Teoría del Bostero 2
Hijos Nuestros

—Che, ¿vos de qué cuadro sos?

—Bueno, ahora soy de Boca.

Más frases imposibles. Aquí el adverbio de tiempo es un piedrazo: ningún argentino diría ahora soy de tal o cual. Porque el tiempo no tiene nada que ver con esa pertenencia: está claro que no se debe cambiar de equipo o, mejor: que a nadie se le ocurre semejante tontería.

Son épocas en que tantos tenemos la sensación —¿la sensación?— de que cambiamos casi todo: de cónyuge —que antes era para toda la vida—, de trabajo —el día menos pensado—, de clase social —porque te viene la mala y te caés—, de preferencias sexuales —porque quién te dice le ves la cara a dios—, de partido —porque los políticos son todos unos tránsfugas—, hasta de nacionalidad —porque te vas a Estados Unidos y ahí sí que tenés un futuro. Pero de equipo no. Una de las grandes ventajas de la identidad futbolera es que nada te va a obligar a la mudanza: que una de sus condiciones es que ni siquiera se te ocurre hacerlo. Lo importante de esa identidad es que parece tan eterna como el agua y el aire.

—Ser hincha de Boca es algo de lo que vos estás absolutamente seguro que no vas a cambiar nunca en tu vida. Es tan fuerte como tu nombre y tu apellido, porque sabés que te vas a llamar así hasta que re mueras.

El hombre, por ahora, se llama Andrés Gil Domínguez, tiene treinta y pico y, viéndolo, parece dudoso que alguna vez deje de ser abogado: el traje, el estilo, la manera de hablar. La pertenencia a un cuadro también se parece al nombre en otras cosas: para empezar, en que uno no suele elegirla. La recibe en herencia —y, las más de las veces, de su padre.

—A mí el que me hizo de Boca fue mi viejo.

Dice Martín Caulo, pero podrían decirlo otros millones.

—Apenas nací ya me hizo de Boca. Al otro día le llevó a mamá una cajita. Mi mamá la abrió contenta, pensando que eran los escarpines, y resultó que era el carnet de Boca.

Para muchos padres —para mí, por ejemplo—, marcar al hijo con el azul y el amarillo es uno de los primeros gestos de esa nueva relación: un gorro, una camisetita o el carnet son formas de ofrecerle una cultura.

—¿Qué hubiera dicho tu papá si te hacías de River?

Le pregunto a Gianni Buono. Gianni es un fotógrafo de veintipico que vive en la Boca y estudia sociología en la UBA; Gianni lo tiene claro:

—No había ninguna posibilidad: si a mí me interesaba el fútbol, no había otra posibilidad que ser de Boca. De hecho, lo que me produce Boca está muy ligado al amor paterno. Para mí Boca también es el recuerdo de ir a la cancha, jugar a la pelota, ver Fútbol de Primera con mi viejo…

Aunque a veces sea más complicado. Ricardo Kristal tiene treinta años, así que tenía seis o siete a principios de los ochentas, cuando Boca no ganaba nada. Era de Boca, porque su papá lo había instruido, pero sus compañeritos del colegio lo cargaban y tenía un tío de Independiente que lo asediaba, le regaló la camiseta, le contaba los triunfos de los rojos —que acababan de ganar una Libertadores. Ricardo estaba a punto de ceder. Hasta que su padre, a la vuelta de un viaje, se enteró y lo llamó para una charla de hombre a hombre:

—¿Vos lo querés a tu papá?

—Sí, claro, papi.

—Y si yo estuviera enfermo, ¿me seguirías queriendo?

—Sí, papi, claro.

—Entonces, ahora que a Boca le va mal hay que quererlo más que nunca.

Le dijo su padre y Ricardo lloró y todavía lo recuerda. Y ahora, hace un par de años, volvió a llorar cuando vio la cara de embeleso de su hijo la primera vez que lo llevó a la Bombonera:

—No hay nada que disfrute más, nada, nada en la vida que se compare a ir con mi hijo a la cancha de Boca.

—Boca, para mí, es mi viejo.

Dice Ernesto Secchi. Secchi tiene más de sesenta, es director comercial de una editorial importante y fue, durante muchos años, periodista deportivo especializado en Boca Juniors. Secchi fue a la cancha desde chico, siempre con su papá y sus tíos. Pero dice que recién empezó a llenarse de cábalas en el ’62, cuando ya tenía veinticuatro y Boca estaba por salir campeón tras ocho años de sequía:

—Como me iba empilchado a la cancha porque después me encontraba con mi novia, solía llevar un saco azul cruzado con botones blancos. Entonces lo empecé a tomar como cabala y en la primavera, que empezó a hacer calor, lo seguí llevando y lo ponía abajo del asiento. Mi viejo recontraputeaba: solamente vos podés creer en estas pelotudeces, a vos solo se te pueden ocurrir, me decía el viejo. Igualmente en los momentos jodidos, yo agarraba el saco.

