bombonera, que había estado cerrada por obras: una de las primeras decisiones de la nueva administración fue tirar abajo los viejos palcos de la calle Del Valle Iberlucea y construir, en su lugar, otros a toda pompa. Marzolini, años después, seguirá en desacuerdo:
—Yo creo que esa fue una gran equivocación de Macri: aquellos palcos eran historia, es como el Coliseo. Para mí fue un desastre. El Coliseo todavía lo tienen, en Roma, que yo sepa.
Pero otros aplaudieron la modernización. Ese Día del Trabajo, en la Bombonera, Mauricio Macri trabajó de martillero para rematar doscientas de las nuevas plateas y los treinta y dos palcos joya nunca taxi. Maradona se quedó, por menos de 200 000 dólares, con el mejor de todos. Macri era un león con el martillo:
—Vamos aprovechen esta oportunidad de quedar en la historia. Vamos, antes que escolasearse la plata en el casino…
Los palcos tenían parking propio, ascensor, alfombra, frigobar, servicio de lunch, seis butacas, aire acondicionado y televisión para ver las repeticiones; las plateas estaban en el mejor lugar —y eran las más prestigiosas: bien Gorlero. En total el club recaudó casi cinco millones de pesos-dólares: el doble que la base prevista y muy poco menos que el costo de toda la remodelación. Cada ubicación se vendía por diez años y salió, en promedio, 12 500 dólares: el público bostero se hacía más y más elegante. Y el negocio era redondo; para mejorarlo, el martillero Macri seguía incitandolos desde la tarima que le había prestado Bullrich:
—Vamos, si no quieren un palco por lo menos llévense un pedacito de la vieja Bombonera.
Decía, ofreciendo trescientos escombros de las paredes que había tirado abajo, con el escudo y el sello que los autenticaban. Ese domingo volvimos a jugar en nuestra cancha, renovada, impecable, pero el equipo no dio el peso. En una de las peores tardes que se recuerdan. Gimnasia y Esgrima nos hizo 6 a 0. Los encabezaba un pibe insoportable, Guillermo Barros Schelotto, y los conducía un hincha de Boca que el doctor Bilardo había descartado meses antes: el Beto Márcico se llevó todos los aplausos de la Doce cuando nos hizo el quinto. Bilardo se desesperaba desde el banco, pero sus jugadores parecían perdidos:
—Bilardo te tira mil cosas, mil sistemas, mil modificaciones, y después te dice bueno, de las cuarenta cosas que te dije, con que me hagas una está bien. El drama es saber cuál.
Dirá Basualdo, que lo tuvo en varios equipos:
—Al final te marea, que si esto se hace así, pero si hacemos la otra, entonces… al final llegás a decir cuál será el partido. Hay técnicos que la complican. Pero ojo, que también hay otros que son demasiados simples ya por nabos.
Nadie negaba que el doctor Bilardo supiera mucho de su fútbol. Aunque tenía demasiadas ideas, demasiadas manías:
—Cada entrenador tiene sus propias pautas. Vienen y te marcan lo que quieren y no. No quiero guantes en invierno, no quiero gorros, no quiero que haya música. Y tenés el otro técnico que te dice dale todo al jugador, no quiero que le falte nada.
Dirá el utilero Roberto Prado. Prado lleva veinte años en el vestuario de Boca pero no todos distribuyendo pantalones y botines: en 1984 llegó a jugar un par de partidos en la primera, en esos días en que los titulares hacían huelga. Pero su carrera de futbolista no prosperó; ahora se pasa todo el día con los que sí lo consiguieron:
—Bilardo no quería que los jugadores tomaran mate ni que se vea el papel higiénico, que el jugador cuando vaya a pedir el rollo lo haga a escondidas. Nadie podía ver el papel higiénico. Vaya a saber por qué, nunca nos explicó.
Con o sin mate, con o sin higienol, aquel equipo tuvo una buena racha y, para la fecha 13 del Apertura estaba otra vez a dos puntos de la punta: para llegar había que ganarle a Vélez, que iba primero con Gimnasia. Y ese día pareció no sólo posible: era lo lógico. Maradona estaba, por fin, jugando como Maradona —y Caniggia no desentonaba. Los primeros treinta minutos de ese partido fueron el mejor fútbol que había producido Boca en muchos años. Hasta que se cruzó un señor Castrilli, que entonces era árbitro y había adoptado como misión demostrar —desde el pasto— que lo importante en la vida no es el juego o el placer sino la autoridad del jefe: él. Ganábamos 1 a 0 cuando el señor inventó un gol que no había entrado —para Vélez, por supuesto. Y después cobró un foul dudoso que Chilavert convirtió perfectamente, y al final del primer tiempo les dio un penal invisible. Entonces la Doce tiró abajo el alambrado y Maradona fue a pararlos, a pedirles que no se desbocaran. Después le preguntó al señor árbitro qué estaba cobrando. El señor Castrilli lo miraba impertérrito:
—Quiero que me expliques qué está pasando.