Y su padre, un obrero metalúrgico adusto, contenido, lo volvía a putear. Hasta que Nai Foino cobró aquel penal para River cuando faltaban cinco minutos para ganar el campeonato.

—Entonces mi viejo me miró y me dijo dale, ponete el saco. Y yo me puse el saco, Roma atajó el penal, y mi viejo me dio un beso por primera vez en veinticuatro años. ¿Vos sabés lo que es eso? Por primera vez en mi vida, mi viejo me dio un beso.

Señores yo soy de Boca desde la cuna;

que vamo a salir campeones no tengo duda.

Con un poco más de huevo,

la vuelta vamos a dar,

y todos de la cabeza vamo a festejar.

Dale Boo,

dale dale Boooo.

Y dale Boo,

dale dale Boooo.

En general la transmisión funciona. Y crea un espacio en que el hombre y los hombrecitos de la familia se reconocen fuera de la órbita femenina: es un clásico el padre que empieza a llevar a sus hijos a la cancha cuando se separa de la madre. El fútbol es, muchas veces, un territorio que excluye a las mujeres: que permite marcar las diferencias, crear un espacio sin sus interferencias. Ir a la cancha suele ser un programa sin mujeres; pero no sólo ir a la cancha:

—A mi mujer no le interesa el fútbol y siempre hay alguna discusión porque cuando veo un partido en casa no me gusta que haya mujeres y ella viene y se mete y la mando a la mierda.

Dice Ricardo Kristal, el que fue capaz de querer a Boca aunque estuviera enfermito:

—Y ahora hasta la echa mi hijo, que tiene siete años, porque dice que ella trae mala suerte.

Pero a veces las mujeres contraatacan —y pueden llegar a complicar la transmisión. Más de un bostero se dio cuenta del problema cuando ya era tarde: hinchas —hombres, al fin— que por supuesto no se privan de casarse con una de otro equipo porque el amor es más fuerte y además es sólo una mujer, no alguien con quien se pueda discutir en serio de esas cosas. Hasta que llegan hijos: ahí se dan cuenta del peligro:

—A los chicos yo los hice de Boca, y eso que la madre es de River. Yo lo resolví fácil. Un día que estaban rompiendo las pelotas les dije miren, si ustedes dicen que son de River, yo no les compro más nada. Y no sabés cómo me lo han agradecido, ya más grandes. Los chicos cuando son chicos muchas veces no saben lo que quieren.

Dice Julio Alberte, un kiosquero cincuentón de Villa Luro que encontró la manera de transmitir, junto con la bosteridad, el principio de autoridad paterna.

—Ahora la menor mía, que tiene tres, me lleva la contra y me dice que se va a hacer de River porque la madre es gashina. Yo ya no sé que hacer, le digo a mi mujer pero no me hace caso. Si sigue así, uno de estos días la voy a matar.

Dice Rubén Baza, Rubén tiene cuarenta y un almacén en Ciudad Oculta: abundan, entre fideos, mortadela y queso fresco, posters de jugadores, globos, remeras o banderines auriazules. Rubén recuerda enternecido que su madre era de Estudiantes pero cuando los pinchas jugaban contra Boca ella prefería que ganara Boca para que él no llorara: que cumplía con sus deberes maternales.

—Pero claro, como la vieja no hay. Ahora las mujeres ya no son como antes.

No son, gracias a Dios —aunque seguramente nunca fueron. Pero la cancha, en general, el fútbol, solía ser un espacio sin mujeres: el lugar donde el amor no depende de los caprichos de una individua incomprensible. Donde el amor es incondicional: amor por una camiseta, por una abstracción que exige otro tipo de sacrificios: los que cualquier hincha hace gozoso. Un amor donde el otro —el objeto de ese amor— no nos molesta. Está ahí para dejarse querer —y no tiene ideas propias.

—Yo siempre les digo a mi mujer y mis hijas que las quiero llevar a la cancha, y me siguen mirando como a un bicho raro.

Dice Norberto Guardia, un agente inmobiliario cuarentón que supo militar en los setentas.

—¿Y nunca las llevaste?

—No, alguna hasta te dice que mejor que pierda Boca, porque así la gente pone la cabeza en los problemas reales del país.

El papel tradicional de las mujeres frente al fútbol consistía en no entenderlo, en mirarlo de afuera. El fútbol, para muchas mujeres, solía ser un motivo de cabreo o de envidia: veían que había algo que los hombres disfrutaban tanto y ellas no. Zaida Eyherabide es una psicóloga de cincuenta y pico, Palermo, rubia y alta, que mira la mayoría de los partidos y no tiene amigas con las que compartir sus arrestos bosteros:

—No, a ninguna le interesa. Entonces no tengo mucho con quien hablar…

—¿Y hablas de fútbol con los hombres?