La momia no meneaba ni medio musculito. Maradona estaba a punto de sacarse:
—Contestame, por favor, que somos seres humanos y tenemos derecho a que nos hablen, que nos den una explicación.
—Usted está expulsado.
Le dijo el señor Castrilli para que el pueblo argentino supiera que lo importante es obedecer, y en el segundo tiempo Vélez —con tres jugadores más— nos metió otros dos goles y el campeonato se terminó de pronto. Sólo nos quedaría el consuelo de siempre: un par de semanas después le metimos cuatro a River —con tres de un Caniggia exultante. Ese Clausura terminamos quintos. El doctor Bilardo anunció que el campeonato siguiente sería diferente, y tuvo razón: salimos décimos. Su tiempo se había terminado.
La Bombonera no era el único símbolo bostero que había cambiado mucho: la camiseta variaba todo el tiempo. Boca había cerrado un muy buen acuerdo publicitario con Nike y, desde entonces, la camiseta de Boca se hizo vertiginosa: cambia cada año, para que los textiles tengan siempre algo nuevo que vender —para que el entusiasta siempre se quede atrás y nunca tenga la que corresponde y deba correr a hacerse con la nueva, la verdadera, la oficial. Son las delicias del optimismo de mercado: que siempre hay algo nuevo, que lo nuevo es mejor que lo viejo por ser nuevo, que se impone comprarlo. Para eso los diseñadores Nike rizan el rizo cada vez: que una rayita acá, que aquella sobaquera granulada, que el azul más eléctrico o marino, que un número redondeado hacia las puntas. Con momentos geniales: como cuando produjeron, hace un par de años, la camiseta antisudor, la que hacía inútil aquella vieja idea de que la camiseta de Boca se tiene que transpirar.
Y había más símbolos. Eran tiempos en que el capital financiero mandaba: Boca Juniors se puso a tono con la época y, en octubre de 1996, la Asamblea de Representantes aprobó el proyecto de crear el fondo de inversión que cotizaría en la Bolsa. Un modo de juntar dineros para hacer frente a las compras de jugadores —y permitir que inversores particulares intentaran ganar plata con sus pedazos de zaguero izquierdo, carrilero derecho o centroforward. El proyecto tuvo trabas: entre ellas, la Inspección General de Justicia —a instancias de la oposición interna— que decidió no autorizarla. Entonces el ingeniero Macri movió sus influencias:
—Mauricio habló conmigo para que destrabara el tema. Yo coincido con él en que hay que modernizar el fútbol.
Declaró en esos días el secretario general de la Presidencia, Alberto Kohan:
—Y le dejé bien en claro que iba a hacer lo posible, pero siempre en el marco de la ley, por supuesto.
Precisó el operador de Menem. Poco después Raúl Granillo Ocampo, ministro de Justicia, revocó la decisión de la Inspección: era, dicen, la segunda vez en la historia argentina que un ministro hacía eso. El Fondo de Inversiones empezó a funcionar en octubre del ’97 con un aval personal del presidente Macri por veinte millones de pesos-dólares. El Fondo, a lo largo de sus seis años, sirvió para comprar a los Mellizos, Samuel, Palermo, Solano, La Paglia y varios más. Y atravesó momentos delicados y terminó con un retorno del quince por ciento: ni muy muy ni tan tan.
Estabamos acéfalos. Entonces la Comisión Directiva volvió a votar para elegir un nuevo director técnico y el ganador fue un candidato joven que, además, había jugado en Boca: Miguel Angel Brindisi. Pero las encuestas y ciertas preferencias personales se inclinaban por otro pretendiente y Macri pidió una segunda votación: entonces sí, apenas por un voto, Héctor Veira, el Bambino, se quedó con el puesto. Veira había estado en el banco de un equipo de River que se llevó todas las copas y había estado, también, en cana por violar a un chico de trece años. Pero por alguna razón parecía un buen candidato para ordenar y motivar a un grupo de jugadores increíbles que no conseguían ganar cinco partidos juntos.