—Sí, pero con los que tengo confianza. Yo no puedo discutir mucho, porque hay muchas cosas que no sé, me olvido de los nombres de los jugadores…

Son formas diferentes de aproximarse al fútbol y los hombres, señores del modelo oficial, suelen desmerecerlas, pero cada vez hay más mujeres que se hacen hinchas al modo tradicional, con todo el fanatismo. (Y a veces llega a darme envidia: para las mujeres —para algunas mujeres— un partido es también un espectáculo más o menos erótico, donde veintitantos muchachos de veintitantos corren y se agitan en pantalones cortos, sudados, excitados. También lo es, obvio, para algunos hombres. Debe ser de lo más agradable).

—Ahora son muchísimas las chicas que van a ver a Boca, cada vez más, vamos a superar a los hombres en cualquier momento. Y eso que antes éramos sólo cinco o seis las minas que íbamos a la cancha.

Dice Norma Torchio, que es abuela y se pasó muchos años viajando a todas partes con la Doce:

—Siempre me llevaban en los mejores micros. Ellos tenían películas pornográficas y pendejas para hacerse la fiesta y, como yo iba con mis hijos a todas partes, en el colectivo donde viajaba con mis pibes no las ponían. El Abuelo les decía que en mi micro no hicieran bardo, era un amor.

Norma solía ser un bicho raro, una extraña en un mundo de hombres. Ahora, dice, ya no:

—No sé lo que ha pasado, el vuelco que hay en el ser humano, se animan a ir solitas. Los muchachos de Boca las chiflan, les dicen cosas lindas, pero nunca les faltan el respeto. Las chicas de hoy en día no sólo van solas a la cancha sino que además se plantan, se pelean y también van al frente. Las he visto yo, no me lo contaron. Tampoco es que me guste tanto: pierden lo femenino, la esencia de la mujer.

Si tal cosa existiera. En todo caso, una encuesta de Artemio López muestra que Boca no convoca menos mujeres que hombres, pero River convoca muchas más: el 28 por ciento de los argentinos son gashinas contra el 38 por ciento de las argentinas: un tercio más de señoras que de señores en el famoso gashinero.

—Habría que reconocer quizá que Boca tiene un mundo donde el modelo de belleza y glamour que se vende y se compra en las publicidades femeninas no aparece.

Dice Artemio y le digo que no entiendo del todo:

—Sí, que en River hay más status, es un club que está más vinculado al ascenso social. Digamos que siempre fue un club más fashion.

Y yo le digo que quizá ya no sea así pero que es cierto que la idea general de Boca puede ser más «machista» que la de River:

—Al fin y al cabo somos nosotros los que decimos huevo huevo huevo, no ellos.

—Por eso River sería un mundo cultural más próximo a la mujer. Lo cual no es ni bueno ni malo.

—Digamos que si lo mirás desde la corrección política debe ser bueno; si lo mirás desde la ideología más ranciamente futbolera es un bochorno para ellos.

—Y después cuando fuimos a Japón, a la final con el Real Madrid, lo invité a mi hijo y llevamos una bandera de Boca que todavía la tengo guardada, que decía «Gracias, Viejo». Cuando terminó el partido mi hijo lloraba como un descosido abrazado a mí y me decía el abuelo está, el abuelo está.

Me cuenta Ernesto Secchi, el hijo del metalúrgico que nunca lo besaba.

—¿Qué habrías hecho si tus hijos se te hacían de River?

Le pregunto a Norma Torchio. Hace muchos años, Norma traicionó a sus padres —que eran conservadores y vitalicios de River— haciéndose bostera y peronista. Por eso estaba preparada para oponerse a cualquier resistencia.

—Los habría matado como a los gatos…

La autoridad paterna se instala en esa instancia: vos vas a ser de Boca porque yo soy de Boca. Aunque, a veces, esa autoridad se complica por la eficacia de la transmisión:

—A mí lo mejor que me pasó como hincha es que mi nene es tan fana como yo.

Dice Bruno del Río, obrero de una fábrica de hebillas en La Matanza, veintitantos:

—Imaginate que tiene cinco años y se sabe todas las canciones. Pero también es un problema, porque ahora a veces cuando voy a la cancha y no lo puedo llevar porque me da miedo lo que pueda pasar con los contrarios, le tengo que mentir, le digo que me voy a otro lado, porque si no no hay quien lo pare.

Son tropiezos que no niegan la cuestión principal: la bosteridad es una herencia, una tentativa de imponer pautas a los que van a relevarnos, de seguir presentes más allá de la ausencia:

—Yo ya iba a la cancha cuando estaba en la panza de mi vieja.

Dice Carlos Ben, vocal de la Comisión Directiva de Boca a cargo de la prensa, ex vocero de Duhalde, un operador político con mucha ruta recorrida, y dice que su viejo empezó a llevarlo cuando era muy chiquito, hace más de cuarenta años, y que después pasó el tiempo y él mismo tuvo hijos y los llevó, con su padre también:

—Y después mi viejo se murió y seguimos yendo al mismo lugar donde yo iba con él. Así que espero que mi hijo, alguna vez, cuando yo me muera, también siga yendo, quién sabe con sus hijos. Ojalá, quién te dice. Es una forma de seguir ahí.