Yo los iba a ver muy a menudo —y los sufría. Mi hijo ya tenía seis años, así que nos hicimos socios de Boca y sacamos abonos en la platea más barata, allá arriba, muy cerca del viento, Cuando teníamos suerte y no había nadie preso ni antidopings positivos rebatidos discutidos cual cuestión de Estado ni lesiones dudosas insidiosas ni astros mal combinados, veíamos jugar unas pelotas al Maestro —que con un toque o dos nos compensaba todos los pesares. El Clausura ’97 terminamos novenos. Pero el Apertura ’97 empezó bien y en la novena fecha íbamos invictos y segundos —a dos puntos de River.
El 25 de octubre se anunciaba, en el gashinero, el gran duelo Francescoli-Maradona. El primer tiempo terminó 0 a 1: no la veíamos ni dibujada. Cuando iba a empezar el segundo todos buscamos la imagen inconfundible del Gordo entre los que salían del túnel —y no estaba. Después sabríamos que, en el vestuario, él mismo había decidido un par de cambios:
—Sale Vivas y entra el Cani. Salgo yo y entra Riquelme.
Juan Román Riquelme era un pibe de diecinueve años que venía de Argentinos Juniors y había debutado en Boca meses antes: en esos días lo ponían de ocho, volante por derecha, y mostraba muy buenas maneras pero muchos bosteros de pro no soportaban su paso cansino, su escasa exhibición de garra; lo puteaban bastante —y ni Bilardo ni Veira lo bancaron mucho. Pero era, probablemente, el único que podía reemplazar al Maestro: en la cancha, aunque suene sacrílego, Riquelme sería mucho más importante para Boca que Diego Armando Maradona.
Ese segundo tiempo vino bien: el primer gol de Boca lo hizo el Huevo Toresani casi de movida; el segundo, de cabeza, un nueve nuevo muy teñido de rubio: Martín Palermo, un pibe de Estudiantes. Cuando terminó el partido, Maradona festejó como loco y se desgañitó ante una cámara:
—En el primer tiempo River fue River y mereció ganar, pero en el segundo se les cayó la bombachita.
Fue su sutil epitafio. Aquel día no lo sabíamos, pero acababa de jugar su último partido de fútbol oficial. En la semana recrudecieron rumores de doping e, incluso, algunos medios llegaron a contar que su padre había muerto. El Maestro se hartó y dijo que esta vez sí se iba —y, para sorpresa de todos, lo cumplió. Aquel día no lo sabíamos y, además, la atención de muchos estaba en las elecciones legislativas nacionales. Después de ocho años de victorias tremebundas, el gobierno estaba perdiendo inesperadamente: las encuestas no lo preveían, pero Graciela Fernández Meijide le ganaba la provincia de Buenos Aires a Chiche Duhalde, la esposa del gobernador, por siete puntos. En el resto del país los resultados eran similares. Aquel día fue el final de la carrera del Maestro y fue, también, el principio del fin del menemismo.
Perdimos ese campeonato por un punto, y se lo llevó River. Pero Veira consiguió unos meses más de crédito, y más jugadores: en esos años pasaron tantos que uno no tiene más remedio que olvidarse de muchos. En el Clausura ’98 el equipo se le fue de las manos. Se hablaba todo el tiempo de divisiones, enfrentamientos, camarillas. Fue entonces cuando aquel muchacho de country que podría haber sido un ídolo de Boca logró la síntesis perfecta:
—¿De qué equipo me habla? A mí, si perdemos, jamás se me ocurriría echarle la culpa a un compañero.
Le dijo Diego Latorre a un periodista, y remató, con vocación de bronce:
—Boca más que equipo parece un cabaret.
Debía serlo: terminamos sextos. El despido del Bambino Veira fue el fracaso de la idea de que una buena inversión lo podía todo. A esa altura, después de treinta meses de zozobras, el proyecto de Mauricio Macri, con todo su glamour, estaba a punto de fracasar por las mismas razones que habían defenestrado al anterior: la ausencia de triunfos. Y no faltaba tanto para las elecciones. De últimas, ya sin margen para ningún fracaso, Macri convocó a un tipo que había ganado todo con Vélez y venía de fracasar en la Roma: el temible ex artillero Carlos Bianchi.